Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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Al cabo de una semana los mujiks que iban a la ciudad con sus carros vacíos, para volver con ellos llenos de toda clase de objetos, eran ya detenidos por las autoridades y obligados a retirar los cadáveres. Otros, enterados de lo sucedido a sus compañeros, acudían con los carros cargados de trigo, avena y heno; en pugna unos con otros bajaban los precios, dejándolos por debajo del precio anterior. Cooperativas de carpinteros acudían con la esperanza de un trabajo bien retribuido, y por todas partes reparaban las casas incendiadas y construían otras nuevas. Los comerciantes abrían sus puestos. Tabernas y posadas se instalaban en casas medio destruidas por el incendio. El clero restablecía el culto en las numerosas iglesias que habían quedado intactas; algunas personas donaban objetos de culto para sustituir a los robados. Los funcionarios instalaban sus oficinas, con tapetes y armarios, en pequeñas habitaciones. Los jefes superiores y la policía se dedicaban a distribuir los bienes dejados por los franceses. Los propietarios de las casas donde se habían acumulado objetos procedentes de otras viviendas se quejaban de que todo fuera concentrado en un sitio. Otros decían que no era justo dejar al dueño de la casa todos los objetos hallados en ella, pues los franceses que vivían en diversas mansiones reunían las cosas en una de ellas. Se insultaba a la policía, la sobornaban, se decuplicaba en los presupuestos el valor de las cosas quemadas pertenecientes al Estado, se exigía ayuda y el conde Rastopchin escribía sus proclamas.
XV
Pierre llegó a Moscú a fines de enero y se instaló en un pabellón que se conservó intacto en su casa. Visitó al conde Rastopchin y a varios amigos que habían regresado a la ciudad con el propósito de salir al tercer día para San Petersburgo. Todos festejaban la victoria; la vida bullía en la arruinada capital, que poco a poco iba renaciendo. Todos se alegraban de ver a Pierre, deseaban hablar con él y conocer lo que había vivido y visto. Pierre se mostraba especialmente amable con todos pero, sin darse cuenta, procuraba no comprometerse con nadie y conservar su libertad. A las preguntas que le hacían —importantes o sin importancia– acerca de dónde pensaba vivir, si iba a reconstruir su casa, cuándo partiría para San Petersburgo y si podía encargarse de llevar un paquete, se limitaba a contestar de un modo vago: “Sí... tal vez... lo estoy pensando, etcétera".
De los Rostov supo que estaban en Kostromá y pensaba raras veces en Natasha. Y si acudía a su memoria no pasaba de ser un grato recuerdo de un pasado ya muy lejano. Se sentía libre no sólo de todas las trabas sociales, sino también de aquel sentimiento que según creía se había impuesto voluntariamente.
Tres días después de su llegada a Moscú supo por los Drubetskói que la princesa María estaba en la capital. La muerte, los sufrimientos, los últimos días del príncipe Andréi acudían con frecuencia a la memoria de Pierre y ahora volvieron a su mente con nueva fuerza. Cuando supo, durante la comida, que la princesa María estaba en Moscú, en su casa de la calle Vozdvíshenka, no afectada por el incendio, decidió ir a visitarla aquella misma tarde.
Por el camino Pierre no dejó de pensar en el príncipe Andréi, en su amistad con él, en sus diversas entrevistas y, sobre todo, en la última de Borodinó.
“¿Será posible que haya muerto con la acritud de entonces? ¿Y que antes de morir no le fuera revelado el sentido de la vida?”, pensaba. Se acordó de Karatáiev y de su muerte; y sin advertirlo él mismo, comparó aquellos dos hombres tan diferentes y al mismo tiempo tan parecidos por el cariño que les tuvo y porque ambos habían vivido y habían muerto.
En la más grave disposición de espíritu llegó Pierre a la casa del viejo príncipe. El edificio había sufrido poco. Se veía alguna que otra señal de la guerra, pero conservaba el carácter de antes.
El viejo mayordomo salió al encuentro de Pierre con rostro grave y serio, como si quisiera darle a entender que la desaparición del príncipe no cambiaba en nada el orden allí establecido. Lo informó que la princesa se había retirado a sus habitaciones y que recibía los domingos.
