Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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A pesar de que en San Petersburgo había sentido enfado hacia Natasha por haber apartado a Borís de su lado, ahora no pensaba siquiera en ello y, con toda su alma, a su modo, deseaba el bien de Natasha. Al salir de la casa llamó aparte a su protegée.
–Ayer comió en casa mi hermano; nos moríamos de risa viéndolo: no come nada y no hace otra cosa que suspirar por usted, ma chère. Il est fou, mais amoureux fou de vous. 328
Natasha enrojeció intensamente al oír esas palabras.
–Ma délicieuse! Cómo se ruboriza– dijo Elena. —Venga sin falta. Si vous aimez quelqu'un, ma délicieuse, ce n'est pas une raison pour se cloîtrer. Si même vous êtes promise je suis sûre que votre promis aurait désiré que vous alliez dans le monde en son absence plutôt que de dépérir d'ennui. 329
"Sabe, pues, que estoy prometida, es decir, que ha hablado de eso con su marido, con Pierre, que es tan justo —pensó Natasha—. Habrán hablado y se habrán reído. Es decir, que no tiene importancia.” Y de nuevo, bajo la influencia de Elena, lo que antes le parecía terrible ahora se volvió sencillo y natural. “Y ella, tan grande dame y tan agradable, me quiere de veras. ¿Por qué no voy a divertirme, siguió pensando, mirando a Elena con los ojos muy abiertos.
María Dmítrievna volvió a la hora de la comida, taciturna y seria; era evidente que había sufrido una derrota en casa del príncipe Bolkonski. Estaba demasiado alterada después del choque para contar lo ocurrido con tranquilidad. A las preguntas del conde, replicó que todo había ido bien y que se lo contaría al día siguiente. Cuando supo la visita de la condesa Bezújov y su invitación, María Dmítrievna dijo:
–No me gusta la amistad de la Bezújov y no te la aconsejo; pero si lo has prometido– y se volvió a Natasha, —ve, distráete.
XIII
El conde Iliá Andréievich llevó a las dos jóvenes a casa de la condesa Bezújov. Había bastante gente reunida, pero Natasha no conocía a casi nadie. El conde Iliá Andréievich advirtió con disgusto que casi todos eran personas conocidas por su libertad de costumbres. Mademoiselle Georges, rodeada de un grupo de jóvenes, estaba en un rincón de la sala. Había algunos franceses, y entre ellos Métivier, que desde la llegada de Elena era íntimo de la casa. El conde Iliá Andréievich decidió no jugar a las cartas, para no separarse de su hija y de Sonia, y marchar en cuanto terminara el recital de Georges.
Anatole rondaba la entrada, esperando sin duda a los Rostov. Saludó inmediatamente al conde, se acercó a Natasha y la siguió. En cuanto Natasha lo vio le asaltó la orgullosa satisfacción de gustarle y miedo por la ausencia de barreras morales entre ellos. Elena acogió cariñosamente a Natasha, con grandes alabanzas en voz alta para ella y su vestido. Poco después, mademoiselle Georges se retiró para vestirse. Se colocaron convenientemente las sillas y todos tomaron asiento. Anatole acercó una silla a Natasha y quiso sentarse a su lado, pero el conde, que no separaba los ojos de su hija, se acomodó al lado de ella. Anatole se colocó detrás.
Mademoiselle Georges, con sus gruesos brazos desnudos con hoyuelos y un chal rojo sobre un hombro, avanzó hacia el espacio libre dejado para ella entre las sillas y se detuvo con estudiada postura. Se oyeron susurros de admiración.
Mademoiselle Georges, con aire severo y sombrío, miró al público y comenzó a recitar en francés unos versos que se referían al amor criminal de una madre por su hijo. Al llegar a ciertos pasajes, alzaba la voz; en otras ocasiones, susurraba, irguiendo triunfalmente la cabeza, y en otras se detenía y respiraba fatigada, desorbitados los ojos.
–Adorable, divin, délicieux!– se oía por todas partes.
Natasha miraba a la gruesa mademoiselle Georges y no oía, ni veía, ni comprendía nada de cuanto pasaba ante ella.
Sentía tan sólo que estaba apresada de nuevo, irremisiblemente, en aquel mundo extraño, demente, tan distinto del que conocía hasta entonces, donde no se distinguía el bien del mal, lo razonable de lo insensato. Detrás de ella estaba Anatole, y sintiéndolo tan próximo, asustada, esperaba algo.
