Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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–¡Oh, amigo mío!– murmuró, cogiendo el brazo de Pierre; en su voz había una franqueza y una debilidad que Pierre jamás había observado en él. —¡Qué pecadores y mentirosos somos! Y, en fin de cuentas, ¿para qué? Voy hacia los sesenta, amigo mío, y ya... Todo concluye con la muerte, todo. La muerte es terrible– y estalló en sollozos.
Anna Mijáilovna salió la última. Lentamente, con pasos silenciosos, se acercó a Pierre.
–¡Pierre!– dijo.
Él la miró, interrogador. La princesa besó al joven en la frente, mojándola con sus lágrimas. Tras un silencio dijo:
–Il n’est plus... 119
Pierre la miró a través de los lentes.
–Allons, je vous reconduirai. Tâchez de pleurer. Rien ne soulage comme les larmes. 120
Acompañó al joven hacia el salón, sumido en la penumbra. Pierre estaba contento de que nadie pudiese verle la cara. Anna Mijáilovna se alejó de él y, cuando volvió, Pierre dormía profundamente con la cabeza apoyada en el brazo.
Al día siguiente, por la mañana, Anna Mijáilovna dijo a Pierre:
–Oui, mon cher, es una gran pérdida para todos. No hablo de usted. Pero Dios le dará fuerzas: es usted joven y, según espero, se halla con una inmensa fortuna. Todavía no se ha abierto el testamento. Lo conozco bastante para saber que eso no le hará perder la cabeza. Pero le impone deberes, et il faut être homme. 121
Pierre callaba.
–Quizá más tarde le diré que si yo no hubiese estado, Dios sabe qué habría ocurrido. Sepa que mi tío el conde, anteayer, me prometía no olvidar a Borís. Pero no le ha quedado tiempo. Espero, mi querido amigo, que dará oídos al deseo de su padre.
Pierre no entendía nada; tímido, ruborizado, miraba a la princesa Anna Mijáilovna.
Después de su conversación con Pierre, Anna Mijáilovna fue a dormir a casa de los Rostov. Por la mañana contó a éstos y a todos sus conocidos los detalles de la muerte del conde Bezújov. Decía que el conde había muerto como ella misma querría morir, que su fin había sido no sólo conmovedor sino edificante, y que la última entrevista del padre y del hijo había resultado tan emotiva que no podía recordarla sin llorar, y que no sabía quién de los dos se había portado mejor en aquel terrible momento: si el padre, que en los últimos instantes se acordaba de todos y decía al hijo palabras conmovedoras, o Pierre, a quien daba lástima ver tan afectado, por más que tratara de ocultar su pena para no disgustar al moribundo.
–C’est pénible, mais cela fait du bien; ça élève l’âme de voir des hommes comme le vieux comte et son digne fils– comentaba. 122
Por lo que respecta a los actos de la princesa y del príncipe Vasili, también los contaba, sin aprobarlos, pero sigilosamente y en secreto.
