Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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De nuevo hizo la princesa un gesto de aprobación.
–¡Tengo tantos deseos de quererla! Dígaselo, si la ve antes que yo.
–He oído decir que llegan uno de estos días– dijo Pierre.
La princesa María expuso a Pierre su propósito de trabar amistad con su futura cuñada en cuanto los Rostov llegasen a Moscú y de procurar que el viejo príncipe se acostumbrara a ella.
V
Borís no había conseguido casarse con una novia rica en San Petersburgo, y había ido a Moscú con la intención de buscar otro partido. Y en Moscú dudaba entre las dos más ricas herederas de la ciudad: Julie y la princesa María. A pesar de su aspecto poco agraciado, esta última le parecía más atrayente que la señorita Karáguina; pero, sin saber el motivo, se sentía turbado ante la idea de hacer la corte a la hija de Bolkonski. La última vez que la vio, el día del santo del viejo príncipe, la joven había respondido distraídamente a todas sus tentativas de orientar la conversación hacia la vía sentimental, y era evidente que ni siquiera lo escuchaba.
Julie, en cambio, aunque de un modo muy especial, propio de ella, aceptaba sus galanteos con gusto.
Julie Karáguina tenía entonces veintisiete años. Tras la muerte de sus hermanos se había convertido en una mujer riquísima. Nada tenía ahora de guapa, pero seguía creyéndose no tan sólo guapa como antaño, sino aún más atractiva que en otros tiempos. Y se mantenía en tal error porque, primero, tenía mucho dinero y, segundo, porque, conforme los años pasaban, los hombres podían tratarla con cierta libertad, sin peligro ni compromiso alguno, y gozar de sus cenas, de sus veladas y de la animadísima sociedad que se reunía en su casa. Un hombre que diez años antes hubiera temido entrar diariamente en una casa donde había una señorita de diecisiete, por no comprometerla y no comprometerse él, ahora la frecuentaba sin miedo cada día y no la trataba como a una joven casadera, sino como a una conocida sin sexo.
Aquel invierno la casa de los Karaguin era la más agradable y hospitalaria de Moscú. Además de las veladas y comidas de gala, cada día se reunía allí mucha gente, sobre todo hombres: se cenaba hacia medianoche y los invitados permanecían hasta las tres. Julie no faltaba ni a un baile, ni a un paseo, ni a un espectáculo; vestía siempre a la última moda, pero, a pesar de todo, se mostraba desilusionada. A todos decía que no creía ni en la amistad, ni en el amor ni en las alegrías de la vida, y que esperaba la paz tan sólo allá arriba. Adoptaba el tono de la mujer que ha experimentado grandes desilusiones, que ha perdido al hombre amado o ha sido cruelmente engañada por él. Y aunque nunca le había pasado nada semejante, los demás lo creían y hasta ella estaba convencida de haber sufrido mucho en la vida. Esa melancolía no le impedía divertirse y no era obstáculo para que los jóvenes pasaran con ella ratos agradables. Cada uno de cuantos acudían a su casa pagaba su tributo al humor melancólico de la dueña y luego se dedicaba a las conversaciones mundanas, al baile, a los juegos de ingenio y pequeños certámenes poéticos, de moda en su casa. De esos jóvenes, sólo algunos, y entre ellos Borís Drubetskói, parecían participar más del humor melancólico de Julie y con esos jóvenes mantenía conversaciones más largas e íntimas sobre la vanidad mundana, y les mostraba su álbum, cubierto de imágenes tristes, de endechas y sentencias.
Julie se mostraba especialmente cariñosa con Borís. Lamentaba su precoz desilusión de la vida, y le ofreció el consuelo de su amistad —¡también ella había sufrido tanto! y le abrió su álbum. Borís dibujó en una de las páginas dos árboles y escribió: “Arbres rustiques, vos sombres rameaux secouent sur moi les ténèbres et la mélancolie" 315
En otro sitio dibujó un sepulcro y escribió:
“La mort est secourable et la mort est tranquille.
Ah! contre les douleurs il n'y a pas d’autre asile.” 316
Julie dijo que era precioso.