Concluido el primer monólogo, se levantaron todos y rodearon a mademoiselle Georges para expresarle su entusiasmo.
–¡Qué hermosa es!– dijo Natasha a su padre, que, como los demás, se había puesto en pie y se acercaba a la artista.
–No me lo parece, cuando la miro a usted– dijo Anatole, que seguía a Natasha. Y lo dijo en un instante cuando solo ella podía oírlo. —Es usted fascinante... desde que la vi no he cesado de...
–Vámonos, vámonos, Natasha– dijo el conde, volviendo en busca de su hija. —¡Qué bella es!
Natasha, sin oír nada, se acercó a su padre y lo miró con ojos asombrados e interrogantes.
Después de recitar otros monólogos, mademoiselle Georges se fue y la condesa pidió a sus huéspedes que pasaran a otra sala.
El conde Iliá Andréievich quería retirarse, pero Elena le suplicó que no echara a perder su improvisado baile. Los Rostov se quedaron. Anatole invitó a Natasha para el vals y, mientras bailaban, estrechaba su talle, la mano, le decía que era ravissantey que la amaba. También bailó Natasha la escocesa con Kuraguin; cuando permanecieron solos Anatole no decía nada, limitándose a mirarla. Natasha se preguntaba si no sería un sueño lo que había dicho Anatole durante el vals. Al terminar la primera figura de la escocesa, de nuevo apretó su mano. Natasha, asustada, levantó hacia él los ojos, pero en la dulce mirada y en la sonrisa de Anatole había tanta ternura y aplomo que no se decidía a decir lo que deseaba y volvió a bajar la vista.
–No me diga eso; estoy prometida y amo a otro– acabó diciendo con mucha prisa.
Después lo miró de nuevo; pero Anatole no estaba turbado ni entristecido por lo que acababa de oír.
–¡No me hable de eso! ¡Qué me importa!– dijo él. —Estoy locamente enamorado, locamente. ¿Tengo yo la culpa de que sea usted encantadora? Ahora le toca comenzar a usted.
Natasha, animada e inquieta, con los ojos muy abiertos y asustados, miraba en derredor, y parecía más alegre que de costumbre. No comprendía casi nada de lo que estaba ocurriendo. Bailaron la escocesa y la polca; su padre quiso marcharse otra vez, y ella le rogó que se quedaran un poco más. Dondequiera que estuviese, con quienquiera que hablase, siempre sentía su mirada. Después recordó que había pedido permiso a su padre para ir al tocador y arreglarse el traje; que Elena la había seguido y que, riendo, le había hablado del amor de su hermano; que, en un pequeño salón de paso, encontró de nuevo a Kuraguin; que Elena desapareció y que él, tomando su mano, había dicho:
–No puedo ir a su casa, pero ¿es posible que nunca más la vuelva a ver? La amo con locura... ¿Es posible que nunca...?– y mientras hablaba, cerrándole el paso, acercaba su rostro al de Natasha.
Los grandes y brillantes ojos varoniles estaban tan cerca de los suyos que Natasha no veía otra cosa.
–¡Nathalie!– preguntó en un susurro su voz y alguien apretó dolorosamente su mano. —¡Nathalie!
“No comprendo... no tengo nada que decirle”, contestó la mirada de Natasha.
Unos labios ardientes se posaron en sus labios y en aquel instante se sintió libre de nuevo; en la salita hubo un ruido de pasos y se oyó el rumor del vestido de Elena. Natasha miró a Elena; después, roja y temblorosa, miró a Anatole con aire asustado y se dirigió hacia la puerta.
–Un mot, un seul, au nom de Dieu 330– decía Anatole.
Natasha se detuvo. ¡Le era tan necesario escuchar esa palabra que pudiera explicarle todo lo ocurrido y a la que ella habría contestado!
–Nathalie, un mot, un seul– repetía Anatole, sin saber cómo seguir; y lo repitió hasta que Elena estuvo a su lado. Elena volvió a la sala con Natasha. Los Rostov se fueron sin quedarse a cenar.
Natasha no pudo conciliar el sueño en toda la noche. La atormentaba un problema insoluble: ¿amaba a Anatole o al príncipe Andréi? Amaba al príncipe; recordaba muy a lo vivo cómo lo había amado, pero también quería a Kuraguin, eso era indudable. “De otro modo, ¿cómo podía haber ocurrido lo que sucedió? —pensaba—. Si, después de todo, al despedirme he podido responder a su sonrisa con la mía, si he podido llegar a eso, es que lo he amado desde el principio. Es bueno, noble, apuesto; no podía dejar de amarlo. ¿Y qué hacer, cuando lo amo a él y amo al otro?", se repetía, sin encontrar solución a esas terribles preguntas.
