Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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El príncipe Andréi, puesto al frente de un regimiento, se preocupaba exclusivamente de la instalación de sus hombres, del bienestar de todos y de la necesidad de dar y recibir órdenes. El incendio y la rendición de Smolensk habían hecho época en su vida. Un nuevo sentimiento de odio contra el enemigo le hacía olvidar su propio dolor. Entregado por entero a las necesidades de su regimiento, se preocupaba de los soldados y oficiales, y se mostraba cariñoso con todos. Sus hombres lo llamaban nuestro príncipe, se enorgullecían de él y lo querían. Pero esa bondad suya era sólo para sus hombres, para Timojin y para las gentes nuevas, de un ambiente distinto, que nada sabían de su pasado ni podían comprenderlo. Cuando se encontraba con algún antiguo compañero del Estado Mayor se ponía en guardia inmediatamente; se volvía colérico, irónico y despectivo. Lo repelía todo cuanto recordase su pasado. En tales circunstancias, procuraba no ser injusto y se limitaba a cumplir con su deber.
El príncipe Andréi lo veía todo con los colores más sombríos, especialmente después del 6 de agosto, día en que abandonaron la ciudad de Smolensk (que, a su juicio, se podía y debía defender) y después de que su padre enfermo tuviera que huir a Moscú, abandonando al saqueo su amada Lisie-Gori, que con tanto cariño había cuidado. Eso no impedía, sin embargo, que pudiera pensar en otras cosas, sobre todo en su regimiento, aparte de los problemas generales. El 10 de agosto, la columna en la que iba su regimiento pasaba a la altura de Lisie-Gori; dos días antes el príncipe Andréi recibió la noticia de que los suyos —su padre, hijo y hermana– habían salido para Moscú. Y aunque nada tenía que hacer en Lisie-Gori, quiso acercarse allí con deseo de renovar un dolor.
Mandó que le ensillaran un caballo y se dirigió a la aldea de su padre, donde había nacido y pasado su niñez. Al llegar al estanque donde decenas de mujeres solían lavar la ropa y charlar animadamente notó que todo estaba desierto. En el agua flotaba aún una balsa medio sumergida. Se acercó a la casa del guarda: la puerta cochera estaba abierta y no había nadie. La hierba cubría los senderos, las terneras y los caballos vagaban por los jardines de estilo inglés. El príncipe Andréi se acercó al invernadero: los cristales aparecían rotos y por todas partes se veían plantas secas y caídas de sus tiestos. Llamó al jardinero Tarás, pero no contestó nadie. Dando la vuelta al invernadero vio que la cerca de madera tallada estaba rota y que habían arrancado las ramas de ciruelos con las frutas. Un viejo mujik estaba sentado en un banco verde; se ocupaba en trenzar unos lapti. El príncipe Andréi lo conocía; desde su infancia lo había visto en aquella misma postura.
Era sordo y no lo oyó acercarse. Ocupaba el sitio favorito del viejo príncipe; alrededor había algunas tiras de corteza puestas sobre las ramas secas de un magnolio desmochado.
El príncipe Andréi se acercó a la casa. Varios tilos del viejo jardín aparecían talados. Una yegua y su potro andaban entre los rosales. Las ventanas de la mansión estaban tapiadas, excepto una del piso bajo. Al ver al príncipe, un chiquillo entró precipitadamente en la casa.
Alpátich, que había mandado fuera a su familia, se había quedado solo en Lisie-Gori. En aquel momento leía las Vidas de santos; al conocer la llegada del príncipe Andréi salió de casa con los lentes en la nariz. Se acercó con presteza al amo, abrochándose por el camino, y sin decir nada le besó las rodillas, sollozando.
Después, como enfadado por su debilidad, informó al príncipe de todo lo ocurrido. Todas las cosas de valor habían sido llevadas a Boguchárovo. También habían sacado unos doscientos cincuenta quintales de trigo; las tropas habían segado, verde aún, el forraje y la cosecha de primavera, que era, según Alpátich, espléndida. Los campesinos estaban arruinados; muchos se habían ido a Boguchárovo y otros pocos permanecían en Lisie-Gori.