XXII
En Lisie-Gori, la finca del príncipe Nikolái Andréievich Bolkonski, se esperaba de un día a otro la llegada del joven príncipe Andréi y de su esposa. Mas la espera no había perturbado el severo orden que regía la vida en la mansión del viejo príncipe. El general en jefe, príncipe Nikolái Andréievich, a quien la sociedad diera el sobrenombre de rey de Prusia, no se movía de Lisie-Gori, donde habitaba con su hija, la princesa María, y con su señorita de compañía, mademoiselle Bourienne, desde que, bajo Pablo I, fuera deportado a su hacienda en el campo. Y aunque al comienzo del nuevo reinado se le permitiera volver a la capital, el príncipe Nikolái no quiso dejar su finca, diciendo que si alguien lo necesitaba podía recorrer los ciento cincuenta kilómetros que separaban a Moscú de Lisie-Gori, porque él no precisaba de nadie ni de nada. Sostenía que sólo había dos causas de los vicios humanos: el ocio y la superstición, y sólo dos virtudes, la actividad y la inteligencia. Él mismo se ocupaba de la educación de su hija y, para desarrollar en la joven ambas virtudes capitales, le daba lecciones de álgebra y geometría y había distribuido su vida en una serie ininterrumpida de tareas. El príncipe, por su parte, siempre estaba ocupado: ya en escribir sus memorias, ya en resolver problemas de matemáticas superiores, en hacer tabaqueras al torno, trabajar en el jardín o vigilar, en sus posesiones, las sempiternas obras. Y como la condición fundamental de la actividad es el orden, éste había sido llevado al último grado de exactitud. Su entrada al comedor se atenía siempre al mismo ritual, y no sólo a idéntica hora, sino al mismo minuto. Con las gentes que lo rodeaban, desde su hija hasta los criados, el príncipe era brusco y siempre exigente, y por ello, aun no siendo cruel, suscitaba un temor y un respeto que difícilmente podría alcanzar el hombre más cruel. Aun viviendo retirado sin influencia alguna en los asuntos del Estado, todo gobernador de la provincia a que pertenecía la finca del príncipe consideraba un deber suyo presentarse a él, y lo mismo que el arquitecto, el jardinero o la princesa María, aguardaba dócilmente la hora fijada en que el príncipe recibía en la sala. Cuantos esperaban en esa sala experimentaban el mismo sentimiento de respeto y aun de temor cuando se abría la puerta amplia y alta del despacho y aparecía con su empolvada peluca la menuda figura del anciano, con sus manos pequeñas y secas, sus cejas grises y caídas que velaban, cuando fruncía el ceño, el fulgor de unos ojos llenos de inteligencia y juventud.
La mañana del día en que iban a llegar los jóvenes príncipes entró la princesa María, a la hora exacta de siempre, en la sala de espera para el acostumbrado saludo matinal; hizo con temor el signo de la cruz y rezó interiormente. Cada día, al entrar allí, rezaba para que la entrevista transcurriera felizmente.
El viejo criado, empolvado, que estaba en la sala se levantó sin ruido y dijo a la princesa con voz queda:
–Puede pasar.
Al otro lado se oía el sonido rítmico de un torno. La princesa empujó con timidez la puerta, que se abrió con facilidad y silenciosamente, y se detuvo en el umbral. El príncipe trabajaba en el torno; volvió la cabeza para verla y prosiguió con su trabajo.
El enorme despacho estaba repleto de objetos que, evidentemente, eran utilizados de continuo. La larga mesa, sobre la que había libros y planos, las grandes librerías encristaladas, con sus llaves puestas, el alto pupitre propio para escribir de pie sobre el que había un cuaderno abierto, el torno con las herramientas preparadas y las virutas esparcidas por todas partes, todo revelaba una actividad incansable, diversa y ordenada. Por los movimientos de un pie, más bien pequeño, calzado con una bota tártara bordada con plata, y la firme presión de la mano delgada y sarmentosa se adivinaba todavía en el príncipe la energía tenaz de una saludable vejez. Después de haber dado unas cuantas vueltas, el anciano retiró el pie del pedal, limpió la herramienta y la puso en una bolsa de cuero junto al torno; luego, acercándose a la mesa, llamó a su hija. No bendecía nunca a sus hijos; se limitó, pues, a presentar a la joven su mejilla, áspera, todavía sin afeitar, y dijo mirándola con severidad, ternura y atención a un tiempo:
–¿Estás bien?... Vamos, siéntate.
Tomó el cuaderno de geometría, escrito de su puño y letra, y acercó su sillón con el pie.
–Para mañana– dijo buscando rápidamente la página y señalando con su dura uña el párrafo.
La princesa se inclinó sobre el cuaderno.
–Espera, hay una carta para ti– añadió, y sacó de la bolsa unida a la mesa un sobre escrito con letra de mujer.
Al ver el sobre, el rostro de la princesa se tiñó de rojo. Lo tomó rápidamente.
–¿Es de tu Eloísa?– preguntó el príncipe, descubriendo con una fría sonrisa sus dientes amarillentos pero todavía fuertes.
