Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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–Así no sanarás nunca– decía la madre, contrariada, olvidando su dolor, —si no obedeces al doctor y no tomas lo que te manda a su debido tiempo. No hay que andarse con bromas, así puedes tener una neumonía.
Y al pronunciar esa palabra, incomprensible para ella y los demás, sentía un verdadero consuelo.
¿Y qué habría hecho Sonia sin la alegre conciencia de haber estado tres noches sin desnudarse, al principio de la enfermedad de su amiga, para encontrarse dispuesta a cumplir cualquier orden del médico, y aun sin dormir de noche para que no se le pasara la hora de dar a Natasha aquellas píldoras inofensivas guardadas en una cajita dorada? Hasta la propia Natasha, quien solía decir que nada la curaría y que todo era inútil, se hallaba contenta viéndose objeto de tantos sacrificios y teniendo que tomar las medicinas a horas determinadas. Hasta le producía especial contento poder demostrar, al no cumplir las prescripciones, que no creía en su curación y no apreciaba la vida.
El médico iba todos los días, le tomaba el pulso, examinaba la lengua y, sin hacer caso de su abatimiento, gastaba bromas. Pero cuando salía a la habitación contigua y la condesa corría a su encuentro, ponía cara seria y, moviendo pensativo la cabeza, aseguraba que, a pesar del peligro, confiaba en la medicina recetada últimamente y había que esperar para ver sus efectos. La enfermedad era más bien moral, pero...
Procurando disimular ante sí misma y ante el doctor, la condesa le ponía en la mano una moneda de oro y, con el corazón más tranquilo, volvía junto al lecho de su hija.
La enfermedad de Natasha se manifestaba en que comía y dormía poco, en la tos y la apatía. Los médicos repetían que no podía dejarse a la enferma sin cuidados médicos, y por ello la retuvieron en el ambiente sofocante de la ciudad. En el verano de 1812, los Rostov tampoco fueron al campo.
A pesar de la gran cantidad de píldoras, gotas y sellos contenidos en cajitas y frascos (de los que Mme Schoss, muy aficionada a todo ello, hizo una verdadera colección) y a pesar de carecer de la vida a que estaba habituada en el campo, la juventud de Natasha se impuso: se fue cubriendo de impresiones de la vida pasada, dejó de atormentarse, se iba convirtiendo en algo ya pasado. Natasha comenzó a reponerse físicamente.
XVII
Natasha estaba más tranquila, pero no más alegre. No sólo evitaba todas las ocasiones externas de alegría: los bailes, el patinaje, los conciertos y teatros, sino que nunca reía sin que detrás de su risa asomaran las lágrimas. Le era imposible cantar, y cada vez que comenzaba a reír o entonar una canción la ahogaban los sollozos de arrepentimiento y el recuerdo del pasado, de aquellos tiempos puros que ya no volverían: eran lágrimas de enfado al pensar en la estéril pérdida de una juventud que podía haber sido tan dichosa. La risa y el canto le parecían una profanación de su pena. No le costaba ningún esfuerzo dejar de presumir, de acicalarse. Aseguraba —y lo creía en aquella época– que todos los hombres eran para ella iguales que el bufón Nastasia Ivánovna. Una especie de vigía interior le prohibía toda manifestación de alegría; tampoco sentía ya atracción por lo que tanto le gustaba antes, en sus años de despreocupación y esperanza. Se acordaba con frecuencia y dolorosamente del otoño, de las cacerías, del tío y de las últimas Navidades que Nikolái pasara con ellos en Otrádnoie. ¡Cuánto daría por volver a aquella época, siquiera fuese sólo por un día! Pero esa vida había terminado para siempre. No la engañó entonces el presentimiento de que aquella sensación de libertad, cuando todas las alegrías eran posibles, no volvería más. Y, sin embargo, era necesario seguir viviendo.
