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Guerra y paz
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Текст книги "Guerra y paz"


Автор книги: Leon Tolstoi



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“No, la vida no acaba a los treinta y un años —decidió con resolución y definitivamente el príncipe Andréi—. No basta con que yo sepa lo que ocurre en mí; deben saberlo todos: Pierre y esa niña que quería volar al cielo. Es necesario que todos me conozcan; que mi vida no sea para mí solo, que no vivan ellos tan al margen de mí, que mi vida se refleje en todos y que ellos participen de ella.”

A la vuelta de su viaje el príncipe Andréi decidió marchar en otoño a San Petersburgo e imaginó diversos motivos para hacerlo. Disponía de una serie de argumentos razonables y lógicos que apoyaban la necesidad del viaje, y también su reincorporación al servicio militar. No comprendía ahora cómo había podido dudar antaño de la necesidad de participar activamente en la vida, lo mismo que un mes atrás no comprendía que le fuera posible abandonar la vida que llevaba en el campo. Veía claramente que todas sus experiencias acabarían perdiéndose y nada valdrían si no las aplicaba a una obra concreta y no se incorporaba a una existencia activa. No comprendía siquiera cómo, basándose en argumentos endebles, creyera antes una humillación, tras su experiencia vital, confiar de nuevo en la posibilidad de ser útil y de amar y ser feliz. La razón le sugería ahora todo lo contrario. Después de aquel viaje, al príncipe Andréi le aburría la vida que llevaba en el campo. Sus ocupaciones anteriores ya no le interesaban. Con frecuencia, cuando estaba solo en su despacho, se levantaba y examinaba largamente en el espejo su rostro; después miraba el retrato de la difunta Lisa, quien con sus bucles à la grecque 289lo contemplaba cariñosa y risueña desde el marco dorado. Ya no decía a su marido las palabras terribles de antes; se limitaba a mirarlo sencillamente, con alegre curiosidad. Y el príncipe Andréi, con las manos a la espalda, caminaba largo rato por la estancia, ya ceñudo, ya sonriente, meditando sobre aquellas ideas no sujetas a la razón y reacias a concretarse en palabras, secretas como un crimen, relacionadas con Pierre, con la gloria, con la jovencita de la ventana, con el roble, la belleza femenina y el amor, ideas que habían cambiado toda su vida. Cuando se le acercaba alguien en aquellos momentos de reflexión parecía más frío, severo y decidido y hacía gala, además, de una lógica molesta.

–Mon cher– le decía a veces la princesa María, entrando en su despacho, —el pequeño no puede salir hoy a pasear; hace mucho frío.

–Si hiciese calor– contestaba el príncipe Andréi secamente, —saldría en mangas de camisa; pero como hace frío, hay que abrigarlo bien con los trajes que para eso tiene y para eso han sido pensados. Eso se desprende de que hace frío, y no justifica que el niño se quede en casa cuando necesita respirar aire fresco– decía con su lógica especial, como si quisiera castigar a alguien por la marcha secreta e ilógica de sus ocultos pensamientos.

En tales ocasiones, la princesa María pensaba en cómo reseca a los hombres el trabajo intelectual.

IV

El príncipe Andréi llegó a San Petersburgo en agosto de 1809. Eran los días en que la fama del joven Speranski llegaba a su apogeo y las reformas por él iniciadas con tanta energía estaban en plena aplicación. En ese mismo mes el Emperador, yendo en una carretela, cayó de ella, se hizo daño en una pierna y hubo de permanecer durante tres semanas en Peterhof, donde cada día recibía exclusivamente a Speranski. En aquella época, además de los dos célebres decretos que tenían conmocionada a toda la sociedad: la abolición de los grados en la Corte y el examen para obtener el título de asesor colegiado y consejero de Estado, se preparaba una Constitución que iba a cambiar la organización de la justicia, la administración y las finanzas de Rusia, desde el Consejo del Imperio hasta los consejos de distrito. Comenzaban a realizarse los vagos sueños liberales que Alejandro alimentaba al ascender al trono y que trató de llevar a cabo con la ayuda de Chartorizhky, Novosiltzev, Kochubéi y Strogánov, a los que él mismo, en broma, llamaba comité de salut public. 290