–Anúnciame; tal vez me reciba– dijo Pierre.
–Bien, señor. Hágame el favor de pasar a la sala de retratos.
Unos instantes después el mayordomo volvió con Dessalles, quien informó a Pierre, en nombre de la princesa, que se alegraba mucho de verlo y le rogaba, si le perdonaba su exceso de confianza, que subiera a sus habitaciones.
En una estancia de techo más bien bajo, iluminada con una sola vela, estaban la princesa y otra persona vestida de negro. Pierre recordó que la princesa siempre tenía consigo alguna señorita de compañía, pero no las conocía ni las recordaba. “Es una de sus señoritas de compañía”, pensó, mirando a la dama vestida de negro.
La princesa se levantó rápidamente y salió a su encuentro, tendiéndole la mano.
–Ya ve cómo volvemos a encontrarnos– dijo la princesa, después de que Pierre le hubiera besado la mano, fijándose en los cambios que había experimentado el rostro de su visitante. —Hasta los últimos días hablaba con frecuencia de usted– añadió, volviendo los ojos hacia la señorita de compañía con una timidez que por un momento sorprendió a Pierre. —¡Me sentí tan feliz cuando supe que usted vivía! Es la única buena noticia que hemos recibido en estos tiempos.
De nuevo, y con mayor inquietud, la princesa miró a su señorita de compañía y quiso añadir algo, pero Pierre la interrumpió.
–Figúrese que yo no supe nada de él. Lo creía muerto. Todo cuanto supe fue por otros. Sabía solamente que estaba con los Rostov... ¡Qué destino!
Pierre hablaba rápida y animadamente; volvió una vez los ojos hacia el rostro de la señorita de compañía, que lo miraba fijamente con atención, ternura y curiosidad y, como suele ocurrir en las conversaciones, sintió, sin saber por qué, que esa señorita de compañía con vestido negro era un ser amable, bondadoso, cordial, que no turbaría su conversación íntima con la princesa María.
Mas cuando dijo sus últimas palabras sobre los Rostov se acentuó la turbación de la princesa. De nuevo su mirada fue de Pierre a la señorita de compañía.
–¿Es que no la reconoce?– preguntó.
Pierre volvió a mirar aquella cara pálida y delicada, de ojos negros y boca extraña. Algo entrañable, olvidado desde hacía tiempo, y más que entrañable lo miraba con aquellos ojos atentos.
“No, no es posible —pensó—. Ese rostro severo, delgado, pálido, envejecido no puede ser de ella. No es sino un recuerdo.” Pero en aquel instante la princesa dijo: “Natasha”. Y aquel rostro de ojos atentos sonrió con esfuerzo, con fatiga, igual a como se abre una puerta herrumbrosa y a través de aquella puerta entreabierta irrumpió y envolvió a Pierre el hálito de una felicidad olvidada hacía tiempo, en la cual, sobre todo en aquellos momentos, ni siquiera pensaba. Cuando ella sonrió, ya no hubo duda: era Natasha y él la amaba.
En ese primer instante, involuntariamente, Pierre confesó a Natasha, a la princesa María y, sobre todo, así mismo un secreto que ni él conocía. Trató de ocultar su emoción, pero cuanto más esfuerzos hacía, más evidente —más evidente si lo hubiera dicho con palabras– era para él, para ella y para la princesa que amaba a Natasha.
“No... Es el efecto de la sorpresa”, pensó Pierre.
Pero cuando intentó reanudar la conversación iniciada con la princesa y miró de nuevo a Natasha, más intenso fue su rubor y una emoción más intensa de alegría y temor se apoderó de su ánimo. Se embrolló en sus palabras y tuvo que detenerse a mitad de la frase.
No había reparado en ella porque ni se le había ocurrido pensar que pudiera hallarse en aquel lugar; ni la había reconocido porque, desde la última vez que la viera, Natasha había cambiado enormemente. Estaba más delgada y pálida; pero no era eso lo que la convertía en otra: no pudo reconocerla porque en sus ojos relucía siempre la alegría de vivir y ahora, en cambio, no tenían ni la sombra de una sonrisa, eran unos ojos atentos, bondadosos, interrogantes y tristes.