La consolaba pensar que no era mejor que los demás —como antes había imaginado—, sino peor, mucho peor de cuantos existían. Pero no le bastaba; lo sabía y no dejaba de preguntarse: “¿Qué más? ¿Y después?”. Y después no había nada. No sentía la alegría de vivir, pero la vida seguía su curso. Se esforzaba en no ser una carga para los demás, en no molestar a nadie; para sí misma no necesitaba nada. Se alejaba de los suyos y sólo con Petia se encontraba a gusto. Sentía más placer a su lado que con los demás; llegaba a reír al hallarse con él a solas. Apenas salía, y, de los visitantes que acudían a su casa, el único que la alegraba era Pierre. Parecía imposible proceder con mayor delicadeza, atención y cuidado de como lo hacía el conde Bezújov. Natasha percibía esa ternura un poco inconscientemente; por eso hallaba un gran placer en su compañía. Sin embargo, esa delicadeza no despertaba en ella agradecimiento; en las bondades de Pierre no parecía adivinar esfuerzo alguno: era tan natural que fuera bueno que eso no tenía ningún mérito. A veces Natasha notaba que Pierre estaba cohibido y turbado en su presencia, sobre todo cuando temía evocar recuerdos penosos. Natasha se daba cuenta de ello, pero atribuía aquel embarazo a la bondad natural de Pierre y a su timidez; que él, según pensaba, sería igual con los demás que con ella. Desde que involuntariamente dijera que, de haber sido un hombre libre, habría pedido de rodillas su mano y su amor, palabras pronunciadas en un momento de tan intensa emoción para ella, Pierre no había vuelto a expresar sus sentimientos a Natasha. Le parecía que aquellas palabras, que tanto consuelo le trajeron entonces, habían sido dichas sin propósito alguno, como las que se suelen decir para consolar a un niño que llora. Y no porque Pierre estuviese casado, sino porque Natasha notaba que entre ellos dos existía aquella barrera moral que no había sentido ante Kuraguin. Nunca había pensado que su relación con Pierre pudiera transformarse en amor por parte de ella y aún menos por parte de Pierre, sino ni siquiera en esa amistad tierna y poética entre hombre y mujer de la que Natasha recordaba algunos ejemplos.
Terminaba el ayuno de San Pedro cuando Agrafena Ivánovna Belova, vecina de los Rostov en Otrádnoie, llegó a Moscú para venerar las santas imágenes de la ciudad. Propuso a Natasha que hiciera con ella unos ejercicios espirituales y ella aceptó con alegría. Aun cuando los médicos habían prohibido que saliera temprano de casa, Natasha no quiso hacer los ejercicios espirituales como solían hacerse en casa de los Rostov, asistiendo a los oficios en la propia capilla, sino acudiendo durante toda la semana a maitines, misa y vísperas, como lo hacía Agrafena Ivánovna.
La condesa se mostró satisfecha del celo de Natasha; después del estéril tratamiento médico, concebía la esperanza de que las oraciones aliviarían a su hija más que las medicinas; aunque con miedo y sin que se enterara su doctor, accedió al deseo de Natasha y la confió a Belova, su vecina, quien la despertaba a las tres de la madrugada, si bien la mayoría de las veces la encontraba ya en pie. Se levantaba apresuradamente, se ponía su peor vestido, una mantilla vieja y salía temblando de frío a la calle desierta iluminada apenas por el amanecer. Aconsejada por Agrafena Ivánovna, Natasha no acudía a su parroquia, sino a otra iglesia donde, según la piadosa Belova, había un sacerdote de vida austera y ejemplar. En aquella iglesia nunca había mucha gente; Natasha y Belova se arrodillaban en su sitio habitual delante del icono de la Virgen, empotrado en la parte posterior del trascoro. Cuando contemplaba el rostro de la imagen, iluminado por los cirios y la luz del alba que se filtraba a través de las vidrieras, Natasha se sentía embargada por un hondo sentimiento de humildad ante lo incomprensible e inalcanzable; con el mismo sentimiento escuchaba los oficios, que trataba de entender; cuando lo conseguía, sus más íntimos pensamientos se unían con matices propios a la oración; si no los entendía, aún le era más dulce pensar que su deseo de entenderlo todo no era más que orgullo, que comprenderlo todo era imposible y no había más remedio que creer y entregarse a Dios, que en aquellos momentos —así lo sentía– estaba dirigiendo su alma. Natasha se persignaba; se hincaba de rodillas y, al no comprender los oficios, se horrorizaba de su vileza y pedía al Señor que le perdonara por todo, por todo, y tuviera misericordia de ella. Las oraciones más frecuentes eran de arrepentimiento. Al regresar a casa, en aquellas horas de la mañana en que sólo se veían albañiles que iban al trabajo y porteros que barrían las aceras delante de las casas, mientras todo el mundo dormía aún, Natasha experimentaba un sentimiento nuevo, la posibilidad de corregir sus defectos y de alcanzar una existencia nueva más pura y feliz.
