Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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Gracias a las gestiones de Anna Mijáilovna, a sus gustos personales y su reservado carácter, Borís había logrado en el servicio una posición muy ventajosa. Era ayudante de campo de un personaje muy importante, se le había confiado una misión responsable en Prusia y acababa de regresar de ese país como correo oficial. Había asimilado por completo aquella subordinación no escrita que tanto le gustara en Olmütz, gracias a la cual un subteniente podía ser mucho más que un general; para ascender no eran necesarios ni el esfuerzo, ni el trabajo, ni el valor, ni la perseverancia, sino solamente el arte de saber comportarse con las personas que recompensaban el servicio. Con frecuencia se maravillaba él mismo de su rápido triunfo y de la incapacidad de otros para comprenderlo. Gracias a su descubrimiento había cambiado por completo toda su vida, todas sus antiguas relaciones y amistades, todos sus planes para el futuro. No era rico, pero empleaba todo su dinero en vestir mejor que los demás. Prefería privarse de muchos placeres antes que ir en un mal coche o que lo vieran con uniforme viejo por las calles de San Petersburgo. Su empeño estaba en relacionarse con personas de mejor situación que él y que pudieran serle útiles. Amaba San Petersburgo y despreciaba Moscú. Le resultaba ingrato el recuerdo de la casa de los Rostov y su infantil amor por Natasha; desde que salió para incorporarse al ejército no había vuelto por allí. En el salón de Anna Pávlovna (cuya invitación consideraba un importante ascenso) comprendió en seguida el papel que le correspondía aquella noche y dejó gustosamente que la dueña de la casa se aprovechara del interés que despertaba. Observó atentamente a cada uno, calculando bien las ventajas de entablar amistad con ellos y la posibilidad de hacerlo. Tomó asiento en el puesto que se le había reservado junto a la bella Elena y quedó atento a la conversación general.
–Viena encuentra tan inalcanzables las bases del tratado propuesto, que ni siquiera con una serie de triunfos brillantísimos se lograría llegar a un acuerdo. Hasta duda de los medios que podrían procurarnos ese éxito. Tales son las palabras auténticas del gabinete de Viena– aseguraba el encargado de negocios danés.
–C'est le doute qui est flatteur! 259– opinó con fina sonrisa el hombre de mucho mérito.
–Il faut distinguer entre le cabinet de Vienne et l'empereur d'Autriche. L'empereur d'Autriche n'a jamais pu penser à une chose pareille, ce n'est que le cabinet qui le dit 260– dijo Mortemart.
–Eh! mon cher vicomte– intervino Anna Pávlovna, —l’Urope...– (no se sabe por qué decía “Urope”como si se tratase de una peculiaridad especial de la lengua francesa que sólo ella podía permitirse hablando con un francés), —l'Urope ne sera jamais notre alliée sincère. 261
Y seguidamente, para hacer entrar en liza a Borís, Anna Pávlovna derivó la conversación hacia el valor y la firmeza del rey de Prusia.
Borís, a la espera de su turno, escuchaba con atención a los demás. También le quedó tiempo para echar alguna ojeada a la bella Elena, quien, siempre sonriente, había cruzado su mirada, en más de una ocasión, con el joven y apuesto ayudante de campo.
Era lo más natural, puesto que se hablaba de la situación en Prusia, que Anna Pávlovna rogara a Borís que contara sus impresiones del viaje a Glogau y el estado del ejército prusiano. Borís, sin prisas y en correcto francés, contó numerosos detalles interesantes sobre la situación de las tropas y la Corte, procurando no exponer su opinión personal acerca de cuanto refería. Durante algún tiempo, Borís concentró toda la atención del grupo y Anna Pávlovna comprendió con íntima satisfacción que su novedad de aquella noche era aceptada gratamente por todos los invitados. Elena mostró especialmente una vivísima atención por el relato de Borís; lo interrumpió varias veces con preguntas sobre ciertos detalles de su viaje y pareció interesarle, en particular, la situación del ejército prusiano. Apenas hubo terminado, se volvió a él con su sonrisa de siempre.