XIV
Llegó la mañana con sus preocupaciones y quehaceres. Todos se levantaron, empezaron sus faenas y sus charlas. De nuevo acudieron las modistas. María Dmítrievna salió y llamaron para el té. Natasha, con los ojos muy abiertos, como si quisiera captar cualquier mirada fija en ella, observaba inquieta a los demás y trataba de aparecer con la naturalidad de siempre.
Después del desayuno María Dmítrievna (era aquél su mejor momento) se acomodó en su butaca y llamó a Natasha y al viejo conde.
–Bueno, amigos míos; he reflexionado sobre todo este asunto y os voy a dar mi consejo– comenzó. —Ayer, como sabéis, estuve con el príncipe Nikolái y hablé con él... Se puso a gritar, pero a mí no me arredran los gritos. ¡Le dije todo lo que había que decirle!
–¿Y él qué?– preguntó el conde.
–¿Él? No quiere saber nada. Pero a qué hablar. Ya hemos atormentado bastante a esta pobrecilla. Mi consejo es que resolváis vuestros asuntos y os volváis a Otrádnoie... para esperar allí los acontecimientos...
–¡Oh, no!– exclamó Natasha.
–Sí, hay que marcharse y esperar allí. Si el novio llega ahora, los disgustos son seguros. Que él se las entienda a solas con el viejo; luego podrá ir a vuestra casa.
Iliá Andréievich aprobó el consejo, cuya sensatez comprendió en seguida. Si el viejo se amansaba, siempre habría tiempo de ir a verlo a Moscú o a Lisie-Gori; si no, si el matrimonio tenía que hacerse contra su voluntad, no habría más remedio que celebrarlo en Otrádnoie.
–Me parece un consejo excelente– dijo. —Lo que siento es haber ido a su casa y haber llevado a mi hija.
–No, no. ¿Por qué sentirlo? Estando él aquí no podía hacerse otra cosa: era cuestión de cortesía. Pero si él no quiere, eso es cosa suya– y diciendo eso, María Dmítrievna buscaba algo en su bolso. —El ajuar está listo y no hay que esperar más. Lo que no esté dispuesto ahora os lo mandaré a Otrádnoie. Lo siento mucho, pero creo que es lo mejor, y que Dios os acompañe.
Encontró lo que buscaba en el bolso y se lo entregó a Natasha.
Era una carta de la princesa María.
–Te escribe– dijo. —Sufre mucho la pobrecilla, tiene miedo de que tú pienses que no te quiere.
–¡Claro que no me quiere!– exclamó Natasha.
–¡No digas tonterías!– repuso María Dmítrievna.
–Nadie me convencerá de ello. Sé que no me quiere– afirmó rotundamente Natasha, cogiendo la carta. En su rostro había una resolución fría y rencorosa que obligó a María Dmítrievna a mirarla fijamente con el ceño fruncido.
–No hables así, chiquilla– dijo. —Lo que te digo es verdad. Contesta a la carta.
Natasha, sin responder, se fue a su habitación para leer la carta. La princesa escribía que estaba desolada por el malentendido que tuvo lugar, le rogaba que creyese —al margen de los sentimientos de su padre– que ella no podía no quererla puesto que había sido elegida por su hermano, por cuya felicidad estaba dispuesta a sacrificarlo todo.
“Por lo demás —escribía—, no crea que mi padre está mal dispuesto hacia usted. Es un hombre viejo y enfermo y hay que perdonarlo; pero también es bueno, generoso y querrá a la persona que haga feliz a su hijo.” La princesa María rogaba por último a Natasha que fijara el día para otra entrevista.
Después de leer la carta Natasha se sentó con ánimo de contestar:
“Chère princesse” —escribió rápida, mecánicamente; y se detuvo. ¿Qué podía decir después de lo ocurrido el día anterior? Sí, las cosas eran antes así, pero todo cambió —pensaba ante el pliego en blanco—. “¿Debo renunciar a él? ¿Es realmente necesario? ¡Esto es horrible!...” Y para olvidar tan terribles pensamientos fue en busca de Sonia y se dedicó a escoger con ella unos bordados.
