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Guerra y paz
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Автор книги: Leon Tolstoi



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Poco después de su llegada a San Petersburgo, Berg pidió la mano de Vera y le fue concedida.

Aunque en Moscú los Rostov, sin saberlo ni pretenderlo, pertenecían a la mejor sociedad, en San Petersburgo la sociedad que frecuentaban era mixta e indefinida. Allí eran unos provincianos hasta los cuales no descendían ni siquiera aquellos a quienes los Rostov recibían y agasajaban en su casa de Moscú, sin preguntarles nunca a qué sociedad pertenecían.

Como en Moscú, los Rostov eran en San Petersburgo sumamente hospitalarios y en torno a su mesa se reunían las personas más diversas: vecinos de Otrádnoie, viejos propietarios de escasa fortuna con sus hijas, la dama de honor Perónskaia, Pierre Bezújov y el hijo del jefe de correos del distrito, que tenía un empleo en la capital. De los hombres, los que más frecuentaban la casa de los Rostov en Petersburgo eran Borís, Pierre (a quien el viejo conde encontró un día en la calle y lo llevó a su casa) y Berg, que se pasaba días enteros con ellos y mostraba hacia la condesa Vera las atenciones propias de alguien dispuesto a declararse.

No en vano enseñaba Berg a todos su mano derecha herida en Austerlitz, sosteniendo con la izquierda una espada totalmente inútil. Relataba su hazaña con tal insistencia y seriedad que todos acabaron por creer en el mérito y dignidad de aquel acto, por el cual recibió dos recompensas.

También se había distinguido en la guerra de Finlandia. Había recogido un casco de granada caído cerca del comandante en jefe, matando a su ayudante, y se lo llevó a su superior. Lo mismo que después de Austerlitz, contaba este episodio con tanta insistencia y durante tanto tiempo que todos creyeron que había sido preciso hacerlo, por lo cual la guerra de Finlandia le valió otras dos recompensas. En 1809 era capitán de la Guardia, con varias condecoraciones, y ocupaba en San Petersburgo puestos especiales y ventajosos.

Aunque algunos liberales sonreían al oír hablar de los méritos de Berg, era innegable que se trataba de un oficial cumplidor y valeroso, estimado por sus superiores, y un joven de costumbres intachables, de brillante porvenir y, también, de segura posición en la sociedad.

Cuatro años antes, estando con un camarada alemán en el patio de butacas de un teatro de Moscú, había dicho, señalando a Vera Rostov, sentada en un palco: “Das soll mein Weib werden” 299. Y desde entonces estaba decidido a casarse con ella. Ahora, en San Petersburgo, al comparar su propia posición con la de los Rostov, creyó que había llegado el momento y pidió su mano.

La petición de Berg fue acogida al principio con una sorpresa poco lisonjera para él. Parecía extraño que el hijo de un oscuro gentilhombre de Livonia pidiera en matrimonio a una condesa Rostova, pero el rasgo dominante en el carácter de Berg era de un egoísmo tan infantil y bonachón que los Rostov pensaron que la boda era un acierto puesto que él mismo estaba firmemente convencido de ello, y llegó a pensar que estaba bien, que muy bien.

Además, los asuntos de los Rostov andaban tan mal que el pretendiente no podía ignorarlo. Por último, Vera tenía ya veinticuatro años, frecuentaba la sociedad desde hacía tiempo y, aunque era bella y juiciosa, nadie había pedido su mano hasta entonces. Dieron su consentimiento.

–Ya lo ve– decía Berg a su compañero, al que llamaba amigo sólo porque sabía que todos tienen amigos. —Ya lo ve. Lo tengo todo bien pensado y no me casaría si no lo hubiese meditado bien y hubiera algún inconveniente. Ahora no lo hay. He asegurado la vida de mis padres proporcionándoles un arriendo en los países bálticos; y yo podré vivir muy bien en San Petersburgo con mi sueldo, con la dote de ella y mi espíritu de orden. No me caso por dinero: creo que es una vileza; pero es menester que la mujer aporte lo suyo y el marido lo suyo. Yo tengo mi carrera, ella tiene sus buenas relaciones y algunos medios. En estos tiempos ya es algo, ¿no? Y sobre todo, es una joven excelente, honesta y me ama...

