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Guerra y paz
  • Текст добавлен: 5 октября 2016, 23:58

Текст книги "Guerra y paz"


Автор книги: Leon Tolstoi



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–Y ahí tiene a la reina de San Petersburgo, la condesa Bezújov– añadió señalando a Elena, que entraba en aquel momento. —¡Qué bella es! Nada tiene que envidiar a María Antónovna. Fíjese cómo jóvenes y viejos la rodean. Bella e inteligente... Dicen que el príncipe... está loco por ella... En cambio esas dos, aunque no son bellas, van aún más acompañadas.

Y señaló a una dama que con una hija muy fea cruzaba la sala.

–Es una novia con muchos millones– explicó Perónskaia, —y aquí están los novios.

–Ése es el hermano de la condesa Bezújov, Anatole Kuraguin– y señaló a un apuesto caballero de la Guardia que pasó ante ellas y desde la altura de su levantada cabeza miraba a lo lejos sin fijarse en las damas. —Es guapo, ¿verdad? Lo casan con aquella millonaria... También su cousin Drubetskói le hace la corte. Se habla de millones.

La condesa señaló a Caulaincourt y preguntó quién era.

–Es el embajador francés– contestó Perónskaia. —Parece un rey. A pesar de todo, los franceses son simpáticos, simpatiquísimos. Nadie hay tan agradable como ellos para estar en sociedad. ¡Ah, ya está aquí! ¡Lo cierto es que no hay otra como nuestra María Antónovna! ¡Con qué sencillez viste! ¡Es un encanto!

–Y aquel señor grueso con lentes es francmasón universal– dijo, señalando a Pierre Bezújov; —viéndolo al lado de su mujer es un verdadero estafermo.

Balanceando su grueso cuerpo, Pierre se abría paso entre la gente sin dejar de saludar con movimientos de cabeza a diestro y siniestro con bonachonería y despreocupación, como si estuviese en un mercado atestado de gente.

Natasha miró con alegría el rostro conocido de Pierre, el estafermo, como lo llamaba Perónskaia. Sabía que Bezújov los buscaba a ellos entre los invitados, y especialmente a ella. Pierre había prometido asistir a la fiesta y presentarle algunos jóvenes para que la sacasen a bailar.

Sin llegar a los Rostov, Pierre se detuvo junto a un invitado de pelo castaño, más bien bajo, pero muy guapo, que vestía uniforme blanco y conversaba con un señor alto y lleno de condecoraciones. Natasha reconoció en seguida al joven del uniforme blanco: era Andréi Bolkonski, que le pareció muy rejuvenecido y mucho más alegre y atractivo.

–Otro conocido, mamá; Bolkonski– dijo Natasha. —¿Lo recuerda? Durmió una noche en Otrádnoie.

–¡Ah! ¿También lo conocen ustedes?– dijo Perónskaia. —Lo detesto. Il fait à présent la pluie et le beau temps. 301Tiene un orgullo sin límites. Ha salido a su padre. Se ha unido a Speranski y escriben no sé qué proyectos. Fíjese cómo trata a las señoras. Ella le está hablando y él se aparta. Ya le diría yo, si lo que hace a esas damas me lo hiciera a mí.

XVI

Súbitamente todo se puso en movimiento. Los invitados se agolparon, rumorosos, en la entrada y volvieron a retroceder: a los sones de la música, entre las dos filas de invitados, apareció el Emperador, seguido de los dueños de la casa. El Emperador avanzaba con paso rápido, saludando a derecha e izquierda, como si deseara terminar cuanto antes aquel primer minuto del encuentro. La orquesta tocaba una polca entonces de moda, compuesta en honor del Soberano: “Alejandro, Elizavita, nos encantáis vosotros dos...”. El Emperador entró en una salita. Los invitados se abalanzaron hacia la puerta. Algunos, con extraordinaria gravedad, entraban y salían de allí; después, los compactos grupos se apartaron de la puerta y apareció el Emperador conversando con la dueña de la casa. Un joven, con aire confuso, rogaba a las señoras que retrocedieran. Algunas damas, cuyos rostros expresaban un completo olvido de las conveniencias sociales, se adelantaban a empellones, con grave detrimento de sus vestidos. Los caballeros se fueron acercando a las señoras formando las parejas para la polca.