Ahora, Speranski en los asuntos civiles y Arakchéiev en los militares habían sustituido a todos. A los pocos días de su llegada el príncipe Andréi se presentó en la Corte en su calidad de gentilhombre de cámara. El Emperador lo había visto dos veces sin dignarse dirigirle ni una sola palabra. Siempre había pensado el príncipe Andréi que le caía antipático al Soberano, creía que su rostro y todo él no le agradaban. Y ahora, en la mirada fría y distante del monarca creyó ver confirmada, más que antes, aquella impresión. Los cortesanos le explicaron que la causa de tal falta de atención del Emperador se debía a que Su Majestad estaba descontento de Bolkonski porque, desde 1805, no había vuelto a prestar servicio alguno.

“Sé por mí mismo que uno no puede gobernar sus simpatías y antipatías —se decía el príncipe Andréi—. Por esa razón no puedo presentar personalmente al Emperador mi plan de reformas militares; pero el asunto se abrirá camino por sí mismo.” Habló de su escrito a un viejo mariscal, amigo de su padre. El mariscal, que le había señalado hora para la entrevista, lo recibió amablemente y le prometió que informaría al Emperador. Unos días después notificaron al príncipe Andréi que debía presentarse al ministro de la Guerra, conde Arakchéiev.

El día señalado, a las nueve de la mañana, el príncipe Andréi estaba en la antesala del conde Arakchéiev.

No lo conocía personalmente ni lo había visto nunca, pero todo cuanto sabía de él no era para inspirarle respeto.

“Es el ministro de la Guerra, hombre de confianza del Emperador; a nadie deben importar sus cualidades personales. Se le ha confiado el estudio de mi proyecto y, por consiguiente, sólo él puede darle curso”, pensó el príncipe Andréi mientras esperaba en la antecámara de Arakchéiev entre otras muchas visitas importantes y no importantes.

El príncipe Andréi, en sus años de servicio, principalmente como ayudante de campo, había visto numerosas salas de espera como ésta y conocía bien las diferencias existentes entre ellas. Pero la del conde Arakchéiev tenía matices muy especiales. En el rostro de las personas de menos alcurnia, que allí esperaban su turno, podía leerse un sentimiento de humildad y sumisión. En las más importantes se reflejaba un sentimiento común de incomodidad, disimulado por una apariencia desenvuelta, como si tomasen a burla su propia situación y la del personaje a quien esperaban ver. Unos iban y venían pensativos; otros reían y cuchicheaban en grupos, repitiendo en voz baja el sobriquet 291de “el forzudo Andréievich” y las palabras “menudo es él”, cuando aludían a su persona. Un general (persona importante), molesto sin duda por la larga espera, se había sentado, cruzando y descruzando las piernas, sonriendo despectivamente.

Pero en cuanto se abría la puerta, en todos los rostros aparecía un mismo sentimiento: el miedo. El príncipe Andréi rogó al ayudante de servicio que lo anunciara por segunda vez; pero éste lo miró irónicamente y contestó que ya le llegaría su turno. Después de que el ayudante hubiese introducido a varias personas en el despacho del ministro, a quienes acompañaba cuando salían, franqueó la temible puerta un oficial que por su aire humilde y temeroso había impresionado al príncipe. La audiencia concedida al oficial duró mucho tiempo. De pronto, al otro lado de la puerta, se oyó el estallido de una voz desagradable, y el oficial, pálido y con labios temblorosos, salió y, llevándose las manos a la cabeza, atravesó la sala.

A continuación, le tocó el turno al príncipe Andréi y el oficial de servicio le susurró al acompañarlo hasta la puerta:

–A la derecha, junto a la ventana.