Berg sonrió, ruborizándose.

–También yo la amo porque tiene muy buen carácter, es muy juiciosa. Su hermana, en cambio, siendo de la misma familia, es todo lo contrario: posee un carácter desagradable, carece de inteligencia... y, además, ¿sabe?... ¿cómo le diría?... No es una persona agradable... En cambio, mi novia... Bueno ya vendrá a casa...– continuó Berg. Quería añadir “a comer”, pero reflexionó y dijo: “a tomar el té”, y con un rápido movimiento de la lengua dejó salir una pequeña espiral de humo que parecía resumir totalmente su ideal de felicidad.

Tras la primera impresión de extrañeza en los padres por la petición de Berg, se impuso en la familia, como es costumbre en estos casos, un estado de ánimo gozoso y alegre. Pero no era una alegría sincera, sino exterior. El padre y la madre parecían confusos y avergonzados del matrimonio de su hija. Tenían la sensación de no haber querido a Vera como habrían debido y ahora se deshacían de ella con demasiada facilidad. El viejo conde era el más turbado; probablemente no habría sabido explicar la causa de esa turbación, que consistía en un problema de dinero. Ignoraba la cuantía de su fortuna, la de sus deudas, y cuánto podía asignar como dote a Vera. Cuando sus hijas nacieron había destinado a cada una de ellas una hacienda de trescientos siervos, pero una de las posesiones había sido vendida y la otra estaba hipotecada, el plazo había vencido y tuvo que ponerla en venta, por lo cual resultaba imposible entregarla como dote. Dinero tampoco tenía.

Los novios estaban prometidos desde hacía un mes, no faltaba más que una semana para la boda y el conde no había decidido aún la cuestión de la dote ni había hablado de ello con su mujer. Unas veces pensaba adjudicar a Vera el terreno de Riazán, otras vender un bosque y otras pedir un préstamo. Unos días antes de la boda, Berg entró muy de mañana en el despacho del conde y con una grata sonrisa preguntó respetuosamente a su futuro suegro cuál era la dote que había destinado a su hija Vera. El conde quedó tan confuso por la pregunta, ya esperada desde hacía tiempo, que respondió lo primero que le vino a la cabeza:

–Me gusta que te preocupes. Sí, me gusta, quedarás contento...

Y dando unas palmaditas en la espalda de Berg se levantó, deseando poner fin a la conversación. Pero Berg, siempre con su grata sonrisa, explicó que si no sabía exactamente con qué contaba Vera y no recibía una parte por adelantado, tendría que renunciar a la boda.

–Juzgue usted mismo, conde. Si ahora me permitiese celebrar la boda sin contar con medios para mantener dignamente a mi mujer, obraría como un miserable.

Todo terminó cuando el conde, sintiéndose magnánimo y deseando no oír nuevas peticiones, dijo que daría una orden de pago por valor de ochenta mil rublos. Berg sonrió afablemente y besó el hombro del conde, diciendo que estaba muy reconocido, pero que no podía comenzar una nueva vida sin recibir al contado treinta mil rublos.

–Al menos veinte mil, conde– añadió, —y la orden por sesenta mil solamente.—Está bien, está bien– concluyó con rapidez el conde. —Pero, perdóname, querido, te daré los veinte mil al contado y una orden por ochenta mil. Así es, y ahora dame un beso.

XII

Natasha había cumplido dieciséis años. Era el año 1809. Hacía cuatro que, después de haber besado a Borís, contara con los dedos el año en que llegaría a esa edad. Desde entonces, no había vuelto a verlo. Con Sonia y su madre, cuando se hablaba de Borís, Natasha afirmaba rotundamente que todo el pasado había sido una chiquillada de la cual no se debía ni hablar siquiera y que ella había olvidado hacía tiempo. Pero en el fondo de su alma Natasha se preguntaba, inquieta, si la promesa era un juego o algo más serio la ataba a Borís.

