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Guerra y paz
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Текст книги "Guerra y paz"


Автор книги: Leon Tolstoi



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¿Qué significa todo eso? ¿A qué se debe? ¿Qué obligaba a esos hombres a incendiar las casas y matar a sus semejantes? ¿Cuáles fueron las causas de tales acontecimientos? ¿Qué fuerzas impulsaban a los hombres a proceder de esa manera? Esas son las preguntas involuntarias, ingenuas y sencillas, que sin querer se hace el hombre al encontrarse con los monumentos y tradiciones de aquel período.

Para encontrar respuesta a tales preguntas nos dirigimos a la historia, la ciencia cuyo objeto es el estudio de las naciones y la humanidad.

Si la historia mantuviera las viejas concepciones diría: la divinidad, para recompensar o castigar a su pueblo, dio a Napoleón el poder y guió su voluntad hasta la consecución de sus divinos fines. Esa respuesta sería completa y clara. Puede creerse o no que Napoleón tuviera una misión sagrada; para quien lo cree, todo resulta comprensible en la historia de ese período y no halla contradicción alguna.

Pero la nueva ciencia histórica no puede contestar así. La ciencia no admite las concepciones antiguas sobre la directa participación de la divinidad en las acciones humanas; por eso, debe proporcionarnos otras respuestas.

¿Queréis saber qué significa ese movimiento, de dónde procede y qué fuerza lo engendró? La nueva ciencia histórica responde así:

“Luis XIV era un hombre muy orgulloso y soberbio. Tuvo estas y aquellas amantes, tales y cuales ministros; gobernó mal a Francia. Sus herederos fueron hombres igualmente débiles y gobernaron mal su país; tuvieron a su vez estos y aquellos favoritos, tales y cuales amantes. Algunos hombres de esa época escribieron libros. A finales del siglo XVIII se reunió en París una veintena de personas que comenzaron a decir que todos los hombres eran iguales y libres. Por tal motivo, en toda Francia los hombres decidieron matarse unos a otros. Esos hombres asesinaron al rey y a otras muchas personas. En aquel mismo tiempo había en Francia un hombre genial: Napoleón. Siempre venció a todos, es decir, mataba a mucha gente, porque era muy genial; ese hombre marchó a matar africanos no se sabe por qué y lo hizo tan bien, empleó tanta astucia e inteligencia, que al volver a Francia ordenó a todos que lo obedecieran, y todos así lo hicieron. Convertido en emperador, de nuevo salió a matar más gente, y lo hizo en Italia, Austria, Prusia y otros lugares, donde mató a muchos. Por entonces reinaba en Rusia el emperador Alejandro, quien decidió restablecer el orden en Europa y por eso hizo la guerra a Napoleón. Pero, inesperadamente, en 1807, estableció con él lazos de amistad; en 1811 se enemistaron de nuevo y se reanudó la matanza. Napoleón llevó a Rusia seiscientos mil hombres y se adueñó de Moscú. Después huyó repentinamente de la capital y entonces el emperador Alejandro, con la ayuda de los consejos de Stein y otros, organizó una coalición europea para marchar contra el perturbador de su tranquilidad. Todos los antiguos aliados de Napoleón se convirtieron de pronto en sus enemigos y enviaron a sus ejércitos contra el francés, que había reunido nuevas fuerzas. Los aliados vencieron a Napoleón, entraron en París y lo obligaron a renunciar al trono; luego lo desterraron a la isla de Elba sin despojarlo del título imperial y tratándolo con todos los respetos, aunque cinco años antes y un año después lo consideraran un vulgar bandido. Comenzó a reinar entonces Luis XVIII, ese mismo Luis XVIII del que hasta entonces franceses y aliados no habían hecho más que burlarse. Napoleón, derramando lágrimas ante la Vieja Guardia, renunció al trono y salió para el destierro. Los hábiles diplomáticos y hombres de Estado —sobre todo Talleyrand, que había conseguido sentarse en cierto sillón antes que otro, con lo cual extendió las fronteras de Francia– se reunieron para hablar en Viena y, con sus negociaciones, hicieron felices o desgraciados a los pueblos. Inesperadamente, diplomáticos y monarcas estuvieron a punto de reñir; estaban ya dispuestos a ordenar que sus tropas se mataran entre sí cuando Napoleón, con un solo batallón, desembarcó en Francia y los franceses, que lo odiaban, se sometieron a él en el acto. Pero los monarcas aliados, descontentos con lo sucedido, volvieron a luchar contra los franceses. Vencieron al genial Napoleón y lo mandaron a la isla de Santa Elena, considerándolo de pronto como un bandido. Allí, sobre una roca, separado de los seres queridos y de la amada Francia, el desterrado murió lentamente, legando a la posteridad sus grandes hazañas. En Europa, mientras tanto, advino la reacción y todos los emperadores y reyes oprimieron de nuevo a sus pueblos”.