Después de comer Natasha volvió a su habitación y tomó de nuevo la carta de la princesa María. “Así pues, ¿todo ha terminado ya? —pensó—. ¿Es posible que todo haya ido tan de prisa, destruyendo lo que antes había?” Recordó con fuerza su amor por el príncipe Andréi, pero sentía al mismo tiempo que amaba a Kuraguin. Se imaginaba ya esposa del príncipe Andréi; se representaba la escena, tantas veces repetida en su memoria, de su felicidad con él y, al mismo tiempo, enfebrecida e inquieta, repasaba los detalles de su encuentro, el día anterior, con Anatole.
“¿Por qué no pueden existir al mismo tiempo? —pensaba a veces en plena confusión mental—. Sólo entonces sería del todo feliz; ahora debo elegir, pero sin cualquiera de ellos no puedo ser dichosa. Es imposible contar al príncipe Andréi lo ocurrido, y ocultárselo es igualmente imposible... Y con el otro nada se ha perdido. ¿Es necesario renunciar para siempre a la felicidad del amor con el príncipe Andréi, de la que he vivido tanto tiempo?”
–Señorita– susurró una doncella que entraba con aire misterioso en su habitación, —un hombre me ordena que se la entregue– y tendió una carta. —Pero en nombre de Cristo...– prosiguió, mientras Natasha rompía mecánicamente el lacre y leía la apasionada carta de Anatole, de la que nada entendía, salvo que estaba escrita por el hombre amado. Sí, lo amaba; de otra manera, ¿cómo podía suceder lo que había ocurrido? ¿Cómo era posible que tuviera en sus manos una carta de él?
Natasha sostenía con manos temblorosas el apasionado papel escrito por Dólojov para Anatole y, al leerlo, hallaba en él como un eco de todo lo que creía sentir. La carta empezaba así:
“Desde ayer está decidida mi suerte. Ser amado por usted o morir; no hay para mí otra salida.” Seguía diciendo que los padres de Natasha no permitirían que se casara con él por ciertas causas misteriosas que podía explicarle a ella sola, pero que si ella lo amaba, bastaría con que dijera sí y no habría fuerza humana capaz de impedir su felicidad; el amor lo vencería todo. Él la raptaría y la llevaría consigo al otro confín del mundo.
“Sí, sí lo amo", pensaba Natasha, releyendo la carta por vigésima vez, buscando en cada palabra un sentido recóndito y profundo.
Aquella tarde, María Dmítrievna fue a casa de los Arjárov e invitó a las jóvenes a que la acompañaran. Natasha, con el pretexto de una jaqueca, se quedó en casa.
XV
Cuando, ya de noche, Sonia entró en la habitación de Natasha, le extrañó encontrarla durmiendo vestida en un diván. A su lado, en la mesa, estaba la carta de Anatole. Sonia la tomó en sus manos y la leyó.
Leía y miraba a Natasha, dormida, buscando en su rostro la explicación de lo que estaba leyendo sin conseguir hallarla. El rostro de Natasha era sereno, dulce y feliz. Pálida y temblorosa de miedo y emoción, Sonia se llevó las manos al pecho a punto de ahogarse y se dejó caer en una silla, rompiendo a llorar.
“¿Cómo no he visto nada? ¿Cómo han podido ir tan lejos las cosas? ¿Será posible que haya dejado de amar al príncipe Andréi? ¿Y cómo ha podido permitir eso a Kuraguin? Es falso y malvado, eso es evidente. ¿Qué va a ser de Nikolái? ¿Qué dirá él, tan bueno y tan noble, cuando lo sepa? Esto es lo que significaba su cara trastornada, poco espontánea y resuelta a todo de anteayer, de ayer y de hoy —pensaba Sonia—. ¡No es posible que ella lo ame! Tal vez haya abierto la carta sin saber de quién era. Seguramente se ha ofendido. No puede hacer semejante cosa."
Sonia se enjugó las lágrimas, se acercó a Natasha y contempló una vez más su rostro.
–¡Natasha!– murmuró.
Natasha se despertó y vio a Sonia.
–¡Ah! ¿Ya has vuelto?– y con esa ternura que se produce al despertar; abrazó a su amiga. Pero en seguida notó la confusión de Sonia, y también su rostro reflejó confusión y desconfianza.
–Sonia, ¿has leído la carta?– preguntó.
–Sí– murmuró Sonia.
Natasha sonrió triunfalmente.
–Sonia, no puedo callarlo por más tiempo– dijo. —No puedo ocultártelo. Ya lo sabes, Sonia; nos amamos... Sonia, querida, él me escribe... Sonia...
