Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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–C'est un sujet nerveux et bilieux, il n’en réchappera pas 246– sentenció Larrey. El príncipe Andréi, con algunos otros heridos que habían sido desahuciados, fue confiado a los cuidados de los habitantes de la región.
LIBRO SEGUNDO
Primera parte
I
A principios de 1806, Nikolái Rostov regresaba con permiso a su casa. Denísov iba a Vorónezh y Rostov lo persuadió de que lo acompañara a Moscú y pasara algunos días en compañía de sus padres. En la penúltima estación de postas, Denísov se encontró con un amigo, bebió con él tres botellas de vino y al acercarse a Moscú, a pesar de los baches del camino, se durmió. Permanecía tumbado en el fondo del trineo, junto a Rostov, que se mostraba cada vez más impaciente conforme se acercaban a la ciudad.
“¿Llegaremos pronto? ¿Llegaremos pronto? ¡Oh, estas insoportables calles con sus tiendas, sus farolas y sus cocheros!”, pensaba Rostov ya en Moscú, después de haber presentado los permisos en el puesto de guardia de las puertas.
–¡Denísov! ¡Hemos llegado!... Está dormido– se dijo, echado todo el cuerpo hacia adelante, como si en esa posición confiara en apresurar la marcha del trineo.
Denísov no respondió.
–Ya estamos en la esquina donde paraba el cochero Zajar... ¡Y ahí está el mismísimo Zajar, con su caballo de siempre, y la tienda en donde comprábamos rosquillas! ¿Cuándo vamos a llegar?
–¿Dónde hay que parar?– preguntó el postillón.
–Al final de la calle; frente a la casa grande. ¡Cómo es que no la ves! Es nuestra casa– dijo Rostov. —¡Denísov! ¡Denísov! ¡Que hemos llegado!
Denísov levantó la cabeza, tosió y no respondió.—¡Dmitri! Hay luz en casa, ¿verdad?– preguntó Rostov al lacayo que iba en el pescante.
–En efecto, es la luz del despacho de su padre.
–No se habrán acostado todavía. ¿Eh? ¿Qué crees? ¡Ah! No te olvides de sacar en seguida mi uniforme nuevo– añadió Rostov atusándose el incipiente bigote. —¡De prisa!– gritó al postillón. —Vasia, despierta– dijo a Denísov, que de nuevo se había dormido. —¡Venga, corre! ¡Tres rublos de propina!– gritó Rostov cuando el trineo estaba ya a tres pasos de la puerta.
Creía que los caballos no se movían.
Finalmente el trineo torció a la derecha, hacia la entrada. Rostov vio la gran cornisa de la casa, que tan bien conocía, con sus desconchados, el porche y la farola de la acera.
Saltó del trineo aún en marcha y rápidamente corrió al vestíbulo. La casa permanecía inmóvil, indiferente, como si no le importara nada quién era el recién llegado. En el vestíbulo no había nadie. “¡Dios mío! ¿Estarán todos bien?”, pensó Rostov; y con el corazón angustiado, después de un minuto de vacilación, subió de cuatro en cuatro los torcidos peldaños de aquella escalera tan familiar; seguía la misma manilla en la puerta —la que tantos disgustos costaba a la condesa por la falta de limpieza—, y pudo abrirla tan fácilmente como de costumbre. Una sola vela brillaba en la antesala.
El viejo Mijaíl dormía sobre un cofre. Prokofi, aquel lacayo tan fuerte capaz de levantar una carroza por el eje trasero, trenzaba, sentado, unos laptis. Miró hacia la puerta que se abría y la expresión soñolienta y apática de su rostro reflejó de pronto entusiasmo y susto.
–¡Dios mío! ¡El joven conde!– exclamó, reconociendo a su señor. —¿Es posible? ¡Qué alegría!– y temblando por la emoción se lanzó hacia la puerta de la sala, probablemente para anunciar su llegada. Pero cambió de idea y se volvió para besar a su joven amo en un hombro.
–¿Están todos bien?– preguntó Rostov, desasiéndose de Prokofi.
–Todos bien, a Dios gracias. Acaban de cenar. Deje que lo mire, Excelencia.
–¿Entonces todo marcha del todo bien?