Por último, todos se hicieron a un lado y el Soberano, sonriente, llevando de la mano a la dueña de la casa y fuera de compás, cruzó el salón. Les seguía el señor de la casa con M. A. Narishkina y, después, los embajadores, ministros y generales, a los que Perónskaia iba nombrando, incansable. Más de la mitad de las señoras tenían pareja y se preparaban para bailar la polca. Natasha comprendió que corría el peligro de quedar con su madre y Sonia, junto a la pared, en el pequeño grupo de señoras que no habían sido invitadas. De pie, caídos los delgados brazos, palpitante el pecho apenas formado, Natasha contenía apenas la respiración y miraba hacia delante con ojos brillantes e inquietos que parecían dispuestos a la mayor alegría o a un gran dolor. Ni el Emperador ni las personalidades que iba señalando Perónskaia le interesaban en absoluto. Sólo tenía un pensamiento: "¿Nadie me va a sacar? ¿No bailaré entre las primeras? ¿Es que no se dan cuenta de mi presencia todos estos señores que ahora me miran como diciendo: «¡Ah! No es ésa, no es la que busco». No, no es posible —pensaba—. Tienen que comprender que quiero bailar, que bailo muy bien, y que para ellos será un placer bailar conmigo”.

Las notas de la polca, que la orquesta iba desgranando hacía algún tiempo, sonaban tristes como un recuerdo en los oídos de Natasha. Sintió deseos de llorar. Perónskaia se apartó de ellas. El conde se encontraba en el extremo opuesto de la sala. La condesa, Sonia y ella parecían estar solas como en un bosque, sin que nadie se interesase o fijase en ellas. El príncipe Andréi pasó delante de las Rostov acompañando a una dama. Evidentemente, no las había reconocido. El apuesto Anatole comentaba sonriente algo con su pareja y miró a Natasha como se mira una pared. También Borís pasó dos veces y las dos volvió la cara hacia otra parte. Berg y su mujer, que no bailaban, se les acercaron.

Esta especie de reunión familiar, precisamente en aquel lugar, en el baile, como si no hubiera otro sitio para una conversación privada, humilló a Natasha. No escuchó ni miró a Vera, que le hablaba de su vestido verde.

Por fin, el Emperador se detuvo junto a su última pareja de baile (bailaba con tres). Cesó la música. Un ayudante de campo, con aspecto de un hombre lleno de preocupaciones, se acercó a las Rostov y les rogó que se hicieran atrás, por más que ya estaban junto a la pared. La orquesta inició los sones pausados, claros y seductores del vals. El Emperador, sonriendo, miró a la sala. Pasaron unos instantes y nadie comenzaba a bailar. El ayudante de campo, que dirigía el baile, se acercó a la condesa Bezújov y la invitó. Ella levantó la mano, sonrió y, sin mirarlo, la puso en su hombro. El ayudante, experto bailarín, abrazó fuertemente a su pareja y con seguridad, sin prisa, siguiendo el ritmo, empezó a bailar deslizándose por los bordes del círculo y en un ángulo sujetó la mano izquierda de su dama y la hizo girar al ritmo cada vez más rápido de la música; sólo se oía el acompasado tintineo de las espuelas en los rápidos y ágiles pies del ayudante; cada tres compases, al dar la vuelta, el vestido de terciopelo de su pareja parecía, al inflarse, una llamarada. Natasha los contemplaba en silencio; estaba a punto de llorar, viendo que no bailaba el primer vals.

El príncipe Andréi, con su blanco uniforme de coronel de caballería, con medias de seda y zapato bajo, estaba animado y alegre en la primera fila del amplio círculo, no lejos de las Rostov. El barón Firhof hablaba con él sobre la primera sesión del Consejo Imperial, que iba a celebrarse al día siguiente. El príncipe Andréi, como hombre allegado a Speranski y partícipe de los trabajos de la Comisión de leyes, podía proporcionar noticias ciertas referentes a la sesión del Consejo, a propósito del cual circulaban los más diversos rumores. Pero Bolkonski no prestaba atención a cuanto decía Firhof y miraba bien al Emperador, bien a los caballeros que no se decidían a comenzar el baile.