Se equivocarían, si pensaran que lo dicho antes es una burla, una caricatura de la descripción histórica.

Por el contrario, expresa la forma más delicada, las contradicciones y la falta de respuestas a las cuestiones planteadas por todala historia, desde los autores de memorias y algunas historias sobre diversos países hasta las universales y también historias sobre la cultura de aquel tiempo.

Lo cómico y extraño de esas respuestas consiste en que la historia moderna se parece a un hombre sordo que responde a preguntas que nadie le hace.

Si el objetivo de la historia es describir el movimiento de la humanidad y los pueblos, la primera pregunta sin cuya respuesta lo demás resulta incomprensible es la siguiente: ¿Qué fuerza mueve a los pueblos? A esta pregunta la historia moderna contesta, con cierta inseguridad, que Napoleón era muy genial o que Luis XIV tenía mucho orgullo, o que ese o el otro escritor escribió tal y cual libro.

Todo esto es muy posible, y la humanidad está dispuesta a reconocerlo, pero no era eso lo que preguntaban. Todo eso podría resultar interesante si reconociéramos el poder divino, fundado en sí mismo y siempre igual, dirigiendo a sus pueblos por medio de Napoleones, Luises o escritores; pero no reconocemos su poder, por lo que antes de hablar de Napoleones, Luises y escritores hay que mostrar el lazo de unión que existe entre esas personas y el movimiento de los pueblos.

Si el lugar del poder divino lo ocupa otra fuerza hay que explicar en qué consiste, puesto que todo el interés de la historia reside precisamente en ella.

La historia parece suponer que esa fuerza se comprende por sí misma y es conocida por todos. Mas, a pesar de los deseos de dar por conocida dicha fuerza, quien lea muchas obras históricas habrá de poner en duda, lo quiera o no, que esa nueva fuerza, tan diversamente comprendida por los propios historiadores, sea perfectamente conocida por todos.

II

¿Cuál es la fuerza que mueve a los pueblos?

Los biógrafos y los historiadores de los diversos pueblos consideran que esa fuerza reside en el poder inherente a los héroes y monarcas. Según ellos, los acontecimientos se producen por la voluntad de los Napoleones y Alejandros únicamente, o, en general, de los personajes tratados en sus biografías. La respuesta dada por los historiadores de esta categoría a la pregunta sobre la fuerza que rige los acontecimientos son satisfactorias mientras exista un historiador para cada acontecimiento. Pero tan pronto como los historiadores de nacionalidades y opiniones distintas empiezan a narrar los mismos hechos, sus respuestas pierden todo sentido, porque cada uno de ellos comprende de distinta manera esa fuerza, y no sólo distinta sino completamente opuesta. Un historiador afirma que tal acontecimiento fue provocado por el poder de Napoleón; el otro sostiene que por el de Alejandro; un tercero apela a la fuerza de un tercer personaje cualquiera.

Y por si fuera poco, todos los biógrafos se contradicen mutuamente al explicar la fuerza en que se basa el poder de un mismo personaje. Thiers, bonapartista, dice que el poder de Napoleón se funda en su virtud y genialidad; Lanfrey, republicano, sostiene que lo sustentan las mentiras y el engaño del pueblo. Esos historiadores, al contradecirse unos a otros, destruyen la idea de la fuerza que produce los acontecimientos y dejan sin respuesta la pregunta esencial de la historia.

Los historiadores que estudian los hechos relacionados con todos los pueblos parecen reconocer la falsedad de los historiadores particulares sobre la fuerza motriz de los hechos. No reconocen que esa fuerza radique en el poder de los héroes o monarcas; para ellos es el resultado de numerosas fuerzas dirigidas de forma diferente. Al describir la guerra o la conquista de un pueblo, el historiador universal no busca la causa del acontecimiento en el poder de un solo personaje, sino en la interacción recíproca de numerosos personajes relacionados con aquel hecho.