–¡Sí, sí! ¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios!
Rostov se había olvidado completamente de Denísov y, sin permitir que nadie lo anunciara, se quitó el abrigo de piel y caminando de puntillas corrió hacia la gran sala oscura. Todo estaba igual; las mismas mesas de juego y la misma gran lucerna enfundada. Pero alguien lo había visto ya, porque apenas penetró en la sala algo así como un huracán le salió al encuentro desde una puerta lateral y lo abrazó y besó. Otra persona y otra más corrieron hacia él, llenándolo de abrazos, gritos, besos y lágrimas de alegría. No podía distinguir quién era el padre, quién Natasha, quién Petia. Todos gritaban, hablaban y lo besaban a la vez. Sólo faltaba la madre, y él se dio cuenta de ello.
–¡Y yo no sabía... Nikóleñka!, querido...
–Aquí lo tenemos ya... nuestro Nikóleñka... ¡Cómo ha cambiado! Encended más luces, que traigan té.
–¡Pero bésame también a mí!
–Querido... Y yo...
Sonia, Natasha, Petia, Anna Mijáilovna, Vera, el viejo conde, lo abrazaban a porfía. Los criados y sirvientes habían acudido todos y llenaban la casa de exclamaciones.
–¿Y a mí?– gritaba Petia agarrado a sus piernas.
Natasha, después de haber saltado sobre él y haberlo cubierto de besos, se apartó, sujetando el borde de la guerrera y comenzó a brincar como una cabra sin moverse del sitio, chillando agudamente.
Desde todas partes, los mismos ojos brillantes, llenos de amor, las mismas lágrimas de júbilo y labios que ansiaban besarlo.
Sonia, roja como una peonía, lo sujetaba por un brazo y su mirada feliz resplandecía buscando los ojos de Nikolái. Había cumplido dieciséis años y era muy bella, sobre todo en aquel instante de exaltación feliz y entusiasta. Lo miraba sin quitarle los ojos, sonriendo y conteniendo la respiración. Nikolái la miró agradecido pero todavía seguía buscando. Aún no había aparecido la vieja condesa. Y en eso se oyeron unos pasos tan rápidos tras la puerta que no podían ser los pasos de su madre.
Y sin embargo era ella, vestida con un traje nuevo, que Nikolái no conocía.
Todos se apartaron y Nikolái corrió hacia ella. Al juntarse, la condesa cayó sollozando en sus brazos. No podía levantar la cabeza, que mantenía apoyada contra los fríos galones del uniforme. Denísov, a quien nadie había visto entrar, estaba allí y se frotaba los ojos, mirándolos.
–Vasili Denísov, un amigo de su hijo– dijo presentándose al padre, que lo miraba interrogativamente.
–¡Ah! ¡Sea bienvenido! ¡Sé quién es, lo sé!– dijo el conde, abrazando y besando a Denísov. —Kólenka nos ha escrito... Natasha, Vera, es Denísov.
Todos aquellos rostros felices se volvieron hacia la figura desaliñada de Denísov.
La familia entera lo rodeó.
–¡Querido Denísov!– chilló Natasha, que, arrebatada de entusiasmo y sin darse clara cuenta de lo que hacía, se le echó al cuello, lo abrazó y lo besó.
Los demás quedaron confusos por el acto de Natasha. El propio Denísov se ruborizó, pero, tomando su mano, se la besó sonriendo.
Condujeron a Denísov a una estancia preparada rápidamente para él y todos los Rostov se reunieron en el salón de los divanes en torno a Nikolái.
La vieja condesa, sin abandonar la mano de su hijo, que besaba a cada momento, se sentó junto a él; los demás, dispuestos alrededor de ellos, pendientes de cada gesto, cada palabra, cada movimiento de Nikolái, no separaban de él sus ojos rebosantes de amor y felicidad. El pequeño Petia y sus hermanas se disputaban los puestos, para estar más cerca de Nikolái, y el honor de traerle el té, un pañuelo o la pipa.
Nikolái se sentía muy feliz en medio de aquel afecto, pero la dicha del primer momento había sido tan intensa que todo le parecía poco y seguía esperando más y más.
Al día siguiente los viajeros durmieron hasta pasadas las nueve.