–Il faut absolument que vous veniez me voir– dijo con tal entonación como si, por ciertos motivos ignorados por él, fuese absolutamente necesario. —Mardi, entre les huit et neuf heures. Vous me ferez grand plaisir. 262
Borís prometió cumplir su deseo, y quería continuar la conversación con ella, cuando Anna Pávlovna lo llamó con el pretexto de que “mi tía” deseaba oírlo.
–Conoce a su marido, ¿verdad?– dijo Anna Pávlovna cerrando los ojos y señalando con tristeza a Elena. —¡Es una mujer tan desventurada y tan hermosa!... No hable de ese hombre delante de ella. Se lo ruego. Le resulta demasiado penoso.
VII
Cuando Borís y Anna Pávlovna volvieron al grupo era Hipólito quien llevaba la conversación. Echándose hacia delante en su sillón, decía:
–Le roi de Prusse! – y se echó a reír. Todos se volvieron hacia él. Hipólito repitió, con otro tono: —Le roi de Prusse?– preguntó, y con tranquila seriedad se arrellanó en el fondo de su sillón.
Anna Pávlovna esperó un poco; pero como Hipólito no parecía decidido a seguir, comenzó a decir que el impío de Bonaparte se había llevado de Potsdam la espada de Federico el Grande.
–C'est l'épée de Frédéric le Grand que je... 263– comenzó, pero Hipólito la interrumpió:
–Le roi de Prusse...– y una vez más, cuando todos se volvieron hacia él, se excusó y guardó silencio.
Anna Pávlovna frunció el ceño. Mortemart, el amigo de Hipólito, le preguntó:
–Voyons, à qui en avez-vous avec votre roi de Prusse? 264
Hipólito rió como si se avergonzase de su risa.
–Non, ce n'est rien, je voulais dire seulement...– tenía intención de repetir una broma oída en Viena y esperaba toda la noche el instante oportuno para colocarla. —Je voulais dire que nous avons tort de faire la guerre pour le roi de Prusse. 265
Borís, esperando ver cómo sería recibida la broma de Hipólito, sonrió prudentemente, de manera que esa sonrisa pudiera parecer lo mismo ironía que aprobación. Todos rieron.
–Il est très mauvais votre jeu de mots, très spirituel, mais injuste... Nous ne faisons pas la guerre pour le roi de Prusse, mais pour les bons principes. Ah! le méchant, ce prince Hippolyte! 266– dijo Anna Pávlovna amenazándolo con un dedito arrugado.
Durante toda la velada la conversación se mantuvo animadísima y giró especialmente en torno a los temas políticos. Al final, los diálogos se hicieron más vivos, al salir a colación las recompensas otorgadas por el Emperador.
–Fulano recibió el año pasado la tabaquera con el retrato; ¿por qué zutano no iba a recibir la misma recompensa?– dijo l'homme a l'esprit profond.
–Je vous demande pardon, une tabatière avec le portrait de l'Empereur est une récompense, mais point une distinction– observó el diplomático, —un cadeau plutôt. 267
–Il y a eu plutôt des antécédents, je vous citerai Schwarzenberg. 268
–C'est impossible– observó otro. 269
–¿Apostamos? Le grand cordon, c'est différent... 270
Cuando todos se hubieron levantado para despedirse, Elena, que había hablado poco en toda la noche, se volvió de nuevo a Borís repitiéndole el ruego y la orden cariñosa y significativa de ir a su casa el martes.
–Es preciso que vaya, es muy necesario– añadió mirando sonriente a Anna Pávlovna, quien, con la triste sonrisa que acompañaba sus palabras siempre que hablaba de su alta protectora, apoyó el deseo de Elena.
Se diría que durante la velada, a propósito de alguna frase de Borís sobre el ejército prusiano, la bella Elena hubiera descubierto de súbito la necesidad de entrevistarse con él, prometiéndole la explicación de aquella necesidad el martes, cuando acudiera a su casa.