Sin escuchar hasta el fin, el príncipe Andréi preguntó:
–¿Cuándo se fueron mi padre y mi hermana?
Quería decir "cuándo se fueron a Moscú", pero Alpátich, creyendo que se refería a Boguchárovo, contestó que el día 7. En seguida volvió a hablar de asuntos relacionados con la propiedad y pidió órdenes.
–¿Quiere Su Excelencia que demos avena a las tropas contra recibo? Aún quedan mil quinientos quintales.
"¿Qué debo contestar?”, se preguntó el príncipe, mirando la cabeza calva del viejo, que brillaba al sol, y leyendo en su rostro que él mismo se daba cuenta de que era inoportuna su pregunta y que sólo la hacía para ocultar su dolor.
–Dalos– contestó.
–Habrá visto usted el desorden del jardín– dijo Alpátich; —fue imposible evitarlo. Pasaron tres regimientos, que hicieron noche aquí; en particular los dragones. He anotado el grado y el nombre del comandante, para presentar una reclamación.
–Bueno, ¿y tú qué vas a hacer? ¿Te quedarás si entra el enemigo?– preguntó el príncipe.
Alpátich volvió la cara hacia el príncipe Andréi, lo miró y dijo, levantando un brazo con gesto solemne:
–Él es mi protector: que se cumpla su voluntad.
Por el prado un numeroso grupo de campesinos y criados, descubiertos, se iba acercando al príncipe Andréi.
–Bueno, adiós– dijo el príncipe, inclinándose a Alpátich. —Vete tú también; llévate lo que puedas y manda a la gente que se vaya a la finca de Riazán o a la de Moscú.
Alpátich se abrazó a una pierna del príncipe y comenzó a llorar. El príncipe lo apartó suavemente, espoleó el caballo y se volvió al galope por una de las alamedas.
En las gradas del invernadero, con la misma indiferencia de una mosca en el rostro de un difunto querido, el viejo de antes trenzaba sus lapti. Dos niñas salieron, con sus faldas recogidas llenas de ciruelas que habían arrancado de los árboles del invernadero; al ver al príncipe, la mayor de ellas, asustada, cogió por la mano a la pequeña y se ocultó detrás de un abedul, sin tiempo de recoger las verdes ciruelas desparramadas por la tierra.
El príncipe Andréi se volvió rápidamente para que no se dieran cuenta de que las había visto; le dio lástima aquella linda niña asustada; temía mirarla, pero el deseo de verla era irresistible. Lo invadió un nuevo sentimiento, dulce y apacible, al ver a esas niñas; comprendió que existían intereses totalmente ajenos a él, pero tan humanos y legítimos como los suyos. Las niñas, al parecer, sólo deseaban apasionadamente una cosa: llevarse las ciruelas verdes y comerlas sin ser descubiertas; el príncipe Andréi deseó que todo les saliera bien. No pudo resistir el deseo de mirarlas otra vez. Ahora las niñas, creyéndose fuera de peligro, habían salido de su escondite y, sujetando las faldas, charlaban con sus agudas vocecitas, sin dejar de correr alegremente por el prado con sus pies descalzos, morenos por el sol.
Se sentía mejor después de haber salido del ambiente polvoriento del camino por el que se movían las tropas; pero no lejos de Lisie-Gori hubo de unirse de nuevo a su regimiento, durante uno de los altos junto a la represa de un pequeño estanque. Pasaba la una de la tarde y el sol, como un disco rojo y polvoriento, le quemaba la espalda a través de la guerrera negra. El polvo, siempre denso, se mantenía inmóvil encima de los soldados, que charlaban sin cesar. No soplaba el más leve viento; al llegar cerca del estanque, el príncipe Andréi sintió el frescor del agua y el olor a cieno; le habría gustado echarse al agua, pese a la suciedad y el barro. Desde el estanque llegaban risas y gritos; el agua, turbia y llena de verdín, había subido un poco de nivel y desbordaba por encima de la presa; en el centro del estanque había muchos hombres de cuerpos blancos, con manos, rostros y cuellos quemados por el sol. Toda aquella carne blanca, humana y desnuda que chapoteaba entre risas y gritos en aquella charca sucia eran como carpas en una regadera. El júbilo del baño parecía alegre y por ello resultaba especialmente triste.