En la habitación vecina, dispersos aquí y allá, había sables, bolsas, correajes, maletas abiertas y botas sucias de barro. Dos pares de botas, relucientes y con espuelas, acababan de ser colocados junto a la pared. Los criados traían jofainas, agua caliente para afeitarse y los uniformes cepillados y limpios. Olía a tabaco y a hombre.
–¡Eh, Grishka! ¡La pipa!– sonó la ronca voz de Denísov. —¡Levántate, Rostov!
Nikolái, frotándose los ojos aún somnolientos, levantó la cabeza revuelta del calor de la almohada.
–¿Es muy tarde?
–Sí, es tarde: más de las nueve– respondió Natasha.
Y en la habitación vecina se oyó el susurro de vestidos almidonados, el cuchicheo, las risas de las muchachas; en la puerta, ligeramente entreabierta, se vio algo azul, cintas, cabellos negros y rostros alegres. Eran Natasha y Sonia, que, con Petia, habían acudido a ver si los hombres estaban ya levantados.
–¡Levántate, Nikóleñka!– repitió junto a la puerta la voz de Natasha.
–En seguida.
Vio Petia uno de los sables y, con el natural entusiasmo que los niños sienten por un hermano mayor que es militar, abrió la puerta, sin reparar en que no estaba bien que las muchachas vieran a los dos hombres en paños menores.
–¿Es tu sable?– gritó.
Las muchachas salieron corriendo.
Denísov, asustado, se tapó las piernas peludas con la manta y se volvió a su compañero en demanda de auxilio. Petia entró y cerró la puerta. Fuera se oyeron risas.
–Nikóleñka, ponte el batín y sal– dijo Natasha.
–¿Es tu sable?– repitió Petia. —¿O es el suyo?– preguntó con obsequioso respeto al bigotudo y moreno Denísov.
Rostov se calzó rápidamente; se puso el batín y salió. Natasha había logrado calzarse una de las botas con espuela e intentaba meter el pie en la otra; Sonia giraba, procurando que su vestido se inflara como un globo, e intentaba sentarse cuando él apareció. Ambas vestían igual, de color azul celeste; ambas tenían la misma encantadora presencia, fresca, sonrosada y alegre. Sonia salió corriendo y Natasha, cogiendo a su hermano del brazo, lo condujo a un diván de la vieja sala de estudio para hablar con él. No terminaban de hacerse preguntas y de contarse cosas sobre un montón de pequeñeces que sólo a ellos podían interesar. Natasha se reía a cada frase que decía su hermano o decía ella, no porque fuera gracioso lo que dijeran, sino porque se sentía alegre y, no pudiendo contener su júbilo, lo expresaba de aquella manera.
–¡Qué bien! ¡Qué maravilla!– añadía después de cada palabra.
Por primera vez en año y medio Rostov sentía en su rostro, al calor de aquel cariño, la sonrisa infantil que no había tenido ni una sola vez desde su partida del hogar.
–Dime...– dijo ella. —¿Eres ya todo un hombre? ¡Me siento tan feliz de que seas mi hermano!...– y le tocaba los bigotes. —Me gustaría saber cómo sois los hombres. ¿Os parecéis a nosotras? ¿Sí?
–¿Por qué se fue Sonia?– preguntó Nikolái.
–¡Oh, es una cosa larga de contar! ¿Cómo le vas a hablar? ¿De usted o de tú?
–Ya veremos– dijo Rostov.
–Trátala de usted. Después te diré por qué.
–¿Pero por qué?
–Bueno, te lo voy a decir ahora. Ya sabes que somos muy amigas, tan amigas que me dejaría quemar la mano por ella. Mira.
Levantó la manga de su vestido de muselina y en el brazo, largo, flaco y delicado, cerca del hombro (en un lugar que suele quedar oculto con los vestidos de baile), mostró una mancha rosácea.
–¿Ves? Lo hice por ella, para probarle mi cariño. Puse una regla al rojo y me quemé.
Sentado en el diván de la vieja sala de estudio, rodeado de cojines y frente a los brillantes y animados ojos de Natasha, Rostov se vio sumido de nuevo en su mundo infantil y familiar, que no tenía sentido más que para él, pero que le proporcionaba uno de los más dulces placeres de su vida; en ese mundo no le parecía inútil la quemadura en el brazo de su hermana como prueba de amor. Lo comprendía y no le causaba asombro.