Desde que en 1805 partiera para el ejército, Borís no había visto a los Rostov. Estuvo en Moscú bastantes veces y llegó a pasar cerca de Otrádnoie, pero ni una sola vez los había visitado.

Natasha pensaba, a veces, que no quería verla, y su sospecha parecía confirmada por el tono triste que adoptaban los mayores al referirse a él.

–Hoy la gente ya no se acuerda de los viejos amigos– comentaba la condesa siempre que se hablaba de Borís.

Anna Mijáilovna, que últimamente frecuentaba menos la casa de los Rostov, había adoptado una actitud muy digna y siempre hablaba con entusiasmo de las cualidades de su hijo y de su brillante carrera. Cuando los Rostov se instalaron en San Petersburgo, Borís fue a visitarlos.

No sin emoción se presentó en su casa. El recuerdo de Natasha era el más poético de su vida; pero, al mismo tiempo, llevaba la firme intención de que tanto ella como los demás familiares comprendieran con meridiana claridad que las relaciones infantiles no suponían compromiso alguno ni para él ni para ella. Tenía una brillante posición en la sociedad, gracias a su intimidad con la condesa Bezújov, y era bien considerado en el ejército, merced a la protección de un alto personaje cuya confianza había sabido ganarse; no le faltaban proyectos de matrimonio, fácilmente realizables, con una de las más ricas herederas de San Petersburgo. Cuando Borís entró en la sala de los Rostov, Natasha estaba en su habitación. Al conocer su llegada entró casi corriendo en la sala, enrojecido el rostro, luciendo una sonrisa más que cariñosa.

Borís recordaba a una niña de traje corto, ojos negros y brillantes bajo los bucles y una risa sonora e infantil: a la Natasha de hacía cuatro años. Por eso, cuando entró una Natasha completamente distinta, quedó turbado y en su rostro se reflejó la sorpresa y la admiración. Esa expresión en el rostro de Borís alegró a Natasha.

–¿Qué, reconoces a tu traviesa amiga?– preguntó la condesa.

Borís besó la mano de Natasha y dijo que estaba asombrado por el cambio producido.

–¡Cómo ha embellecido!

“¡Ya lo creo!”, respondieron los ojos rientes de Natasha.

–Y papá, ¿ha envejecido?– preguntó.

Natasha se sentó y, sin tomar parte en la conversación de Borís y la condesa, observó en silencio hasta los más pequeños detalles del novio de su infancia. Borís sentía sobre sí esa mirada fija y cariñosa, y de vez en cuando se volvía a ella.

El uniforme, las espuelas, la corbata, el peinado de Borís, todo era a la última moda y comme il faut. Natasha lo notó en seguida. Sentado un poco de lado, junto a la condesa, se ajustaba con la mano derecha un guante limpísimo, que parecía moldeado sobre su izquierda. Apretando sus labios con distinción especial y refinada, hablaba de los placeres del gran mundo de San Petersburgo y, con suave ironía, recordaba los viejos tiempos y a los viejos amigos de Moscú, Deliberadamente, y así lo adivinó Natasha, mencionó a la alta aristocracia, hablando del baile de un embajador, en el cual estuvo, y las invitaciones que había recibido de N. N. y S. S.

Sentada y en silencio, Natasha seguía mirándolo de reojo. Esa mirada inquietaba a Borís y lo turbaba cada vez más. Con mayor frecuencia se volvía hacia Natasha e interrumpía su relato. A los diez minutos, cuando se levantó para despedirse, los mismos ojos curiosos, provocadores y algo burlones seguían mirándolo. Después de aquella primera visita, Borís se dijo que Natasha tenía para él los mismos atractivos que antes; pero no debía abandonarse a ese sentimiento, porque el matrimonio con ella, casi sin dote, sería funesto para su carrera, y renovar las relaciones de antes, sin tener intención de casarse, era indecente. Borís decidió evitar a Natasha; sin embargo, pese a su propósito, unos días después volvió a casa de los Rostov y repitió cada vez con mayor frecuencia sus visitas, y llegó a pasar días enteros en su casa. Comprendía la necesidad de una explicación con Natasha, debía decirle que era preciso olvidar el pasado, que él, pese a todo... no podía casarse con ella, porque carecía de dinero y los padres de ella no darían su consentimiento. Pero nunca encontraba el momento propicio; cada día se sentía más liado. Natasha, según la opinión de Sonia y de la condesa, estaba tan enamorada de Borís como antes. Cantaba para él sus romanzas favoritas, le mostraba su álbum y lo obligaba a escribir algo en él, pero no le permitía hablar del tiempo pasado, dándole a entender así cuán bello era el presente. Todos los días Borís salía de la casa de los Rostov como envuelto en una nube, sin haber dicho lo que tenía intención de decir y sin saber lo que hacía, ni por qué volvía ni cómo iba a terminar todo aquello. Dejó de visitar a Elena y recibía constantes notas llenas de reproches por su ausencia y, a pesar de todo, pasaba largas horas en casa de los Rostov.