En Natasha no se reflejó la turbación de Pierre, a no ser por una casi imperceptible satisfacción que apenas iluminó su rostro.
XVI
—Natasha vino para estar conmigo– explicó la princesa María. —Los condes llegarán un día de éstos. La condesa se encuentra en un estado terrible. Pero también Natasha necesitaba que un médico la viera. Han tenido que obligarla a venir.
–Apenas hay una familia que no tenga su propio dolor– dijo Pierre volviéndose a Natasha. —¿Sabe que lo de Petia sucedió el mismo día que nos liberaron? Yo lo vi. ¡Qué magnífico muchacho!
Natasha lo miraba fijamente y, como respondiendo a esas palabras, sus ojos se iluminaron, se hicieron más grandes.
–¿Qué se puede decir o pensar como consuelo?– siguió Pierre. —Nada... ¿Por qué había de morir un joven tan bueno y rebosante de vida?
–Sería difícil vivir en estos días si no se tuviera fe...– dijo la princesa María.
–Sí, sí, ésa es la pura verdad– la interrumpió rápidamente Pierre.
–¿Por qué?– preguntó Natasha mirándolo a los ojos con mucha atención.
–¿Cómo, por qué?– dijo la princesa. —Solamente el pensamiento de lo que nos aguarda allí...
Natasha, sin atender a la princesa María, siguió mirando interrogativamente a Pierre.
–Sólo quien cree– respondió —en la existencia de un Dios que nos guía puede soportar una pérdida como la suya y... la de usted. Natasha abrió la boca para decir algo, pero se contuvo. Pierre se volvió con rapidez hacia la princesa y le preguntó sobre los últimos días de su amigo.
Casi había desaparecido la turbación de Pierre, pero se daba también cuenta de que había perdido por completo su libertad de antes. Sentía que cada palabra, cada acto suyo, tenían ahora un juez cuyo juicio era para él más valioso que la opinión del resto del mundo. Al hablar, lo hacía pensando en el efecto que sus palabras causarían en Natasha. No es que dijera a propósito lo que podía agradarle, pero cuanto decía lo juzgaba desde el punto de vista de ella.
Con desgana, como es tan frecuente en esos casos, la princesa María comenzó a contar en qué situación había encontrado a su hermano Andréi. Pero las preguntas de Pierre, su mirada inquieta, interesada, el emocionado temblor de su rostro, la obligaron a entrar en detalles cuyo recuerdo temía.
–Sí, sí... eso es...– decía Pierre, inclinado hacia la princesa y escuchando ávidamente sus palabras. —Sí, sí... ¿Entonces, se calmó...? ¿Se apaciguó? Él que buscaba siempre una sola cosa con todas las fuerzas de su alma: ser absolutamente bueno, no podía temer a la muerte. Sus defectos, si los tenía, no procedían de él... ¿Entonces se apaciguó?– repitió. —¡Qué felicidad que la hubiera encontrado!– dijo volviéndose de pronto hacia Natasha y mirándola con los ojos llenos de lágrimas.
El rostro de Natasha se estremeció. Frunció el ceño y bajó instantáneamente los ojos. Por un instante dudó si hablar o no.
–¡Sí, una felicidad!– dijo con voz profunda. —Para mí fue una verdadera felicidad– y añadió tras unos instantes de silencio: —Y él... él... dijo que lo deseaba justo en el momento en que me acerqué...
La voz de Natasha se quebró. Enrojeció, crispó las manos sobre sus rodillas y, superando su vacilación, alzó la cabeza y comenzó a hablar rápidamente.
–No sabíamos nada cuando salimos de Moscú. No me atreví a pedir noticias de él. Y de pronto Sonia me dijo que iba con nosotros. No pensé en nada, no podía imaginar su estado. Lo único que sentía era la necesidad de verlo, de estar a su lado– concluyó, temblando y ahogándose. Y sin dejar que la interrumpieran, contó lo que nunca había dicho a nadie, todo lo que había sentido durante las tres semanas de viaje y de su estancia en Yaroslavl.