–¿Y qué más? ¿Eso es todo?
–¡Oh! ¡Somos tan amigas, tan amigas!... Lo de la quemadura no es nada. Somos amigas para siempre. Cuando ella toma cariño a alguien es para toda la vida: yo no lo entiendo así, yo me olvidaría en seguida.
–¡Bueno, bueno! ¿Y qué?
–Sí, Sonia nos ama así a ti y a mí– de pronto Natasha enrojeció. —¿Recuerdas antes de tu partida?... Ella dice que tú debes olvidarlo todo... que te amará siempre, pero que tú debes ser libre. ¿Verdad que es bello y noble? ¡Sí, muy, muy noble!– dijo Natasha con tal gravedad y emoción que era evidente que lo que ahora decía lo había repetido otras veces entre lágrimas.
Rostov quedó pensativo.
–Yo no retiro mi palabra– dijo. —Y además, Sonia es tan encantadora que sólo un loco podría renunciar a esa felicidad.
–¡Oh, no, no!– exclamó Natasha. —Ya hemos hablado de eso. Sabíamos que tú contestarías así. Pero eso es imposible, ¿sabes? Porque de ese modo es que te consideras obligado por tu palabra, y resulta como si ella lo hubiera dicho a propósito. Resulta que tú te casarías con ella forzadamente, y eso no está bien.
Rostov vio que todo aquello estaba muy bien pensado por ellas. La víspera, Sonia lo había fascinado con su belleza; ahora, al verla de refilón, le pareció aún más bella. Era una deliciosa muchacha de dieciséis años que lo amaba apasionadamente; eso no lo ponía en duda ni por un momento. “¿Por qué no he de amarla ahora, y llegar a casarme con ella?” ¡Pero había... ahora tantas alegrías y ocupaciones! “¡Sí, lo han pensado muy bien —se dijo—. Debo permanecer libre!”
–Perfectamente– dijo. —Hablaremos de eso más tarde. ¡Oh, cómo me alegro de verte! Y tú– preguntó, —¿no has traicionado a Borís?
–¡Qué tontería!– exclamó riendo Natasha. —No pienso ni en él ni en nadie, y no quiero saber nada de eso.
–¡Vaya! ¿Y entonces qué piensas?
–¿Yo?– dijo Natasha. Y una sonrisa feliz iluminó su rostro. —¿Has visto a Duport?
–No.
–¿No has visto al célebre Duport, el bailarín? ¡Oh, entonces no comprenderás! Mira, mira lo que hago.
Y doblando los brazos, Natasha alzó la falda como si fuera a danzar; se alejó un poco corriendo, se volvió, hizo una reverencia, se puso sobre las puntas de los pies y anduvo así unos pasos.
–¿Ves lo que hago?– dijo. Pero no pudo mantenerse mucho tiempo en aquella postura. —Ya ves lo que puedo hacer. No me casaré nunca: seré bailarina. Pero no se lo digas a nadie.
Rostov estalló en una risa tan sonora y alegre que Denísov, en su habitación, sintió envidia. Natasha rió también con su hermano, sin poder dominarse.
–¿Verdad que está bien?– preguntó.
–Bien, pero entonces, ¿ya no quieres casarte con Borís?
Natasha enrojeció.
–No quiero casarme con nadie; se lo diré no bien lo vea.
–¡Vaya!– dijo Rostov.
–Pero todo eso son tonterías– continuó Natasha. —Y Denísov, ¿es bueno?– preguntó.
–Sí.
–Bien, ve a vestirte. Y Denísov, ¿no da miedo?
–¿Por qué va a dar miedo?– preguntó Nikolái. —No, Vaska es muy bueno.
–¿Lo llamas Vaska?... ¡Qué extraño! ¿Y es bueno de veras?
–Sí, buenísimo.
–Me voy, date prisa para el té; lo tomaremos todos juntos.