XIII

Una noche, cuando la vieja condesa, con chambra, sin sus falsos bucles, con un delgado mechón de pelo que sobresalía de su blanco gorro de dormir, hacía las genuflexiones de la oración nocturna sobre una pequeña alfombra, entre suspiros y ayes, crujió la puerta y entró corriendo Natasha, calzados los pies desnudos, también con chambra y papillotes. La condesa la miró enfadada mientras concluía la oración interrumpida: "¿Habrá de ser este lecho mi féretro?”. La entrada de su hija cortó su fervor religioso. Natasha, sonrosada y alegre, al ver que su madre rezaba se detuvo y sin darse cuenta sacó la lengua amenazándose a sí misma. Después, viendo que su madre continuaba el rezo, corrió de puntillas hacia la cama, se quitó las zapatillas, restregó sus pequeños pies y saltó al lecho que la condesa Rostova temía tener por féretro. Era una cama alta, con colchones de pluma y cinco almohadones superpuestos en disminución. Natasha se hundió en las plumas, se volvió de cara a la pared y procuró acomodarse bajo el edredón. Quedó por fin sentada, con las piernas dobladas junto a la barbilla, sin dejar de moverse: tan pronto pataleaba como reía bajito, bien se tapaba la cabeza o miraba a su madre. La condesa terminó sus oraciones y se acercó a ella con rostro severo. Pero al ver a Natasha con la cabeza tapada, sonrió con su bondadosa y dulce sonrisa.

–Y bien, ¿qué hay?– dijo.

–¿Podemos hablar, mamá?– preguntó Natasha. —Bueno, un beso nada más, en el hoyito, uno solo– abrazó a su madre por el cuello, besándola debajo de la barbilla.

Natasha mostraba cierta rudeza exterior en el trato con su madre, pero era tan delicada y hábil que jamás le causaba daño, molestia ni desagrado.

–Bueno, ¿de qué quieres hablar hoy?– preguntó la condesa, apoyándose en los almohadones, mientras Natasha, después de haber girado dos veces sobre sí misma, se acomodó junto a ella bajo el edredón, dejando los brazos fuera y tomando un aire serio.

Las visitas nocturnas que Natasha hacía a su madre, antes de que el conde volviera del club, constituían uno de los mayores placeres de ambas.

–Dime, ¿de qué se trata hoy? También yo tengo que hablarte...

Natasha tapó con su mano la boca de la condesa.

–Ya lo sé, de Borís...– dijo seriamente. —Por eso he venido. No hable, lo sé. Pero, no, dígamelo– retiró la mano —dígamelo, mamá... ¿es simpático?

–Natasha, ya tienes dieciséis años y a esa edad yo estaba casada. Tú dices que Borís es simpático. Sí que lo es, y lo quiero como a un hijo, pero ¿qué pretendes?... ¿Qué es lo que piensas? Le has sorbido el seso, ya lo veo...

La condesa, al decirlo, miró a su hija. Natasha permanecía inmóvil, con los ojos fijos en una esfinge esculpida en madera de caoba en los ángulos de la cama, de manera que la condesa podía ver el rostro de su hija sólo de perfil. La asombró su expresión concentrada y seria.