Un joven soldado rubio, de la tercera compañía —a quien el príncipe Andréi conocía personalmente—, con una correa en la pantorrilla, retrocedió unos pasos para tomar carrerilla, se persignó y se tiró al agua; otro, un suboficial moreno, siempre desgreñado, con el agua hasta la cintura, contraía su musculoso torso, resoplaba alegremente echándose agua sobre la cabeza con las manos negras, color que se extendía por el brazo hasta el codo. Se palmeaban unos a otros, chillaban, reían.
En las orillas del estanque, en la presa, por todas partes se veía aquella carne blanca, musculosa y fuerte. Timojin, un oficial de nariz pequeña y colorada, estaba secándose con una toalla; lo cohibía la presencia del príncipe Andréi, pero decidió hablarle:
–Da gusto, Excelencia... Debería bañarse.
–El agua está sucia– contestó el príncipe con una mueca.
–La limpiaremos en seguida– y, todavía sin vestir, Timojin corrió para dar las oportunas órdenes.
–El príncipe quiere bañarse.
–¿Qué príncipe? ¿El nuestro?– preguntaron muchos.
Todos se pusieron en movimiento, y a duras penas pudo el príncipe Andréi contenerlos. Decidió que era mejor lavarse en el cobertizo.
"Carne... cuerpo, chair à canon”, pensaba mirando su propio cuerpo desnudo, y se estremeció, no tanto por el frío como por la repugnancia incomprensible y el horror que le causaba ver aquella enorme cantidad de cuerpos que chapoteaban en el agua sucia del estanque.
El 7 de agosto, el príncipe Bagration, en su campamento de Mijáilovka, situado en el camino de Smolensk, escribía la siguiente carta:
Señor conde Alexéi Andréievich:
(La carta era para Arakchéiev, pero Bagration sabía que la leería el mismo Emperador y por eso, de acuerdo con su capacidad, meditaba bien cada palabra.)
Supongo que el ministro lo habrá informado ya sobre la entrega de Smolensk al enemigo. Resulta penoso y triste; todo el ejército está desesperado por haber tenido que abandonar en vano la más importante de nuestras plazas. Por mi parte, se lo pedí personalmente, y le escribí, tratando por todos los medios de convencerlo, pero no quiso acceder. Le juro por mi honor que entonces se hallaba Napoleón en una bolsa como jamás lo estuvo y podía haber perdido la mitad de su ejército sin lograr conquistar Smolensk. Nuestras tropas lucharon y luchan como nunca. Con quince mil hombres he resistido durante más de treinta y cinco horas atacándolos; él, en cambio, no quiso siquiera resistir catorce. Es una vergüenza y una mancha para nuestro ejército; me parece que ese hombre no merece vivir. Si él dice que nuestras bajas son muy numerosas, no es cierto, quizá unos cuatro mil y tal vez ni eso. Pero, aunque fueran diez mil, ¿qué podemos hacer? Es la guerra. En cambio, las pérdidas del enemigo son muy considerables...
¿Qué suponía quedarse dos días más? Al menos, el enemigo se habría marchado por sí mismo, porque no le quedaba agua ni para los hombres ni para los caballos. Me dio palabra de no retroceder, mas de pronto me envió una orden de operaciones anunciando que levantaba el campo por la noche. De esa manera no se puede hacer una guerra y podemos llevar muy pronto al enemigo hasta Moscú...
Corre la voz de que usted piensa en la paz. ¡Dios nos libre de eso! ¡Hacer la paz después de tantos sacrificios y de una retirada tan insensata! Pondría a toda Rusia en contra de usted; todos nos avergonzaríamos de llevar el uniforme. En el punto a que hemos llegado no queda más remedio que combatir mientras Rusia tenga fuerzas y mientras sus hombres se mantengan en pie...