Natasha volvió a ponerse sobre las puntas de los pies y salió de la estancia como hacen las bailarinas, pero con esa sonrisa que sólo tienen las jovencitas de quince años cuando son felices. Al encontrarse con Sonia en la sala, Rostov se ruborizó. No sabía cómo tratarla. La víspera, en el primer instante, se habían besado, con el júbilo de volverse a ver, pero ahora se daban cuenta de que no debían haberlo hecho. Él sentía que su madre, sus hermanas, todos, lo miraban con curiosidad y se preguntaban cómo iba a portarse con ella. Le besó la mano y la trató de usted, pero sus ojos, al encontrarse, se tutearon y se besaron con ternura. La mirada de Sonia pedía perdón por haberse atrevido a recordarle su promesa, mediante la embajada de Natasha, y le agradecía su cariño. Nikolái, también con la mirada, le agradecía su ofrecimiento de libertad y aseguraba que, de una manera u otra, nunca dejaría de amarla, porque eso era imposible.
–Es muy extraño que Sonia y Nikóleñka se traten ahora de usted como si fueran dos extraños– comentó Vera, aprovechando un instante de silencio.
La observación de Vera era justa, como siempre, pero, como solía ocurrir, todos se sintieron violentos. Y no sólo Sonia y Nikolái; la misma vieja condesa, que temía el amor de su hijo por Sonia, viendo en él un obstáculo para un matrimonio brillante, enrojeció como una chiquilla. Denísov, con gran asombro de su amigo, entró en la sala con uniforme nuevo, peinado y perfumado, tan presumido como le gustaba mostrarse en las batallas y tan amable con las damas y los caballeros como Rostov no esperaba verlo jamás.
II
De regreso a Moscú, Nikolái Rostov fue recibido por los suyos como el mejor de los hijos, como un héroe, como el querido Nikóleñka; por los parientes, como un simpático joven, agradable y respetuoso; por las amistades, como un apuesto subteniente de húsares, buen bailarín y uno de los mejores partidos de Moscú.
Los Rostov conocían a todo Moscú. Aquel año el viejo conde contaba con bastante dinero, porque había vuelto a hipotecar sus haciendas. Por esa causa, Nikolái Rostov pudo adquirir un buen caballo de carreras y llevaba los pantalones a la última moda, como no se conocían aún en Moscú, y las botas de montar más elegantes, de puntera fina y pequeñas espuelas de plata. Pasaba alegremente el tiempo y experimentaba, desde su regreso al hogar, la agradable sensación de adaptarse de nuevo, después de cierto tiempo, a sus antiguas condiciones de vida. Le parecía que era ya todo un hombre y que había crecido. Recordaba su desesperación por un suspenso en religión, los préstamos solicitados a Gavrilo, los furtivos besos a Sonia como chiquilladas lejanas. Ahora era subteniente de húsares, con su guerrera bordada en plata y con su cruz de San Jorge; preparaba su caballo para las carreras con otros aficionados de edad madura, gente conocida y honorable. Tenía amistad con una dama del bulevar, a cuya casa iba de anochecida; dirigía la mazurka en el baile de los Arjárov, hablaba de la guerra con el mariscal Kámenski, frecuentaba el Club Inglés y se tuteaba con un coronel de cuarenta años, presentado por su amigo Denísov.
Su pasión por el Emperador se había debilitado un tanto en Moscú, porque no tenía ocasión de verlo, pero hablaba con frecuencia del Zar y de su amor por él, dando a entender que no lo contaba todo, porque en su amor había algo que no estaba al alcance de todos. Y compartía plenamente el sentimiento de adoración hacia la persona del emperador Alejandro Pávlovich, profesado en todo Moscú, donde lo llamaban “ángel hecho hombre”.
Durante su breve estancia en Moscú Rostov no se sintió más cerca de Sonia; al contrario, se alejó de ella. Sonia era atractiva y bella; no disimulaba su amor apasionado hacia Nikolái, pero él estaba en esos momentos de la juventud cuando a los jóvenes siempre les parece que tienen mucho que hacer, y no disponen de tiempopara ello; el joven teme comprometerse, valora su libertad, que necesita para muchas otras cosas. Cuando Rostov pensaba en Sonia, durante esa nueva estancia en Moscú, se decía: "Habrá y hay muchas, muchas así, quién sabe dónde, yo todavía no las conozco. Tengo tiempo aún para dedicarme al amor, pero ahora no lo tengo”. Además, la compañía de las mujeres se le hacía humillante para su dignidad de hombre. Iba a los bailes, estaba con ellas, fingiendo siempre que lo hacía contra su voluntad. Las carreras, el Club Inglés y las juergas con Denísov, las visitas allá, eran otro asunto: eran cosas propias de un joven húsar.