Natasha escuchaba y reflexionaba.

–¿Y qué?– dijo.

–Le has hecho perder la cabeza. ¿Para qué? ¿Qué quieres de él? Sabes que no puedes casarte con él.

–¿Por qué?– preguntó Natasha, sin cambiar de posición.

–Porque es joven, porque es pobre, porque es pariente tuyo... porque tampoco tú lo amas.

–¿Cómo lo sabe?

–Lo sé; eso no está bien, querida.

–¿Y si yo quiero?...

–Deja de decir tonterías.

–¿Y si yo quiero?...

–Natasha, en serio te digo...

Natasha no la dejó terminar. Tomó la fina y larga mano de la condesa, la besó en el dorso, después en la palma, le dio la vuelta y besó la primera falange del índice, luego en el medio de la articulación, luego la otra falange, mientras iba diciendo: “enero, febrero, marzo, abril, mayo".

–Hable, mamá, ¿por qué no dice nada?– y miró a su madre; la condesa la miraba con ternura y parecía haber olvidado todo cuanto quería decir.

–No está bien, cariño mío. No todos comprenderán vuestra amistad de la infancia; y el que os vean a los dos ahora, tan juntos, puede perjudicarte a los ojos de otros jóvenes que nos visitan. Y, sobre todo, a él lo hace sufrir en vano. Tal vez ha encontrado ya un buen partido y ahora parece estar loco por ti.

–¿Loco por mí?– repitió Natasha.

–Te contaré lo que me pasó a mí misma. Yo tenía un cousin...

–Sí, Kiril Matvéich, ya lo sé. ¡Pero si es un viejo!

–No lo ha sido siempre, hija. Mira una cosa, yo hablaré con Borís. No debe venir con tanta frecuencia...

–¿Por qué no, si le gusta?

–Porque sé que acabará en nada.

–¿Cómo lo sabe? No, mamá, no se lo diga. ¡Qué tonterías!– dijo Natasha con el tono de la persona a quien le pretenden quitar algo suyo. —Bueno, no me casaré, pero que siga viniendo: a él le gusta y a mí también– y miró sonriendo a su madre. —No nos casaremos, seguiremos así.

–¿Qué quieres decir?– preguntó la condesa.

—Así...No hace falta que me case, seguiremos así.

–¡Así, así!– repitió la madre; y de pronto comenzó a reírse y todo su cuerpo fue sacudido por una risa bonachona, inesperada, senil.

–¡No se ría, mamá! ¡No se ría!...– gritó Natasha. —Mueve toda la cama. Se parece terriblemente a mí, en seguida se ríe.

Tomó las manos de la condesa y besó en una el meñique diciendo “junio” y siguió besando en la otra mano; julio, agosto...

–Mamá, ¿y está muy enamorado? ¿Qué le parece? ¿Se enamoró así alguien de usted? ¡Es muy simpático, muy, muy simpático! Pero no acaba de gustarme del todo; es tan estrecho como el reloj del comedor... ¿me comprende?.., estrecho, sabe, gris, transparente...

–¿Que tonterías se te ocurren?– dijo la condesa.

–¿Es posible que no me comprenda?– siguió diciendo Natasha. —Nikóleñka me comprendería... Bezújov, en cambio, es azul, azul oscuro con algo rojo y además es cuadrado.

–También con él coqueteas– rió la condesa.

–No, he sabido que es masón... Es bondadoso, azul oscuro con rojo; no sé cómo explicárselo...

La voz del conde sonó detrás de la puerta:

–¡Condesita! ¿No duermes?

Natasha saltó de la cama y, descalza, con las zapatillas en las manos, corrió hacia su habitación.

Tardó en dormirse. Pensaba que nadie podía comprender lo que ella comprendía y lo que tenía dentro.