–Il y a quelque chose de si ravissant dans le sourire de la mélancolie. C'est un rayón de lumière dans l'ombre, une nuance entre la douleur et le désespoir qui montre la consolation possible 317– dijo Julie, repitiendo palabra por palabra una sentencia copiada de un libro.
Y Borís escribió:
“Aliment de poison d’une âme trop sensible
Toi, sans qui le bonneur me serait impossible,
Tendre mélancolie, ah!, viens me consoler
Viens calmer les tourments de ma sombre retraite
Et mêle une douceur secrète
À ces pleurs, que je sens couler." 318
Julie interpretaba al arpa, para Borís, los nocturnos más tristes.
Borís le leía en voz alta La pobre Lisa, y en ocasiones la profunda emoción que le impedía respirar lo obligaba a interrumpir la lectura. Cuando Borís y Julie se veían en una reunión de sociedad, se miraban como si fuesen las únicas personas, en este mundo de seres diferentes, capaces de entenderse entre sí.
Anna Mijáilovna, que con frecuencia iba a casa de los Karaguin y jugaba a las cartas con la madre de Julie, trataba de informarse sobre la dote de la joven (consistente en dos fincas en la provincia de Penza y algunos bosques en la de Nizhni-Nóvgorod). Anna Mijáilovna, sumisa a la voluntad de la Providencia, contemplaba enternecida la refinada tristeza que unía a su hijo y a la rica heredera.
–Toujours charmante et mélancolique, cette chère Julie 319– decía a la hija. —Borís asegura que su espíritu descansa en esta casa. ¡Ha sufrido tantas decepciones y es tan sensible!– decía a la madre.
–¡Ay, amigo mío! ¡No puedo expresarte el cariño que le he tomado estos días a Julie!– decía a su hijo. —No hay palabras para describirlo. ¿Y quién podría no amarla? ¡Es una criatura celestial! ¡Oh, Borís, Borís!– y callaba unos instantes; después añadía: —¡Qué lástima me da su maman! Hoy me ha mostrado las cuentas y los documentos de Penza (ya sabes que tienen allí grandes propiedades); todo lo tiene que hacer ella misma, la pobre: ¡cómo la engañan!...
Borís sonreía levemente al escuchar a su madre. Se reía de su ingenua astucia, pero no dejaba de escucharla, y a veces la interrogaba sobre las posesiones de Penza y Nizhni-Nóvgorod prestando oído atento a sus palabras.
Julie esperaba desde hacía tiempo la declaración de su melancólico adorador y estaba dispuesta a aceptarla. Pero a Borís lo retenía todavía un secreto sentimiento de repulsión hacia ella, hacia su apasionado deseo de casarse, su falta de naturalidad: lo retenía el temor de renunciar a la posibilidad de un amor auténtico. Iba a terminar su permiso; pasaba días enteros en casa de Julie y siempre se hacía el propósito de declararse al día siguiente; pero en presencia de Julie, al ver aquella cara y barbilla rojas y aquel rostro casi siempre exageradamente empolvado, sus ojos húmedos y la expresión del rostro, dispuesto a pasar en un instante de la melancolía al entusiasmo más artificial de la felicidad conyugal, no podía pronunciar la palabra decisiva, aunque en su imaginación se consideraba —después de tanto tiempo– poseedor de las fincas de Penza y Nizhni-Nóvgorod y habría decidido el empleo de sus rentas. Julie adivinaba la indecisión de Borís y a veces creía que le repugnaba, pero su orgullo femenino y la autosuficiencia la consolaban y se decía que sólo el amor que sentía por ella era la causa de su timidez. Sin embargo, la melancolía empezaba a trocarse en irritabilidad, y poco antes de la partida de Borís concibió un plan decisivo. Coincidiendo con el término del permiso de Borís, apareció en Moscú Anatole Kuraguin y también, naturalmente, en el salón de Julie.
De la noche a la mañana, Julie abandonó la melancolía y se mostró alegre y atenta con Anatole Kuraguin.