El martes por la tarde, en el magnífico salón de Elena, Borís no recibió claras explicaciones sobre la necesidad de su visita. Había otros invitados y la condesa habló poco con él; sólo cuando, al despedirse, Borís le besó la mano, la bella Elena, con una seriedad inesperada y extraña, le dijo a media voz: “Venez demain dîner... le soir.
Il faut que vous veniez... Venez". 271
Durante su estancia en San Petersburgo Borís se convirtió en íntimo de la condesa Bezújov.
VIII
La guerra se iba extendiendo y el teatro de operaciones se acercaba a la frontera rusa. Por doquier se oían maldiciones contra el enemigo del género humano, Bonaparte. En las aldeas se hacían nuevas levas de milicianos y reclutas, y del frente llegaban noticias contradictorias, casi siempre falsas e interpretadas de las maneras más dispares.
La vida del viejo príncipe Bolkonski, del príncipe Andréi y de la princesa María había cambiado mucho desde 1805.
En 1806, el viejo príncipe fue designado general en jefe —eran ocho en total– de las milicias formadas entonces en toda Rusia. El anciano Bolkonski, a pesar de la debilidad propia de sus años, acentuada durante el tiempo que creyera muerto a su hijo, juzgó contrario a su deber rechazar un cargo al que lo llamaba el mismo Emperador. Y esa nueva actividad que se le ofrecía ahora lo estimuló y dio fuerzas. Andaba siempre de un lado a otro de las tres provincias confiadas a su mando. Llevaba el cumplimiento del deber hasta la exageración, se mostraba severo y hasta cruel con sus subordinados y quería estar siempre al tanto de los más pequeños detalles.
La princesa María ya no recibía lecciones de matemáticas de su padre, cuando el viejo príncipe paraba en casa, pero, por las mañanas, cuando él estaba, acudía a su despacho acompañada de la nodriza y del pequeño príncipe Nikolái (como lo llamaba el abuelo).
El pequeño Nikolái vivía con la nodriza y con la vieja niñera Sávishna en los apartamentos de la princesa difunta y María se pasaba la mayor parte del tiempo con el niño, tratando, como podía, de suplir a la madre. También mademoiselle Bourienne parecía querer apasionadamente al niño y la princesa María cedía con frecuencia a su amiga el placer —del que ella se privaba– de cuidar al ángel(así llamaba a su sobrino) y de jugar con él.
Junto al altar de la iglesia de Lisie-Gori se levantaba una capilla y en ella, sobre la tumba de la princesa Lisa, se veía un monumento de mármol traído de Italia. Era un ángel que desplegaba las alas, dispuesto a volar al cielo. Aquel ángel tenía el labio superior un poco levantado, como si fuera a sonreír, y un día el príncipe Andréi y la princesa María, al salir de la capilla, se confesaron que el rostro de aquel ángel, por extraño que pudiera parecer, les recordaba el de la difunta. Pero resultaba más extraño todavía (el príncipe Andréi no se lo dijo a su hermana) que en la expresión dada casualmente por el artista al rostro del ángel el príncipe Andréi podía leer la misma frase de tímido reproche adivinada en el rostro de su mujer muerta: "¡Oh!, ¿qué habéis hecho conmigo?”.
Poco después del regreso del príncipe Andréi, el viejo príncipe Bolkonski le cedió la propiedad de Boguchárovo, una gran posesión que tenía a cuarenta kilómetros de Lisie-Gori. Fuera a causa de los penosos recuerdos ligados a Lisie-Gori, fuera porque no se sentía siempre capaz de soportar el carácter de su padre, y aun porque tuviera necesidad de encontrarse solo, el príncipe Andréi hizo construir en Boguchárovo una casa en la cual pasaba la mayor parte del tiempo.