–Sí, es de Julie– contestó la princesa mirándolo y sonriendo tímidamente.
–Te daré otras dos cartas, y la tercera la leeré– dijo severamente el príncipe. —Temo que escribís muchas tonterías. Leeré la tercera.
–Lea ésta, mon père– dijo la princesa, enrojeciendo aún más y tendiéndole la carta.
–La tercera, he dicho la tercera– replicó el príncipe, rechazando la carta. Y, apoyándose en la mesa, acercó el cuaderno lleno de figuras geométricas. —Bien, señorita– comenzó el anciano, inclinándose junto a la princesa hacia el cuaderno y poniendo un brazo sobre el respaldo del asiento, de manera que se sentía rodeada desde todas parles por el olor del tabaco y el aliento acre de la vejez, que ella conocía desde hacía tanto tiempo. —Bien, señorita, estos triángulos son semejantes: mira el ángulo a-b-c.
La princesa miraba con miedo los ojos brillantes del padre tan próximos a ella; su rostro se cubría de manchas rojas y era evidente que no entendía nada y que el miedo le impedía comprender las explicaciones del padre, por muy claras que fuesen. ¿De quién era la culpa, del maestro o de la discípula? Cada día se repetía la escena: se le nublaba la vista, dejaba de ver y de oír; sólo sentía, cercano, el rostro enjuto de su severo profesor, su aliento y su olor, y no pensaba más que en salir lo antes posible del despacho y volver a su habitación para comprender el problema. El anciano perdía la paciencia, retiraba con estruendo la silla en que estaba sentado, la acercaba de nuevo, hacía verdaderos esfuerzos para permanecer tranquilo, pero casi todos los días terminaba por encolerizarse, profería insultos, cuando no arrojaba al suelo el cuaderno.
La princesa se equivocó al dar la respuesta:
–¡No eres más que una estúpida!– gritó el príncipe, apartando el cuaderno y volviéndose rápidamente; pero se levantó, dio unos pasos por la estancia, posó una mano sobre los cabellos de su hija y volvió a sentarse.
Se acercó a ella y prosiguió su explicación.
–No puede ser esto, princesa, no puede ser– dijo, cuando la joven hubo cerrado el cuaderno y estaba ya pronta a marcharse. —Las matemáticas son una gran cosa, querida mía. No quiero que te parezcas a nuestras necias damiselas. Te acostumbrarás y acabarán por gustarte– le acarició las mejillas. —Se te irán las tonterías de la cabeza.
La princesa quería retirarse, pero el padre la detuvo con un gesto y tomó de encima de la alta mesa un libro nuevo, no abierto aún.
–Ahí tienes: tu Eloísa te envía también La clave del Misterio; es un libro religioso. Yo no me meto con ninguna religión... Le he echado una ojeada: tómalo. Y ahora vete, vete.
Le dio una palmadita en la espalda y él mismo cerró tras ella la puerta.
La princesa María volvió a su habitación con la expresión triste y asustada que raramente la abandonaba y que afeaba todavía más su poco agraciado rostro enfermizo. Tomó asiento ante su escritorio lleno de retratos, miniaturas, cuadernos y libros. La princesa era tan desordenada, como ordenado su padre. Dejó el cuaderno de geometría y abrió impaciente la carta. Era de su más íntima amiga de infancia, de aquella Julie Karáguina que asistiera a la fiesta de los Rostov. Julie escribía en francés:
Chère et excellente amie, ¡Qué cosa tan terrible y espantosa es la ausencia! Por mucho que me digo que la mitad de mi existencia y felicidad eres tú, y que, a pesar de la distancia que nos separa, nuestros corazones están unidos con indisolubles lazos, el mío se rebela contra el destino y, a pesar del placer y las distracciones que me rodean, no puedo vencer cierta tristeza que siento escondida en el fondo de mi corazón desde que nos separamos. ¿Por qué no estamos juntas, como este verano, en tu gran salón, sobre el diván azul, el diván de nuestras confidencias? ¿Por qué no puedo, como hace tres meses, hallar nuevas fuerzas en tu mirada, tan dulce y tan penetrante, mirada a la que tanto quiero y creo tener aún delante mientras te escribo?