El príncipe Andréi entró en un despacho sin lujos, pero limpio y ordenado. Sentado a la mesa vio a un hombre de unos cuarenta años, de largo busto, cabeza también alargada, pelo muy corto, profundas arrugas, cejas fruncidas sobre unos ojos inexpresivos de un gris verdoso, nariz rojiza y colgante. Arakchéiev volvió la cabeza hacia él sin mirarlo.

–¿Qué solicita?– preguntó.

–Yo, Excelencia, no solicito nada– dijo en voz baja el príncipe Andréi.

Los ojos de Arakchéiev se volvieron hacia él.

–Siéntese– dijo. —¿El príncipe Bolkonski?

–No solicito nada. Su Majestad el Emperador se ha dignado enviar a Su Excelencia el memorial que le presenté...

–Sí, apreciado amigo, lo he leído– lo interrumpió Arakchéiev; sólo pronunció cortésmente las primeras palabras. Después, sin mirar a su interlocutor, volvió a su tono, cada vez más despectivo y gruñón. —¿Propone nuevas leyes militares? Leyes hay muchas, pero no hay nadie que haga cumplir las viejas. Ahora todos escriben leyes: escribir es más fácil que hacer.

–He venido por voluntad de Su Majestad el Emperador para saber qué curso piensa dar Su Excelencia a mi memorial– dijo cortésmente el príncipe Andréi.

–Ya he manifestado mi opinión sobre ese proyecto suyo y lo remití al comité. No lo apruebo– dijo Arakchéiev, levantándose y tomando de la mesa un papel que tendió al príncipe Andréi. —Aquí la tiene.

En el papel, escrito de través con lápiz y desastrosa ortografía, sin mayúsculas ni signos de puntuación, ponía: "Carece de fundamento parece copia reglamento militar francés se aparta sin necesidad de las ordenanzas militares vigentes”.

–¿A qué comité ha pasado el proyecto?– preguntó el príncipe Andréi.

–Al Comité de Reglamentos militares, y he propuesto que se lo nombre vocal del mismo, pero sin remuneración.

–No la deseo...– sonrió Bolkonski.

–Vocal sin remuneración– repitió Arakchéiev. —Muy honrado..., ¡Eh, que pase otro! ¿A quién le toca?– gritó después, saludando al príncipe Andréi.

V

Esperando la notificación de su nombramiento de vocal del Comité, el príncipe Andréi renovó antiguas amistades, especialmente entre personas que él sabía bien situadas y que podían serle útiles. Experimentaba ahora en San Petersburgo un sentimiento semejante al que conocía en vísperas de una batalla, cuando una inquieta curiosidad lo arrastraba inconteniblemente hacia las altas esferas donde se fraguaba el porvenir del que dependía la suerte de millones de seres.

Por la irritación de los viejos y la curiosidad de los profanos, por la reserva de los iniciados y las prisas y la preocupación de todos, por el incalculable número de comités y comisiones de cuya existencia se enteraba cada día, se daba cuenta de que ahora, en 1809, se preparaba en San Petersburgo una gigantesca batalla civil. No conocía a su comandante en jefe, persona misteriosa a quien se imaginaba como un ser genial: Speranski. La obra de las reformas, que conocía muy vagamente, y la personalidad del reformador, Speranski, lo interesaron tan apasionadamente que muy pronto la revisión del reglamento militar pasó para él a segundo término.

El príncipe Andréi se encontraba en una de las mejores situaciones para ser bien recibido en los más diversos y elevados círculos de la sociedad petersburguesa. El partido de los reformadores lo aceptaba con agrado y trataba de ganárselo porque tenía fama de ser hombre de gran inteligencia y vasta cultura, eso en primer lugar, y porque la emancipación de sus campesinos garantizaba sus opiniones liberales. El partido de los viejos descontentos buscaba su simpatía como hijo del anciano príncipe Bolkonski y condenaba las reformas. Los sectores femeninos, el gran mundo, lo recibían cordialmente; veían en él un brillante partido, rico y linajudo, un personaje casi nuevo con la aureola de la romántica historia de su supuesta muerte y el trágico fin de su mujer. Además, la opinión de cuantos lo conocían de antes era que había mejorado mucho en esos cinco años: su carácter se había suavizado, se lo veía reposado, maduro, y su anterior afectación y desdén habían desaparecido, dejando paso a la serenidad que viene con los años. Se hablaba con interés de él y todos deseaban conocerlo.