Pierre la escuchaba absorto y sin apartar de ella los ojos, llenos de lágrimas. Oyendo su relato, no pensaba en el príncipe Andréi ni en la muerte, ni en lo que ella decía. La escuchaba y sólo sentía compasión por todo el dolor que le provocaba aquel recuerdo.
La princesa, sentada junto a Natasha, contraído el rostro y reprimiendo a duras penas sus lágrimas, escuchaba por primera vez la historia de los últimos días de amor de su hermano y Natasha. Era evidente que Natasha necesitaba contar ese placentero y doloroso relato.
Hablaba mezclando los más pequeños detalles con los secretos más íntimos y parecía que no iba a terminar nunca. Varias veces repitió un mismo hecho.
Se oyó tras la puerta la voz de Dessalles que preguntaba si Nikólushka podía entrar a dar las buenas noches.
–Eso es todo... todo...– dijo Natasha.
Al entrar Nikóleñka, se levantó rápidamente y se acercó casi corriendo a la salida, tropezó con la cabeza en la puerta disimulada tras una cortina y dejó escapar un gemido, bien por el dolor físico o moral, y huyó de la estancia.
Pierre se quedó mirando hacia la puerta por donde ella había salido, sin comprender por qué, de pronto, se había quedado solo en el mundo.
La princesa María puso fin a su abstracción haciendo que se fijase en su sobrino, que entraba en aquel momento.
La vista del muchacho, parecido a su padre, influyó aún más en el estado emocional de Pierre: besó a Nikóleñka, se levantó presuroso y con un pañuelo en la mano se acercó a la ventana.
Pensaba despedirse de la princesa María, pero ella lo retuvo.
–No, no... Natasha y yo no nos acostamos nunca hasta después de las dos. Quédese, por favor; haré servir la cena. Baje usted y nosotras iremos en seguida.
Antes de salir Pierre, la princesa le dijo todavía:
–Es la primera vez que habla así de él.
XVII
Pierre fue introducido en el gran comedor iluminado; unos minutos después oyó rumor de pasos y entraron Natasha y la princesa María. Natasha estaba tranquila, aunque su rostro había recobrado la severa expresión de antes.
Todos parecían sentir el mismo embarazo que suele seguir a una conversación íntima y grave. Resulta imposible reanudarla, y hablar de algo banal causa vergüenza, callar resulta desagradable porque hay deseos de hablar y el silencio parece fingido. Se acercaron en silencio a la mesa; los camareros separaron y acercaron las sillas; Pierre desplegó su fría servilleta y, decidido a romper el silencio, miró a Natasha y a la princesa María. Ambas parecían haber decidido lo mismo. En sus ojos se reflejaba el placer de vivir y el reconocimiento de que, además del sufrimiento, hay alegrías.
–¿Bebe usted vodka, conde?– preguntó la princesa, y esas palabras disiparon al instante las sombras del pasado. —Háblenos de usted– añadió. —Por ahí cuentan maravillas increíbles.
–Sí– contestó Pierre con su ahora habitual sonrisa de afable ironía. —Me atribuyen milagros con los que no he soñado siquiera. María Abrámovna me invitó a su casa para contarme todo lo que me ha sucedido o debería haberme sucedido. También Stepán Stepánovich me enseñó lo que yo mismo debía contar. Observo, en general, que resulta muy cómodo eso de ser un hombre interesante (ahora soy un hombre interesante). Me invitan y de paso me cuentan lo que me ha ocurrido.
Natasha sonrió y quiso decir algo.
–Nos han contado– intervino la princesa– que en Moscú perdió usted dos millones de rublos. ¿Es verdad?
–Y a pesar de todo soy tres veces más rico que antes– contestó él.
Aunque el pago de las deudas de su mujer y las obras habían cambiado su situación, seguía diciendo que era tres veces más rico.