El príncipe Andréi observaba a los caballeros, cohibidos por la presencia del Soberano, y a las damas, que ardían en deseos de ser invitadas.

Pierre se acercó a él y lo cogió del brazo.

–Usted baila siempre. Aquí hay una muchacha protégée mía, la joven Natasha Rostova: sáquela a bailar.

–¿Dónde está?– preguntó Bolkonski, y volviéndose al barón añadió: —Perdóneme: otro día terminaremos esta conversación; en el baile hay que bailar.

Y avanzó hacia donde le indicaba Pierre. El rostro desesperado y ansioso de Natasha no pasó inadvertido para el príncipe Andréi. La reconoció, adivinó sus pensamientos y comprendió que era el primer baile de la muchacha; recordó la conversación en la ventana y se acercó risueño a la condesa Rostova.

–Permítame que le presente a mi hija– dijo la condesa ruborizándose.

–Ya tuve ese placer, si la condesa se acuerda de mí– repuso el príncipe Andréi con una inclinación tan cortés y reverente que contradecía directamente lo dicho por Perónskaia sobre su grosería.

Se acercó a Natasha y se dispuso a ceñir su talle aun antes de invitarla a una vuelta de vals. La expresión ansiosa de aquel rostro, pronto al dolor o al entusiasmo, se iluminó de súbito con una sonrisa feliz, agradecida e infantil.

“¡Hace tanto tiempo que te esperaba!”, parecía decir aquella asustada y feliz muchacha cuando apoyó la mano en el hombro del príncipe Andréi. Era la segunda pareja que entraba en el círculo. El príncipe Andréi era uno de los mejores bailarines de su tiempo. Natasha lo hacía maravillosamente; se habría dicho que sus pies, calzados con zapatos de raso, volaban solos, rápidos y ligeros, mientras su rostro resplandecía de entusiasmo y felicidad. El cuello y los brazos de Natasha no eran bellos como los de Elena; sus hombros delgados y el pecho sin formar no tenían su atractivo; pero sobre Elena parecía advertirse el barniz dejado por las miles de miradas que habían resbalado por su cuerpo, mientras que Natasha era como una chiquilla escotada por primera vez, a quien daría vergüenza mostrarse así si no le hubiesen dicho que era necesario hacerlo.

Al príncipe Andréi le gustaba bailar y, deseando poner fin a las conversaciones políticas e intelectuales con que lo atosigaban, queriendo romper el ambiente cohibido creado por la presencia del Emperador, decidió bailar y escogió a Natasha porque así se lo había indicado Pierre y porque era la primera joven bonita que veía. Pero cuando enlazó aquel talle delgado y flexible, tan pronto como empezó a moverse y sonreír tan cerca, el hechizo de su encanto lo embriagó; se sintió pleno de vida y rejuvenecido cuando, recobrado el aliento, la dejó con su madre y se detuvo, mirando a los que bailaban.

XVII

Después del príncipe Andréi, se acercó Borís invitándola a bailar; y cuando la dejó Borís, danzó con el ayudante de campo que había abierto el baile y después con otros jóvenes. Natasha, animada y feliz, cedía a Sonia sus numerosos caballeros. Bailó la noche entera, sin descanso. No reparó en nada de lo que parecía interesar a todos. No se dio cuenta de la prolongada conversación del Emperador con el embajador de Francia, ni de la peculiar amabilidad que mostró hacia una dama, ni de que tal o cual príncipe había hecho tal o cual cosa, ni del éxito de Elena, a la que tal personaje había distinguido con atención especial. Ni siquiera miraba al Zar y se percató de su marcha porque, desde entonces, el baile se hizo más animado.