Al día siguiente de su visita a Arakchéiev, el príncipe Andréi visitó al conde Kochubéi y le contó su entrevista con “el forzudo Andréievich” (Kochubéi llamaba así a Arakchéiev con la misma vaga ironía que Bolkonski había notado en la sala del ministro de la Guerra).

–Mon cher, ni siquiera en este asunto conseguirá algo sin Speranski. C'est le grand faiseur 292. Se lo diré. Me ha prometido venir esta tarde...

–Pero ¿qué tiene que ver Speranski con el Reglamento militar?– preguntó el príncipe Andréi.

Kochubéi movió la cabeza, sonriendo como asombrado de la ingenuidad de Bolkonski.

–Hemos hablado ya de usted hace unos días a propósito de sus campesinos emancipados...– prosiguió Kochubéi.

–¡Ah! ¿Es usted, príncipe, el que ha emancipado a sus mujiks?– intervino un anciano de los tiempos de Catalina, volviéndose con desprecio a Bolkonski.

–La hacienda era pequeña y no proporcionaba renta alguna– replicó Bolkonski, tratando de suavizar su proceder para no irritar inútilmente al viejo.

–Vous craignez d'être en retard 293– dijo el anciano, mirando a Kochubéi. —Hay una cosa que no comprendo– prosiguió después, —¿quién trabajará la tierra si se da libertad a los campesinos? Es muy fácil escribir leyes, pero gobernar es difícil. Lo mismo pasa ahora, y yo le pregunto a usted, conde, ¿quién será el jefe de la oficina si todos han de examinarse?

–Los que salgan airosos de ese examen, creo yo– respondió Kochubéi, poniendo una pierna sobre otra y mirando en derredor.

Conmigo tengo a un tal Priánichnikov, un hombre excelente que vale el oro que pesa; tiene ya sesenta años, ¿acaso querrá el examinarse?...

–Sí; es difícil, claro, porque no está muy difundida la instrucción, pero...

El conde Kochubéi no concluyó; levantándose, tomó del brazo al príncipe Andréi y salió al encuentro de un hombre de cuarenta años, alto, calvo, rubio, de frente despejada y rostro alargado de rara y extraordinaria blancura. Vestía frac azul, llevaba una cruz al cuello y una estrella a la izquierda del pecho. Era Speranski. El príncipe Andréi lo reconoció al instante y sintió un temblor interior, como suele ocurrir en los momentos graves de la vida. ¿Respeto, envidia, esperanza? Lo ignoraba. Toda la persona de Speranski tenía un porte especial que lo distinguía inmediatamente; en ninguno de los miembros de la sociedad que él frecuentaba había visto aquel aplomo y aquella seguridad de movimientos desgarbados y torpes, en nadie la mirada firme y dulce a un tiempo de unos ojos entreabiertos y un tanto húmedos. Tampoco había visto una sonrisa tan segura que nada significaba, ni una voz tan fina, equilibrada y apacible. Sobre todo, nunca había visto un rostro de tal blancura delicada ni unas manos como aquéllas, algo anchas pero extraordinariamente carnosas, suaves y blancas. El príncipe Andréi no había visto esa blancura y delicadeza de rostro más que en los soldados largo tiempo hospitalizados. Ese hombre era Speranski, secretario de Estado, hombre de confianza del Emperador y su acompañante en Erfurt, donde más de una vez había tenido ocasión de ver y entrevistarse con Napoleón.

Speranski no pasaba los ojos de una persona a otra, como involuntariamente se hace al entrar en una sala donde hay muchos reunidos, ni se daba prisa en hablar. Las palabras fluían lentas, con seguridad de ser oídas, y sólo miraba a la persona con quien hablaba.