–Mon cher, je sais de bonne source que le prince Basile envoie son fils a Moscou pour lui faire épouser Julie 320– dijo Anna Mijáilovna a su hijo. —Amo tanto a Julie que me daría pena. ¿Qué piensas tú de eso?
La idea de quedar en ridículo y de perder en vano un mes de duro servicio melancólico junto a Julie, y de ver todas las rentas de las fincas de Penza —que ya había dispuesto debidamente en su imaginación– en manos de otro, y sobre todo en manos de aquel idiota de Anatole, hirió vivamente a Borís. Y con el firme propósito de pedir la mano de Julie se dirigió a casa de las Karáguina. Ella lo recibió con despreocupada alegría; le contó animadamente lo que se había divertido en el baile de la víspera y le preguntó cuándo se marchaba. Aun cuando Borís iba con intención de hablar de su amor y con el propósito de mostrarse tierno, comentó nerviosamente la inconstancia de las mujeres, su facilidad para pasar de la tristeza a la alegría, añadiendo que su estado de ánimo dependía exclusivamente de quién les hiciera la corte. Julie, ofendida, replicó que era verdad, que toda mujer ama la variedad y que siempre una misma cosa aburre a cualquiera.
–Por eso le aconsejaría...– empezó Borís, deseando herirla; pero en aquel momento acudió a su mente la idea que lo atormentaba, es decir, que tendría que salir de Moscú sin haber logrado su objetivo, desperdiciando tanto trabajo (cosa que nunca le ocurría); se detuvo a mitad de la frase, bajó los ojos para no ver aquel rostro desagradable, irritado e indeciso y dijo: —No he venido para reñir con usted, todo lo contrario– y la miró para asegurarse de que podía proseguir. Toda la irritación de Julie desapareció como por encanto; sus ojos inquietos y suplicantes se fijaron en el joven con ávida espera. “Siempre podré arreglármelas para verla raras veces (pensó Borís). Ahora he comenzado y hay que terminar.” Se ruborizó, levantó los ojos hacia ella y dijo: —Ya conoce mis sentimientos hacia usted.
No era necesario añadir más. El rostro de Julie resplandeció de satisfacción; pero obligó a Borís a decirle todo cuanto se acostumbra en semejantes casos: que la amaba y que no había amado a ninguna mujer como a ella. Julie sabía que a cambio de las fincas de Penza y Nizhni-Nóvgorod bien podía exigir aquello. Y obtuvo lo que exigía.
Los prometidos, sin acordarse más de árboles que sembraban sobre ellos tinieblas y melancolía, comenzaron a trazar proyectos sobre su brillante casa de San Petersburgo, a hacer visitas y a prepararlo todo para una boda fastuosa.
VI
A fines de enero, el conde Iliá Andréievich llegó a Moscú con Natasha y Sonia. La condesa, siempre enferma, no había podido hacer el viaje, cuya demora era imposible: se esperaba al príncipe Andréi en Moscú, de un momento a otro; además había que preparar el ajuar, vender la casa de las cercanías de Moscú y aprovechar la estancia del viejo príncipe en la capital para presentarle a su futura nuera. La casa de los Rostov en Moscú estaba fría; además venían por poco tiempo y no iba la condesa con ellos; por todas estas razones, Iliá Andréievich decidió quedarse en casa de María Dmítrievna Ajrosímova, que desde hacía tiempo había ofrecido su hospitalidad al conde.
Los cuatro coches de los Rostov entraron en el patio de María Dmítrievna, en la calle Stáraia Koniúshennaia. María Dmítrievna vivía sola: tenía una hija casada y los hijos estaban en el ejército.
Seguía como antes, se mantenía siempre erguida, hablaba con la misma franqueza, en voz muy alta, y decía a todos cuanto pensaba; todo su ser parecía reprochar a los demás sus debilidades y pasiones, cuya posibilidad no toleraba. Muy temprano, en ropa de andar por casa, se dedicaba a los quehaceres domésticos: los días de fiesta iba después a misa, y de la misa a las cárceles, donde tenía asuntos de los cuales no hablaba con nadie; los demás días, ya arreglada, recibía en su casa a personas de diversa condición, que a toda hora reclamaban su ayuda; luego comía, y tras la comida —una comida nutritiva y sabrosa, a la que acudían siempre tres o cuatro invitados—, jugaba su partida de boston; al atardecer, se hacía leer los periódicos y libros recientes, y mientras tanto hacía punto. Apenas si salía de su casa, y en estos casos era sólo para visitar a las personas más importantes de la ciudad.