–Lo que de veras he ganado es la libertad– comenzó, ya en serio. Pero no siguió, pareciéndole que aquel tema de conversación era demasiado egoísta.
–¿Piensa reconstruir su casa?
–Sí; me lo ordena Savélich.
–Dígame; ¿no sabía nada de la muerte de la condesa cuando se quedó en Moscú?– preguntó la princesa; y en seguida se ruborizó, advirtiendo que su pregunta, hecha inmediatamente después de la alusión de Pierre a su libertad, podía dar a entender que ella atribuía a sus palabras un sentido que acaso no tenían.
–No– contestó Pierre, sin manifestar embarazo alguno por la interpretación que hubiera podido dar la princesa a sus palabras. —Lo supe en Orel y no pueden imaginarse cómo me impresionó. No éramos un matrimonio ejemplar– añadió rápidamente, mirando a Natasha y notando en ella la curiosidad por saber cómo hablaría de su mujer, —pero su muerte me produjo una gran impresión. Cuando dos personas riñen, ambas tienen la culpa; y la culpa del que queda se hace de pronto terriblemente penosa con respecto al que ya no está. Además, una muerte así... sin amigos, sin consuelo... La compadezco mucho, mucho– terminó, y notó con placer un gesto de aprobación en el rostro de Natasha.
–Y ahora, es usted soltero y libre para casarse– comentó la princesa María.
Pierre se ruborizó intensamente y trató durante mucho tiempo de no mirar a Natasha. Cuando decidió hacerlo, su rostro era frío y grave, y hasta le pareció ver en él un rictus de desprecio.
–¿Es verdad que vio y habló con Napoleón, como nos han contado?– preguntó la princesa.
Pierre se echó a reír.
–Ni una sola vez, nunca. Algunos se imaginan siempre que estar prisionero es lo mismo que visitar a Napoleón. No sólo no lo vi, sino que no oí hablar de él ni una sola vez. Estuve en compañía mucho peor.
La cena terminaba y Pierre, que al principio se resistía a hablar de su cautiverio, se fue animando poco a poco.
–Pero ¿no es verdad que se quedó con intención de matar a Napoleón?– le preguntó Natasha con leve sonrisa. —Creí adivinarlo cuando lo encontramos en la puerta Sújareva, ¿se acuerda?
Pierre confesó que era verdad y, conducido poco a poco por las preguntas de la princesa y en particular por las de Natasha, pasó a contar con detalle sus aventuras.
Al principio hablaba con la afable ironía que le merecía ahora la gente y sobre todo él mismo; pero luego, cuando llegó al relato de los sufrimientos y horrores presenciados por él, su relato adquirió la emoción contenida de la persona que revive en su memoria fuertes impresiones. La princesa María miraba con afable sonrisa bien a Pierre, bien a Natasha.
En todo aquel relato no veía sino a Pierre y su bondad. Natasha, apoyada en su brazo, con una expresión que variaba cuando variaba el relato, observaba a Pierre sin apartar de él los ojos; diríase que compartía con él todo cuanto decía. No sólo su mirada: sus exclamaciones, las breves preguntas que le dirigía, demostraban a Pierre que Natasha —de todo cuanto contaba– comprendía justamente aquello que él quería transmitir. Era evidente que no sólo comprendía lo que él decía, sino también lo que habría querido decir y no podía expresar con palabras. El episodio de la niña y la mujer, por defender a las cuales había sido apresado, lo había contado así:
–Era un espectáculo horrible, los niños abandonados y algunos en medio de las llamas... Delante de mí sacaron a uno de ellos... Mujeres a las que arrancaban sus ropas, sus pendientes...– Pierre enrojeció y se detuvo confuso. —En eso, llegó una patrulla de franceses y apresaron a los que nada hacían, a los que no robaban, y se llevaron a todos los hombres. Y a mí.
–Seguramente no lo cuenta usted todo... Seguramente hizo usted algo... bueno...– dijo Natasha, y después de un breve silenció añadió: —bueno.
Pierre prosiguió su relato. Cuando llegó a la escena de los fusilamientos, quiso pasar por alto los terribles detalles, pero Natasha exigió que lo dijera todo.