El príncipe Andréi seguía con especial atención cada palabra y cada movimiento de Speranski. Como suele ocurrir a los hombres, y sobre todo a quienes juzgan severamente al prójimo, el príncipe Andréi, al encontrarse con un desconocido, sobre todo con un hombre como Speranski, a quien conocía por su fama, siempre esperaba hallar en él el modelo perfecto de las cualidades humanas.

Speranski dijo a Kochubéi que sentía no haber llegado antes; lo habían entretenido en Palacio. No dijo quién lo había entretenido, y el príncipe Andréi advirtió esa afectación de modestia. Cuando Kochubéi le presentó al príncipe Andréi, Speranski pasó lentamente sus ojos hacia Bolkonski, sin variar su sonrisa, y lo miró en silencio.

–Estoy muy contento de conocerlo; he oído hablar de usted, como todos– dijo.

Kochubéi le contó en pocas palabras cómo fue recibido Bolkonski por Arakchéiev, y Speranski sonrió más abiertamente.

–El presidente de la Comisión de Reglamentos militares, señor Magnitski, es un buen amigo mío– dijo enfatizando cada palabra y cada sílaba, —y si lo desea, puedo proporcionarle una entrevista con él– hizo una pausa en el punto. —Espero que hallará en él una buena acogida y el deseo de cooperar en todo lo que sea razonable.

No tardó en formarse un grupo en derredor de Speranski, y el viejo que había hablado de su funcionario Priánichnikov hizo la misma pregunta al secretario de Estado.

El príncipe Andréi, sin intervenir en la conversación, observaba todos los movimientos de Speranski. “Este hombre —pensaba Bolkonski—, insignificante seminarista poco antes, tiene ahora en sus manos, esas manos gordezuelas y blancas, el destino de Rusia.” Lo asombró la tranquilidad extraordinaria y despectiva con que Speranski respondía al viejo. Parecía dirigirle su palabra indulgente desde una altura inaccesible. Cuando el viejo comenzó a levantar la voz, Speranski sonrió y dijo que no podía juzgar de lo ventajoso o desventajoso de aquello que placía al Emperador.

Después de haber intervenido cierto tiempo en la conversación general, Speranski se levantó, se acercó al príncipe Andréi y lo condujo al otro extremo de la sala. Era evidente que consideraba necesario dedicarse a Bolkonski.

–No tuve tiempo de hablar con usted, príncipe, por la inspirada conversación de aquel honorable anciano– dijo con una discreta sonrisa, como dando a entender que él y Bolkonski comprendían bien la nulidad de las gentes con quienes habían hablado. Esta distinción lisonjeó al príncipe Andréi. —Lo conozco desde hace tiempo; primero, por el asunto de sus campesinos: es para nosotros un primer ejemplo y sería muy deseable que muchos lo siguieran. Segundo, porque usted es uno de los gentilhombres de cámara que no se han dado por ofendidos con el nuevo decreto sobre los grados en la Corte, que ha suscitado tantas discusiones y comentarios.

–Sí– replicó el príncipe Andréi. —Mi padre no quiso que me aprovechara de ese derecho; prefirió que comenzara por los grados inferiores.

–Su padre, hombre de otros tiempos, está, evidentemente, por encima de nuestros contemporáneos que tanto censuran esta medida llamada a restablecer simplemente la natural justicia.

–Sin embargo, creo que hay algún fundamento en esas censuras– dijo el príncipe Andréi, tratando de combatir la influencia de Speranski que comenzaba a sentir. Le resultaba desagradable estar de acuerdo con él en todo y le habría gustado contradecirlo en alguna cosa. Bolkonski, que siempre hablaba con soltura, sentía ahora dificultad al expresarse delante de Speranski. Estaba en realidad demasiado ocupado en observar la personalidad de aquel hombre famoso.

–Fundamento de ambición personal, quizá– dijo en voz baja Speranski.