Durante toda aquella semana de ejercicios, ese sentimiento crecía de día en día. La dicha de comulgar o comunicarse con Dios —como decía Agrafena Ivánovna– era para ella algo tan grande que le parecía que no iba a llegar aquel feliz domingo.
Cuando llegó ese día feliz, cuando aquel domingo imborrable volvió de comulgar con su vestido blanco, de muselina, Natasha sintió por primera vez después de tantos meses una gran serenidad, sin que la agobiara la vida que la esperaba.
Aquel mismo día la visitó el médico y mandó que siguiera tomando las píldoras recetadas hacía dos semanas.
–Debe tomarlas por la mañana y por la noche– dijo, sinceramente satisfecho de su éxito, —y que lo haga con regularidad. Esté tranquila, condesa– añadió, —su hija volverá pronto a cantar y a divertirse– comentó con tono festivo, mientras con la palma de la mano recogía hábilmente la moneda de oro que le daba la condesa. —Esta última medicina le ha hecho gran efecto: se ha reanimado mucho.
La condesa, para atraer la buena suerte, se miró las uñas, escupió y regresó radiante al salón donde estaba Natasha.
XVIII
A principios de julio comenzaron a extenderse por Moscú alarmantes rumores sobre la marcha de la guerra. Se hablaba de una proclama del Emperador al pueblo y de su próxima llegada a Moscú. Como el día 11 de julio todavía no había llegado ni se conocía la proclama, los rumores sobre la llegada, la proclama y la situación de Rusia eran cada vez más exagerados. Se decía que Alejandro había dejado el ejército porque éste se hallaba en peligro; que Smolensk se había rendido a los franceses, que Napoleón tenía un millón de soldados y que sólo un milagro podía salvar al país.
El manifiesto imperial llegó el sábado, 11 de julio, pero aún debían imprimirlo. Pierre, que se hallaba en casa de los Rostov, prometió volver a comer con ellos al día siguiente, domingo, para llevarles una copia de la proclama y el manifiesto, que le proporcionaría el conde Rastopchin.
Ese domingo los Rostov asistieron a misa, como de costumbre, en la capilla privada de los Razumovski. Era un día caluroso. A las diez de la mañana, cuando los Rostov se apeaban de su carruaje delante de la capilla, se notaba en el aire sofocante, en los gritos de los vendedores, en los vestidos de colores claros y llamativos, en las hojas de los árboles del bulevar, llenas de polvo, en la música, en el pantalón blanco de los soldados que iban de relevo, en el ruido de la calle y en la luz del sol ardiente la enervante languidez del estío, la satisfacción y el descontento del presente, más notorios que de ordinario en los días calurosos de la ciudad. En la iglesia de los Razumovski se reunía lo mejor de la sociedad moscovita y buen número de amigos de los Rostov (aquel verano muchas familias ricas habían dejado de ir al campo, en espera de los acontecimientos). Al pasar al lado de su madre, detrás del lacayo de librea que les abría paso entre la gente, Natasha oyó a un joven que decía a media voz:
–Es Natalia Rostov, la de...