A principios de marzo, el viejo conde Iliá Andréievich Rostov se ocupaba de organizar un banquete en el Club Inglés para recibir al príncipe Bagration.
El conde paseaba por el salón en batín y daba órdenes al administrador del club y al célebre Teoctis, cocinero jefe del Club Inglés, sobre espárragos, pepinillos frescos, fresas, la ternera y el pescado para la comida de Bagration. El conde era miembro y directivo del Club Inglés desde su fundación. Se le había confiado la organización del banquete en honor de Bagration porque nadie como él podía llevarlo a cabo y, sobre todo, porque pocos como él sabían y querían invertir dinero propio en una fiesta, si era necesario. El cocinero jefe y el administrador del club escuchaban con alegría las órdenes del conde, porque sabían que con nadie mejor que con él podrían ganar tanto con un banquete que costaba miles de rublos.
–No te olvides de poner mariscos en el caldo de tortuga.
–Entonces, ¿tres platos fríos?– preguntó el cocinero.
El conde quedó pensativo.
–Menos de tres, imposible... El de la mayonesa...– dijo doblando un dedo.
–¿Compramos esturiones grandes?– preguntó el administrador.
–¡Claro, claro! ¿Qué vamos a hacer? Tómalos, si no los dan por menos. Y me olvidaba... es necesario también otra entrada. ¡Ah, santo cielo!– se llevó las manos a la cabeza. —¿Y quién traerá las flores? ¡Míteñka, eh, Míteñka! Ve inmediatamente a nuestra villa, cerca de Moscú– y se volvió hacia su propio administrador, que había acudido a la llamada. —Vete al galope y dile a Máximo, el jardinero, que me envíe inmediatamente todas las flores del invernadero... que envuelvan las macetas en filtros y que para el viernes tenga aquí doscientas plantas.
Dio todavía varias órdenes más y salió para descansar en compañía de la condesa, pero recordó alguna otra cosa urgente e hizo llamar de nuevo al cocinero y al mayordomo.
Se oyó tras la puerta un ligero paso varonil, el tintineo de unas espuelas, y apareció Nikolái, arrogante y guapo, con su incipiente bigote, visiblemente descansado y repuesto por la vida ociosa de la capital.
–¡Hola, querido! Me da vueltas la cabeza– dijo el padre sonriendo, un poco avergonzado por la presencia del joven. —¡Si me ayudases un poco! Necesitamos todavía cantantes. Música ya tengo, pero ¿no convendría traer unos zíngaros? A vosotros, los militares, os gustan estas cosas.
–La verdad, padre, creo que el príncipe Bagration, en vísperas de la batalla de Schoengraben, estaba menos atareado que usted ahora– sonrió Nikolái.
El viejo conde se fingió ofendido.
–¡Bueno, bueno, es fácil hablar, pero prueba tú!
Y se volvió al cocinero, de rostro inteligente y respetuoso, quien, con simpatía y ojos rientes, observaba al padre y al hijo.
–Ya ves cómo son los jóvenes de hoy, Teoctis: se burlan de los viejos– dijo el conde.
–Así es, Excelencia. Quieren tener la mesa bien puesta, pero no se preocupan de los preparativos ni del servicio, eso no les importa.
–¡Eso es, eso es!– exclamó el conde; y, tomando alegremente el brazo de su hijo, añadió: —Ya no te suelto. Toma en seguida el trineo de dos caballos, vete a casa de Bezújov y dile que el conde Iliá Andréievich le pide fresas y piñas frescas; no hay manera de encontrarlas en ninguna parte. Si él no está, se lo dices a las princesas. Desde allí puedes ir a Razgulai, el cochero Ipatka sabe dónde es, y allí encontrarás al zíngaro Iliusha, el que bailó con camisa blanca en casa del conde Orlov, ¿recuerdas? Tráemelo aquí.