Según tal opinión, resulta que el poder de los personajes históricos es producto de múltiples fuerzas y no puede ya ser considerado como una fuerza capaz de provocar por sí misma el hecho. Y sin embargo, los autores de historias universales emplean, en la mayoría de los casos, la idea del poder como el de una fuerza que por sí misma origina los hechos históricos y es la causa de ellos. Según esos historiadores, el personaje histórico es un producto de su tiempo y su poder proviene de fuerzas distintas, es decir, el poder es su fuerza y ella origina el acontecimiento. Gervinus, por ejemplo, Schlosser y otros, tan pronto demuestran que Napoleón es el resultado de la revolución, de las ideas del año 1789, etcétera, como declaran abiertamente que la campaña de 1812 y otros hechos que no son de su agrado se llevaron a cabo por haber interpretado erróneamente la voluntad de Napoleón y que las ideas proclamadas en 1789 se frenaron por su arbitrariedad. Las ideas revolucionarias y la opinión pública originaron el poder de Napoleón, pero el poder de Napoleón destruyó las ideas revolucionarias y la opinión pública.

Tan extraña contradicción no es casual. Todas las descripciones hechas por autores dedicados a la historia universal están plagadas de continuas contradicciones. Dichas contradicciones se deben a que los historiadores, en su intento de analizar los hechos, se quedan a medio camino.

Para que las fuerzas componentes den una resultante conocida, es menester que la suma de las componentes iguale esa resultante, pero esta condición es la que nunca se observa entre los autores de historias universales, motivo por el cual, al explicar la resultante, se ven obligados a admitir, además de las componentes que no les bastan, una fuerza no explicada que actúa como componente.

El historiador que describe la campaña de 1813, o la restauración de los Borbones, dice claramente que esos acontecimientos ocurrieron por la voluntad de Alejandro. Pero el historiador Gervinus, autor de una historia universal, afirma que, además de la voluntad de Alejandro, fue muy eficiente el apoyo prestado a esa causa por Stein, Metternich, Mme de Staël, Talleyrand, Chateaubriand y otros. Evidentemente, el historiador dividió el poder de Alejandro I entre sus componentes: Talleyrand, Chateaubriand, etcétera. La suma de estas componentes, es decir, la actividad de Talleyrand, Chateaubriand, Mme de Staël y otros, no es exactamente igual a la resultante, o sea al fenómeno por el que millones de franceses se sometieron a los Borbones. Para llegar a explicar cómo de esas componentes deriva la sumisión de millones de seres, es decir, cómo de diversas componentes iguales a una sola A se deriva una media igual a mil A, el historiador debe necesariamente admitir la misma fuerza de aquel poder que niega, reconociéndola como la resultante de las fuerzas; dicho de otra manera, debe admitir la fuerza inexplicada que actúa como resultante. Así hacen los historiadores dedicados a la historia universal. Y gracias a eso, no sólo contradicen a los autores de historias temáticas, sino a sí mismos.

La gente del campo, como no tiene una idea clara de las causas de la lluvia, dice, según quiera que llueva o no: es el viento lo que disipa o acumula las nubes. Eso mismo hacen los autores de historia universal: unas veces, cuando desean que sea así y concuerda con sus teorías, dicen que el poder es el resultado de los acontecimientos; otras veces, cuando necesitan probar algo distinto, afirman que el poder produce los acontecimientos.

La tercera categoría de historiadores, los así llamados historiadores de la cultura, siguen el camino trazado por sus antecesores, los estudiosos de la historia universal, y reconocen que los escritores y las mujeres poseen, a veces, suficiente fuerza para influir en los acontecimientos, pero la entienden de un modo totalmente distinto. La conciben circunscrita a la así llamada cultura y actividad intelectual.