–Ha adelgazado mucho, pero sigue estando guapa.
Le pareció oír los nombres de Kuraguin y Bolkonski, aunque eso le parecía oír cada vez. Se imaginaba siempre que, al verla, todos pensaban en lo sucedido. Encogido el corazón y cohibida (como le ocurría toda vez que pasaba entre la gente), Natasha siguió adelante, recogiendo un poco su vestido de seda lila y encajes negros; y como le suele ocurrir a las mujeres, su paso era tanto más tranquilo y majestuoso cuanto mayor era su dolor y vergüenza. Conocía su propia belleza, y no se equivocaba a este respecto, pero eso ya no la ilusionaba como antes; al contrario, es lo que más la hacía sufrir en los últimos tiempos y sobre todo en aquel día cálido y bochornoso del claro verano. “Otro domingo, otra semana —se dijo, recordando que también el domingo anterior había estado en aquel lugar—. Siempre la misma vida sin vida, las mismas condiciones en que tan fácilmente vivía antes. Soy joven y bonita, y ahora sé que soy buena; antes era mala y ahora soy buena, lo sé, pero los mejores años de mi vida se pasan estériles, sin aprovechar a nadie" Se detuvo junto a su madre y saludó con un movimiento de cabeza a algunas amistades. Examinó, siguiendo su costumbre, los vestidos de las damas; censuró la tenuey la manera de santiguarse de una señora que estaba a corta distancia de ella; y de nuevo pensó con disgusto que otros la juzgaban mientras ella juzgaba a los demás. Al darse cuenta de que comenzaba el oficio religioso, se horrorizó de su propia maldad y de haber perdido la pureza de otros días.
El sacerdote, un viejo pulcro y bien parecido, oficiaba con esa dulce serenidad que tan consoladora y grata es para los creyentes. Se cerraron las puertas del iconostasio y, mientras la cortina se corría lentamente, una voz suave y misteriosa dijo algo desde la otra parte. Natasha sintió oprimido su corazón por lágrimas incomprensibles y un sentimiento de alegría y a la vez angustioso, la inquietó.
“Muéstrame qué debo hacer, la vida que debo llevar y el modo de enmendarme para siempre, para siempre”..., pensó.
Un diácono subió al ambón y, apartando mucho el pulgar, se arregló sus largos cabellos bajo el estolón y, puesta la cruz sobre el pecho, dio lectura en voz alta y solemne a la siguiente oración:
“Roguemos todos al Señor”.
“Roguemos todos, al margen de estamentos, sin odios, unidos en fraterno amor. Oremos”, pensó Natasha.
“Para que el Cielo nos conceda la salvación de nuestras almas.”
–Para obtener la paz de los ángeles y de las almas de todos los seres incorpóreos que viven por encima de nosotros– murmuró Natasha.
Cuando rezaron por el ejército, Natasha se acordó de su hermano y de Denísov. Cuando rezaron por los navegantes y viajeros, recordó al príncipe Andréi y rogó por él y también para que Dios le perdonara el mal que ella le había causado. Cuando oraron por los que más nos aman, Natasha tuvo presentes a su madre, a su padre y a Sonia, comprendiendo por primera vez toda su culpa para con ellos y sintiendo todo el amor que les tenía. Cuando el diácono rezó por nuestros enemigos, se imaginó alguno para rezar por ellos. Consideró como enemigos a los acreedores y a cuantos tenían algún negocio con su padre; al pensar en los enemigos a quienes odiamos, se representó la imagen de Anatole, que tanto daño le había causado, y a pesar de que él no la odiaba, rezó también por él con alegría, como enemigo suyo.
Sólo al rezar podía acordarse con serenidad del príncipe Andréi y de Anatole, como hombres cuya memoria se desvanecía al lado del hondo sentimiento de temor y veneración que le inspiraba Dios. Después rezaron por la familia imperial y por el Santo Sínodo y Natasha se inclinó profundamente e hizo la señal de la cruz, convenciéndose de que, aunque no lo comprendiera, no podía dudar y debía, pese a todo, amar al Santo Sínodo y pedir también por él.