Después de la campaña de Austerlitz, el príncipe Andréi estaba decidido a no volver al ejército; y cuando empezó la guerra y todos tuvieron que incorporarse de nuevo, con el fin de evitarlo, se conformó con un cargo (al mando de su padre) para el reclutamiento de milicias. Después de la campaña de 1805, el viejo príncipe y su hijo parecían haber cambiado los papeles. Excitado por su actividad, el primero esperaba espléndidos resultados de la nueva campaña. El príncipe Andréi, por el contrario, al no participar en la guerra, lo que lamentaba en el fondo de su corazón, no veía más que desastres.
El 26 de febrero de 1807 el viejo príncipe marchó en viaje de inspección. El príncipe Andréi, como solía hacer en ausencia de su padre, se quedó en Lisie-Gori. El pequeño Nikolái estaba enfermo desde hacía cuatro días. Los cocheros, que habían llevado al viejo príncipe a la ciudad, regresaron con documentos y cartas para el príncipe Andréi.
El criado que se hizo cargo de las cartas, no hallando al príncipe Andréi en su despacho, se dirigió a los apartamentos de la princesa María; allí le dijeron que el príncipe se hallaba con su hijo.
–Excelencia, Petrushka ha llegado con el correo– dijo una de las niñeras volviéndose al príncipe Andréi, quien, sentado en una pequeña silla infantil, echaba con manos temblorosas y el ceño fruncido gotas de un frasco en una copa con poca agua.
–¿Qué es?– preguntó el príncipe irritado; le tembló la mano y vertió demasiadas gotas en la copa. Tiró sobre el suelo el resto y pidió agua de nuevo.
La niñera se la trajo.
En la estancia había una cuna, dos cofres, dos butacas, una mesa, la mesita del niño y la pequeña silla donde estaba sentado el príncipe Andréi. Las cortinas estaban corridas y sobre la mesa ardía una vela junto a la que se había colocado, a modo de pantalla, un libro de música de manera que la luz no cayese directamente sobre el pequeño enfermo.
–Querido– dijo la princesa María, de pie junto a la pequeña cama, —es mejor esperar... después...
–¡Ah! Haz el favor, siempre dices tonterías... Con tus eternas esperas, ya ves a lo que hemos llegado– susurró irritado el príncipe Andréi, con evidente deseo de herir a su hermana.
–Te aseguro, querido, que es mejor no despertarlo. Está dormido– dijo la princesa con voz suplicante.
El príncipe Andréi se levantó y con la copa en la mano se acercó de puntillas a la camita.
–Sí... Acaso sea mejor no despertarlo– dijo indeciso.
–Como quieras... En realidad... creo que... pero haz lo que quieras– dijo la princesa, a quien parecía intimidar y avergonzar el triunfo de su opinión. Indicó a su hermano que una de las niñeras lo llamaba en voz baja.
Era la segunda noche que pasaban los dos en vela, a la cabecera del niño abrasado por la fiebre. Durante todo el día, no fiándose del médico de la casa y en espera de que llegase el doctor, que enviaron a buscar en la ciudad, probaban un remedio tras otro. Rendidos por el insomnio e inquietos, descargaban mutuamente en el otro su dolor, se hacían reproches y reñían.
–Petrushka trae papeles de su padre– murmuró la doncella.
El príncipe Andréi salió.
–¿Qué hay?– preguntó con enfado.
Y después de oír las órdenes verbales de su padre y de recoger los sobres y las cartas, volvió a la habitación del niño.
–¿Cómo está?– preguntó a la princesa María.
–Igual. Espera, por Dios. Karl Ivánovich dice siempre que el sueño es el mejor remedio– dijo en voz baja la princesa María, suspirando.
El príncipe Andréi se acercó al niño y lo tocó en la frente; ardía.
–¡Ese Karl Ivánovich y tú os podéis ir de paseo!– tomó la copa con la medicina y se acercó de nuevo a la cuna.
–¡No lo hagas, Andréi!– dijo la princesa María.
Pero él, mirándola con el ceño fruncido por la ira y el sufrimiento, se inclinó sobre el niño.