Aún no se había retirado cuando llegaron los Rostov y en el zaguán chirrió la puerta para dar paso a los señores y sus criados, que venían ateridos de frío. María Dmítrievna, con los lentes en la punta de la nariz y la cabeza echada hacia atrás, estaba en la puerta de la sala, mirando con aire severo y grave a los recién llegados. Cabía pensar que estaba enfadada con ellos y dispuesta a echarlos si al mismo tiempo no diera solícitas órdenes para instalar a los viajeros y sus equipajes.
–¿Son las del conde? Tráelas aquí– dijo señalando varias maletas y sin saludar a nadie. —Las de las señoritas aquí, a la izquierda. ¿Qué hacéis perdiendo el tiempo?– gritó a las sirvientas. —Calentad el samovar. Has engordado, estás más guapa– dijo, tirando del capuchón de Natasha, sonrosada por el frío, para acercarla. —¡Fu, estás helada! Quítate el abrigo– gritó al conde, que se acercaba a besarle la mano. —¿Has pasado frío, verdad? Traed ron para el té. Sóniushka, bonjour– dijo a Sonia, matizando con el saludo francés su manera un tanto desdeñosa y tierna de tratarla.
Cuando todos, después de quitarse los abrigos y de arreglarse, salieron a tomar el té, María Dmítrievna los abrazó.
–Me alegro profundamente de veros y de que estéis en mi casa– dijo, y lanzó una mirada significativa a Natasha. —¡Ya era hora! El viejo está aquí y esperan al hijo de un día a otro. Es preciso, preciso, que lo conozcáis. Bueno, ya hablaremos de eso– y miró a Sonia como dando a entender que no quería hablar “de eso” delante de ella. —Ahora, escucha– esta vez, se dirigía al conde: —¿Qué piensas hacer mañana? ¿A quién llamarás? ¿A Shinshin?– y dobló un dedo. —A la llorona de Anna Mijáilovna, dos. Está aquí con su hijo. ¡Borís se casa! También hay que llamar a Bezújov... digo; está aquí con su mujer, él escapa de ella y ella sale corriendo detrás de él; el miércoles comió conmigo. Y en cuanto a éstas– se volvió a las señoritas, —mañana las llevaré a la Virgen de Iverisk y después iremos a Aubert-Chalmet. Porque lo haréis todo nuevo, ¿verdad? No os fijéis en cómo visto yo; ahora las mangas se llevan así. Hace poco vino a casa la princesa Irina Vasílievna, la joven. Se diría que llevaba un tonel en cada brazo. La moda cambia cada día. Bueno, ¿y qué tal marchan tus asuntos?– preguntó severamente al conde.
–Se me ha juntado todo– respondió el conde. —Comprar los trapos y tengo, además, un comprador para la hacienda y la casa. Si me lo permite, aprovecharé un día para ir a Márinskoie y le dejaré aquí a mis niñas.
–¡Muy bien, muy bien! Conmigo estarán tan seguras como en el Consejo de Tutela. Las llevaré donde sea preciso, las regañaré y las mimaré– dijo María Dmítrievna, acariciando las mejillas de su favorita y ahijada, Natasha.
A la mañana siguiente María Dmítrievna llevó a las jóvenes a la Virgen de Iverisk y a Mme Aubert-Chalmet, que tenía tanto miedo a María Dmítrievna que le vendía siempre los vestidos a pérdida, con tal de librarse de ella lo antes posible. María Dmítrievna encargó casi todo el ajuar. De vuelta a casa, echó a todos de la sala, excepto a Natasha, e hizo que su predilecta se sentara a su lado.