Cuando hubo terminado la oración, el diácono hizo una cruz sobre la estola y dijo:
–Encomendémonos nosotros y nuestras vidas a Jesucristo, Dios nuestro Señor.
–Encomendémonos– murmuró Natasha en lo más íntimo; —Dios mío, me entrego a tu voluntad; no quiero ni deseo otra cosa; enséñame lo que debo hacer y cómo debo emplear mi voluntad. ¡Acéptame, acéptame!– repetía impaciente y enternecida, sin santiguarse más, dejando caer sus delgados brazos, como a la espera de que una fuerza invisible la liberara de sí misma, de sus pesares y deseos, sus remordimientos, esperanzas y vicios.
Durante el oficio, la condesa miró varias veces el rostro enternecido y los brillantes ojos de su hija y pidió a Dios que la ayudara.
Inesperadamente, en medio de la ceremonia y alterando un orden que Natasha conocía bien, un diácono trajo un reclinatorio en que solía rezarse de rodillas la oración a la Trinidad y lo colocó delante de las puertas del iconostasio. El sacerdote salió con una capa pluvial de terciopelo morado, se alisó los cabellos y se arrodilló con bastante dificultad. Todos lo imitaron y se miraron con extrañeza. Era una oración que acababa de enviar el Santo Sínodo, en la cual se pedía a Dios que salvara a Rusia de la invasión del enemigo.
"Señor de la fuerza, Dios de la salvación nuestra —comenzó el sacerdote, con esa voz clara, dulce y sin énfasis propia sólo de los sacerdotes eslavos que influye de modo irresistible en el corazón de los rusos.
"Señor de la fuerza, Dios de la salvación nuestra, concede tu gracia y misericordia a los que te suplican. Escúchanos y ayúdanos. El enemigo llena de temor tu tierra y quiere convertir el mundo en un desierto. Ese enemigo se ha levantado contra nosotros. Hombres criminales se reúnen para destruir tus bienes, para aniquilar a tu fiel Jerusalén, tu querida Rusia; para mancillar tus templos, derribar tus altares y profanar tus santuarios. ¿Hasta cuándo, Señor hasta cuándo triunfarán los pecadores? ¿Hasta cuándo regirán sus leyes impías y quebrantarán las tuyas?
"Señor Dios nuestro, escucha a los que te imploramos. Sostén con tu potente brazo a nuestro piadosísimo y gran emperador Alejandro Pávlovich; que su verdad y su dulzura encuentren gracia a tus ojos. Trátalo con la misma bondad que él nos trata a nosotros, tu Israel bien amado. Bendice sus decisiones, sus empresas y sus iniciativas; fortifica con tu poderosa mano su reino y concédele la victoria sobre su enemigo, como se la diste a Moisés sobre Amalec, a Gedeón sobre Madián y a David sobre Goliat.
"Protege a sus ejércitos; sostén el arco de los medos en la mano de los que se armaron en tu Nombre y dales fuerza en el combate. Toma tus armas y tu escudo y acude en ayuda nuestra para que se avergüencen cuantos nos desean el mal y que sean ante tu ejército fiel como el polvo que el viento dispersa. Concede a tu Ángel poder para vencerlos y perseguirlos; y que, sin saberlo, caigan encerrados en una red, caigan en su propia trampa, bajo los pies de tus esclavos, y vencidos sean por ejércitos nuestros. ¡Tú salvas a pequeños y grandes porque eres Dios y el hombre no puede nada contra Ti!