Al llegar a esta parte de la carta, la princesa María suspiró y se miró en el espejo que había a su derecha. El espejo reflejaba un cuerpo feo y débil y un rostro delgado. "Me adula”, pensó la princesa. Y apartando los ojos del espejo, siguió la lectura. Los ojos, siempre tristes, miraban al espejo con peculiar desespero, sobre todo ahora. Sin embargo Julie no la adulaba. En realidad los ojos de la princesa, grandes, profundos y luminosos (como si lanzasen rayos de luz cálida), eran tan bellos que con frecuencia, no obstante la fealdad de su rostro, resultaban más atractivos que cualquier hermosura. Pero la princesa no había reparado nunca en la expresión de sus ojos; la expresión que tenían cuando no pensaba en sí misma.
Como sucede a todos, su rostro, apenas se miraba en un espejo, adquiría una expresión artificial, forzada. Continuó la lectura:
Tout Moscou ne parle que guerre. Uno de mis hermanos está ya en el extranjero y el otro con la Guardia, que se pone en camino hacia la frontera. Nuestro amado Emperador ha salido de San Petersburgo, lo que se interpreta como el deseo de exponer su preciosa existencia a los riesgos de la guerra. Dios quiera que el monstruo corso que destruye la paz de Europa sea abatido por el ángel que el Omnipotente en Su misericordia nos ha dado por soberano. Sin hablar de mis hermanos, esta guerra me priva de una persona muy querida para mí, hablo del joven Nikolái Rostov, que, con su entusiasmo, no ha podido soportar la inacción y ha abandonado la Universidad para irse al ejército. Te confesaré, querida María, que a pesar de su juventud, la partida de Nikolái para el ejército ha sido un gran dolor para mí. El joven, de quien te hablaba este verano, tiene tanta nobleza y tan verdadera juventud como raramente se encuentra ya entre nuestros viejos de veinte años; posee, sobre todo, tal sinceridad y corazón y es de tal manera puro y poético, que mis relaciones con él, aunque pasajeras, han constituido una de las más dulces alegrías de mi pobre corazón, que ya ha sufrido tanto. Algún día te contaré nuestra despedida y todo lo que hablamos el día de su marcha. Son cosas todavía demasiado recientes... ¡Ah, querida amiga! ¡Feliz tú que desconoces estas alegrías y estas penas tan hirientes! ¡Feliz tú, porque las últimas son, ordinariamente, más fuertes que las primeras! Sé muy bien que el conde Nikolái es todavía demasiado joven para que pueda ser para mí, alguna vez, algo más que un amigo, pero esta dulce amistad, este afecto tan poético y puro, son ya una necesidad de mi corazón. Mas no hablemos de ello. La gran noticia del día, que ocupa a todo Moscú, es la muerte del viejo conde Bezújov y su herencia. Figúrate que a las tres princesas apenas les ha correspondido nada, al príncipe Vasili nada en absoluto y quien lo ha recibido todo es Pierre, el cual, por añadidura, ha sido reconocido como hijo legítimo y, por tanto, conde Bezújov y dueño de la más espléndida fortuna de Rusia. Se dice que el príncipe Vasili ha tenido una triste parte en toda esta historia y que ha vuelto a San Petersburgo bastante avergonzado.