Después habló de Karatáiev. Se levantó (se puso a pasear por la habitación); Natasha lo seguía con los ojos. Se detuvo un momento.
–No podrían comprender todo lo que aprendí de aquel hombre analfabeto y bobalicón.
–Sí, sí... cuente... ¿dónde está ahora?– preguntó Natasha.
–Lo mataron casi ante mis ojos.
Y Pierre pasó a contar los últimos días de la retirada, la enfermedad de Karatáiev y su muerte (su voz temblaba).
Pierre contaba sus andanzas como nunca las había recordado. Le parecía ver ahora en todo lo sufrido un significado nuevo.
Al contar todo eso a Natasha, Pierre experimentaba el raro placer que proporcionan las mujeres cuando escuchan a un hombre; no esas mujeres listasque prestan atención, procurando retener lo que se les dice para enriquecer su mente y, llegada la ocasión, servirse de ello o apropiarse de lo que se les cuenta y comunicar a otros lo antes posible las sabias frases elaboradas en su limitada mente, sino el verdadero placer que proporcionan las verdaderas mujeres dotadas de la capacidad de discernir y comprender lo mejor que hay en lo dicho por el hombre. Natasha, sin darse cuenta de ello, era toda atención; no dejaba escapar ni una palabra, ni un matiz de la voz, ni una mirada, ni una vacilación del rostro, ni un gesto de Pierre. Captaba al vuelo cada palabra, aún a medio expresar, y la introducía en su corazón abierto, adivinando el oculto sentido de todo el esfuerzo moral de Pierre.
La princesa María comprendía también el relato, simpatizaba con él, pero ahora veía otra cosa que atraía enteramente su atención; veía la posibilidad de que entre Natasha y Pierre surgiese el amor, de que ambos fueran felices, y esa idea que acudía a ella por primera vez llenaba su corazón de júbilo.
Eran las tres de la mañana. Los criados, con rostros graves y tristes, entraban a renovar las velas, pero ninguno se daba cuenta de ello.
Pierre concluyó su relato. Natasha seguía mirándolo con ojos animados y brillantes como deseosa de comprender aquello que él no había contado. Pierre, turbado y feliz a un tiempo, la miraba de vez en cuando y buscaba en su imaginación lo que debía decir para cambiar de tema.
La princesa María callaba. A ninguno se le ocurrió pensar que ya eran las tres y había que ir a dormir.
–Se suele hablar de desgracias y sufrimientos– comenzó Pierre. —Pero si me dijeran ahora: ¿qué prefieres, volver a ser lo que eras antes de tu cautiverio o vivir de nuevo todo lo que has padecido? ¡Dios mío, de nuevo la cautividad y la carne de caballo! Cuando nos apartan de nuestro camino trillado, creemos que todo está perdido, siendo así que sólo entonces comienza lo nuevo y lo bueno. Mientras hay vida, existe la felicidad. Por delante aún queda mucho, mucho... Se lo digo yo– dijo, volviéndose a Natasha.
–Sí, sí... También yo desearía volver a vivirlo todo de nuevo– dijo ella, refiriéndose a algo muy diferente.
Pierre la miró con atención.
–Sí, y nada más que eso– confirmó Natasha.
–¡No es verdad! ¡No es verdad!– exclamó Pierre. —Yo no soy culpable de haber quedado vivo y de querer vivir. Y usted tampoco.
De pronto, Natasha ocultó su cara entre las manos y rompió a llorar.
–¿Qué te pasa, Natasha?– preguntó la princesa.
–Nada, nada– y sonrió a Pierre a través de sus lágrimas. —Adiós, ya es hora de dormir.
Pierre se puso en pie y se despidió de ellas.
La princesa María y Natasha se reunieron, como siempre, en el dormitorio y se pusieron a hablar de lo que había contado Pierre. La princesa María no expresó su opinión sobre él y tampoco Natasha lo hizo.
–Buenas noches, Mary– dijo Natasha. —¿Sabes? A veces tengo miedo de una cosa: no hablamos de él– se refería al príncipe Andréi, —como si temiéramos rebajar nuestros sentimientos, y lo vamos olvidando.