El príncipe Andréi bailó de nuevo con Natasha un alegre cotillón que precedió a la cena. Le recordó su primer encuentro en el jardín de Otrádnoie, la noche a la luz de la luna, cuando no podía dormir, y la conversación de la ventana, involuntariamente oída. Natasha enrojeció al oírlo y trató de justificarse como si hubiera algo vergonzoso en el sentimiento que, sin quererlo, había sorprendido el príncipe Andréi.

A Bolkonski, como a tantas personas educadas en la alta sociedad, le agradaba encontrar en aquel medio cuanto no llevara la impronta del gran mundo. Así era Natasha con sus asombros, sus alegrías, su timidez y hasta con sus incorrecciones en francés. El príncipe Andréi le hablaba con especial ternura y delicadeza. Sentado cerca de ella y conversando sobre los temas más fútiles, no dejaba de admirar el gozoso esplendor de sus ojos y la sonrisa, que no se refería a lo que hablaban, sino a su felicidad interna. Cuando la invitaban a bailar y Natasha se levantaba sonriente y dichosa, el príncipe Andréi admiraba, sobre todo, su tímida gracia. A la mitad de un cotillón, Natasha, respirando aún fatigosamente, volvía a su puesto cuando la invitó de nuevo otro caballero. Estaba cansada, se la veía dispuesta a negarse, pero puso la mano en el hombro de su nueva pareja y sonrió al príncipe Andréi.

"Me gustaría descansar y quedarme con usted, estoy cansada; pero ya lo ve: me eligen y esto me alegra y hace dichosa. Amo a todos y usted y yo comprendemos todo esto.” Eso y otras muchas cosas decía su sonrisa. Cuando el caballero la dejó, Natasha cruzó la sala en busca de dos damas para la figura.

"Si se acerca primero a su prima y después a la otra, será mi mujer”, se dijo inesperadamente el príncipe Andréi, sin dejar de mirarla. Natasha se acercó a su prima.

"Qué tonterías se me ocurren a veces —pensó el príncipe Andréi—. Pero lo cierto es que esta joven tan graciosa y peculiar se habrá casado antes de un mes. No se encuentran todos los días muchachas como ella en este ambiente”, se dijo cuando Natasha, arreglándose la rosa del corpiño, se sentó de nuevo a su lado.

A punto de terminar el cotillón, el viejo conde, con su frac azul, se acercó a los bailarines. Invitó al príncipe Andréi a visitarlos y preguntó a su hija si se había divertido. Natasha no contestó nada; se limitó a sonreír con una sonrisa que parecía un reproche: "¿Cómo puedes preguntarme eso?”.

–¡Jamás me había divertido tanto!– dijo después.

Y el príncipe Andréi observó que sus delicados brazos se levantaban rápidamente para abrazar a su padre y bajaban en seguida. Natasha era feliz como nunca lo había sido. Se hallaba en ese estado de dicha suprema cuando las personas se hacen totalmente buenas y no creen en la posibilidad del mal, de la desventura o del dolor.

En aquel baile, Pierre, por primera vez, se sintió humillado por la posición que ocupaba su mujer en las altas esferas. Estaba taciturno y abstraído. Una profunda arruga le cruzaba la frente y, de pie junto a una ventana, miraba a través de sus lentes sin reparar en nadie.

Natasha pasó a su lado, cuando se dirigía a la cena.

Llamó su atención el rostro sombrío y dolorido de Pierre. Se detuvo delante de él; le habría gustado ayudarlo, darle algo de su alegría desbordante.

–¡Qué divertido es esto!, ¿verdad, conde?– dijo.

Pierre sonrió distraído; era evidente que no comprendía.

–Sí, sí, estoy muy contento– respondió.

"¿Cómo puede haber alguien descontento? —pensó Natasha—. Sobre todo un hombre tan bueno como Bezújov.” A sus ojos, todos cuantos estaban presentes en el baile eran buenos, agradables, encantadores; se amaban los unos a los otros. Nadie podía ofender a nadie y, por tanto, todos debían ser felices.