–Bueno, ahora hablemos. Te felicito por el novio. ¡Has conquistado a un hombre de valía! Me siento feliz por ti; a él lo conozco desde que era así– y puso la mano a unos setenta centímetros del suelo. Natasha, ruborizada, sonreía feliz. —Lo quiero y quiero a toda su familia. Ahora, escúchame: ya sabes que el viejo príncipe Nikolái no desea que su hijo se case; es un hombre autoritario. Sin duda, el príncipe Andréi ya no es un niño y puede prescindir de su consentimiento. Pero entrar en esa familia contra la voluntad del padre no está bien. Es menester que todo suceda en paz y en amor; Tú eres inteligente y procederás como es debido: con dulzura e inteligencia; así, todo resultará bien.
Natasha guardaba silencio —por timidez, pensaba María Dmítrievna—; en realidad le disgustaba que se entrometieran en su amor al príncipe Andréi, que le parecía algo especial, diferente de las otras cosas humanas, difícil de comprender para los demás. Amaba y conocía al príncipe Andréi. Él también la amaba y uno de aquellos días iba a llegar para casarse con ella. Eso era todo lo que necesitaba y nada más.
–Sabes, lo conozco desde hace tiempo, y quiero a Máshenka, tu futura cuñada. Las cuñadas son liosas, pero ésta no haría daño ni a una mosca. Me ha dicho que te quiere conocer... mañana irás a su casa con tu padre. Sé cariñosa. Eres más joven que la princesa María... Cuando tu prometido llegue, habrás conocido a su hermana y a su padre, y te querrán ya de veras. Estás de acuerdo, ¿verdad? ¿No es eso lo mejor?
–Sí, es lo mejor– respondió Natasha con desgana.
VII
Al día siguiente, de acuerdo con el consejo de María Dmítrievna, el conde Iliá Andréievich y Natasha se dirigieron a la casa del príncipe Nikolái Andréievich. Al conde no le hacía mucha gracia esa visita; en el fondo tenía miedo al príncipe. La última entrevista que había tenido con él durante las levas de soldados, cuando al invitarlo a comer el príncipe le administró una severa reprimenda por no haber enviado cierto número de hombres, estaba aún viva en su memoria.
En cambio, Natasha, que vestía sus mejores galas, gozaba de excelente humor. "Es imposible que no me quieran —pensaba—; todos me han querido siempre y yo estoy dispuesta a hacer todo cuanto deseen, a quererlos, a él porque es su padre y a ella porque es su hermana, así que no tendrán motivo alguno para no quererme."
Llegaron a la vieja y sombría mansión en Vozendvízhenka y entraron en el vestíbulo.
–¡Que Dios nos bendiga!– dijo el conde, medio en broma y medio en serio.
Pero Natasha notó que su padre se daba prisa en entrar y preguntaba en voz baja y tímidamente si el príncipe y su hija estaban en casa. Cuando se anunció su llegada, entre los criados hubo cierta turbación; el lacayo que se apresuraba a ir para anunciarlos fue detenido por otro en la sala y cambiaron algunas palabras a media voz. Una doncella llegó presurosa a la sala y dijo algo con prisas, nombrando a la princesa; por último apareció un viejo mayordomo, quien, con rostro severo, informó a los Rostov de que el príncipe no podía recibirlos, pero que la princesa les rogaba que pasaran a verla. Mademoiselle Bourienne fue la primera en salir al encuentro de Natasha y su padre. Los saludó con especial cortesía y los acompañó hasta donde estaba la princesa, quien, muy agitada, con el rostro turbado y cubierto de manchas rojas, avanzó pesadamente hacia los recién llegados, tratando en vano de parecer tranquila y cordial. Desde el primer momento Natasha no agradó a la princesa María: le pareció demasiado bien vestida, frívola y vanidosa. No era consciente de que, aun antes de haberla visto, estaba mal dispuesta hacia ella por un sentimiento de envidia involuntaria por su belleza, juventud y felicidad y sentía celos por el amor de su hermano. Además de ese invencible sentimiento de antipatía, en aquel instante la princesa María estaba alterada porque, al saber la llegada de los Rostov, el príncipe había gritado que no quería nada con ellos y que la princesa podía recibirlos, si quería, pero que no entraran en sus habitaciones. La princesa María se decidió a recibirlos, pero a cada momento temía que el príncipe hiciera alguna de las suyas, puesto que la llegada de Natasha y el conde lo había desasosegado grandemente.