Te confieso que entiendo muy poco de este asunto de legados y testamentos; lo único que sé es que, desde que ese joven al que conocíamos por Pierre se ha convertido en el conde Bezújov y dueño de una de las mayores fortunas de Rusia, me divierte mucho observar el cambio de tono y de actitud de las mamás cargadas de hijas casaderas y aun de las mismas señoritas, con respecto a ese señor, que, entre paréntesis, siempre me pareció un pobre diablo. Y como desde hace dos años la gente se divierte atribuyéndome prometidos, a los que muchas veces ni siquiera conozco, la crónica matrimonial de Moscú ya me hace condesa Bezújov. Ya comprenderás que no lo deseo en absoluto. Y a propósito de matrimonios, habrás de saber que hace unos días la “tía universal", Anna Mijáilovna, me ha confiado con el mayor secreto un proyecto matrimonial para ti. Se trata, ni más ni menos, del hijo del príncipe Vasili, Anatole, al que quieren situar casándolo con una persona rica y distinguida; y sobre ti ha recaído la elección de los parientes. No sé cómo verás la cosa, pero he creído un deber advertirte. Dicen que es bastante guapo y muy mala persona: es cuanto he podido sacar sobre él, pero basta de cháchara. Termino mi segunda hoja y mamá me llama para ir a comer a casa de los Apraksin. Lee el libro místico que te mando y que está haciendo furor aquí. Aunque tiene cosas incomprensibles para la débil mente humana, es un libro admirable, cuya lectura tranquiliza y eleva el alma.
Adieu. Mes respects à monsieur votre père et mes compliments à mademoiselle Bourienne. Je vous embrasse comme je vous aime.
Julie
P. S.– Donnez-moi des nouvelles de votre frère et de sa charmante petite femme.
La princesa reflexionó un momento, sonrió pensativa (su rostro, iluminado por los ojos radiantes, se transformó totalmente). Después se levantó y con torpe paso se acercó al escritorio. Tomó un pliego de papel y su mano empezó a correr. La respuesta fue ésta:
Chère et excellente amie, tu carta del día 13 me ha proporcionado una gran alegría. Sigues queriéndome, mi poética Julie. La ausencia de que tanto te quejas no ha ejercido en ti sus acostumbrados efectos. Te lamentas de la ausencia, ¿y qué deberé decir yo, si me atreviera a lamentarme, privada de todos aquellos que me son queridos? ¡Oh, si no tuviésemos el consuelo de la religión, la vida sería bien triste! ¿Por qué supones en mí una severa mirada cuando hablo de tu afecto por ese joven? En este aspecto no soy rígida más que para conmigo misma. Comprendo tales sentimientos en los demás y, si no puedo aprobarlos, tampoco los condeno, ya que nunca los he experimentado. Únicamente me parece que el amor cristiano, el amor al prójimo y a los enemigos es más meritorio, más dulce, más bello que todos los sentimientos que pueden inspirar los bellos ojos de un joven a una muchacha poética y apasionada como tú.
La noticia de la muerte del conde Bezújov llegó antes que tu carta y mi padre quedó muy afectado. Dice que era el penúltimo representante del gran siglo y que ahora le toca a él, pero que hará todo lo posible para retrasar su tumo. ¡Que Dios nos libre de tan terrible desgracia! No comparto tu opinión sobre Pierre, al que conocí de niño. Siempre me ha parecido un corazón excelente, y ésa es la cualidad que más aprecio en las personas. En cuanto a su herencia y a la parte que en el asunto ha tenido el príncipe Vasili, es cosa bien triste para los dos. Ah, querida amiga, las palabras de nuestro divino Salvador, que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de Dios, son terriblemente verdaderas; compadezco al príncipe Vasili y compadezco todavía más a Pierre. Tan joven y ya abrumado por tantas riquezas, ¡cuántas tentaciones tendrá que sufrir! Si me preguntaran qué es lo que más deseo en el mundo, diría que ser más pobre que el más mísero mendigo. Mil gracias, querida amiga, por el libro que me mandas y que hace tanta sensación entre vosotros. Y ya que dices que entre muchas cosas buenas hay otras a las que no puede llegar la débil mente humana, me parece que será inútil dedicarse a una lectura incomprensible y que por la misma razón no puede proporcionamos fruto alguno. Nunca he comprendido la pasión que ciertas personas tienen por confundir sus ideas entregándose a ciertos libros místicos que no hacen más que suscitar dudas en el espíritu, turban la imaginación y dan un carácter de exaltación absolutamente contrario a la sencillez cristiana. Leamos a los Apóstoles y los Evangelios. No tratemos de penetrar en lo que en ellos hay de misterioso, porque, ¿cómo nos atreveremos nosotros, miserables pecadores, a iniciarnos en los terribles y sagrados secretos de la Providencia mientras llevemos esta cubierta carnal que pone entre nosotros y el Eterno un impenetrable velo? Dediquémonos, pues, a estudiar los sublimes principios que nuestro divino Salvador nos ha dejado como guía aquí abajo; intentemos conformarnos con ellos y seguirlos, persuadámonos que, cuantas menos concesiones hagamos a nuestro débil espíritu humano, más caros seremos a Dios, que rechaza toda ciencia que no provenga de Él; que cuanto menos tratemos de profundizar en lo que Él ha sustraído a nuestros conocimientos, antes nos concederá descubrirlo por medio de su espíritu divino.