XVIII

Al día siguiente el príncipe Andréi recordó el baile de la víspera, pero su pensamiento no se detuvo por mucho tiempo en él. "Sí... un baile espléndido. Y la joven Rostova es encantadora. Hay en ella algo peculiar, espontáneo, que la distingue; no es como las muchachas de San Petersburgo Eso fue todo lo que pensó del baile. Tomó el té y se dedicó a su trabajo.

Pero ya fuese por el cansancio o la falta de sueño, el día resultó malo para trabajar; el príncipe Andréi se sentía incapaz de hacer nada; no se le ocurría más que criticar cuanto hacía, lo que era frecuente en él, y lo alegró el anuncio de una visita.

El visitante, Bitski, miembro de varias comisiones, asiduo contertulio de todos los salones de San Petersburgo, apasionado admirador de las nuevas ideas de Speranski, gacetillero siempre bien informado en la capital, era uno de esos hombres que eligen sus opiniones como su ropa, según la moda; y precisamente por ello parecen ser los más ardientes partidarios de las novísimas corrientes. Con gesto preocupado, sin tiempo apenas para quitarse el sombrero, se acercó al príncipe Andréi y comenzó a hablar inmediatamente. Acababa de enterarse de todos los detalles de la sesión del Consejo Imperial, celebrada por la mañana y presidida por el mismo Emperador, y los exponía con entusiasmo. El discurso del Emperador había sido extraordinario, un discurso que sólo pronuncian los monarcas constitucionales. "El Emperador dijo claramente que el Consejo y el Senado son estamentossociales y que la gobernación del país no debe fundarse en la arbitrariedad sino en principios firmes; ha manifestado también que es preciso reformar las finanzas y que las cuentas deben hacerse públicas”, explicaba Bitski recalcando algunas palabras y abriendo significativamente los ojos.

–Sí, el acontecimiento de hoy marca el comienzo de una era, de la era más grande de nuestra historia– concluyó Bitski.

El príncipe Andréi escuchaba interesado los informes sobre la sesión del Consejo Imperial, que con tanta impaciencia esperaba y a la que tanta importancia atribuía; pero lo asombraba que ahora, una vez sucedido, ese acontecimiento, lejos de emocionarlo, le pareciera insignificante. Seguía la entusiasta exposición de Bitski con cierta ironía. Acudía a su mente una idea simplísima: "¿Qué puede importarnos a Bitski y a mí que el Emperador haya dicho esas cosas en el Consejo? ¿Puede, acaso, hacerme más feliz y mejor?”.

Y ese simple razonamiento destruyó de golpe el interés que el príncipe Andréi pudiera sentir por las reformas que se llevaban a cabo. Aquel mismo día debía comer con Speranski en petit comité. La perspectiva de comer en un ambiente familiar y amistoso con un hombre a quien tanto admiraba suscitaba antes un gran interés en el príncipe Andréi, tanto mayor pues jamás había visto a Speranski en la intimidad de su hogar. Mas ahora no sentía deseo alguno de ir.

Con todo, a la hora indicada, se presentó en la pequeña casa propiedad de Speranski, cerca del jardín de Táurida. En el comedor entarimado, que llamaba la atención por su meticulosa limpieza (que recordaba la pulcritud de un convento), el príncipe Andréi, algo retrasado, encontró ya reunido al petit comitéde Speranski. No había mujeres, excepto la pequeña hija del secretario de Estado —de rostro alargado, como el de su padre– y su institutriz. Los invitados eran Gervais, Magnitski y Stolipin, amigos íntimos del dueño de la casa. Al entrar en la antesala el príncipe Andréi oyó voces y una risa sonora, semejante a las que se oyen en el teatro. Alguien, con voz parecida a la de Speranski, reía marcando separadamente cada: ja... ja... ja... El príncipe Andréi no había oído reír a Speranski y aquella carcajada sonora y aguda del secretario de Estado le produjo un efecto extraño.