–Pero yo quiero que lo tome– dijo. —Te lo ruego, dáselo.
La princesa María se encogió de hombros, tomó dócilmente la copa y, llamando a la niñera, empezó a darle la medicina. El niño se puso a gritar entre estertores. El príncipe Andréi, con el rostro contraído, se llevó las manos a la cabeza, salió de la habitación y se sentó en un diván de la habitación vecina.
Tenía en su mano todas las cartas. Maquinalmente, las abrió y se puso a leerlas. El viejo príncipe, en una hoja azul, escribía con letra grande, utilizando a veces abreviaturas:
El correo acaba de traerme una noticia excelente, si no es una patraña. Parece ser que Bennigsen ha obtenido una victoria completa sobre Bonaparte en Eylau. En San Petersburgo todo es júbilo y fue enviado al ejército un sinfín de condecoraciones. Aunque sea alemán, lo felicito. No comprendo qué demonios hace el comandante de Kórchevo: un tal Jándrikov. Hasta ahora no ha enviado ni los nuevos contingentes de hombres ni víveres. Preséntate allí inmediatamente y dile que si en una semana no lo tiene todo listo, le arrancaré la cabeza. Sobre la batalla de Preussich-Eylau he recibido también carta de Pétenka, que estuvo en el combate; todo es verdad. Si no se meten por medio los que no deben meterse, hasta un alemán puede vencer a Bonaparte. Cuentan que huye en gran desorden. Corre de inmediato a Kórchevo y cumple lo que te digo.
El príncipe Andréi suspiró y abrió otro pliego. La carta, de letra muy menuda, llenaba dos hojas; era de Bilibin. La dobló sin leerla y releyó la de su padre, que concluía con estas palabras: “Corre de inmediato a Kórchevo y cumple lo que te digo".
“No, perdona; no iré hasta que mi hijo esté bien", pensó acercándose a la puerta y mirando al interior de la habitación del niño. La princesa María mecía suavemente la cuna.
“¿Y qué otra cosa desagradable me dice?", pensó, tratando de recordar la carta de su padre. “Sí, que los nuestros han alcanzado una victoria sobre Bonaparte precisamente ahora, cuando yo no estoy en el ejército. Sí, sí, no hace más que bromear a mi costa... y que le aproveche."
Se puso a leer la carta de Bilibin, escrita en francés. Leía sin comprender apenas y lo hacía sólo para no pensar, siquiera por un instante, en lo que llevaba ya demasiado tiempo pensando exclusiva y dolorosamente.
IX
Bilibin estaba entonces en el Cuartel General del Ejército en su calidad de diplomático, y describía toda la campaña en francés con gracia francesa y giros lingüísticos propios de ese idioma, pero con el valor propiamente ruso que no rehúye la crítica ni la burla. Escribía que su discreción diplomática lo atormentaba y se sentía dichoso de tener en la persona del príncipe Andréi a un fiel corresponsal ante quien podía derramar toda la bilis acumulada por cuanto estaba sucediendo en el ejército. Se trataba de una carta ya vieja, anterior a la batalla de Preussich-Eylau.
Ya sabe, querido príncipe, que desde el gran éxito de Austerlitz no he abandonado el Cuartel General. Decididamente, le voy tomando gusto a la guerra. Lo que he visto en estos tres meses es algo increíble.
Comienzo ab ovo. El enemigo del género humano, como sabe, ataca a los prusianos. Los prusianos son nuestros aliados fieles, que sólo nos han engañado tres veces en tres años. Nosotros hacemos causa común con ellos pero resulta que el enemigo del género humano no presta atención a nuestros bellos discursos y con sus groserías y modales primitivos se lanza sobre los prusianos, sin darles tiempo de terminar sus preparativos, y en dos golpes de mano los aplasta y acaba instalándose en el palacio de Potsdam.