Debe mandar uno solo y no dos. Su ministro tal vez sea bueno en el Ministerio, pero como general no diré que es malo, sino que no sirve para nada. ¡Y a un hombre así se le confían los destinos de toda nuestra patria!... Le confieso que el despecho me vuelve loco. Perdóneme que escriba con tanto atrevimiento. Es evidente que sólo quien no quiera a nuestro Zar y desee nuestra total derrota puede aconsejar al ministro que firme la paz y se ponga al frente del ejército. No digo más que la verdad: preparen milicias populares, porque a este paso el ministro llevará consigo a la capital a nuestros visitantes. El señor general ayudante de campo del Zar, Wolzogen, es muy sospechoso para todo el ejército. Dicen que es más de Napoleón que nuestro, y es él quien aconseja en todo al ministro. Yo, personalmente, no sólo me muestro cortés con él, sino que obedezco como un simple cabo, aun cuando soy mayor que él. Me duele, sí, pero obedezco por amor a mi bienhechor el Zar. Sólo digo que es lástima que el Zar confíe a tales gentes la gloria de nuestro ejército. Imagínese que con nuestra retirada hemos perdido más de quince mil hombres rezagados por el cansancio en los hospitales, y que, de haber atacado, no habría ocurrido lo mismo. Piense, por amor de Dios, en lo que dirá nuestra madre Rusia: que tenemos miedo y entregamos nuestra buena y fiel patria a unos canallas y que en todos los súbditos infundimos un sentimiento de odio y de vergüenza. ¿Por qué hemos de ser cobardes? ¿A quién hemos de tener miedo? Yo no tengo la culpa si el ministro es indeciso, cobarde, torpe, lento, si no tiene más que defectos. Todo el ejército llora por ello y lo cubre de injurias...
VI
Entre las incontables subdivisiones que se pueden hacer de los fenómenos de la vida, cabe separarlas en todas aquellas en las que predomina el contenido y aquellas en las que prevalece la forma. Entre estas últimas podemos incluir la vida de San Petersburgo, en particular la de sus salones —que es invariable– en contraste con la vida en el campo, en el distrito, la provincia y en el propio Moscú.
Desde 1805 los rusos han luchado con Bonaparte y se han reconciliado con él; han hecho y deshecho Constituciones, pero el salón de Anna Pávlovna y el de Elena Bezújov seguían siendo exactamente iguales a lo que eran, siete años atrás, uno, y cinco años el otro. En el salón de Anna Pávlovna se comentaban con idéntica perplejidad los éxitos de Napoleón, y se veía en ellos, lo mismo que en la sumisión de los príncipes europeos, una malvada conjuración con el único fin de molestar y turbar el círculo cortesano que Anna Pávlovna representaba. Por el contrario, en casa de Elena (honrada con frecuentes visitas de Rumiántsev, que la consideraba una mujer de extraordinaria inteligencia), lo mismo en 1812 que en 1808, se hablaba con entusiasmo de la gran nación francesa y del gran hombre, y se lamentaba la ruptura con los franceses, ruptura que, en opinión de las personas que se reunían en los salones de Elena, debía terminar con la paz.