–No, no sólo eso; también pensando un poco en el Estado.

–¿Qué quiere decir?– preguntó Speranski, bajando lentamente los ojos.

–Soy un admirador de Montesquieu– dijo el príncipe Andréi, —y su idea de que le principe des monarchies est l'honneur, me paraît incontestable. Certains droits et privilèges de la noblesse me paraissent être des moyens de soutenir ce sentiment. 294

La sonrisa desapareció del rostro blanco de Speranski, con lo cual su fisonomía ganó bastante. La idea del príncipe Andréi le pareció probablemente curiosa.

–Si vous envisagez la question sous ce point de vue... 295– comenzó a decir, pronunciando con dificultad el francés y hablando con mayor lentitud que en ruso, pero siempre con la misma tranquilidad. —L'honneur no puede sostenerse con privilegios dañosos al servicio; l'honneur es o un concepto negativo, la abstención de actos censurables, o la fuente de una emulación que tiende a recibir recompensas y plácemes donde el honor toma forma material.

Sus argumentos eran breves, simples y claros.

–La institución que sostiene este honor, la fuente de la emulación, es algo semejante a la Légion d'Honneurdel gran emperador Napoleón, que no daña, sino que ayuda al buen éxito del servicio. No es un privilegio de casta o de Corte.

–No lo discuto, pero es innegable que los privilegios palaciegos han alcanzado el mismo objetivo– sostuvo el príncipe Andréi. —Cualquier cortesano se cree obligado a sostener su posición con dignidad.

–Pero usted, príncipe, no ha querido hacer uso de tales privilegios– dijo Speranski, mostrando con una sonrisa que deseaba concluir cortésmente una conversación embarazosa para su interlocutor. —Si me honra con su visita el miércoles– añadió, —como ya habré hablado con Magnitski, podré decirle algo que le interesa y, en todo caso, tendré el gusto de conversar con usted más detenidamente.

Cerró los ojos, saludó y, à la française, sin decir adiós, salió de la sala procurando pasar inadvertido.

VI

En los primeros tiempos de su estancia en San Petersburgo, el príncipe Andréi se dio cuenta de que el conjunto de ideas elaborado durante su vida solitaria quedó totalmente oscurecido por las pequeñas obligaciones que, desde su llegada, tuvo que asumir.

Cuando regresaba a su casa por la noche, anotaba en su carnet las cuatro o cinco visitas o rendez-vousindispensables a las horas fijadas de antemano. El ritmo de la vida, la necesidad de organizar el día para llegar a tiempo, le restaba buena parte de sus energías. No hacía nada, no pensaba en nada ni le quedaba tiempo de hacerlo. Únicamente hablaba, y con éxito, de aquello que había meditado antes en la soledad del campo.

A veces, malhumorado, se daba cuenta de que había repetido las mismas cosas en el mismo día y en diversos lugares; pero estaba tan ocupado que no le quedaba tiempo siquiera para pensar que no pensaba nada.

El miércoles siguiente Speranski recibió en su casa a Bolkonski; habló con él a solas y con gran confianza durante mucho tiempo y, como en ocasión de la entrevista en casa de Kochubéi, le produjo una profunda impresión.

El príncipe Andréi consideraba insignificantes a tantas personas y tenía tal deseo de encontrar en otro un ideal vivo de la perfección a que él aspiraba que creyó fácilmente haber hallado en Speranski ese ideal de hombre sensato y virtuoso. Si Speranski hubiese pertenecido a la misma esfera social, con la misma educación y nivel moral que el príncipe Andréi, no habría tardado en encontrar su lado débil, humano y no heroico; pero aquella mente absolutamente lógica y extraña para él le inspiraba tanto más respeto cuanto menos la comprendía. Por otra parte, ya porque apreciase la capacidad de Bolkonski, ya porque le pareciese necesario contar con él, Speranski hacía gala ante el príncipe Andréi de su imparcialidad y sereno juicio. Lo halagaba con sutileza, lo hacía partícipe de su propia suficiencia, haciéndole ver, sin necesidad de palabras, que sólo ellos dos podían comprender la estupidez de todos los demásy la sensatez y profundidad de sus propias ideas.