Entró en el comedor. Los invitados y su anfitrión estaban entre dos ventanas, ante una pequeña mesa llena de entremeses. Speranski, de frac gris, con una gran condecoración en el pecho, chaleco blanco y alta corbata también blanca —seguramente se había vestido así para asistir a la famosa sesión del Consejo—, se mantenía de pie junto a la mesa con cara alegre. Los demás lo rodeaban. Magnitski, dirigiéndose al anfitrión, contaba una anécdota. Speranski lo escuchaba, riendo ya de lo que iba a oír. Cuando el príncipe Andréi entraba en la estancia, las palabras de Magnitski eran sofocadas de nuevo por las risas. Stolipin, sin dejar de masticar un trozo de pan con queso, reía en tono de bajo profundo; Gervais dejaba escapar una risita y Speranski reía a carcajadas. Cuando vio a Bolkonski le tendió su mano blanca y delicada.

–¡Encantado de verlo, príncipe!– dijo. —Un momento...– se volvió a Magnitski, interrumpiendo su anécdota. —Hemos convenido hoy que nos reunimos para pasarlo bien: ni una palabra de negocios.

Y volvió a reír.

El príncipe Andréi escuchaba con asombro y tristeza, por la decepción, la risa de Speranski. Lo miraba y le parecía ver a otro hombre, distinto. Todo lo que antes le había parecido misterioso y seductor en Speranski adquirió, de pronto, claridad y dejó de ser atractivo; se hizo ahora evidente y vulgar.

En la mesa la conversación no cesó un punto y fue como una recopilación de anécdotas divertidas. No había concluido Magnitski su historieta cuando ya otro se ofrecía a contar una mejor. Las anécdotas se referían, en su mayor parte, no tanto a la administración como a los funcionarios. Se habría dicho que para ellos era tan manifiesta la estulticia de aquellas personas que la única actitud posible hacia ellos era la de cómica indulgencia. Speranski contó que, en la sesión del Consejo de la mañana, un consejero, completamente sordo, siempre que se le preguntaba su opinión sobre algo, respondía que él opinaba lo mismo. Gervais se refirió a una visita de inspección famosa por la absoluta imbecilidad de todos sus componentes. Stolipin, balbuceando, criticó con vehemencia los abusos del viejo estado de cosas, amenazando así con dar a la conversación un giro serio. Magnitski terció para reírse del acaloramiento de Stolipin y Gervais intercaló una broma que devolvió a la conversación general su tono frívolo.

A Speranski le gustaba evidentemente descansar después del trabajo y divertirse en una tertulia de amigos íntimos; y los invitados, que comprendían el deseo del secretario de Estado, trataban de alegrarlo y divertirse a su vez. Pero aquella alegría pareció aburrida y penosa al príncipe Andréi. El timbre agudo de la voz de Speranski le causaba una impresión desagradable, y su continua risa le sonaba a falsa y hería su sensibilidad. Bolkonski no reía y temió ser un aguafiestas, pero ninguno de ellos se percató de que su humor no estaba en consonancia con el ambiente general. Parecía que todos lo estaban pasando muy bien.

Se esforzó varias veces por intervenir en la conversación, pero siempre sus palabras eran rechazadas, como el corcho hundido en el agua, y no lograba bromear con todos ellos.

Nada había de malo ni impropio en lo que se decía: todo era ingenioso y podía resultar divertido, pero faltaba un punto de sabor, la sal de la alegría, cuya existencia ni siquiera sospechaban.

Después de la comida la hija de Speranski y su institutriz se levantaron. El secretario de Estado acarició a la niña con su blanca mano y le dio un beso. También ese gesto pareció artificial al príncipe Andréi.

De acuerdo con la costumbre inglesa, los hombres se quedaron de sobremesa bebiendo vino de Oporto. En mitad de la conversación, que había derivado a la intervención napoleónica en España —que todos aprobaban—, el príncipe Andréi manifestó su opinión contraria. Speranski sonrió y, con el deseo evidente de cambiar de tema, contó una anécdota que nada tenía que ver con la conversación general. Por un instante callaron todos.

Antes de levantarse, Speranski tapó la botella de oporto y dijo:

–Hoy día el buen vino es tan raro como el mirlo blanco.