"¿Sonia? —pensó, mirando a la dormida gatita hecha un ovillo y su enorme trenza—. No, ¡quiá! Es muy virtuosa. Se enamoró de Nikóleñka y no quiere saber otra cosa. Ni siquiera mamá lo comprende. Es sorprendente —siguió hablando de sí misma, en tercera persona, imaginando que todo esto lo decía de ella un hombre muy brillante, el más brillante y bueno—. Lo tiene todo, es muy inteligente y graciosa... —continuaba ese hombre—, posee una inteligencia extraordinaria, es simpática, y además bella, muy bella. Es muy ágil, nada y monta a caballo maravillosamente; ¡y qué voz! ¡Una voz espléndida!" Y Natasha cantó su fragmento favorito de una ópera de Cherubini; se tiró a la cama y sonrió con el alegre pensamiento de que se iba a dormir en seguida. Llamó a Duniasha para que apagase la luz; pero apenas tuvo Duniasha tiempo de salir de la habitación, cuando ella había pasado ya a otro mundo más feliz, al dichoso mundo de los sueños, donde todo era no sólo tan fácil y hermoso como en la realidad, sino aún mejor, porque todo sucedía de otro modo.

Al día siguiente, la condesa invitó a Borís, habló con él, y desde entonces el joven dejó de ir a casa de los Rostov.

XIV

El 31 de diciembre, como despedida del año 1809, se iba a celebrar le réveillonen casa de un alto dignatario de los tiempos de Catalina la Grande. Debían asistir el Cuerpo diplomático y el Emperador.

En el paseo de los Ingleses, sobre el Neva, el palacio del prócer resplandecía con sus miles de luces. Junto a la entrada, profusamente iluminada, se había tendido una alfombra roja y, además de los gendarmes, estaba el jefe de la policía con decenas de oficiales. Llegaban sin interrupción los carruajes, con lacayos de librea roja y lacayos con plumas en los sombreros. De los coches descendían personajes uniformados con sus bandas y condecoraciones. Las señoras, de raso y armiño, pisaban con precaución los estribos, desplegados con estruendo, y avanzaban rápidas y silenciosas por la alfombra de la entrada.

A cada nueva carroza que llegaba ante el palacio, un murmullo recorría la multitud de curiosos y los hombres se descubrían.

–¿Es el Emperador?... No, es el ministro... el príncipe... el embajador... ¿Es que no ves el penacho?– se oía decir entre la multitud.

Uno de ellos, mejor vestido que los demás, parecía conocer a todos los personajes que llegaban e iba diciendo el nombre de los más linajudos dignatarios de entonces.

Cuando la tercera parte de los invitados ya estaban en el baile, en casa de los Rostov no habían terminado aún de vestirse para asistir a la gran fiesta.

Ese baile fue objeto de muchos comentarios y preparativos en casa de los Rostov. Al principio dudaron de que se los invitara; después temieron que los trajes no estuvieran dispuestos para la fecha y que no todo resultase como debía.

María Ignátievna Perónskaia, amiga y pariente de la condesa, enjuta y amarillenta dama de honor de la vieja Corte, acompañaba al baile a los Rostov para guiar a aquellos provincianos en la alta sociedad petersburguesa.

Los Rostov debían recogerla en su coche a las diez en los jardines de Táurida; pero eran las diez menos cinco y las jóvenes no estaban aún vestidas.

Natasha iba por primera vez a un gran baile. Se había levantado a las ocho de la mañana y todo el día transcurrió en una febril inquietud y actividad. Redobló sus esfuerzos para que Sonia, su madre y ella misma fueran vestidas de la mejor manera posible. Sonia y la condesa se pusieron en sus manos. La condesa llevaría un vestido de terciopelo rojo oscuro y las dos jóvenes irían de blanco con visos de color rosa y flores en el corpiño; además, el peinado sería à la grecque.

Lo principal ya estaba: se habían lavado, perfumado y empolvado cuidadosamente los brazos, cuello y orejas, tal como se hacía para ir a un baile; tenían puestas las medias de seda transparente y los zapatos de raso adornados con pequeños lazos; el peinado estaba casi concluido. Sonia terminaba ya de vestirse y la condesa también; pero Natasha, que se ocupaba de todas, se había retrasado. Estaba todavía ante el espejo, con un peinador echado sobre sus delgados hombros. Sonia, ya vestida, permanecía en medio de la estancia apretando con su pequeño dedo la última cinta, que crujía bajo el alfiler.