Nada me ha hablado mi padre de pretendientes, sólo me ha dicho que había recibido una carta y esperaba la visita del príncipe Vasili. En cuanto al proyecto matrimonial que a mí se refiere, te diré, querida y buena amiga, que el matrimonio, a mi parecer, es una institución divina con la que hay que conformarse. Por muy penoso que pueda ser para mí ese paso, si el Todopoderoso me impusiera el deber de esposa y madre, trataría de cumplirlo lo más fielmente que pudiera, sin inquietarme en examinar mis sentimientos hacia aquel que Dios quiera darme por marido.
He recibido una carta de mi hermano, en la que me anuncia su llegada a Lisie-Gori, en compañía de su mujer. Será una alegría de breve duración, puesto que nos abandona para tomar parte en esa desgraciada guerra a la que nos vemos arrastrados. Dios sabe cómo y para qué. No sólo se habla de guerra entre vosotros, en el centro mismo de los negocios y del mundo, sino también aquí, en medio de los trabajos del campo y de la calma que los habitantes de la ciudad acostumbran imaginar en estos parajes, el rumor de la guerra empieza a dejarse sentir penosamente. Mi padre no habla más que de marchas y contramarchas, de lo que nada entiendo: y anteayer, mientras hacía mi habitual paseo por la calle del pueblo fui testigo de una escena desgarradora... Un convoy de reclutas salidos de aquí para el ejército... Había que ver en qué estado quedaban las madres, las mujeres y los hijos de esos hombres que partían, y escuchar los sollozos de unos y otros. Diríase que la Humanidad ha olvidado las leyes de su divino Salvador, que predicaba el amor y el perdón de las ofensas, y que ahora el mayor mérito de los hombres sólo consista en el arte de matarse unos a otros.
Adieu, chère et bonne amie, que notre divin Sauveur et Sa très Sainte Mere vous aient en Leur sainte et puissante garde.
Marie
—Ah!, vous expédiez le courier, princesse; moi j’ai déjà expédié le mien. J’ai écrit à ma pauvre mère 123– dijo rápidamente, con voz agradable y sonora, la sonriente mademoiselle Bourienne, difundiendo con su presencia, en el ambiente tristón y taciturno de la princesa María, un aire distinto: frívolo, alegre y autocomplaciente. —Princesse, il faut que je vous prévienne– añadió bajando la voz. —Le prince a eu une altercation...– dijo complaciéndose en escucharse, —une altercation avec Michel Ivanof. Il est de très mauvaise humeur, très morose. Soyez prévenue, vous savez...
–Ah! chère amie– la interrumpió la princesa María, —je vous ai priée de ne jamais me prévenir de l'humeur dans laquelle se trouve mon père. Je ne me permets pas de le juger et je ne voudrais pas que les autres le fassent. 124
La princesa miró su reloj y, dándose cuenta de que ya habían pasado cinco minutos de la hora en que solía empezar la clase de clavicordio, se dirigió con aire temeroso al saloncito. De doce a dos, según la costumbre, el príncipe reposaba y la princesa María debía tocar el clavicordio.