Tengo el más vivo deseo, escribe el rey de Prusia a Bonaparte, de que usted se acoja y trate a V. M. en mi palacio de manera que le resulte agradable la estancia; a este fin, he tomado con toda diligencia las medidas que las circunstancias me permitían. ¡Ojalá haya tenido éxito!
A todo esto, los generales prusianos se jactan de buena educación, y para mostrarse corteses con los franceses deponen las armas en cuanto se les requiere.
El comandante de la guarnición de Glogau, con diez mil hombres, pregunta al rey de Prusia qué es lo que debe hacer si se le conmina a la rendición. Todo eso es cierto.
En resumen, esperando imponernos solamente con una demostración militar, resulta que nos vemos metidos en una verdadera guerra y, lo que es peor, una guerra en nuestras mismas fronteras, con y por el rey de Prusia. Todo está dispuesto y sólo nos falta una pequeña cosa: el general en jefe. Como ahora resulta que el éxito de Austerlitz habría sido más decisivo si el general en jefe hubiera sido menos joven, se pasa revista a los octogenarios, y entre Prozorovski y Kámenski, se da la preferencia al segundo. El general nos llega en kibitka, a la manera de Suvórov, y se lo recibe con aclamaciones de júbilo y de triunfo.
El día 4 recibe el primer correo de San Petersburgo. Las valijas son trasladadas al despacho del mariscal, porque a éste le gusta hacerlo todo por sí mismo. Me llama para que lo ayude a clasificar las cartas y apartar las que nos están destinadas. El mariscal nos mira mientras lo hacemos y espera los sobres que lleven su nombre. Buscamos, pero no hay nada: el mariscal comienza a impacientarse; se mete él mismo en faena y encuentra algunas cartas del Emperador, dirigidas al conde T., al príncipe V. y otros. Entonces, el mariscal monta en cólera, echa fuego y chispas contra todos; se apodera de las cartas, las abre y lee lo que el Emperador ha escrito a otros. Y acto seguido escribe la famosa orden del día al general Bennigsen:
«Estoy herido y no puedo montar a caballo; no puedo, pues, mandar el ejército. Usted ha traído su Cuerpo de Ejército destrozado a Pultusk, donde se encuentra al descubierto, sin leña ni forraje. Por tanto hay que ayudar, y tal como usted mismo expuso ayer al conde Buxhöwden, es necesario pensar en la retirada hacia nuestras fronteras, objetivo que debe emprenderse hoy mismo.»
«Después de tantas marchas a caballo —écrit– il à l’Empereur—, me ha salido una llaga que, unida a los trastornos de los viajes anteriores, me impide montar y mandar un ejército tan grande. Por esta razón, he declinado el mando en el general más antiguo, el conde Buxhöwden, transmitiéndole todos los servicios y lo demás con ellos relacionado; le aconsejo, al mismo tiempo, que se retire hacia el interior de Prusia, puesto que no queda pan más que para un día, y en algunos regimientos ni siquiera eso, como manifiestan los jefes de división Ostermann y Siedmorietsk; por otra parte, no hay nada que requisar a los campesinos. Por lo que a mí respecta, hasta tanto me cure, permaneceré en el hospital de Ostrolenko. Tengo el honor de informar a Su Majestad que si el ejército permanece en este campamento otros quince días, en la primavera no habrá ni un solo soldado útil.»
«Permitid que este viejo se retire a descansar al campo; un viejo ya deshonrado, puesto que no pudo cumplir el grande y glorioso destino para el que fue elegido. Espero vuestra augusta autorización aquí, en el hospital, para no hacer de escribienteen el ejército en vez de ser general en jefe. Mi retirada tendrá la misma importancia que la de un ciego que se fuera de un campo de batalla. En Rusia hay miles de hombres como yo.»
El mariscal se disgusta con el Emperador y nos castiga a todos. ¡No diga que no es lógico!