La princesa suspiró profundamente, y ese suspiro confirmó la exactitud de la observación de Natasha, aunque de palabra no confirmó su opinión.
–¿Acaso lo podemos olvidar?– dijo.
–Me ha causado tanto bien contarlo hoy todo... Era doloroso, pero me ha producido mucho bien; estoy segura de que él lo quería de veras. Y por eso se lo he contado... No hice mal, ¿verdad?– preguntó, ruborizándose de pronto.
–¿A Pierre? ¡Oh, no, es tan bueno!
Natasha habló de nuevo con una sonrisa juguetona que hacía tiempo no iluminaba su rostro.
–¿Te has fijado, María? Pierre se ha hecho... no sé cómo decirlo... Más lozano, más limpio y fresco; como si saliera del baño, ¿entiendes? En sentido moral, claro. ¿No es cierto?
–Sí, ha ganado mucho.
–Y su levita es ahora corta, y se ha cortado el cabello; sí, como si saliera de un baño... Como papá algunas veces...
–Comprendo que él– dijo la princesa, refiriéndose a Andréi– no quisiera a nadie como a Pierre.
–Sí, y al mismo tiempo son muy diferentes. Dicen que los hombres son amigos cuando son por completo diferentes. Así debe ser, sin duda. ¿No es verdad que no se parece a él en nada?
–Sí, es verdad; pero Pierre es magnífico.
–Bueno, adiós– dijo Natasha.
Y la misma sonrisa juguetona de antes quedó durante algún tiempo como olvidada en su rostro.
XVIII
Esa noche Pierre tardó mucho en dormirse. Paseó de un lado a otro de su habitación, ya sumergido en algún pensamiento difícil, que le hacía fruncir el ceño, ya encogiéndose de hombros y estremeciéndose, ya sonriendo dichoso.
Pensaba en el príncipe Andréi, en Natasha y en su amor; estaba celoso de su pasado; se hacía reproches y se perdonaba. Dieron las seis de la mañana y Pierre seguía andando por la habitación.
“Pero, ¿qué puede hacerse si es imposible vivir sin eso? ¿Qué hacer? Entonces, así debe ser”, pensó. Y desnudándose rápidamente, se echó en la cama, conmovido y feliz, apartadas ya las dudas y vacilaciones.
“Por extraña e imposible que me parezca esta dicha, tengo que hacer todo lo posible para ser su marido y ella mi mujer”, se dijo.
Unos días antes había fijado para el viernes su salida de Moscú. Cuando se despertó, el jueves, Savélich entró en su habitación para recibir sus órdenes respecto al equipaje.
“¿Por qué a San Petersburgo? ¿Qué falta me hace San Petersburgo? ¿Quién está allí? —se preguntó a sí mismo—. Sí, hace tiempo que lo decidí, antes de que eso sucediera pensé en ir —recordó—. ¿Y por qué no? Tal vez vaya... ¡Qué bueno es, qué atento y qué presente lo tiene todo! —pensó mirando el viejo rostro de Savélich—. ¡Y qué sonrisa más agradable la suya!”
–Bien, Savélich, ¿sigues sin desear la libertad?– le preguntó.
–¿Para qué necesito la libertad, Excelencia? Viví muy bien en los tiempos del viejo conde y con usted no tengo motivos de queja.
–Sí, sí, pero ¿y los hijos?
–También ellos vivirán, Excelencia. Con amos así se puede vivir.
–¿Y mis herederos?– preguntó Pierre. —¿Y si, de pronto, vuelvo a casarme...? Podría ocurrir– añadió con involuntaria sonrisa.
–Me atrevo a decirle que haría muy bien, Excelencia.
“Qué sencillo le parece —se dijo Pierre—. No sabe qué terrible y peligroso es. Demasiado pronto o demasiado tarde... ¡da miedo pensar!”
–¿Cuándo desea salir, señor? ¿Mañana?– preguntó Savélich.
–No; retrasaré un poco el viaje. Ya te avisaré. Perdona la molestia.