"Dios de nuestros padres: tu gracia y misericordia son eternas; no apartes de nosotros tu mirada a causa de nuestra iniquidad; olvida nuestras infidelidades y pecados por tu gran misericordia y bondad infinita. Concédenos un corazón puro y un espíritu recto; afirma nuestra fe en Ti y nuestra esperanza; ilumina en nosotros un verdadero amor hacia el prójimo. Haz que todos nos unamos en defensa del patrimonio común que a nosotros y a nuestros padres se nos ha dado, y que el poder de los malvados no prevalezca en la tierra que Tú has bendecido.
"Señor Dios nuestro, en quien creemos y ponemos todas nuestras esperanzas, no decepciones nuestra espera, haz un milagro para nuestro bien, a fin de que aquellos que nos odian a nosotros y la santa religión ortodoxa sean vencidos y perezcan, para que todos los pueblos se convenzan de que tu Nombre es Señor y que somos tus criaturas. Concédenos tu misericordia y muéstranos la salvación. Regocija el corazón de tus esclavos por medio de tu gracia; castiga a nuestros enemigos y precipítalos bajo los pies de tus seguidores, pues Tú eres la ayuda y la victoria de los que creen en Ti. Gloria a Ti, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, ahora y siempre por todos los siglos. Amén.”
En el estado de ánimo en que se hallaba Natasha, sincero y emotivo, esa oración le produjo un efecto muy profundo. Escuchaba atentamente cada palabra acerca de la victoria de Moisés sobre Amalec, de Gedeón sobre Madián y de David sobre Goliat, así como las que se referían a la ruina de Jerusalén, y rezaba con toda la sinceridad y fervor que rebosaba su corazón, pero no comprendía bien qué era lo que pedía. Deseaba con toda su alma el perdón, deseaba verse fortalecida por la fe, la esperanza y el amor. Pero no podía pedir la destrucción de sus enemigos, cuando unos minutos antes deseaba tenerlos en gran número para amarlos y rogar por ellos. Tampoco podía, sin embargo, dudar de la razón de aquella plegaria que se leía de rodillas, se estremecía de terror ante la amenaza del castigo que espera a los hombres, por sus pecados, y sobre todo por los suyos propios, y rogaba insistentemente a Dios que perdonara a ella y a los demás tantos crímenes y les concediera la serenidad y la dicha en esta vida.
Y le pareció que Dios escuchaba su oración.
XIX
La cuestión sobre la vanidad y locura de las cosas terrenas, que tanto lo había atormentado, dejó de existir para Pierre desde el día en que, al salir de casa de los Rostov y recordar la agradecida mirada de Natasha, contempló el nuevo cometa y tuvo la sensación de que una existencia nueva comenzaba para él. Aquellas terribles preguntas: “¿Por qué? ¿Para qué?”, que antes lo asaltaban en medio de cualquier actividad, eran ahora sustituidas no por otras preguntas, ni por la respuesta a las preguntas anteriores, sino por su imagen. Cuando oía o hablaba sobre las cosas más insignificantes, cuando leía o llegaba a sus oídos alguna bajeza o locura humana, no se horrorizaba como antes, no se preguntaba por qué los hombres se preocupan de las cosas de este mundo, cuando todo es tan breve y desconocido, sino que recordaba a Natasha tal como la había visto la última vez. Entonces desaparecían todas sus dudas, no porque ella respondiera a las preguntas que él se planteaba, sino porque su recuerdo lo transportaba momentáneamente a otro mundo, a los claros dominios de la vida espiritual, donde no había ni culpables ni inocentes, donde todo era belleza y amor, cosas por las que valía la pena vivir. Así, cuando conocía alguna vileza humana, solía decirse: "¿Qué más da que fulano robe al Estado y al Zar y que el Estado y el Zar le paguen con honores? ¡Ella me sonrió ayer, pidió que volviera! ¡Yo la amo, pero nadie lo sabrá jamás!”.