–Querida princesa, aquí le traigo a mi cantarina– dijo el conde, saludando y mirando inquieto en derredor; como si temiera la entrada del viejo príncipe. —¡Estoy tan contento de que ya se conozcan...! ¡Es una pena, una verdadera pena que el príncipe esté delicado!
Y tras algunas otras frases sin importancia, se puso en pie de nuevo.
–Si me lo permite, princesa, dejaré aquí a Natasha un cuarto de hora. Voy a dos pasos de aquí, a la plaza Sobáchkaia, a casa de Anna Semiónovna; después pasaré a recogerla.
Iliá Andréievich había ideado aquella astucia diplomática a fin de proporcionar a la futura cuñada de su hija una ocasión para hablar con ella (como explicó después a Natasha) y evitar la ocasión de encontrarse con el príncipe, a quien temía. No dijo eso a su hija, pero Natasha comprendió el temor y la inquietud de su padre y se ruborizó por él, y, más enfadada todavía por haberse ruborizado, fijó una mirada atrevida y provocadora —que parecía decir que ella no tenía miedo a nadie– en la princesa, quien decía al conde que estaba muy contenta y le rogaba que permaneciera durante mucho tiempo con Anna Semiónovna. Iliá Andréievich salió.
Mademoiselle Bourienne no se retiraba a pesar de las inquietas miradas de la princesa María, que deseaba hablar a solas con Natasha y mantenía la conversación sobre los atractivos de Moscú y sus teatros. Natasha estaba ofendida por la confusión producida en el vestíbulo, la inquietud de su padre y el tono forzado de la princesa, que —según ella– parecía concederle una gracia recibiéndola. Por esa causa todo le era desagradable. No le gustó la princesa María: la encontraba muy fea, afectada y seca. De pronto Natasha se encogió moralmente y, sin darse cuenta, adoptó un tono negligente que la alejaba aún más de la princesa María. A los cinco minutos de conversación penosa y forzada se oyeron unos pasos rápidos, amortiguados por las pantuflas. El rostro de la princesa María palideció de miedo, la puerta de la sala se abrió de golpe y apareció el príncipe con el gorro blanco de dormir y el batín.
–¡Ah, señorita!...– dijo. —Señorita... la condesa Rostova si no me engaño... Le pido excusas... perdóneme..., no sabía... Dios es testigo de que ignoraba que nos había honrado con su visita. ¡Entré así vestido para ver a mi hija!... Perdóneme... sabe Dios que lo ignoraba– repetía falsamente, acentuando la palabra Dios y con un tono de voz tan desagradable que la princesa María, con los ojos bajos, no se atrevía a mirar ni a su padre ni a Natasha.
Natasha, que se había levantado y hacía la reverencia, tampoco sabía qué hacer. Sólo mademoiselle Bourienne sonreía agradablemente.
–Le ruego que me excuse, se lo ruego. Dios es testigo de que no lo sabía– gruñó el viejo, que se retiró después de examinar a Natasha de pies a cabeza.
Mademoiselle Bourienne fue la primera en reaccionar después de la aparición del viejo y se refirió a la mala salud del príncipe. Natasha y la princesa se miraban en silencio, y cuanto más se contemplaban así, sin expresar lo que deberían decirse, mayor era la antipatía que sentían la una por la otra.
Cuando volvió el conde, Natasha mostró sin disimulo su alegría, hasta parecer descortés, y se dio prisa por marchar.
En aquel momento casi odiaba a esa vieja y seca princesa, capaz de ponerla en tan penosa situación y tenerla media hora sin decirle nada del príncipe Andréi. "No podía ser yo la primera en hablar de él delante de esa francesa, pensaba Natasha. Y, mientras tanto, esos mismos pensamientos atormentaban a la princesa María. Sabía lo que debía decirle, pero no podía hacerlo, y no podía por la presencia de mademoiselle Bourienne y porque, sin saber la razón, le resultaba penoso hablar de aquel matrimonio. Cuando el conde hubo salido, la princesa María se acercó con paso rápido a Natasha, tomó sus manos y le dijo suspirando profundamente:
–Espere, necesito...