Los historiadores de la cultura se atienen estrictamente al camino seguido por sus antecesores, los dedicados al estudio de la historia universal, pues suponen que si los hechos históricos pueden explicarse por las relaciones mantenidas entre varios personajes, ¿por qué no explicarlos por el hecho de que ciertos hombres han escrito uno u otro libro? Del gran número de indicios que acompañan a cada fenómeno vivo, los historiadores escogen el de la actividad intelectual y lo convierten en causa. Mas a pesar de todos sus esfuerzos para demostrar que la causa del acontecimiento está en la actividad intelectual, sólo a fuerza de grandes concesiones puede admitirse que entre dicha actividad y el movimiento de los pueblos hay algo en común. Pero en ningún caso puede admitirse que la actividad intelectual guía los actos humanos, puesto que determinados fenómenos, como los crueles asesinatos de la Revolución francesa, tenían lugar cuando las ideas sobre la igualdad de los hombres eran propagadas intensamente, y las funestas guerras y ejecuciones que coincidían con la propaganda del amor contradicen semejante suposición.

Pero aun admitiendo que estos razonamientos astutamente entrelazados, que tanto abundan en las historias, sean justos, admitiendo que los pueblos están dirigidos por cierta fuerza indefinida, llamada idea, el problema esencial de la historia o bien queda sin resolver, o bien retorna al viejo poder de los monarcas, o a la influencia de consejeros y otras personas, cosas todas admitidas por los historiadores a las cuales se añade ahora la nueva fuerza de la idea, cuya relación con las masas exige una explicación. Se puede comprender que Napoleón tuviera el poder y que por esta razón ocurriera un determinado hecho.

Y concediendo aún más, se puede comprender también que Napoleón, al detentar el poder, fuese sensible a otras influencias; pero ¿cómo puede admitirse que un libro, Le Contrat social, llevara a los franceses a matarse entre sí? Esto sigue siendo incomprensible si antes no se explica la relación causal entre esa nueva fuerza con el acontecimiento.

Es indudable que hay una relación entre todos los coetáneos; por eso mismo es posible encontrar cierta relación entre la actividad intelectual de los hombres y el movimiento histórico, el mismo que hay entre el avance de la humanidad, el comercio, la artesanía, la horticultura y cualquier otra actividad. Pero sigue siendo difícil entender por qué los historiadores de la cultura nos presentan la actividad intelectual como la causa o manifestación de los fenómenos históricos. Sólo es posible explicarlo del modo siguiente: 1) los historiadores son científicos; para ellos es natural y grato pensar que la actividad de su gremio es la base del avance de la humanidad, lo mismo que pensarlo sería agradable para los mercaderes, labradores y soldados (y si no sucede así, se debe solamente a que los soldados y los mercaderes no escriben historias); 2) la actividad intelectual, la instrucción, la civilización, la cultura y el pensamiento son ideas vagas e indefinidas, bajo cuya bandera resulta muy cómodo usar palabras que tienen un significado menos definido aún y que, por tanto, son fácilmente aplicables a cualquier teoría.

Mas, sin hablar ya del mérito intrínseco que tienen las historias de este género (pueden ser necesarias para alguien o para algo), las historias de la cultura, a las cuales se van reduciendo cada vez más las historias universales, son notables porque al estudiar detenida y seriamente las diversas doctrinas religiosas, filosóficas y políticas, como causa de los acontecimientos, siempre que describen un hecho verdaderamente histórico, como la guerra de 1812, lo explican, aun sin querer, como un producto del poder, afirmando abiertamente que dicha campaña no es más que el resultado de la voluntad de Napoleón. Al hablar así, los historiadores de la cultura se contradicen a sí mismos en contra de su voluntad y demuestran que esa nueva fuerza, inventada por ellos, no expresa los hechos históricos y que la única manera de entender la historia está en admitir ese poder que ellos, al parecer, no reconocen.

III

La locomotora marcha y nos preguntamos por qué se mueve. El mujik contesta que el diablo la empuja; otro afirma que se mueve porque sus ruedas giran; un tercero asegura que la causa del movimiento está en el humo arrastrado por el viento.

Nada podemos objetar al mujik: ha imaginado una explicación completa. Para refutarla sería necesario que alguien le demostrara que el diablo no existe o que otro mujik le explicara que no es el diablo sino un alemán quien hace correr la locomotora. Sólo entonces, gracias a la contradicción de sus afirmaciones, verían que ambos estaban equivocados.

Pero quien dice que la causa es el movimiento de las ruedas se refuta a sí mismo porque, al haber emprendido el camino del análisis, debe proseguirlo, hasta explicar el origen del movimiento de las ruedas. Y mientras no llegue a la última causa del movimiento de la locomotora, la compresión del vapor en la caldera, no tendrá derecho a detenerse en la búsqueda de la causa. El mujik que explicó el movimiento de la locomotora atribuyéndolo al humo arrastrado hacia atrás por el viento debió de razonar del siguiente modo: al comprender que la explicación sobre las ruedas no proporcionaba causa alguna, tomó el primer indicio observado y lo presentó, por su parte, como la causa.