Pierre seguía frecuentando la sociedad; bebía mucho y mantenía su vida ociosa y disipada de antes porque, fuera de las horas que pasaba con los Rostov, le era menester emplear su tiempo de alguna manera, y las costumbres y amistades de Moscú lo conducían inevitablemente a esa vida. Pero en este último tiempo, cuando los rumores acerca de la guerra se hicieron más alarmantes y cuando Natasha, ya restablecida, dejó de despertar en él un sentimiento de atenta piedad, se vio dominado por una inquietud inexplicable. Sentía que la situación en que se encontraba no podía durar mucho, que estaba próxima una catástrofe que cambiaría su vida entera, y buscaba con impaciencia los indicios de esa próxima catástrofe en todo. Cierto hermano masón le había revelado la siguiente profecía, relativa a Napoleón, del Apocalipsisde san Juan Evangelista.
Dicha profecía se encuentra en el capítulo XIII, versículo 18, y dice así: "Aquí está la sabiduría; quien tenga inteligencia, cuente el número de la bestia, porque es número de hombre y su número es seiscientos sesenta y seis".
Y en el mismo capítulo, el versículo 5 dice: “Y se le dio una boca que profería palabras de orgullo y blasfemia; y se le confirió el poder de actuar durante cuarenta y dos meses".
Las letras del alfabeto francés, como los caracteres hebraicos, pueden expresarse por medio de cifras. Atribuyendo a las diez primeras letras el valor de las unidades y a las siguientes el de las decenas, tiene el significado siguiente:
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
a
b
c
d
e
f
g
h
i
k
20
30
40
50
60
70
80
90
100
1
m
n
o
p
q
r
s
t
10
120
130
140
150
160
u
v
w
x
y
z
Escribiendo con este alfabeto en cifras las palabras l'empereur Napoléon, la suma de los números correspondientes daba como resultado 666, por lo cual Napoleón era la bestia de que hablaba el Apocalipsis. Además, al escribir con ese mismo alfabeto la palabra francesa quarante deux, es decir, el límite de cuarenta y dos meses asignados a la bestia para proferir palabras orgullosas y blasfemas, la suma de las cifras correspondientes a la palabra última era también 666, de lo que se infería que el poder napoleónico terminaba en 1812, fecha en que el Emperador cumplía los cuarenta y dos años.
Semejante profecía causó honda impresión en Pierre. Con frecuencia se preguntaba cómo acabaría el poder de la bestia, es decir de Napoleón; y sirviéndose de la representación de las palabras por cifras, trató de hallar una respuesta. Escribió como contestación l'empereur Alexandrey La nation russe. Sumó las cifras de las letras, pero el resultado superaba en mucho a 666. Una vez que estaba ocupado en semejantes cálculos, escribió: Comte Pierre Bésouhofy la suma de las cifras correspondientes a las letras fue diferente también. Cambió la ortografía: puso una zen lugar de s, añadió la preposición dey hasta el artículo francés le, pero tampoco halló el resultado apetecido. Entonces se le ocurrió que si la respuesta estaba en su nombre, habría que mencionar su nacionalidad. Escribió Le Russe Besuhofy contó las cifras, pero obtuvo la suma 671; sobraban cinco unidades, el cinco era el valor de la letra e, precisamente la que se suprime en el artículo francés ante la palabra empereur. A pesar de que era una falta de ortografía, suprimió la letra ey escribió así: L’Russe Besuhofy obtuvo el resultado 666. Esto lo emocionó. Desconocía qué relación lo unía a aquel magno acontecimiento profetizado en el Apocalipsis, pero no dudó ni por un momento de su realidad. Su amor por Natasha, el Anticristo, la invasión de Napoleón, el cometa, el 666, l'empereur Napoleón y l'Russe Besuhof, todo este conjunto debía madurar y estallar librándolo del mundo embrujado e insignificante de las costumbres moscovitas, en el cual se sentía prisionero, para llevarlo a una gran hazaña y a una inmensa felicidad.
En la víspera del domingo en que se leyó la oración del Santo Sínodo, Pierre había prometido a los Rostov que les llevaría el llamamiento del Emperador y las últimas noticias dadas por el conde Rastopchin, de quien era amigo. Aquella mañana, en casa del conde, Pierre encontró a un correo recién llegado del ejército: se trataba de un conocido suyo, uno de los asistentes más asiduos a los bailes de sociedad en Moscú.