–¡No, así no, Sonia!– dijo Natasha volviéndose y recogiéndose con las manos el cabello, que la doncella no había tenido tiempo de soltar. —Esa cinta no está bien... acércate.

Sonia se sentó y Natasha sujetó la cinta de otra manera.

–Señorita, que así no puedo– dijo la doncella sin soltar el pelo de Natasha.

–¡Ay, Dios mío! Espera. Así, Sonia.

–¿Os falta mucho?– preguntó desde fuera la condesa. —Ya son las diez.

–En seguida, en seguida. Y usted, mamá, ¿ya está?

–No me queda más que la toca.

–No se la ponga hasta que yo vaya– gritó Natasha. —No lo haga.

–Pero ya son las diez.

Tenían que llegar al baile a las diez y media y todavía estaba Natasha sin arreglar. Además, debían pasar antes por el jardín de Táurida.

Una vez peinada, aún con las cortas enaguas que dejaban ver los zapatos de baile y una chambra de su madre, se acercó corriendo a Sonia, le pasó revista y después inspeccionó a la condesa. Haciéndole volver la cabeza, sujetó la toca, besó rápidamente sus grises cabellos y corrió de nuevo hacia las doncellas, que terminaban de dar los últimos puntos a su falda.

El problema estaba ahora en la falda de Natasha, que era demasiado larga. Dos doncellas la estaban acortando, y mordían presurosas el cabo del hilo. Una tercera, con los alfileres en la boca, corría de Sonia a la condesa atendiendo a las dos; la cuarta sostenía en alto el transparente vestido de Natasha.

–¡De prisa, Mavrusha, palomita!

–Deme el dedal, señorita.

–¿Termináis o no?– preguntó el conde, entrando en la habitación. —Aquí os traigo el perfume. La señorita Perónskaia ya estará cansada de esperar.

–Ya acabé, señorita– dijo una de las doncellas, levantando con dos dedos el vestido y sacudiéndolo delicadamente, manifestando comprender con ese gesto el cuidado que le merecía la finura del traje.

Natasha se dispuso a ponérselo.

–¡Ahora, ahora! Papá, no entres– gritó a través de la falda que la cubría por completo.

Sonia cerró la puerta. Un minuto después dejaban entrar al conde. Llevaba frac azul, medias de seda y zapatos; iba bien perfumado y peinado.

–¡Qué guapo estás, papá!– dijo Natasha, mientras se ajustaba los pliegues de la falda.

–Permítame, señorita, permítame– decía la doncella, arrodillada delante de Natasha y tirándole de la falda, mientras con la lengua se pasaba los alfileres de un lado de la boca a otro.

–Tú harás lo que quieras– exclamó Sonia, desesperada, mirando el vestido de Natasha, —harás lo que quieras, pero sigue largo.

Natasha se alejó para mirarse en el espejo. En efecto, el vestido estaba largo.

–Le juro, señorita, que no le está largo– decía Mavrusha, arrastrándose detrás de Natasha.

–Si está largo, lo acortaremos en un abrir y cerrar de ojos– dijo resueltamente Duniasha, sacando una aguja del pañuelo que llevaba en el pecho y sentándose en el suelo para volver a la tarea.

En aquel instante, la condesa, con su traje de terciopelo y su toca, entró silenciosa y tímidamente.

–¡Oh, preciosa mía, qué bella estás!– exclamó el conde. —¡Mejor que vosotras!– y quiso abrazarla, pero ella, ruborizándose, se apartó para que no le arrugara el vestido.

–¡Mamá! Ladee un poco más la toca– dijo Natasha. —Ahora se la arreglaré– y avanzó hacia ella.

Las doncellas, que cosían su falda, no tuvieron tiempo de seguirla y rompieron un poco de tul.

–¡Dios mío! ¿Pero qué nos pasa? Juro por Dios que no tuve la culpa...

–No es nada. Lo coseré y no se verá– dijo Duniasha.

–¡Qué guapa! ¡Pero qué guapa!– exclamó la vieja niñera, que entraba entonces. —¡Y Sonia, qué bella! ¡Qué preciosas las dos!