El único concepto capaz de explicar el movimiento de la locomotora es el de la fuerza igual al movimiento visible. Por tanto, la única idea válida para explicar el movimiento de los pueblos es el de una fuerza igual a todo el movimiento de los pueblos.

Sin embargo, los historiadores comprenden bajo ese concepto fuerzas absolutamente diversas entre sí y nada parecidas al visible movimiento de la fuerza. Unos ven en él la fuerza de los héroes —igual que el mujik ve al diablo en la locomotora—; otros, una fuerza derivada, como el movimiento de las ruedas; los terceros, la influencia de la mente, como el humo llevado por el viento.

Mientras se siga escribiendo la historia de algunos personajes, sea la de César o Alejandro, la de Lutero o Voltaire, y no la historia de todossin excepción, de todoslos hombres que han participado en el hecho, es imposible no atribuir a determinados personajes las fuerzas que obligan a otras personas a dirigir sus actividades hacia una sola meta. Y el único concepto que conocen los historiadores es el poder.

Ese concepto es el único medio que permite conocer a fondo los hechos históricos, tal como se exponen actualmente, y aquel que renuncie a él, sin conocer otro, como hizo Buckle, se verá privado de la última posibilidad de estudiarlos. Los historiadores dedicados a la historia universal y a la cultura son los que mejor demuestran la inevitable necesidad del concepto de poder para explicar los hechos históricos, y aunque renuncien a él en apariencia, lo utilizan a cada paso, sin poderlo evitar.

Respecto a los problemas de la humanidad, la ciencia histórica se asemeja a quienes tienen relación con el dinero, billetes de banco y moneda metálica. Las biografías y las historias de un país son como billetes de banco: pueden circular y desempeñar su papel sin dañar a nadie y hasta con cierta utilidad, mientras tengan garantía. Basta con olvidar cómo la voluntad de los héroes origina los acontecimientos, y las historias de los Thiers resultarán instructivas, interesantes, y hasta tendrán un matiz poético. Pero igual a como surge la duda sobre el valor real del papel moneda, ya porque es fácil fabricarlo y pueden hacerlo en grandes cantidades, ya porque querrán cambiarlo por oro, también surge la duda sobre el valor real de esas historias, ya porque sean demasiado abundantes, ya porque alguien, en la simplicidad de su alma, puede preguntar: ¿Con qué fuerza lo hizo Napoleón? Es decir, cuando se desea cambiar el billete de banco por el oro puro del concepto real.

Los autores de historias universales y de la cultura son semejantes a los hombres que, habiendo reconocido la incomodidad de los billetes de banco, decidieran fabricar una moneda metálica sonante que no tuviera la densidad del oro. Esa moneda metálica sería desde luego sonante, pero no pasaría de ahí. El papel moneda podría aún engañar a los ignorantes; pero la moneda sonante, sin valor, no engañaría a nadie. Así como el oro solamente es oro cuando puede ser empleado, además del cambio, para otros menesteres, así las historias universales valdrán como el oro cuando puedan contestar a la pregunta esencial de la historia: ¿Qué es el poder? Los autores de historias universales responden a la pregunta de manera contradictoria, mientras que los historiadores de la cultura descartan del todo la pregunta y contestan otra cosa completamente distinta. Y así como las fichas que se parecen al oro no pueden valer más que en una reunión de personas que consientan en considerarlas como si lo fuera, o entre aquellas otras que ignoran las cualidades del oro, así también los historiadores dedicados a la historia universal y la cultura, sin contestar a las preguntas esenciales de la humanidad, utilizan para sus ignorados fines la moneda en curso con la cual satisfacen a las universidades y a numerosos lectores aficionados a los libros serios, como ellos los llaman.

IV

La historia que reniega de la antigua concepción que atribuía la sumisión de la voluntad del pueblo a un elegido, y la sumisión de esa voluntad a un designio divino, no puede dar un paso sin contradecirse si no toma uno de estos dos caminos: volver a creer en la influencia directa de la divinidad sobre las obras humanas o explicar claramente el sentido de la fuerza que origina el hecho histórico, que se llama poder.