En los últimos tiempos, tras el regreso del Zar al abandonar el ejército, hubo ciertas muestras de agitación en esos opuestos salones y tuvieron lugar diversas manifestaciones de hostilidad; sin embargo, las tendencias siguieron inmutables. En el círculo de Anna Pávlovna sólo eran recibidos, entre los franceses, los más empedernidos legitimistas; se exponía la patriótica idea de que no debía frecuentarse el Teatro Francés y que el mantenimiento de los artistas resultaba tan costoso como el de todo un cuerpo de ejército. Seguían con avidez las noticias militares y se aireaban los rumores más ventajosos para el ejército ruso. En los salones de Elena, de orientación francesa, se desmentían las versiones acerca de la crueldad del enemigo y se discutían todas las tentativas de Napoleón para llegar a la paz. En ese círculo se censuraba a quienes preparaban precipitadamente el traslado de la Corte a Kazán, así como el de las instituciones de educación femeninas, patrocinadas por la madre del Zar. En el salón de Elena, el de Rumiántsev, el francés, la guerra se presentaba en general como una sucesión de manifestaciones estériles que debían concluir con la paz; la opinión dominante era la de Bilibin, que por entonces vivía en San Petersburgo y era asiduo de la condesa Bezújov, ya que todo hombre inteligente debía frecuentar aquella casa. Bilibin sostenía que no era la pólvora sino quienes la habían inventado los que decidían las guerras. En ese círculo eran frecuentes las burlas —ingeniosas y muy prudentes a la vez– sobre el entusiasmo patriótico de Moscú, cuya noticia había llegado a San Petersburgo al mismo tiempo que el regreso del Zar.
Por el contrario, en el círculo de Anna Pávlovna se admiraba el entusiasmo moscovita y se hablaba de él en el mismo tono que Plutarco habla de los antiguos. El príncipe Vasili, que ocupaba los mismos puestos importantes de siempre, era el intermediario entre ambos círculos. Frecuentaba a ma bonne amie 378Anna Pávlovna e iba igualmente dans le salon diplomatique de ma fille; 379pero a menudo, debido a los repetidos traslados de un salón a otro, se equivocaba y decía en casa de Elena lo que debía decir en la de Anna Pávlovna, y viceversa.
Poco después de la llegada del Zar, el príncipe Vasili, hablando de los asuntos militares en casa de Anna Pávlovna, comenzó a censurar acremente a Barclay de Tolly y se mostró indeciso con respecto a quién debería ser nombrado general en jefe. Uno de los presentes, conocido bajo la general designación de un homme de beaucoup de mérite, 380contó que había visto aquel mismo día a Kutúzov, elegido jefe de las milicias de San Petersburgo, en las oficinas de reclutamiento y se permitió exponer con gran prudencia la opinión de que Kutúzov sería el hombre capaz de satisfacer todas las esperanzas.
Anna Pávlovna sonrió tristemente y objetó que Kutúzov no había dado al Zar más que disgustos.
–Lo he dicho y repetido con frecuencia, en el Club de la nobleza– la interrumpió el príncipe Vasili, —pero nadie me hizo caso; dije que su elección como jefe de las milicias no agradaría al Zar. ¡Siempre con esa manía de estar en la oposición!– prosiguió. —¿Y ante quién? Por el deseo de imitar como unos monos los estúpidos entusiasmos de Moscú– dijo el príncipe Vasili, equivocándose y olvidando por un instante que si en casa de su hija Elena convenía criticar el entusiasmo de los moscovitas, en la de Anna Pávlovna era menester admirarlo. Pero en seguida reaccionó. —¿Es conveniente que el conde Kutúzov, el más antiguo de los generales rusos, permanezca en las oficinas de reclutamiento de milicias, y tanto más cuanto il en restera pour sa peine? 381¿Acaso puede nombrarse general en jefe a un hombre que no puede montar a caballo, que se duerme en los Consejos y que tiene las más depravadas costumbres? ¡Menudo recuerdo dejó en Bucarest! No hablo de sus cualidades militares, pero no se puede nombrar en estos momentos a un hombre decrépito y ciego. ¡Un general ciego! ¡Como para jugar al escondite!... ¡No ve nada en absoluto!
Nadie contradijo al príncipe Vasili.
Esto era totalmente justo el 24 de julio, aunque el día 29 Kutúzov recibió el título de príncipe. Eso podía significar, entre otras cosas, que quisieran deshacerse de él; por eso, el razonamiento del príncipe Vasili seguía siendo justo, por más que ahora no se apresurara en expresarlo. Pero el 8 de agosto se reunió un comité formado por el mariscal Saltikov, Arakchéiev, Viazmitínov, Lopujin y Kochubéi para discutir la situación militar. El comité convino en que los fracasos procedían por el desacuerdo del mando y, tras una breve discusión, se decidió proponer a Kutúzov como comandante en jefe, aunque se sabía la mala disposición del Zar hacia él. Aquel mismo día, Kutúzov era nombrado generalísimo de todos los ejércitos en todos los territorios ocupados por las tropas.