A las diez y cuarto tomaron por fin las carrozas. Tenían que ir todavía al jardín de Táurida.

La señorita Perónskaia estaba dispuesta. A pesar de su edad y fealdad, en su casa había ocurrido lo mismo que en la de Rostov, aunque con menos prisas, porque ya estaba acostumbrada. Habían lavado, perfumado y empolvado su feo cuerpo; también detrás de sus orejas; su vieja doncella le había prodigado asimismo frases entusiastas cuando salió de su casa con el traje amarillo y su emblema de dama de honor de la Corte.

La señorita Perónskaia alabó los vestidos de las Rostov; ellas ensalzaron el gusto y el vestido de Perónskaia y, a las once, con grandes precauciones para no estropear vestidos y peinados, subieron a las carrozas y partieron.

XV

Natasha no había tenido un momento libre en todo el día y no se había parado a pensar, ni una sola vez, en qué le esperaba.

En el aire frío y húmedo, entre las apreturas y los balanceos de la oscura carroza, Natasha se imaginó vivamente, por primera vez, lo que iba a ver allí, en el baile, en las salas resplandecientes: la música, las flores, la danza, el Emperador y toda la brillante juventud de San Petersburgo. Le parecía tan hermoso que no podía ni creer que así fuera; tan diferente era aquello de la sensación de oscuridad, frío y apretura que reinaba en el carruaje. Tan sólo cuando pisó la alfombra roja de la entrada, entró en el vestíbulo, se quitó el abrigo de piel y avanzó con Sonia delante de su madre por la iluminada escalinata flanqueada de flores comprendió lo que vería después. Sólo entonces recordó cómo debía portarse en el baile e intentó adoptar un aire majestuoso que, según pensaba, convenía a una muchacha de su edad en tales circunstancias. Por suerte advirtió que los ojos se le iban de un lado a otro; no veía nada con claridad, sus pulsaciones pasaban de cien y la sangre afluía a su corazón. Le fue imposible adoptar el porte que la habría hecho ridícula; iba temblorosa de emoción, tratando por todos los medios de ocultarla. Pero eso, precisamente, era lo que mejor le convenía. Delante y detrás de ellas, conversando también en voz baja, entraban los invitados vestidos de gala. En los espejos de la escalera, las figuras de las señoras se reflejaban con sus vestidos blancos, azules y rosados, con diamantes y perlas en los brazos y cuellos desnudos.

Natasha miraba a los espejos y no conseguía ver su imagen entre las otras: todo se mezclaba en una brillante procesión. Al entrar en la primera sala el murmullo uniforme de las voces, los pasos y los saludos la aturdieron. La luz y el resplandor la cegaron más todavía. Los dueños de la casa, que desde hacía media hora estaban recibiendo a sus invitados, los saludaban con las mismas palabras – “Charmé de vous voir” 300– y acogieron con idéntica cortesía a los Rostov y a Perónskaia.

Las dos muchachas, ambas de blanco con rosas iguales en el pelo negro, hicieron la misma reverencia, pero la dueña de la casa se fijó más en la delgada Natasha. Para ella tuvo una sonrisa especial, además de la que a todos repartía. Tal vez recordara al mirarla sus tiempos felices de jovencita y su primer baile. También el señor de la casa siguió con los ojos a Natasha y preguntó al conde cuál era su hija.

–Charmante!– dijo, besando las puntas de sus dedos.

En la gran sala de baile los invitados se agrupaban cerca de las puertas, esperando la llegada del Emperador. La condesa se situó en las primeras filas. Natasha oyó y sintió que algunos hablaban de ella y la miraban. Comprendió que gustaba a cuantos la miraban y eso la tranquilizó un poco.

"Las hay como nosotras y las hay peores”, pensó.

Perónskaia iba diciendo a la condesa quiénes eran las personas más importantes que habían acudido a la fiesta.

–Aquél es el embajador de Holanda, aquel de pelo gris...– e indicaba a un viejecillo de abundante cabellera plateada y ensortijada, rodeado de señoras a las que hacía reír.


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