Sonia, como si no pudiese creer lo que oía, miraba a Natasha con los ojos muy abiertos.
–¿Y Bolkonski?– preguntó.
–¡Oh! ¡Sonia, si supieses lo feliz que soy! ¡Tú no sabes lo que es el amor!
–Pero, Natasha, ¿es que lo otroha terminado del todo?
Natasha abrió los ojos, mirando a su amiga como si no la entendiera.
–¿Rompes con el príncipe Andréi?– preguntó Sonia.
–Ah, Sonia, no comprendes nada. No digas tonterías. Escucha– dijo contrariada Natasha.
–No puedo creerlo– repitió Sonia. —No comprendo cómo has podido amar a un hombre durante todo un año y de pronto... ¡Pero si no lo has visto más que tres veces! No puedo creerte, estás bromeando. En tres días olvidarlo todo y...
–¡Tres días!– dijo Natasha. —A mí me parece que lo amo desde hace cien años. Creo que no he amado a ningún hombre antes que a él. Tú no puedes comprenderlo, Sonia– y Natasha la besó, la abrazó. —Me habían dicho que eso puede ocurrir; tú también lo habrás oído. Pero tan sólo ahora siento un amor así. No es como antes. Nada más verlo sentí que era mi dueño y yo su esclava y que no podía dejar de amarlo. ¡Sí, su esclava! Haré lo que me ordene. Tú no lo comprendes. ¿Qué puedo hacer, Sonia?– decía Natasha con una cara feliz y asustada a un tiempo.
–Piensa en lo que haces. Yo no puedo dejar esto así. Esas cartas secretas... ¿Cómo lo has consentido?– replicó Sonia, con horror y repugnancia que a duras penas ocultaba.
–Te digo que no tengo voluntad. ¿Cómo no lo comprendes? ¡Lo amo!
–Pues yo no lo permitiré, lo voy a contar– exclamó Sonia dejando escapar las lágrimas.
–¡Qué dices, en nombre de Dios!... Si lo cuentas, eres mi enemiga– replicó Natasha. —Quieres mi desdicha, que nos separen...
Ante ese temor de Natasha, Sonia lloró de vergüenza y compasión por su amiga.
–Pero, ¿qué hubo entre vosotros?– preguntó. —¿Qué te ha dicho? ¿Por qué no viene a casa?
Natasha no contestó.
–En nombre de Dios, Sonia, no se lo digas a nadie, no me hagas sufrir– le rogó. —Comprende que nadie puede intervenir en estos asuntos. Te lo he contado...
–¿Por qué tanto misterio? ¿Por qué no viene a casa?– preguntaba Sonia. —¿Por qué no pide tu mano? El príncipe Andréi te dejó en completa libertad, así que... Pero yo no creo a ese hombre, Natasha. ¿Has pensado qué pueden significar esas causas secretas?
Natasha miró a Sonia con sorpresa. Era evidente que esa pregunta surgía ante ella por primera vez y no sabía qué contestar.
–No sé qué causas habrá, pero debe de haber alguna.
Sonia suspiró y movió la cabeza con desconfianza.
–Si hubiera motivos...– comenzó.
Pero Natasha, adivinando sus dudas, la interrumpió asustada.
–Sonia, no puedo dudar de él. ¡No puedo, no puedo! ¿Lo comprendes?– gritó.
–¿Te ama?
–¿Si me ama?– repitió Natasha con una sonrisa llena de piedad hacia la poca comprensión de su amiga. —¿No has leído esa carta? ¿No lo has visto?
–Pero ¿y si no es honrado?
—¿El?...¿Que no es honrado? ¡Si tú supieras!...– dijo Natasha.
–Si lo es, debe exponer sus intenciones o dejar de verte. Y si tú no quieres obligarlo a ello, lo haré yo. Le escribiré; se lo diré a papá– dijo resueltamente Sonia.
–¡Pero si no puedo vivir sin él!– gritó Natasha.
–No te entiendo, Natasha, ¿qué dices? Acuérdate de tu padre, de Nikolái.
–No necesito a nadie, no amo a nadie que no sea él. ¿Cómo te atreves a decir que no es honrado? ¿No sabes acaso que lo amo?– gritó. —¡Vete, Sonia! No quiero reñir contigo, vete, ¡vete de una vez! ¿No ves cómo sufro?– terminó Natasha ásperamente, con ira y desesperación.
Sonia, sollozando, salió corriendo de la estancia.