La entregó al criado y se puso en pie. Todos hicieron lo mismo y conversando animadamente pasaron a la sala. En ese momento entregaron a Speranski dos despachos traídos por un correo. Los tomó y entró en su gabinete. Cuando se retiró, la alegría general desapareció y los invitados comenzaron a hablar de temas serios en voz baja.

–Bien, ahora llega la declamación– dijo Speranski saliendo de su despacho. —¡Tiene un talento sorprendente!– añadió volviéndose al príncipe Andréi.

Magnitski adoptó la postura adecuada y comenzó a declamar unos versos humorísticos franceses, compuestos por él sobre diversos personajes petersburgueses. Lo interrumpieron varias veces con aplausos.

Concluida la declamación, el príncipe Andréi se acercó a Speranski para despedirse.

–¿Dónde va tan pronto?– le preguntó el secretario de Estado.

–Me he comprometido para una velada...

Ambos guardaron silencio. El príncipe Andréi veía de cerca aquellos ojos velados que no se dejaban penetrar y le pareció cómico que él pudiera esperar algo de Speranski, y de su propia actuación, relacionada con él; ahora se preguntaba cómo podía haber dado tanta importancia a lo que él hacía. La risa acompasada y la falta de alegría siguieron sonándole en los oídos mucho tiempo después de abandonar la casa de Speranski.

De vuelta en la suya, el príncipe Andréi pasó revista, como si fuera algo nuevo, a su vida en San Petersburgo durante aquellos cuatro meses. Recordaba sus idas y venidas, sus búsquedas, el proyecto de reforma de los reglamentos militares tomados en consideración y sobre el que se había hecho un silencio total, sólo porque otro proyecto, muy malo, había sido presentado al Emperador. Recordó las sesiones del comité, en el cual figuraba Berg, y recordó cómo en esas reuniones se hablaba largo y tendido sobre la forma de celebrarlas, dejando siempre de lado con la misma diligencia todo aquello que se refería a la esencia del problema. Recordó su trabajo de codificación, el interés con que había traducido al ruso los artículos de los códigos romano y francés, y sintió vergüenza de sí mismo. Después se representó vivamente a Boguchárovo, sus trabajos en el campo y su viaje a Riazán. Recordó a los mujiks, al stárosta Dron y, aplicándoles mentalmente los derechos de las personas, que él había dividido en parágrafos, se asombró de haber empleado tanto tiempo en un trabajo tan estéril.

XIX

Al día siguiente el príncipe Andréi fue a visitar a ciertas personas en cuyas casas no había estado aún, y entre ellas a los Rostov, cuya amistad fue renovada en el último baile. Además del deber de cortesía, lo llevaba allí el deseo de ver en la intimidad a la muchacha original y llena de vitalidad que tan grato recuerdo le dejara.

Natasha fue una de las primeras en salir a su encuentro. Llevaba un vestido azul de casa con el cual pareció al príncipe aún mejor de como la viera en el baile. Ella y toda la familia lo acogieron como a un viejo amigo, con sencillez cordial. Esta familia, a la que en otros tiempos juzgara con tanta severidad, le pareció ahora sencilla y amable. La hospitalidad campechana del viejo conde, especialmente agradable en San Petersburgo, era tan sincera que el príncipe Andréi no pudo rehusar la invitación de quedarse a comer con ellos. “Es una familia buena, excelente —pensaba Bolkonski—, que no sabe ni se imagina el tesoro que tiene en Natasha. Magníficas personas, que forman el mejor fondo para esta encantadora muchacha tan poética y llena de vida.”

El príncipe Andréi veía en Natasha un mundo distinto, completamente ajeno para él, lleno de alegrías ignoradas; ese extraño mundo que en la avenida del jardín de Otrádnoie y en la ventana, aquella noche de luna, lo había desazonado tanto. Ahora, ese mundo ya no lo irritaba, no le era ajeno, sino que, al penetrar en él, le ofrecía nuevos placeres.