Natasha miraba a la princesa con aire burlón, cuyo motivo ni ella comprendía.
–Querida Natalie, quiero decirle que me alegro mucho de que mi hermano haya encontrado la felicidad...– la princesa se detuvo, dándose cuenta de que mentía.
Natasha notó su vacilación y adivinó la causa.
–Creo, princesa, que no es oportuno hablar ahora de eso– dijo con aparente dignidad y frialdad mientras las lágrimas afluían a su garganta.
“¿Qué he dicho? ¿Qué he hecho?”, pensó en cuanto estuvo fuera de la casa.
Aquel día esperaron a Natasha durante mucho tiempo para comer. Se quedó en su habitación y sollozaba como una niña. Sonia estaba a su lado y la besaba en la cabeza.
–¿Por qué lloras, Natasha?– decía. —¿Qué te importan ellos? Todo pasará, querida.
–Si supieses lo doloroso que es... como si yo...
–No digas eso, Natasha, tú no tienes la culpa. Entonces, ¿por qué te preocupas así? Bésame.
Natasha levantó la cabeza, besó a su amiga en los labios y apoyó en su hombro el rostro lleno de lágrimas.
–No sé cómo decirlo..., nadie tiene la culpa. La culpable soy yo– dijo. —¡Me duele tanto! ¡Oh! ¿Por qué no viene él?...
Cuando salió a comer tenía los ojos enrojecidos. María Dmítrievna, que sabía cómo había recibido el príncipe a los Rostov, fingió no darse cuenta del disgusto de Natasha y todo el tiempo bromeó en voz alta con el conde y los demás comensales.
VIII
Aquella noche los Rostov fueron a la Ópera, donde María Dmítrievna les había conseguido un palco.
Natasha no deseaba ir, pero no podía rechazar la gentileza de María Dmítrievna, hecha pensando exclusivamente en ella. Cuando, vestida, entró en la sala para esperar a su padre, se miró en el espejo, se vio muy bella y se sintió más triste todavía, pero con una tristeza lánguida y amorosa.
“Dios mío, si él estuviese aquí, ya no sería como era antes, tonta, tímida, sino que lo abrazaría de un modo nuevo, me apretaría contra él, lo obligaría a mirarme con sus ojos inquisitivos y curiosos, con los que tantas veces me ha mirado, y después lo obligaría a reírse como reía entonces. ¡Cómo veo sus ojos! —pensaba Natasha—. ¿Qué tengo yo que ver con su padre y su hermana? Lo amo a él solo, a él... su rostro, su mirada, su sonrisa de hombre y niño... al mismo tiempo. No, es mejor no pensar: no pensar en nada. Olvidar, olvidarlo todo por el momento. No soportaré más esta espera. Ahora mismo voy a llorar —y se apartó del espejo, haciendo un esfuerzo para contener las lágrimas—. ¿Cómo puede Sonia amar a Nikolái de una manera tan igual y apacible, esperando tanto tiempo con semejante paciencia? —pensó, al ver que Sonia entraba, también engalanada y con un abanico en la mano—. No, ella es totalmente distinta. ¡Yo no puedo!”
Natasha se sentía tan enternecida y lánguida que amar y saberse amada era poco para ella; necesitaba abrazar ahora mismo al hombre amado, decir y oír de sus labios las palabras amorosas que llenaban su corazón. Mientras iba en el coche al lado de su padre y contemplaba pensativa los reflejos de los faroles que desfilaban tras los vidrios cubiertos de hielo, se sintió aún más enamorada y triste, llegó a olvidar con quién estaba y adonde se dirigían. El coche de los Rostov entró en la hilera de vehículos y se acercó lentamente al teatro, entre el crujido de las ruedas sobre la nieve helada. Natasha y Sonia descendieron ágilmente, recogiendo sus faldas; el conde salió ayudado de los criados y, entre las señoras y señores que entraban y los vendedores de programas, los tres se dirigieron al pasillo de los palcos del patio de butacas. Detrás de la puerta entornada se oía ya la música.