–Por Dios se lo pido, ¿no podría ayudarme?– le dijo el correo. —Traigo la cartera llena de cartas para familiares de compañeros.
Entre las cartas había una de Nikolái Rostov para su padre. Pierre se hizo cargo de ella; además, el conde Rastopchin le entregó la proclama del emperador Alejandro al pueblo de Moscú, recién impresa, las últimas órdenes del día del ejército y su último anuncio. Al leer las órdenes del día del ejército, Pierre halló entre las relaciones de muertos, heridos y condecorados el nombre de Nikolái Rostov, a quien se le concedía la cruz de San Jorge en cuarto grado, por su valeroso comportamiento en la acción de Ostrovna; en la misma orden figuraba el nombramiento del príncipe Andréi Bolkonski como comandante de un regimiento de cazadores.
Aunque no deseaba recordar al príncipe Andréi delante de los Rostov, Pierre no pudo dominar el deseo de alegrarlos con la noticia de la condecoración de Nikolái y, guardándose las otras órdenes y proclamas oficiales, que pensaba llevar personalmente a la hora de comer, les envió aquella orden del día y la carta de Nikolái.
La conversación con el conde Rastopchin, su aspecto inquieto y su precipitación, el diálogo con el correo, que le habló con negligencia del mal cariz que tomaban los asuntos en el frente, los rumores acerca de unos espías descubiertos en Moscú y de un documento que circulaba por la ciudad en el cual Napoleón prometía entrar en ambas capitales rusas antes del otoño, y la llegada del emperador Alejandro anunciada para el día siguiente avivaron en Pierre el sentimiento de inquietud y de espera que no lo abandonaba desde la aparición del cometa y, sobre todo, desde el comienzo de la guerra.
Hacía tiempo que pensaba entrar en el servicio militar; y lo habría hecho de no habérselo impedido, en primer lugar, su condición de masón, que lo ligaba por juramento a la defensa de la paz universal y a la abolición de la guerra, y en segundo lugar porque veía a tantos moscovitas que vestían uniforme militar y hacían ostentación de patriotismo que, sin saber por qué, lo avergonzaba hacer lo mismo. Mas el principal motivo que lo retraía de poner en obra su propósito de hacerse militar era la inconcreta revelación de que él era l'Russe Besuhofcon el significado del número de la bestia 666 y que su parte en la gran empresa de poner fin al dominio de la bestia, blasfema y sacrílega, estaba decidida desde toda la eternidad, de mañera que él no debía emprender nada, sino esperar los acontecimientos.
XX
Todos los domingos, como siempre, comían en casa de los Rostov algunos amigos. Pierre llegó antes con objeto de encontrarlos solos.
Aquel año había engordado tanto que habría parecido deforme de no ser por su estatura, sus grandes brazos y su enorme fuerza, que le permitía soportar fácilmente la obesidad.
Subió las escaleras resoplando y murmurando algo entre dientes. El cochero no preguntó si tenía que esperar; sabía que cuando el conde iba a esa casa no se marchaba antes de medianoche. Los criados se apresuraron a quitarle la capa y recoger el sombrero y el bastón, que, por costumbre adquirida en el Club, solía dejar en el vestíbulo.
La primera persona que vio fue Natasha. Ya antes de verla, mientras se quitaba la capa, oyó su voz: estaba haciendo ejercicios de solfeo en la sala. Pierre sabía que después de su enfermedad no había vuelto a cantar y por este motivo se sorprendió y alegró al oír su voz. Abrió la puerta sin hacer ruido y vio a Natasha con el vestido de color lila que había llevado a la iglesia; se paseaba por la habitación, sin dejar de cantar. Estaba de espaldas a la puerta pero, al volverse y ver el rostro asombrado de Pierre, se ruborizó y se acercó a él rápidamente.