El 9 de agosto el príncipe Vasili se encontró en casa de Anna Pávlovna con l’homme de beaucoup de mérite. L’homme de beaucoup de mériterondaba a Anna Pávlovna porque deseaba ser nombrado director de un instituto femenino. El príncipe Vasili entró en el salón con aire triunfal, como quien ha logrado la meta de sus deseos.
–Eh bien!, vous savez la grande nouvelle. Le prince Koutouzoff est maréchal. 382Se acabaron las disidencias. ¡Me siento tan feliz, tan contento!– dijo. —Enfin, voilà un homme!– añadió mirando a cuantos lo rodeaban con aire serio e importante.
L’homme de beaucoup de mérite, pese a su deseo de conseguir su propósito, no pudo reprimirse y recordó al príncipe Vasili su opinión de días antes. (Esto era descortés para el príncipe Vasili, dicho en la sala de Anna Pávlovna y en presencia de la dueña, que acogía con tanto júbilo la noticia. Mas, no pudo dominarse.)
–Mais on dit qu'il est aveugle, mon prince 383– dijo, recordando al príncipe Vasili sus propias palabras.
–Allez, donc, il y voit assez– replicó rápidamente el príncipe con voz de bajo, tosiendo un poco: era la misma voz y la misma tosecilla con que resolvía todas las dificultades. —Allez, il y voit assez 384– repitió. —Pero además, lo que me alegra es que el Zar le haya concedido el mando supremo sobre todos los ejércitos y sobre todos los territorios, un poder como nunca tuvo un general en jefe: es otro autócrata– concluyó con una sonrisa de triunfo.
–¡Dios lo quiera! ¡Dios lo quiera!– dijo Anna Pávlovna.
L'homme de beaucoup de mérite, todavía novato en la sociedad cortesana, creyó halagar a su anfitriona defendiendo su anterior opinión:
–Se dice– añadió —que el Emperador no ha concedido de buen grado esos poderes a Kutúzov. On dit qu'il rougit comme une demoiselle à laquelle on lirait Jocondeen lui disant: le souverain et la patrie vous décernent cet honneur. 385
–Peut-être que le coeur n'était pas de la partie 386– dijo Anna Pávlovna.
–¡Oh, no, no!– intervino con ardor el príncipe Vasili. —No: eso no es posible, porque el Emperador sabía apreciarlo bien aun antes de concederle el título.
Ahora no podía dejar que se dijese nada en contra de Kutúzov. En opinión del príncipe Vasili, Kutúzov no sólo era excelente, sino que lo adoraban todos.
–Quiera Dios que el príncipe Kutúzov tome efectivamente el poder y no deje que nadie le ponga des bâtons dans les roues 387– suspiró Anna Pávlovna.
El príncipe Vasili comprendió en seguida a quién se refería aquel “nadie”. Dijo en un susurro:
–Sé de buena fuente que el príncipe Kutúzov ha puesto como condición imprescindible que el príncipe heredero no esté en el ejército. Vous savez ce qu'il a dit à l'Empereur? 388– y el príncipe Vasili repitió las palabras que, según se aseguraba, Kutúzov había dicho al monarca: “No podré castigarlo si comete una falta ni premiarlo si hace algo meritorio”. —¡Oh! El príncipe Kutúzov es inteligentísimo, je le connais de longue date.
–Dicen también– intervino l’homme de beaucoup de mérite, que aún carecía de tacto cortesano —que el Serenísimo ha puesto otra condición imprescindible: que tampoco el Zar esté en el ejército.
Apenas hubo pronunciado estas palabras, el príncipe Vasili y Anna Pávlovna le volvieron inmediatamente la espalda y, suspirando ante tanta ingenuidad, se miraron tristemente.