–Nathalie, vos cheveux 321– murmuró Sonia.
Un acomodador se deslizó rápido entre las damas y abrió la puerta del palco. Se oyó la música más próxima: las filas de palcos iluminados aparecieron resplandeciendo de señoras con los brazos y los hombros desnudos; el patio de butacas brillaba de uniformes. La señora del palco vecino miró a Natasha con envidia muy femenina. El telón no se había levantado aún; sonaba la obertura. Natasha, componiéndose el vestido, entró con Sonia y se sentó mirando hacia las filas iluminadas de los palcos de enfrente. De un modo agradable y desagradable a un tiempo la dominó la sensación —hacía tiempo no sentida– de que muchos ojos estaban mirando sus brazos y su escote desnudos, lo que suscitó en ella un tumulto de recuerdos, deseos y emociones.
Natasha y Sonia, ambas encantadoras, y el conde Iliá Andréievich, a quien desde hacía tiempo no se veía en Moscú, atrajeron la atención general. Todos sabían, además, algo del compromiso de Natasha con el príncipe Andréi, sabían que desde entonces los Rostov vivían en el campo; y ésta era la causa de que miraran con mayor curiosidad a la prometida de uno de los mejores partidos de Rusia.
Natasha había embellecido en el campo —como decían todos—, y aquella noche, a causa de la emoción, estaba especialmente atractiva. Llamaba la atención sobre todo por su plenitud de vida y hermosura, unida a la indiferencia hacia cuanto la rodeaba. Sus ojos negros miraban a la gente sin buscar a nadie; su delicado brazo, desnudo por encima del codo, se apoyaba en la barandilla de terciopelo, y su mano se abría y cerraba inconscientemente siguiendo el compás de la obertura y arrugando entre los dedos el programa.
–Mira, ahí está Alénina con su madre– dijo Sonia.
–¡Dios mío! Mijaíl Kirilich ha engordado más aún– observó el conde.
–¡Fíjate qué toca lleva nuestra Anna Mijáilovna!
–También están las Karáguina; Julie y Borís, se ve en seguida que son novios.
–Drubetskói ha pedido su mano, acabo de enterarme – dijo Shinshin, que entraba en el palco.
Natasha volvió los ojos en la dirección que miraba su padre y vio a Julie con un espléndido collar de perlas en torno a su rojo cuello (muy empolvado, como Natasha sabía), sentada con aire feliz junto a su madre.
Detrás de ellas, con el oído pegado a los labios de Julie, aparecía la bella y bien peinada cabeza de Borís. Miraba de reojo el palco de Rostov y, sonriendo, decía algo a su prometida.
"Hablan de nosotras; de mí sobre todo —pensó Natasha—. Y seguramente está aplacando los celos de su novia. Pues se preocupa sin motivo. ¡Si supiesen lo poco que me importan!”
Anna Mijáilovna, con toca verde, el rostro feliz y festivo, sumisa siempre a la voluntad de Dios, estaba sentada detrás de los jóvenes. En su palco reinaba esa atmósfera de noviazgo, que tan bien conocía Natasha y tanto le gustaba. Volvió la cabeza y, de pronto, surgió de nuevo ante ella toda la humillación sufrida durante la visita de la mañana.
"¿Qué derecho tiene a negarme la entrada en su familia? ¡Oh! Es mejor no pensar en eso hasta la vuelta de Andréi”, dijo, y se puso a mirar los rostros conocidos y desconocidos del patio de butacas. Delante de la orquesta, en el centro mismo estaba Dólojov, de espaldas al escenario, con sus rizados y abundantes cabellos peinados hacia atrás. Vestía un traje persa y atraía las miradas de toda la sala, pese a lo cual lo veía desenvuelto e indiferente, como si estuviera en su casa. Lo rodeaban los jóvenes más distinguidos de Moscú, que él evidentemente dirigía.