Durante la prolongada entrevista de aquella tarde, Speranski repitió muchas veces: “En nuestro paístendemos a denigrar todo aquello que sobrepasa el nivel ordinario de la rutina...”. O bien, con una sonrisa: “Pero nosotrosqueremos que los lobos queden ahítos y las ovejas a salvo...”.

O bien: “Ellos, eso no lo pueden comprender...”. Y todo lo decía con una expresión que significaba: “Nosotros, usted y yo, comprendemos quiénes son ellosy quiénes somos nosotros”.

Esta primera conversación larga con Speranski no hizo más que aumentar en el príncipe Andréi la impresión que antes le produjera. Veía en él a un hombre sensato, de enorme inteligencia lógica, gran rigor mental, que había alcanzado el poder gracias a su energía y perseverancia, poder que utilizaba en bien de Rusia solamente. A los ojos del príncipe Andréi, Speranski era el hombre que él mismo habría deseado ser, capaz de explicar sensatamente todos los fenómenos de la vida; un hombre para quien es importante tan sólo lo racional, capaz de aplicar a todas las cosas la medida de la razón. En la exposición de Speranski parecía todo tan sencillo y claro que el príncipe Andréi, aun a su pesar, debía darle siempre la razón. Si lo contradecía y discutía, era sólo por el deseo de permanecer independiente y no someterse por completo a sus opiniones. Por lo demás, todo lo encontraba bien, aunque algo lo turbaba: era aquella mirada fría e impenetrable de Speranski, que no permitía ahondar en su interior, y aquella mano blanca y delicada que atraía la mirada de Bolkonski como suele ocurrir con las manos de los hombres que ostentan el poder. Sin saber por qué, la mirada impenetrable y la mano lo irritaban; también le causaba una impresión desagradable el excesivo desprecio de Speranski por los demás y la gran variedad de pruebas en que apoyaba sus opiniones. Recurría a todos los procedimientos del raciocinio, excepto la comparación, y, según creía el príncipe Andréi, pasaba de un tema a otro con demasiado arrojo. A veces se situaba en el terreno de la práctica y arremetía contra los soñadores; otras era satírico y se burlaba irónicamente de sus rivales; otras recurría a la pura lógica y hasta se elevaba a los dominios de la metafísica (cuyos procedimientos demostrativos le gustaba usar con frecuencia). Subido a esas alturas, pasaba a las definiciones del espacio, del tiempo y del pensamiento, sacaba de allí sus objeciones y volvía a discutir.

En general, el rasgo principal de la inteligencia de Speranski, que tanto asombró al príncipe Andréi, era la fe indudable, inamovible, en la fuerza y legalidad de la razón. Era evidente que a Speranski jamás se le habría ocurrido la idea —tan habitual para el príncipe Andréi– de que es imposible, pese a todo, expresar todo cuanto se piensa; ni jamás dudaría de si es o no una tontería todo aquello en lo que se piensa y cree. Esta configuración especial de la mente de Speranski era lo que más atraía de él al príncipe Andréi.

Al principio de conocerlo, el príncipe Andréi sentía una admiración apasionada, semejante a la que en otros tiempos sintiera por Bonaparte. La circunstancia de que Speranski fuera hijo de un sacerdote y que ciertas gentes de menguados alcances pudieran permitirse despreciarlo, motejándolo de “hombre de la Iglesia y pope en ciernes” (lo que ocurría frecuentemente), obligaba a Bolkonski a cuidar celosamente ese sentimiento y, sin él advertirlo, lo avivaba aún más.

En su primera entrevista Bolkonski habló sobre la Comisión de codificación de leyes; Speranski le informó con ironía de que dicha comisión funcionaba desde hacía cincuenta años, que costaba millones de rublos y no había hecho nada útil, que Rosenkampf se había limitado a pegar sendas etiquetas a todos los artículos de la legislación comparada.