VII
Mientras todo esto sucedía en San Petersburgo, los franceses habían rebasado Smolensk y avanzaban cada vez más hacia Moscú. Thiers, el historiador de Napoleón, como todos sus historiadores, trata de justificar a su héroe y afirma que Bonaparte se vio arrastrado hacia los muros de Moscú muy a su pesar. Y tienen razón, como la tienen cuantos historiadores intentan explicar los hechos históricos por la voluntad de un solo individuo. Tiene la misma razón que los historiadores rusos cuando afirman que Napoleón fue atraído a Moscú por la habilidad de los generales rusos. En semejante caso, además de una ley retrospectiva que representa todo el pasado como la preparación de un hecho ya ocurrido, existe también la reciprocidad, que lo complica todo. Un buen jugador que pierde una partida de ajedrez está sinceramente convencido de que lo ocurrido se debe a un error personal y lo busca en los comienzos del juego, olvidando que en cada uno de sus movimientos, a lo largo de la partida, han existido errores semejantes y que no hay una sola jugada perfecta. Ese error sobre el que concentra su atención es visible para él solamente porque el adversario se aprovechó de su fallo. ¡Pero cuánto más complicado es el juego de la guerra, que se desarrolla en determinadas condiciones de tiempo, cuando no es solamente la voluntad la que dirige máquinas inanimadas y todo se deriva de innumerables choques de diversas arbitrariedades!
Después de Smolensk, Napoleón busca la batalla más allá de Dorogobuzh, en Viazma, y luego en las proximidades de Tsárevo-Záimishche; pero por una serie de innumerables circunstancias, se encuentra con que hasta Borodinó, a 112 kilómetros de Moscú, los rusos no pueden aceptar la batalla.
Después de la acción de Viazma, Napoleón da la orden de marchar directamente sobre Moscú.
Moscou, la capitale asiatique de ce grand empire, la ville sacrée des peuples d’Alexandre, Moscou, avec ses innombrables églises en forme de pagodes chinoises 389: aquel Moscú no daba tregua a su imaginación. La etapa de Viazma a Tsárevo-Záimishche la hizo Napoleón montando un potro inglés, acompañado de su guardia, su escolta, sus pajes y sus ayudantes de campo. El jefe del Estado Mayor, Berthier, se había rezagado para interrogar a un prisionero ruso, capturado por la caballería. Lelorme d'Ideville alcanzó a Napoleón y con el rostro satisfecho detuvo su cabalgadura.
–Eh bien?– preguntó Napoleón.
–Un cosaque de Plátov. Dice que el cuerpo de ejército de Plátov se une al grueso de las tropas y que Kutúzov ha sido nombrado general en jefe. Très intelligent et bavard! 390
Napoleón sonrió. Dio órdenes para que se procurara un caballo al cosaco y lo trajeran a su presencia. Deseaba conversar con él personalmente. Algunos ayudantes de campo se apresuraron a complacerlo y, una hora después, Lavrushka, el siervo asistente de Denísov cedido por éste a Rostov, vestido con chaqueta de ordenanza y montado en cabalgadura francesa, se acercó a Napoleón con su cara de pillo, alegre y achispado. Napoleón ordenó que cabalgara a su lado y lo interrogó:
–¿Es usted cosaco?
–Cosaco, Excelencia.
Thiers, al describir este episodio, dice: “El cosaco, ignorando con quién se encontraba, puesto que la sencillez de Napoleón no tenía nada que pudiera sugerir a la imaginación oriental la presencia de un soberano, comenzó a hablar con extremada familiaridad sobre las cosas de la guerra actual". De hecho, Lavrushka, que la víspera se había emborrachado y dejado a su amo sin cena, fue azotado y enviado a buscar unos pollos a la aldea vecina. Entretenido en este menester, había sido hecho prisionero por los franceses. Lavrushka era uno de esos servidores groseros y desvergonzados que ya han visto muchas cosas y creen un deber proceder en todo con villanía y astucia, siempre dispuestos a servir en todo a sus amos, adivinando astutamente sus debilidades y, sobre todo, su presunción y vanidad.