Tal es el primer acto. En los siguientes, el interés y el ridículo aumentan como es de razón. Tras la marcha del mariscal, se descubre que el enemigo está a la vista y hay que presentarle batalla. Buxhöwden es general en jefe por derecho de antigüedad, pero el general Bennigsen no es del mismo parecer: tanto más cuanto que Bennigsen está con sus tropas frente al enemigo y desea aprovechar la coyuntura para dar una batalla aus eigener Hand, como dicen los alemanes. La da. Es la batalla de Pultusk, que se hace pasar por una gran victoria, aunque yo opino de manera muy diferente. Los civiles, como sabe, tenemos la mala costumbre de decidir sobre quién gana o pierde una batalla. Quien se retira después de la batalla, la ha perdido, decimos, y de ahí se desprende que hemos perdido la batalla de Pultusk. En resumen nos retiramos después del combate pero enviamos un correo a San Petersburgo anunciando una victoria, y el general no cede el mando a Buxhöwden, esperando recibir de San Petersburgo, como recompensa a su victoria, el título de general en jefe. En este interregno, comenzamos un plan de maniobras excesivamente interesante y original; nuestro objetivo no consiste, como debiera, en evitar o atacar al enemigo, sino únicamente en evitar al general Buxhöwden, a quien, por su antigüedad, correspondería el mando supremo. Perseguimos ese fin con tanta energía que, hasta al atravesar un río sin vados quemamos los puentes para separarnos de nuestro enemigo que, por el momento, no es Bonaparte, sino Buxhöwden. Éste ha estado a punto de ser atacado y capturado por fuerzas enemigas superiores a causa de una de esas magníficas maniobras que nos libran de él. Buxhöwden nos sigue y nosotros huimos. En cuanto logra pasar a nuestra parte del río, escapamos a la contraria. Por fin, nuestro enemigo Buxhöwden nos alcanza y se une a nosotros. Los dos generales se pelean. Hay un desafío por parte de Buxhöwden y un ataque de epilepsia de Bennigsen. Pero en el instante crítico, el correo encargado de llevar la noticia de nuestra victoria a Pultusk nos trae de San Petersburgo el nombramiento de general en jefe y el primer enemigo, Buxhöwden, es aniquilado. Podemos pensar ya en el segundo, en Bonaparte. Pero entonces surge ante nosotros un tercer enemigo: el ortodoxo, que pide a gritos pan, carne, heno y qué sé yo. Los almacenes están vacíos, los caminos impracticables. El ejército ortodoxose entrega a la rapiña y en tales proporciones, que lo ocurrido en la anterior campaña no puede dar la menor idea. La mitad de los regimientos forman una tropa libre que, esparcida por los campos, lo pasa todo a sangre y fuego. Los habitantes están arruinados por completo, los hospitales rebosan de enfermos y heridos; en todas partes falta lo más necesario. Por dos veces, los grupos de maleantes han atacado al Cuartel General y el mismo general en jefe se ha visto obligado a llamar a un batallón para expulsarlos de allí. En uno de esos ataques me han robado una maleta vacía y una bata. El Emperador quiere conceder a los jefes de división el derecho de fusilar a los merodeadores, pero mucho me temo que esto obligue a la mitad del ejército a fusilar a la otra mitad.”
El príncipe Andréi había comenzado a leer la carta sin prestar atención, pero sin darse cuenta fue despertando su interés, aunque conocía hasta qué punto se podía creer a Bilibin. Al llegar a este pasaje, arrugó la carta y la tiró. No lo irritaba lo que estaba leyendo, sino el hecho de que todos aquellos sucesos y aquella vida extraña a él pudieran producirle semejante inquietud. Cerró los ojos y se pasó la mano por la frente, como para ahuyentar toda preocupación relacionada con lo leído. Prestó atención a los ruidos que salían de la habitación de su hijo. Le pareció oír al otro lado de la puerta un rumor extraño. Tuvo miedo de que le hubiera ocurrido algo al niño mientras leía la carta. Se acercó de puntillas a la puerta y la abrió.
En el momento de entrar vio que la niñera, con rostro asustado, ocultaba algo y que la princesa María ya no estaba junto al lecho.