XXIII
El canoso ayuda de cámara, sentado en su silla, cabeceaba atento a los ronquidos del príncipe en su enorme despacho. Desde la otra parte de la casa, a través de las puertas cerradas, llegaban, repetidos por vigésima vez, los difíciles pasajes de la sonata de Dussek.
En aquel momento se detuvieron frente a la puerta principal una carroza y una carretela; de la carroza descendió el príncipe Andréi, que ayudó a salir a su mujer y la dejó pasar delante. El viejo Tijón apareció, con su peluca, en la puerta de la sala, anunció en voz baja que el príncipe dormía y cerró rápidamente la puerta. Tijón sabía que ni la llegada del hijo ni suceso alguno, aun el más extraordinario, debían alterar el orden establecido.
Y el príncipe Andréi lo sabía sin duda tan bien como Tijón, pues miró al reloj, como para comprobar que los hábitos de su padre no habían cambiado desde la última vez que se vieron, y, convencido de ello, se volvió hacia su mujer:
–Se levantará dentro de veinte minutos– dijo. —Vamos a ver a la princesa María.
La pequeña princesa había engordado en los últimos tiempos, pero sus ojos y su corto labio sonriente, sombreado de una ligera pelusa, se elevaba siempre de la misma manera alegre y graciosa.
–Mais, c’est un palais– dijo a su marido, mirando con la misma expresión con que uno felicita al anfitrión en un baile. —Allons, vite, vite... 125
Miraba, sin dejar de sonreír, a Tijón, a su marido y al camarero que los acompañaba:
–C’est Marie qui s’exerce? Allons doucement, il faut la surprendre. 126
El príncipe Andréi la siguió cortésmente, pero triste.
–Has envejecido, Tijón– dijo, al pasar, al viejo, que le besó la mano.
Antes de llegar a la sala de la que salían las notas del clavicordio, apareció por una puerta lateral la hermosa y rubia francesa. Mademoiselle Bourienne parecía loca de entusiasmo.
–Ah! quel bonheur pour la princesse!– exclamó. —En– fin!... Il faut que je la prévienne. 127
–Non, non, de grâce... Vous êtes mademoiselle Bourienne, je vous connais déjà par l’amitié que vous porte ma belle-soeur– replicó la princesa, besándola. —Elle ne nous attend pas? 128
Se acercaron a la puerta del salón de los divanes tras la cual se oía el pasaje repetido una y otra vez. El príncipe Andréi se detuvo y frunció el ceño como si esperara algo desagradable.
La princesa entró. El pasaje musical quedó interrumpido y se oyó un grito y los pasos pesados de la princesa María seguidos de sonoros besos. Cuando el príncipe Andréi entró, ambas princesas, que no se habían visto más que brevemente con ocasión de la boda, estaban abrazadas estrechamente, besándose en los mismos sitios que lograron alcanzar en el primer instante. Junto a ellas estaba mademoiselle Bourienne, con las manos puestas sobre el corazón; sonreía devotamente, presta tanto a reír como a llorar. El príncipe Andréi se encogió de hombros y frunció el ceño, como hacen los entendidos en música cuando perciben una nota falsa. Ambas mujeres se separaron y, como si temieran llegar tarde, volvieron a cogerse las manos y besarse; otra vez se separaron, se juntaron y repitieron los besos y, cosa completamente inesperada para el príncipe Andréi, empezaron a llorar sin dejar de besarse. También mademoiselle Bourienne lloraba. El príncipe Andréi estaba manifiestamente violento, pero a las dos mujeres les parecía tan natural llorar que nunca habrían podido figurarse de otra manera aquel encuentro.
–Ah, chère!... Ah, Marie!...– hablaron a la vez riendo. —J'ai rêvé cette nuit!... Vous ne nous attendiez done pas... Ah! Marie, vous avez maigri... Et vous avez repris... 129
–J'ai tout de suite reconnu Madame la princesse 130– intervino mademoiselle Bourienne.