En presencia de Napoleón, al que reconoció en seguida y fácilmente, Lavrushka no se turbó en absoluto: trató solamente de conquistar con todo empeño la benevolencia de sus nuevos amos.
De sobra sabía que se trataba de Napoleón, y su presencia no podía cohibirlo más que la de Rostov o la del sargento armado de su látigo, puesto que ni el sargento ni el mismo Napoleón podían quitarle nada. Contó cuanto se decía entre los asistentes. Y en ello había no poca verdad. Pero cuando Napoleón le preguntó si pensaban los rusos vencer o no a Bonaparte, Lavrushka entornó los ojos y quedó pensativo.
Le pareció que le tendían una trampa, como siempre y en todas ocasiones piensan las gentes parecidas a él. Frunció el ceño y calló.
–Quiere decir que si hay una batalla y bien pronto– dijo por fin, pensativo —sucederá así exactamente. Pero si pasan tres días a partir de esa misma fecha, esa batalla se retrasará.
Lelorme d'ldeville tradujo sonriente las palabras de Lavrushka a Napoleón de la siguiente manera: “Si la bataille est donnée avant trois jours, les français la gagneraient, mais si elle était donnée plus tard, Dieu sait ce qui en arriverait”. 391
Napoleón no sonrió, aunque parecía estar del mejor humor; mandó que le repitieran esas palabras. Lavrushka se dio cuenta de ello y, para contentarlo, fingió no conocer a su interlocutor y dijo:
–Sabemos que vosotros tenéis a Bonaparte, que ha vencido a todos en el mundo. Pero lo nuestro es otro cantar– dijo. Sin saber por qué ni cómo, un patriotismo fanfarrón se coló en sus palabras.
El intérprete las transmitió a Napoleón sin la última parte. Bonaparte sonrió: “Le jeune cosaque fit sourire son puissant interlocuteur”, 392comenta Thiers. Tras unos pasos en silencio, Napoleón se volvió a Berthier y le dijo que le gustaría conocer qué efecto produciría sur cet enfant du Don 393la noticia de que el hombre con quien hablaba aquel enfant du Donera el Emperador en persona, el mismo que había escrito sobre las pirámides su nombre glorioso e inmortal.
Y así se hizo.
Lavrushka entendió que querían confundirlo y que Napoleón pensaba que se asustaría al saberlo; por agradar a su nuevo dueño fingió también asombro, aturdimiento, desorbitó los ojos y puso la cara que ponía cuando lo llevaban para darle latigazos. Y prosigue Thiers: "En cuanto hubo hablado el intérprete de Napoleón, el cosaco, presa de una especie de aturdimiento, no dijo una palabra más y mantuvo sus ojos constantemente fijos sobre aquel conquistador, cuyo nombre había llegado hasta él a través de las estepas de Oriente. Había desaparecido de pronto toda su locuacidad, dando lugar a un sentimiento de admiración ingenua y silenciosa. Napoleón, después de haberle dado una recompensa, lo dejó en libertad como a un pájaro al que se devuelve a los campos que lo vieron nacer”.
Napoleón siguió adelante, soñando con aquel Moscouque embargaba su imaginación, y l’oiseau qu'on rendit aux champs qui l'ont vu naîtregalopó hasta las vanguardias, inventando de antemano lo que no había sucedido, pero que él contaría una vez en sus filas. No deseaba relatar lo sucedido, porque no le parecía digno de ser contado. Se unió a los cosacos; preguntó dónde estaba su regimiento, que formaba parte del destacamento de Plátov, y aquella misma tarde halló a su amo Nikolái Rostov: estaba en Yánkovo y acababa de montar a caballo para dar un paseo con Ilín por las aldeas vecinas. Dio otro caballo a Lavrushka y se lo llevó consigo.
VIII
La princesa María no estaba en Moscú ni fuera de peligro, como pensaba el príncipe Andréi.