Y ante la sonrisa de Savélich pensó: “Es muy extraño que no sepa que ya no me interesa para nada San Petersburgo. Lo más importante ahora es que se decida lo otro. Debe saberlo, estará fingiendo. ¿Y si le hablase? Sabría lo que piensa. No, después, en otra ocasión”.
Durante el almuerzo Pierre contó a su prima que la víspera había estado en casa de la princesa María y se había encontrado, imagínese a quién, ¡a Natasha Rostova!
La princesa no demostró mayor asombro que si el encuentro hubiera sido con Anna Semiónovna.
–¿La conoce?– preguntó Pierre.
–He visto a la princesa y he oído que quieren casarla con el joven Rostov. Sería una gran cosa para los Rostov; dicen que están absolutamente arruinados.
–No, no, le pregunto si conoce a Natasha.
–Oí entonces hablar de ella en relación con esa historia. Fue una lástima.
“O no comprende o está fingiendo —pensó Pierre—. Es mejor no decirle nada.”
La princesa había preparado también algunas provisiones para el viaje.
“Qué buenos son todos —pensaba Pierre—, ocupándose ahora de esos asuntos míos que ya no pueden interesarles.”
Aquel mismo día recibió a un jefe de policía que venía a rogarle que enviara a un hombre de confianza para recoger objetos que se iban a distribuir entre los propietarios.
“También éste —pensó Pierre, mirando al policía—. ¡Qué oficial tan simpático y guapo! Ahorase preocupa de estas bagatelas, y decían que no era honrado, que se aprovechaba de su posición. ¡Tonterías! Aunque, ¿por qué no iba a hacerlo? Se ha educado así, y todos hacen lo mismo. ¡Qué simpático parece, qué cara más agradable, me mira y sonríe!”
Pierre fue a comer a casa de la princesa María.
Al cruzar las calles entre los edificios incendiados admiró la belleza de aquellas ruinas. Las chimeneas de las estufas, las paredes derruidas, que le recordaban los pintorescos lugares del Rin o el Coliseo, se sucedían ocultándose unas a otras en los barrios ennegrecidos. Los cocheros y peatones con quienes se encontraba, los carpinteros que aserraban las vigas, los tenderos y vendedores ambulantes, todos miraban con rostros alegres y sonrientes a Pierre y parecían decir: “¡Ahí está! ¡Veremos lo que resulta de todo eso!”.
En el umbral de la casa de la princesa María, Pierre dudó de pronto. ¿Se habría visto aquí con Natasha? ¿Había hablado con ella? “Tal vez lo he soñado —se dijo—, quizá entre y no encuentre a nadie.” Pero apenas hubo entrado en la habitación sintió, con todo su ser, la presencia de Natasha por la inmediata pérdida de su libertad. Natasha vestía el mismo traje negro, de amplios pliegues, y estaba peinada como la víspera, pero no era la misma. Si el día anterior la hubiera visto así, la habría reconocido en seguida.
Ahora estaba como cuando la conoció casi niña y cuando era la prometida del príncipe Andréi. Una luz risueña, interrogante, brillaba en sus ojos y en su rostro había una expresión cariñosa, extraña y juguetona. Pierre comió con ellas y habría permanecido más tiempo, pero la princesa María iba a las vísperas y Pierre las acompañó.
Al día siguiente volvió temprano y estuvo con ellas toda la velada. A pesar de la alegría que sentían las dos al verlo y de que toda la vida de Pierre se concentraba ahora en aquella casa, al anochecer todos los temas habían sido agotados y la conversación comenzó a languidecer; pasaba de un asunto baladí a otro y se interrumpía con frecuencia. Pierre se quedó hasta tan tarde que la princesa y Natasha se miraban, como preguntándose cuándo se iría; Pierre se daba cuenta, pero no podía irse. Le resultaba violento, pero seguía allí porque no podíalevantarse y marchar.
La princesa María, que no veía el fin de todo aquello, fue la primera en levantarse y, quejándose de jaqueca, tendió la mano a Pierre.
–Entonces, ¿se va mañana a San Petersburgo?