Es imposible volver al primer camino: esa creencia ha caducado, razón por la cual es necesario explicar el significado del poder.

Napoleón ordena que se reúna el ejército y comience la guerra. Este hecho nos resulta tan habitual, tan familiar, que la pregunta “¿Por qué seiscientos mil hombres van a la guerra cuando Napoleón pronuncia esas o aquellas palabras?” nos parece absurda. Tenía el poder, y ésa es la razón de que se cumplieran sus órdenes.

He aquí una respuesta absolutamente satisfactoria, si creemos que el poder le fue otorgado por Dios. Pero, puesto que no lo admitimos, es preciso definir en qué consiste ese poder de un hombre solo sobre los demás.

Ese poder no puede basarse en una preponderancia directa y física de un ser fuerte sobre uno débil, en el empleo o en la amenaza del empleo de la fuerza física, como en el caso de Hércules. Tampoco puede fundarse en la preponderancia de la fuerza moral, como ingenuamente piensan algunos historiadores que aseguran que sus personajes son héroes, es decir, hombres dotados de una especial fuerza de ánimo e inteligencia, llamada genialidad. Ese poder no puede fundarse en la superioridad de la fuerza moral, puesto que aun sin hablar de héroes como Napoleón, cuyas cualidades morales son muy discutibles, la historia nos demuestra que ni Luis XI, ni Metternich, que dirigieron a millones de hombres, tenían especiales cualidades anímicas; al contrario, en la mayoría de los casos se trataba de seres moralmente inferiores a cualquiera de los hombres que dirigían.

Ahora bien; si la fuente del poder no está en la preponderancia física ni en las cualidades morales de la persona que lo detenta, es evidente que debe hallarse fuera de esa persona, en sus relaciones con las masas.

De esa manera entiende el poder la ciencia del derecho, esa ciencia que, como una especie de casa de cambio, promete trocar el concepto del poder en oro puro.

El poder es la suma de las voluntades de las masas, transferida, por acuerdo expreso o tácito, a los gobernantes elegidos por las mismas masas.

En los dominios de la ciencia jurídica, la ciencia que se compone de razonamientos acerca de cómo debe organizarse el Estado y el poder si eso fuera posible, todo queda sumamente claro; pero si se aplica a la historia, esa definición del poder exige ciertas explicaciones.

La ciencia del derecho considera el Estado y el poder como los antiguos consideraban el fuego, es decir, como algo que tiene existencia absoluta; para la historia, en cambio, Estado y poder no son más que fenómenos, de la misma manera que para la física moderna el fuego no es algo espontáneo sino un fenómeno.

Tan esencial diferencia de concepciones entre la historia y la ciencia del derecho hace que esta última pueda exponer detalladamente cómo, en su opinión, habría que organizar el poder, existente como algo inmutable y fuera del tiempo; pero no puede contestar nada a las preguntas históricas sobre el significado del poder, que cambia con el tiempo.

Si el poder es una suma de voluntades transferidas a un gobernante, ¿puede deducirse que Pugachov fuera el representante de la voluntad de las masas? Y si no lo fue, ¿por qué ha de serlo Napoleón I? ¿Por qué Napoleón III, cuando fue detenido en Boulogne, era un criminal, y por qué, después, fueron criminales aquellos a quienes él detuvo?

Durante las revoluciones palaciegas, en las que intervienen a veces dos o tres personas, ¿es transferida también a ellos la voluntad de la masa? En las relaciones internacionales, ¿se transfiere esa voluntad de las masas populares a su conquistador? ¿Fue en 1808 transferida la voluntad de la Confederación del Rin a Napoleón? ¿Representaba éste la voluntad del pueblo ruso cuando en 1809 el ejército ruso, aliado de los franceses, luchó contra Austria?

A esta pregunta se puede responder de tres maneras:

1) Admitir que la voluntad de las masas pasa siempre incondicionalmente al gobernante o gobernantes que eligieron, y, por ello, la aparición de un nuevo poder, toda lucha contra el poder ya transferido, debe ser considerada como una violación del verdadero poder.

2) Admitir que la voluntad de las masas se transfiere siempre a los gobernantes bajo conocidas y determinadas condiciones y demostrar que todas las restricciones, choques y aun la destrucción del poder ocurren por no haber cumplido los gobernantes las condiciones impuestas cuando les fue transferido ese poder.