–¿Lo traigo con las zíngaras?– preguntó riendo Nikolái.
–Bueno, bueno...
En aquel momento entró en la sala Anna Mijáilovna, con paso imperceptible; y con el aire preocupado de una persona atareada, pero llena de mansedumbre cristiana, que no la abandonaba nunca. Anna Mijáilovna veía cada día al conde en batín y, a pesar de ello, el viejo Rostov siempre se azoraba al verla y pedía excusas por el atavío.
–No se preocupe, querido conde– dijo cerrando modestamente los ojos. —Yo iré a casa de Bezújov. Pierre ha llegado y lo conseguiremos todo en sus invernaderos; además, necesito verlo. Me ha enviado una carta de parte de Borís, que, gracias a Dios, está ya en el Estado Mayor.
El conde, muy contento de que Anna Mijáilovna se encargara de algunas de sus gestiones, dio órdenes de que enganchasen para ella el coche pequeño.
–Diga a Bezújov que venga. Lo incluiré en la lista; ¿está aquí con su mujer?
Anna Mijáilovna alzó los ojos al cielo y en su rostro se reflejó un profundo dolor.
–¡Ah, querido! ¡Es muy desgraciado!– dijo. —Si lo que dicen es verdad, es terrible. Y pensar que nos alegraba tanto su felicidad... ¡Un espíritu tan superior y tan noble ese Bezújov! Sí, lo compadezco con toda mi alma, y en la medida de mis posibilidades procuraré consolarlo.
–Pero, ¿qué pasa?– preguntaron ambos Rostov, padre e hijo.
Anna Mijáilovna suspiró profundamente.
–Dólojov... el hijo de María Ivánovna, la ha comprometido del todo, según dicen– susurró con tono misterioso. Él lo protegió, lo invitó a su casa de San Petersburgo y... ya ven: ha venido aquí, y ese sinvergüenza la ha seguido.
Anna Mijáilovna deseaba expresar su simpatía por Pierre; pero ciertas involuntarias entonaciones y una semisonrisa dejaban ver claro que sus simpatías estaban, sobre todo, con el sinvergüenza de Dólojov, como ella lo llamaba.
–Dicen que Pierre está muy destrozado por esa desgracia.
–Bien; de todos modos, dígale que venga al club; se olvidará de todo. Será un banquete extraordinario.
Al día siguiente, 3 de marzo, a las dos de la tarde, doscientos cincuenta socios del Club Inglés y cincuenta invitados esperaban para empezar el almuerzo al querido invitado, príncipe Bagration, héroe de la campaña austríaca. La noticia de la batalla de Austerlitz había dejado a todo Moscú estupefacto. En aquel entonces los rusos estaban tan acostumbrados a las victorias que, al llegar la nueva de la derrota, unos no la creyeron, simplemente, y otros trataron de atribuir el extraño suceso a causas extraordinarias. En el Club Inglés, donde se reunía lo mejor de la sociedad, gente con influencia y conocedora de la situación, cuando en diciembre empezaron a llegar nuevas de Austerlitz no se habló una sola palabra sobre la guerra ni sobre la última batalla, como si todos estuvieran de acuerdo en no mencionarlas. Los personajes que daban tono a las tertulias, como el conde Rastopchin, el príncipe Juri Vladimírovich Dolgorúkov, Valúiev, el conde Markov y el príncipe Viazemski, no se dejaron ver por el club, sino que se reunían en sus casas y círculos íntimos, y los moscovitas que hablaban según lo que los demás decían (entre ellos Iliá Andréievich Rostov) permanecieron durante algún tiempo sin guía y sin opinión precisa sobre la guerra. Los moscovitas se daban cuenta de que algo iba mal, y que era difícil discutir sobre malas noticias, por lo cual lo mejor de todo era callar. Pero al cabo de cierto tiempo, como los jurados que salen de la sala de deliberaciones, las personas que formaban la opinión del club reaparecieron en sus puestos y comenzaron a hablar con palabras claras y precisas. Se encontraron las causas de aquel acontecimiento increíble, inaudito e imposible: la derrota de los rusos. Todo estaba ya claro y en todos los rincones de Moscú se repetía siempre lo mismo. Las causas eran: la traición de los austríacos, el defectuoso aprovisionamiento del ejército, la traición del polaco Prebyzhevsky y del francés Langeron, la incapacidad de Kutúzov y (esto se decía a media voz) la excesiva juventud e inexperiencia del Emperador, que había confiado en personas malvadas o insignificantes. Pero las tropas, las tropas rusas —aseguraban todos—, eran extraordinarias y habían hecho prodigios de valor. Soldados, oficiales y generales, todos eran unos héroes. Pero el héroe entre los héroes era el príncipe Bagration, que podía añadir a su gloria la acción de Schoengraben y la retirada de Austerlitz, en la que sólo él había mantenido su columna en orden y durante toda la jornada había rechazado a un enemigo que lo doblaba en número. Otro motivo de que se eligiera a Bagration héroe de Moscú era el hecho de que viviera fuera y su falta de amistades. En su persona se rendía homenaje, al margen de toda relación e intriga, al soldado ruso, a un general cuyo nombre estaba unido al de Suvórov y a los recuerdos de la campaña de Italia. Además, mediante esas pruebas de entusiasmo, se mostraba mejor el descontento y la reprobación que Kutúzov les merecía.