Después de la comida, a petición del príncipe Andréi, Natasha cantó acompañándose con el clavicordio. El príncipe, de pie junto a la ventana y sin abandonar la conversación de las damas, la escuchaba. En medio de una frase quedó en silencio y notó que atenazaban su garganta unas lágrimas inesperadas cuya posibilidad no conocía. Miró a Natasha, que seguía cantando, y algo nuevo y feliz removió su ser. Se sentía a un tiempo feliz y triste. No tenía razón alguna para llorar, pero las lágrimas estaban a punto de brotar. ¿Por qué? ¿Por su amor de otros tiempos? ¿Por la pequeña princesa Lisa? ¿Por tantas desilusiones?... ¿Por sus esperanzas en el porvenir?... Sí y no. La razón principal de aquellas lágrimas era la contradicción terrible, vivamente sentida por él, entre su anhelo de algo infinitamente grande e indeterminado y la sensación de que él era un ser limitado y corpóreo, como también ella. Esa contradicción lo afligía y alegraba mientras la oía cantar.

Apenas dejó de cantar se acercó a él y le preguntó si le gustaba su voz. Hizo la pregunta y quedó confusa, porque comprendió que no debía haberla hecho. Él sonrió y, mirándola, le dijo que su canto le agradaba como todo lo que ella hacía.

Ya era de noche cuando el príncipe Andréi salió de casa de los Rostov. Se acostó por la fuerza de la costumbre, pero pronto vio que le era imposible dormir. Bien encendía la vela, como se sentaba en el lecho, se levantaba, volvía a tumbarse, sin que el insomnio tenaz lo hiciera sufrir. Estaba alegre, renovado, como si acabara de salir de una habitación asfixiante al aire libre. No se le ocurría pensar, siquiera, que estuviera enamorado de Natasha; no pensaba en ella, pero su sola imagen hacía que su vida apareciera bajo una nueva luz. "¿Para qué me esfuerzo?, ¿para qué me afano en un ambiente estrecho y cerrado, cuando la vida, toda la vida, se me abre con sus alegrías?” Por primera vez, después de mucho tiempo, comenzó a hacer proyectos felices para el porvenir. Decidió que debía ocuparse de la educación de su hijo, confiarla a un buen preceptor; debía también dimitir de su cargo y salir al extranjero, visitar Inglaterra, Suiza e Italia. "Debo aprovechar mi libertad mientras sienta en mí tanto vigor y tanta juventud —se decía a sí mismo—. Tenía razón Pierre cuando aseguraba que es preciso creer en la posibilidad de ser feliz para serlo. Ahora creo en ella. Dejemos que los muertos entierren a los muertos; mientras se vive, hay que vivir y ser feliz.”

XX

Una mañana, el coronel Adolfo Berg, al que Pierre conocía (como a todos en Moscú y San Petersburgo), se presentó en casa del conde Bezújov con su impecable uniforme, sus patillas engomadas y peinadas hacia adelante, como las que llevaba el emperador Alejandro Pávlovich.

–Acabo de estar con la condesa, su esposa, y he tenido la desgracia de que no fuera aceptada mi petición. Espero que con usted, conde, tenga mejor suerte– dijo sonriendo.

–¿Qué desea, coronel? Estoy a su disposición.

–He acabado de instalarme en mi nueva casa, señor conde– comenzó, sabiendo, al parecer, que no podía por menos de ser grata la noticia, —y con ese motivo quiero ofrecer una pequeña velada a mis amigos y a los de mi esposa– y sonrió con más amabilidad aún. —He pedido a la señora condesa, y se lo pido a usted, que me concedan el honor de venir a mi casa a tomar una taza de té y... a cenar.

Sólo la condesa Elena Vasílievna, que juzgaba indigna de su persona la sociedad de unos Berg, podía tener la crueldad de rechazar una invitación semejante. Berg explicaba tan claramente por qué deseaba reunir en su casa a un grupo pequeño y selecto, por qué eso le resultaba agradable, por qué le disgustaba gastar el dinero en jugar a las cartas y en otras cosas indignas y, en cambio, no le dolía gastarlo tratándose de sus amigos, que Pierre no pudo negarse y aceptó la invitación.


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