Natasha se acercó de nuevo a la mesa y, sin reflexionar un solo instante, escribió a la princesa María la respuesta que no había podido escribir toda la mañana. Se limitaba a decir que todos los malentendidos entre ellas habían concluido y que, aprovechando la magnanimidad del príncipe Andréi, que antes de partir al extranjero la había dejado en libertad, le rogaba que olvidara todo lo ocurrido, que la perdonara si era culpable de algo ante ella, pero que no podía ser la esposa del príncipe. En aquel momento todo le parecía muy fácil, sencillo y claro.
El viernes los Rostov debían regresar a Otrádnoie. El miércoles el conde marchó con el comprador a su finca de los alrededores de Moscú. Ese día Sonia y Natasha estaban invitadas a una comida de gala en casa de los Kuraguin, y María Dmítrievna las llevó.
En esa comida Natasha se vio de nuevo con Anatole, y Sonia observó que se hablaban a escondidas y que su amiga parecía más inquieta que antes. Cuando volvieron a casa se adelantó a dar a Sonia las explicaciones que ésta esperaba.
–Ya lo ves, Sonia: has dicho muchas tonterías sobre Anatole– comenzó, con voz dulce, como la que emplean los niños cuando quieren que los elogien. —Hemos tenido hoy una explicación.
–¿Y qué? ¿Qué te ha dicho? ¡Qué contenta estoy, Natasha, de que no te hayas enfadado conmigo! Dímelo todo, toda la verdad: ¿qué te ha dicho?
Natasha quedó pensativa.
–¡Oh, Sonia, si tú lo conocieras como yo! Me ha dicho... me ha preguntado por mi compromiso con Bolkonski. Y se alegró de que sólo de mí dependiera romper.
Sonia suspiró tristemente.
–Pero no has roto con Bolkonski, ¿verdad?– preguntó.
–Tal vez. Quizá lo haya hecho ya. Puede ser que todo haya terminado entre Bolkonski y yo. ¿Por qué piensas tan mal de mí?
–Yo no pienso nada, únicamente no entiendo...
–Escucha, Sonia: lo entenderás todo. Verás cómo es él. No pienses mal de mí ni de él.
–No pienso mal de nadie. Quiero y compadezco a todos, pero ¿qué debo hacer?
Sonia no cedía al tono dulce con que Natasha le hablaba. Cuanto más tierna era la expresión de Natasha, más severo y serio se volvía el rostro de Sonia.
–Natasha– dijo por fin, —me habías rogado que no te hablase de eso y no lo hice; ahora eres tú la que has empezado. Natasha, no puedo confiar en ese hombre. ¿Por qué tanto misterio?
–¡Otra vez!– interrumpió Natasha.
–Temo por ti.
–¿Qué es lo que temes?
–Que sea tu perdición– respondió Sonia con energía, asustada ella misma de sus palabras.
El rostro de Natasha volvió a expresar la cólera de antes.
–¡Me perderé! ¡Sí, me perderé, y cuanto antes será mejor! No es asunto vuestro. Las consecuencias las pagaré yo, y no vosotros; ¿qué os importa? ¡Déjame! ¡Déjame! ¡Te odio!
–¡Natasha!– exclamó Sonia asustada.
–¡Te odio! ¡Te odio! ¡Siempre serás mi enemiga!– y salió corriendo de la habitación.
Natasha no volvió a hablar con Sonia. La evitaba. Con la misma expresión de estupor y culpabilidad, iba de una habitación a otra, empezando ya una cosa, ya otra, y dejándolo todo al momento.
Sonia, aunque le resultara penoso en extremo, no la perdía de vista ni un momento.
La víspera de la vuelta del conde, Sonia notó que Natasha permanecía sentada toda la mañana junto a la ventana de la sala, como si esperara algo, y que hacía señas a un militar que pasaba en coche a quien Sonia tomó por Anatole.
Desde entonces observó con mayor atención a Natasha y la notó muy rara durante la comida y el resto de la tarde. Respondía desatinadamente a las preguntas, comenzaba frases que luego no concluía y se reía de todo.
Después del té Sonia sorprendió a una doncella que aguardaba indecisa a Natasha a la entrada de su habitación. La dejó pasar y, acercándose a la puerta, supo que era portadora de otra carta.
Entonces cayó en la cuenta de que Natasha debía estar maquinando algún horrible proyecto para aquella tarde. Llamó a la puerta, pero Natasha no la dejó entrar.