–Si Bagration no existiera, il faudrait l’inventer 247– decía el bromista de Shinshin, parodiando a Voltaire.
Nadie hablaba de Kutúzov y algunos lo denostaban en voz baja, calificándolo de veleta de la Corte y viejo sátiro.
Todo Moscú repetía las palabras del príncipe Dolgorúkov: “Tanto va el cántaro a la fuente, que al fin se rompe”; y así se consolaban de la derrota con el recuerdo de las victorias de antaño; se repetía con Rastopchin que a los soldados franceses había que excitarlos a la batalla con frases altisonantes; a los alemanes, convencerlos con argumentos racionales de que es más peligroso huir que avanzar, mientras que al soldado ruso no hay más que contenerlo y pedirle que vaya más despacio. Por todas partes se oían nuevos y nuevos relatos sobre el valor mostrado en Austerlitz por nuestros soldados y oficiales: uno había salvado la bandera; otro había matado a cinco franceses; el de más allá había cargado, él solo, cinco cañones. De Berg contaban todos que, herido en la mano derecha, había empuñado la espada con la izquierda y había seguido combatiendo. Nada se decía de Bolkonski, y sólo quienes lo habían conocido de cerca lamentaban su temprana muerte, dejando a su esposa encinta y a un padre estrafalario.
III
El 3 de marzo, el rumor de las conversaciones llenaba todas las salas del Club Inglés y, como las abejas en primavera, los socios e invitados, de uniforme o etiqueta y hasta algunos con pelucas y caftán, iban y venían, se sentaban, volvían a levantarse, se juntaban y se separaban de nuevo. Los lacayos, con sus pelucas empolvadas, sus libreas y calzones de seda, de pie junto a todas las puertas, intentaban captar cada movimiento de los invitados y socios para ofrecerles sus servicios.
La mayoría de los presentes eran ancianos respetables, de rostros redondos y gestos seguros, gruesos dedos y voz firme. Los socios del club y los invitados de esta categoría ocupaban los sitios de siempre y formaban sus acostumbradas tertulias. Otra parte, más pequeña, la constituían los invitados circunstanciales, principalmente jóvenes, entre los cuales se hallaban Denísov, Rostov y Dólojov, recientemente rehabilitado como oficial del regimiento Semiónovski. En los rostros de los jóvenes, y especialmente de los militares, era fácil observar una expresión de respeto un poco desdeñosa para con los viejos, que parecía decir a la pasada generación: “Estamos dispuestos a rendirles respetos y honores, pero no olviden que el porvenir nos pertenece".
Nesvitski se hallaba allí en calidad de antiguo socio del club; Pierre, que por deseo de su mujer se había dejado crecer el cabello, no llevaba lentes y vestía a la moda, recorría las salas con aire triste y abatido. Como siempre, lo rodeaba el mismo ambiente de gentes que reverenciaban su fortuna y a las que él trataba con distraído menosprecio, acostumbrado como estaba a dominar a los demás.