3) Admitir que la voluntad de las masas se transmite a los gobernantes en forma condicionada, según condiciones desconocidas, indefinidas, y que el surgimiento de múltiples poderes, su lucha y caída provienen sólo del cumplimiento más o menos total, por parte de los gobernantes, de aquellas condiciones ignoradas bajo las cuales las voluntades de las masas se transfieren de unas personas a otras.

Los historiadores explican de estas tres maneras la relación de la masa y sus gobernantes.

Algunos historiadores que, en la simplicidad de sus almas, no entienden el significado del poder, historiadores de países aislados y biógrafos de los que hablamos antes, parecen admitir que la suma de las voluntades de las masas se transmite incondicionalmente a los personajes históricos. Por ello, al describir un poder cualquiera, presuponen que tal poder es el único absoluto y verdadero, y que cualquier otro poder que se le oponga no es un poder, sino una infracción de éste, una violencia.

Semejante teoría, aceptable para períodos históricos primitivos y pacíficos, si se aplica a épocas tempestuosas y complejas de la vida de los pueblos, durante las cuales aparecen al mismo tiempo y luchan entre sí diversos poderes, presenta el inconveniente de que el historiador legitimista tratará de probar que la Convención, el Directorio y Bonaparte no eran más que violaciones del poder, mientras que el republicano y el bonapartista intentarán demostrar que el verdadero poder residía en la Convención, o en el Imperio, y que todo lo demás suponía una violación de esos poderes. Es evidente que, al refutarse mutuamente de esta manera, las explicaciones del poder dadas por tales historiadores no pueden valer más que para niños en su edad más tierna.

Otros historiadores reconocen que semejante opinión sobre el poder es falsa y aseguran que el poder se basa en la transmisión condicionada a los gobernantes de las voluntades del pueblo y que los personajes históricos ostentan el poder siempre que cumplan las condiciones que por tácito acuerdo les impone la voluntad del pueblo; pero los historiadores no dicen cuáles son esas condiciones, y si lo dicen, es para contradecirse constantemente.

Cada historiador, de acuerdo con su propia opinión sobre el objetivo que persiguen los pueblos, lo ve en la grandeza, en la riqueza, en la libertad, en la instrucción de los ciudadanos, sean de Francia o de otro país. Mas sin hablar ya de las contradicciones de esos historiadores a propósito de esas condiciones y aun admitiendo que existe un programa común para todos, los hechos históricos desmienten casi siempre tales teorías. Si las condiciones bajo las cuales se transfiere el poder consisten en la riqueza, en la libertad o la instrucción del pueblo, ¿por qué entonces los Luises XIV o los Ivanes IV terminaron tranquilamente sus reinados y los Luises XVI y los Carlos I fueron ejecutados por el pueblo? Los historiadores mencionados contestan que la actividad de Luis XIV, contraria al programa trazado, recae sobre Luis XVI. Mas, ¿por qué no repercute sobre Luis XIV o Luis XV? ¿Y por qué precisamente sobre Luis XVI? ¿Qué plazo se necesita para que tales repercusiones se produzcan? A estas preguntas no hay ni puede haber respuesta. Tampoco puede explicarse por qué la suma de voluntades permanece durante tantos y tantos siglos en manos de esos gobernantes y sus herederos y, de pronto, a lo largo de cincuenta años, pasa a la Convención, al Directorio, a Napoleón, a Alejandro, a Luis XVIII, de nuevo a Napoleón, a Carlos X, a Luis Felipe, a un gobierno republicano y a Napoleón III. Al explicar estos rápidos desplazamientos de la suma de voluntades de una persona a otra sobre todo cuando hay relaciones internacionales, conquistas y alianzas, estos historiadores deberán reconocer, en contra de su voluntad, que parte de esos hechos ya no se explican por la transmisión legal de las voluntades, sino que son casualidades y dependen de la astucia, del error, de la perfidia o debilidad del diplomático, del monarca o del jefe político. De manera que la mayor parte de los fenómenos históricos, guerras civiles, revoluciones y conquistas, son presentados por tales historiadores no como el resultado del desplazamiento de voluntades libres, sino como consecuencia de una voluntad erróneamente dirigida de una o varias personas, es decir, como una transgresión del poder. Ésta es la razón de que, según esos historiadores, dichos acontecimientos históricos sean descritos como desviaciones de la teoría.


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