“Va a escaparse con él —pensó Sonia—. Es capaz de todo. Hoy tenía una expresión más lastimera y resuelta. Lloró al despedirse del tío. Sí, es cierto, está dispuesta a huir con él. ¿Qué voy a hacer yo, Dios mío? —y Sonia trataba de recordar todos los indicios que pudieran delatar el propósito de Natasha—. El conde no está. ¿Escribir a Kuraguin, pidiéndole explicaciones? ¿Pero quién puede obligarlo a responder? ¿Y si escribiera a Pierre, como me rogó el príncipe Andréi que hiciese en caso de desgracia? Pero tal vez Natasha haya roto su compromiso con Bolkonski (ayer envió una carta a la princesa María...). Si al menos estuviera el tiíto...”
Decírselo a María Dmítrievna, que tanta confianza tenía en Natasha, le parecía horrible.
“Pero, de cualquier manera —siguió pensando en el oscuro pasillo—, éste es el momento de demostrar que recuerdo los beneficios de esta familia y que amo a Nikolái. No me iré de aquí aunque tenga que pasar tres noches en vela. Impediré que salga, aunque tenga que emplear la fuerza. No permitiré que caiga esta vergüenza sobre su familia."
XVI
Anatole vivía últimamente con Dólojov. De éste era el plan del rapto de Natasha, y el proyecto debía realizarse precisamente el día en que Sonia se había quedado a la puerta con el decidido propósito de vigilar cuanto ocurriera. Natasha había prometido a Kuraguin reunirse con él a las diez en la entrada de servicio; Anatole debía conducirla en un trineo, preparado de antemano, hasta la aldea de Kámenka, a sesenta kilómetros de Moscú. Allí, un pope excomulgado los uniría en matrimonio. En Kámenka tomarían un coche hasta el camino de Varsovia, donde utilizarían la posta para huir al extranjero.
Kuraguin tenía el pasaporte, las hojas de ruta y contaba con diez mil rublos tomados a su hermana y otros diez mil conseguidos en préstamo por mediación de Dólojov.
En la antesala, tomando té, estaban dos testigos: uno de ellos era Jvóstikov, un ex funcionario a quien Dólojov utilizaba en sus asuntos del juego; el otro, Makarin, un húsar retirado, hombre bondadoso y débil, que sentía verdadera adoración por Kuraguin.
En su amplio despacho, adornado de tapices persas desde las paredes hasta el techo, pieles de oso y armas, Dólojov, en traje de viaje, estaba sentado ante el escritorio, donde había ábacos y varios fajos de billetes de banco. Anatole, con la guerrera desabrochada, iba de un lado a otro, desde la sala donde aguardaban los testigos hasta el despacho de Dólojov y la habitación siguiente, en la cual su ayuda de cámara francés y algunos otros criados terminaban de preparar el equipaje. Dólojov contaba el dinero y tomaba notas.
–Bueno, habrá que dar dos mil rublos a Jvóstikov– dijo.
–Pues dáselos– repuso Anatole.
–Makarka– así llamaba a Makarin —lo hará gratis, por ti sería capaz de echarse a una hoguera. Aquí tienes las cuentas– y le mostró sus notas. —¿Está bien?
–Sí, claro está– dijo Kuraguin, que evidentemente no escuchaba a Dólojov y miraba ante sí, sin dejar de sonreír.
Dólojov cerró el escritorio y se volvió hacia Anatole con burlona sonrisa.
–¿Sabes lo que te digo? Que lo dejes: todavía estás a tiempo.
–¡Imbécil!– exclamó Kuraguin. —No digas tonterías. Si tú supieras... ¡El diablo sabe lo que es esto!
–Te lo digo en serio– continuó Dólojov. —No lo hagas. No es una broma lo que te propones.
–Bueno, déjame; no me fastidies más. ¡Vete al diablo!– gritó irritado Anatole. —No estoy ahora para bromas estúpidas– y salió de la estancia.
–Espera– dijo. —No son bromas. Hablo en serio. Ven, ven aquí.
Anatole regresó y, tratando de concentrar la atención, miró a Dólojov; sometiéndose, sin querer, a su voluntad.
–Escucha, te hablo por última vez. ¿Por qué voy a gastar bromas contigo? ¿Acaso te he llevado la contraria? ¿Quién te lo ha preparado todo? ¿Quién te ha encontrado al pope? ¿Quién ha sacado el pasaporte? ¿Quién ha conseguido el dinero? Todo lo hice yo.