–¡Y eso le cuesta al Estado millones de rublos!– dijo. —¡Ahora queremos dar un nuevo poder jurídico al Senado y no tenemos leyes! Por eso le digo que no tiene perdón que un hombre como usted, príncipe, esté apartado actualmente de toda actividad.

Bolkonski objetó que para una obra semejante era preciso poseer conocimientos jurídicos que él no poseía.

–Pero si nadie los tiene, ¿qué quiere usted? Es un circulus viciosusdel que hay que salir a la fuerza.

Una semana después, el príncipe Andréi era nombrado vocal de la Comisión de Reglamentos militares y —cosa que no esperaba en modo alguno– presidente de codificación de leyes en dicha Comisión. A petición de Speranski, hubo de hacerse cargo de la primera parte de las leyes civiles que se estaban elaborando, y con ayuda del Code Napoleony los Institutade Justiniano, comenzó a trabajar en el capítulo titulado: "Derechos de las personas".

VII

Dos años antes, en 1808, de regreso a San Petersburgo después del viaje a sus posesiones, Pierre se había encontrado, sin quererlo, a la cabeza de la masonería de la capital. Organizaba logias comunales y funerarias, se ocupaba de unificarlas, captaba nuevos adeptos y buscaba las actas originales. Daba dinero para la construcción de templos y suplía, en lo posible, la tacañería y la poca puntualidad de los demás en cuanto a las limosnas; con sus propios medios sostenía, casi solo, la casa de los pobres que la Orden había construido en la ciudad.

Su vida discurría como antes, con las mismas diversiones y la misma disolución. Le gustaba comer y beber bien, y aunque le pareciera inmoral, y hasta humillante, no podía abstenerse de los placeres a que se entregaban los solteros.

En la vorágine de aquellas ocupaciones y diversiones, al cabo de un año empezó a notar, sin embargo, que el terreno de la masonería empezaba a hundirse bajo sus pies, por más que intentara mantenerse en él. Al mismo tiempo sentía que cuanto más se hundía ese terreno, más ligado se veía a todo aquello, aunque involuntariamente. Al ingresar en la masonería había tenido la sensación del hombre que pone confiadamente el pie en la superficie llana de un terreno cenagoso. Una vez puesto el pie, comenzaba a hundirse. Para convencerse bien de su solidez, ponía el otro pie y se hundía más aún; ahora, lo quisiera o no, tenía que andar con el fango hasta las rodillas.

Osip Alexéievich no estaba en San Petersburgo (en aquellos tiempos se había apartado de las logias de esa ciudad y no salía de Moscú). Todos los miembros de la logia eran personas que Pierre conocía, y le resultaba difícil verlos como hermanos por su pertenencia a la Orden solamente y no como el príncipe B., no como Iván Vasílievich D., a quienes conocía personalmente y consideraba personas débiles e insignificantes. Bajo el mandil y los signos de la masonería veía los uniformes y las condecoraciones que tanto ansiaban conseguir. Muchas veces, al contar las aportaciones y donativos y ver los veinte o treinta rublos dados —muchas veces a crédito– por diez miembros, la mitad de los cuales eran tan ricos como él, recordaba el juramento masónico de entregar todos sus bienes al prójimo. Entonces surgían en su alma dudas en las que procuraba no detenerse demasiado.

Dividía en cuatro categorías a todos los hermanos conocidos. En la primera incluía a los que no tomaban parte activa ni en los trabajos de la logia ni en la labor humana; se ocupaban exclusivamente de estudiar los misterios de la Orden, los problemas referentes a las tres denominaciones de Dios o los tres principios de las cosas —azufre, mercurio y sal—, o bien al significado del cuadrado y demás figuras del templo de Salomón. Pierre respetaba a esta categoría de hermanos masones a la que pertenecían sobre todo los viejos iniciados y el mismo Osip Alexéievich; pero él no se interesaba en semejantes problemas. No le atraía el aspecto místico de la masonería.


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