–Querido– oyó detrás la voz susurrante de su hermana, que le pareció desesperada. Como suele ocurrir tras largas noches de insomnio y de intensas emociones, lo invadió un injustificado temor. Pensó que el niño había muerto. Todo lo que veía y oía venía a ser la confirmación de su temor.
“Todo ha terminado”, se dijo. Y su frente se cubrió de un sudor frío. Aturdido, se acercó a la cama, creyendo que la encontraría vacía y que la niñera había escondido al niño muerto. Descorrió la cortina y durante largo rato sus asustados ojos fueron de un sitio a otro sin ver nada.
Por fin se dio cuenta de que el niño estaba allí. Con el rostro sonrosado y los brazos abiertos, permanecía echado de través, con la cabeza fuera de la almohada. Entre sueños movía los labios como si estuviese mamando y respiraba normalmente.
El príncipe Andréi se sintió feliz al verlo, pues imaginaba haberlo perdido; se inclinó sobre su hijo y, según le había enseñado su hermana, probó con los labios si el pequeño tenía fiebre. La delicada frente estaba húmeda; tocó la pequeña cabecita con las manos: hasta los cabellos los tenía mojados por la intensa sudoración. Era evidente que la crisis había sido superada y el niño estaba en vías de franca mejoría. El príncipe Andréi sintió deseos de tomar al niño en brazos y estrechar contra su pecho aquel pequeño ser tan indefenso, pero no se atrevió a hacerlo. Se quedó allí de pie, contemplando la cabeza, los brazos y las piernas que se adivinaban bajo la manta. Junto a él oyó un susurro, y divisó una sombra bajo la cortina de muselina. El príncipe no miró, siempre atento a la cara del niño y a su respiración regular. Era la princesa María, que con paso silencioso se había acercado a la cama levantando la cortina, y la había dejado caer a sus espaldas. El príncipe Andréi la reconoció sin volverse y le tendió la mano.
–Está sudando– explicó el príncipe Andréi.
–Te buscaba para decírtelo– dijo la princesa, estrechando su mano.
El niño se movió ligeramente, sonrió en sueños y restregó la frente sobre la almohada.
El príncipe Andréi miró a su hermana. Los ojos luminosos de la princesa María, en la penumbra mate de la muselina que cubría la cama, brillaban más que siempre llenos de lágrimas de felicidad. La princesa se inclinó hacia su hermano y lo besó tirando ligeramente de la cortina. Se amenazaron el uno al otro y permanecieron un poco más en aquella media luz mate como si no quisieran apartarse de aquel mundo donde ellos, los tres, estaban lejos de todo. El príncipe Andréi, enredándose el pelo en la cortina, fue el primero en apartarse. “Sí, esto es lo único que me queda”, suspiró.
X
Poco después de su admisión en la masonería, Pierre, con una relación completa, hecha por él mismo, de cuanto debía hacer en sus posesiones, salió hacia la provincia de Kiev, donde se encontraba la mayoría de sus campesinos.
Llegado a Kiev reunió en su oficina principal a todos los administradores y les expuso sus intenciones y deseos. Les explicó las medidas inmediatas que pensaba tomar en orden a la emancipación de los campesinos; entretanto, no debían ser tratados como antes, no debían trabajar las mujeres; debía prestarse ayuda, a los campesinos y reprenderlos en vez de recurrir a los castigos corporales; en cada hacienda debía haber hospitales, asilos y escuelas. Algunos de los administradores (entre los cuales había semianalfabetos) lo escuchaban espantados, deduciendo de todo ello que el joven conde estaba disgustado por el mal gobierno de las fincas y por las ocultaciones de dinero. Otros, pasado el primer susto, encontraron muy divertido su modo de hablar y las ideas expuestas, absolutamente nuevas para ellos. Para otros era un placer escuchar a su amo. Y por fin los más inteligentes —y entre ellos el administrador general– comprendieron cómo habían de portarse con el conde en favor de sus propios intereses.