–Sí; te doy las gracias. ¿Crees que no te estoy agradecido?
Anatole suspiró y abrazó a Dólojov.
–Te he ayudado en todo; sin embargo, debo decirte la verdad: es un asunto peligroso; y bien pensado, una tontería. Supongamos que te la llevas contigo. ¿Es que van a quedar así las cosas? Se sabrá que ya estabas casado. Te llevarán a los tribunales...
–¡Bah, bah! ¡Tonterías!– lo interrumpió Anatole frunciendo el ceño. —¿No te lo he explicado ya? Y, con la peculiar obstinación de la gente torpe —cuando formulan una opinión propia—, repitió el razonamiento hecho por él, que había repetido cientos de veces a Dólojov.
–Te había dicho que si el matrimonio no es válido– dijo doblando un dedo, —yo, entonces, no soy responsable, pero si es válido, me da igual, nadie lo sabrá en el extranjero. ¿No es así?
–Déjalo, Anatole. No harás más que liarte...
–¡Vete al diablo!– dijo Anatole llevándose las manos a la cabeza; y pasó, furioso, a otra habitación.
Después volvió y se sentó en una butaca delante de Dólojov con las piernas recogidas.
–¡Ni el diablo sabe lo que es esto! Mira cómo late– tomó una mano de Dólojov y se la puso en el pecho. —Ah! quel pied, mon cher, quel regard! Une déesse! ¿Eh? 331
Dólojov se lo quedó mirando con fría sonrisa; sus ojos hermosos y desvergonzados lo miraban burlones. Era evidente que quería divertirse a costa de él.
–Bueno. Se te acabará el dinero, ¿y entonces, qué?
–¿Y entonces qué?– repitió Anatole con sincero asombro ante la idea de lo que podía suceder. —¿Y entonces qué? ¡Yo qué sé...! Pero no digas tonterías– y miró el reloj. —¡Ya es hora!– dijo. Se levantó de nuevo y pasó a la habitación interior: —¡Eh, vosotros!– gritó. —¡No perdáis más el tiempo!
Dólojov recogió el dinero, llamó a un criado, encargándole que preparase algo de comer y beber para el viaje, y entró en la habitación donde estaban Jvóstikov y Makarin.
Anatole se había echado en el diván del despacho apoyándose en la mano; sonreía pensativo y sus labios susurraban algo cariñoso.
–Ven a tomar un bocado, a beber algo– gritó Dólojov desde la otra habitación.
–No quiero– replicó Anatole, sin dejar de sonreír.
–Ven, ya llegó Balaga.
Anatole se levantó y pasó al comedor. Balaga era un conductor de troika muy conocido por su pericia. Dólojov y Kuraguin recurrían a él con frecuencia desde hacía seis años; muchas veces, cuando el regimiento de Anatole estaba en Tver, había salido con él de esa ciudad al atardecer y al amanecer estaban en Moscú y a la noche siguiente hacían el camino de vuelta. En otras ocasiones había salvado a Dólojov de persecuciones molestas. Más de una vez los había paseado por las calles con zíngaros y damiselas, como las llamaba Balaga. Y más de una vez, en sus correrías por Moscú, había atropellado a transeúntes y a otros trineos, saliendo siempre impune, gracias a la influencia de “sus señores”, como llamaba a Dólojov y Kuraguin. No reparaba en reventar caballos para satisfacer las prisas de los dos jóvenes; éstos le propinaban alguna que otra paliza, o lo embriagaban con champaña y madeira (bebidas que le gustaban mucho); él conocía muchas de las hazañas de ambos, de esas por las que la gente corriente es enviada a Siberia. Kuraguin y Dólojov lo llevaban a sus francachelas, obligándolo a beber y a bailar con los gitanos; por sus manos pasaban miles de rublos. En servicio de “sus señores” arriesgaba la vida más de veinte veces al año, y había reventado muchos caballos cuyo coste era mayor que el dinero recibido de ellos. Pero los quería; le gustaban las locas carreras a veinte kilómetros por hora; sentía un verdadero placer en hacer volcar a otros cocheros y recorrer a todo galope las calles de Moscú atropellando a la gente, y su mayor delicia era oír a sus espaldas salvajes y ebrias voces, ordenando “de prisa, de prisa”, cuando era imposible mayor velocidad, o pegar un latigazo a cualquier mujik que, más muerto que vivo, de por sí dejaba el paso libre. “¡Éstos son verdaderos señores!”, pensaba Balaga de Anatole y Dólojov.