–Et moi qui ne me doutais pas!– exclamó la princesa María. —Ah! André!... Je ne vous voyais pas. 131
El príncipe Andréi besó a su hermana estrechándose las manos y le dijo que seguía siendo la pleurnicheuse 132de siempre. Se volvió la princesa María hacia su hermano y, a través de las lágrimas, la mirada cariñosa, tierna y cálida de sus ojos bellísimos, grandes y luminosos en aquel instante, se detuvo en él.
La princesa Lisa hablaba sin descanso. El corto labio superior, sombreado de leve pelusa, descendía rápido a cada momento, tocando el rosado labio inferior, y se abría en una sonrisa que brillaba en sus dientes y ojos. La princesa Lisa contó un accidente ocurrido en el campo, junto al monte de Spásskoie y que, en las circunstancias de su estado, podría haber tenido tristes consecuencias. En seguida dijo que había dejado todos sus vestidos en San Petersburgo y que aquí sólo Dios sabe lo que se pondría; que Andréi había cambiado mucho; que Kitty Odintzova se había casado con un viejo; que había un pretendiente pour tout de bon 133para la princesa María, pero que de eso hablarían después. La princesa María miraba en silencio a su hermano con sus bellos ojos llenos aún de amor y de tristeza. Era evidente que sus ideas discurrían independientes de las de su cuñada. En pleno relato de las últimas fiestas en San Petersburgo, se volvió a su hermano:
–¿Te vas decididamente a la guerra, Andréi?– preguntó suspirando.
Lisa suspiró también.
–Mañana mismo– replicó Andréi.
–Il m’abandonne ici, et Dieu sait pourquoi, quand il aurait pu avoir de l’avancement... 134
La princesa María, sin terminar de oírla, seguía sus propios pensamientos; se volvió a su cuñada, señalando su vientre con ternura:
–¿Es seguro?– preguntó.
El rostro de la princesa Lisa cambió.
–Sí, seguro– respondió con un suspiro. —Ah, es tan terrible...
Descendió su pequeño labio, acercó su rostro al de su cuñada y, de pronto, volvió a llorar.
–Necesita descansar– dijo el príncipe Andréi, frunciendo el ceño. —¿Verdad, Lisa? Llévala a tu cuarto, yo iré a ver al padre. ¿Sigue igual?
–Igual. No sé cómo lo encontrarás tú– contestó alegremente la princesa.
–¿Las mismas horas, los mismos paseos por las avenidas del parque? ¿Y el torno?– siguió preguntando el príncipe Andréi con una imperceptible sonrisa indicadora de que, a pesar de todo su amor y respeto por el padre, comprendía sus debilidades.
–Las mismas horas, el mismo torno y también las matemáticas y mis lecciones de geometría– respondió sonriendo la princesa María, como si las lecciones de geometría fueran una de las cosas más divertidas de su vida.
Transcurridos los veinte minutos que faltaban para que se levantase el viejo príncipe, se presentó Tijón para llamar al príncipe joven. En consideración a la llegada de su hijo, el anciano hacía una excepción en sus costumbres.
Ordenó que se lo introdujera en su cámara, mientras se vestía para la comida. Vestía el príncipe a la moda antigua, con caftán y empolvada la cabeza. Cuando el príncipe Andréi entró en la habitación de su padre (su rostro, su manera de ser no denotaban el desdén y el aburrimiento que adoptaba en los salones, sino la animación que mostraba hablando con Pierre), el viejo estaba sentado ante el tocador en una butaca de cuero, cubierto por un peinador, y ofrecía su cabeza a los cuidados de Tijón.
–¡Hola, guerrero! ¿Quieres conquistar a Bonaparte?– dijo el anciano, sacudiendo la empolvada cabeza en cuanto lo permitían las manos de Tijón, que le trenzaba el pelo. A ver si por lo menos tú lo zurras bien: porque, de otro modo, acabaremos por convertirnos en súbditos suyos ¡Buenos días!– y le ofreció su mejilla.