Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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–¿No puede ser de otro modo?– preguntó todavía.
El príncipe no contestó, pero su rostro expresaba la imposibilidad de cambiar esa decisión.
–¡Es terrible! ¡Sí, realmente terrible!– dijo Natasha, y de nuevo rompió a llorar. —Me moriré en ese año de espera; no puede ser, es terrible.
Miró a su novio y vio en su rostro una expresión de compasión y perplejidades.
–No, no, haré cuanto sea necesario– y se secó rápidamente las lágrimas. —¡Me siento tan feliz!
El padre y la madre entraron en la sala para bendecir a los novios.
Desde aquel día, el príncipe Andréi frecuentó la casa de los Rostov en calidad de prometido de su hija.
XXIV
No hubo ceremonia de compromiso ni se dijo a nadie que Bolkonski y Natasha estaban prometidos. Tal había sido el deseo del príncipe Andréi; decía que la culpa del retraso era suya y que él debía soportar sus consecuencias; su compromiso lo ataba para siempre, pero no quería ligar a Natasha y la dejaba en libertad completa. Si al cabo de seis meses se daba cuenta de que no lo amaba, tendría pleno derecho a recobrar su libertad. Naturalmente que ni Natasha ni sus padres querían oír hablar de ello, pero el príncipe Andréi se mantuvo firme. Iba todos los días a casa de los Rostov pero no trataba a Natasha como novio. Le hablaba de ustedy se limitaba a besarle la mano. Entre el príncipe Andréi y Natasha se establecieron relaciones que nada tenían que ver con las anteriores: eran unas relaciones cordiales y sencillas, como si hasta entonces no se hubiesen conocido. A los dos les gustaba recordar como se veían cuando no eran nadael uno para el otro. Los dos so sentían ahora completamente distintos de como eran entonces: antes fingían y ahora eran sencillos y sinceros.
La familia de Natasha mostró cierto embarazo al comienzo de sus relaciones con Bolkonski; les parecía un ser de un mundo ajeno, y durante mucho tiempo Natasha procuró familiarizar a los suyos con él, afirmando con orgullo a todos que su prometido no era, en realidad, tan especial como parecía, que era igual a los demás, que ella no le tenía ningún miedo y que nadie se lo debía tener. Al cabo de algunos días la familia se acostumbró a él y, sin que los cohibiese su presencia, siguieron su vida de antes, en la cual él tomaba parte. Sabía hablar de la administración de las tierras con el conde, de modas con la condesa y Natasha, de álbumes y bordados con Sonia. A veces los Rostov, entre sí y delante del príncipe Andréi, se asombraban de cómo había sucedido todo y de lo evidentes que eran los presagios: la llegada del príncipe Andréi a Otrádnoie, su viaje a San Petersburgo, la semejanza entre Natasha y el príncipe (que la niñera había señalado cuando los visitó por primera vez), el altercado entre Andréi y Nikolái en 1805 y tantas otras circunstancias que parecían haber propiciado todo cuanto había sucedido.
En casa de los Rostov reinaba aquel ambiente de poética languidez y silencio que siempre rodea a los prometidos. Con frecuencia, estando todos juntos, guardaban silencio. En ocasiones se retiraban, dejando solos a los dos enamorados, que seguían callados. Raras veces hablaban de su futura vida. El príncipe Andréi tenía miedo y le remordía la conciencia abordar esos temas y Natasha compartía tales sentimientos, como todos los suyos, que siempre adivinaba. Una vez le preguntó por su hijo. El príncipe Andréi se ruborizó, cosa que le ocurría con frecuencia en aquel tiempo y que tanto gustaba a Natasha, y dijo que el niño no viviría con ellos.
–¿Por qué?– preguntó Natasha asustada.
–No puedo quitárselo al abuelo, y además...
–¡Cuánto lo habría querido! Pero lo comprendo, no quiere dar motivos para que nos acusen ni a usted ni a mí– dijo Natasha adivinando momentáneamente lo que él pensaba.
El viejo Rostov se acercaba a veces al príncipe Andréi, lo besaba y le pedía consejo sobre la educación de Petia o el servicio de Nikolái. La condesa suspiraba mirándolos. Sonia temía siempre ser inoportuna y buscaba cualquier pretexto para dejarlos solos, aun cuando no era necesario. Cuando el príncipe Andréi contaba algo (era un excelente narrador), Natasha lo escuchaba con orgullo; y cuando era ella la que hablaba, notaba con alegría y temor que él la miraba con aire atento y escrutador. Se preguntaba perpleja: "¿Qué busca en mí? ¿Qué trata de averiguar cuando me mira así? ¿Y qué pasará si no hay en mí lo que él busca con esa mirada?”. A veces la dominaba una alegría desbordada tan inherente a ella, y entonces le gustaba ver y oír la risa del príncipe; reía pocas veces, pero cuando reía se entregaba por entero y cada vez después de ello Natasha se sentía más próxima a él. La felicidad de Natasha habría sido completa si no la hubiera asustado la idea de una cada vez más próxima separación.
La víspera de su partida de San Petersburgo, el príncipe Andréi se hizo acompañar por Pierre, que desde el día del baile no había visitado a los Rostov. Pierre parecía desorientado y confuso. Quedó conversando con la condesa mientras Natasha y Sonia se llevaban al príncipe hacia la mesita de ajedrez.
–Hace tiempo que conoce a Bezújov, ¿verdad?– preguntó el príncipe a Natasha. —¿Lo estima?
–Sí; es un hombre bueno, un poco excéntrico.
Y como siempre que hablaba de Pierre, comenzó a contar anécdotas sobre su distracción, anécdotas que a veces inventaba.
–Le he confiado nuestro secreto– dijo el príncipe Andréi. —Lo conozco desde la infancia; tiene un corazón de oro. Yo, Natasha...– dijo, de pronto, seriamente. —Yo debo partir. Dios sabe lo que puede suceder. Usted, tal vez, deje de amar... Bien, sé que no debo hablar de eso, pero le pido una cosa: si algo le sucediera mientras estoy ausente...
–¿Qué puede suceder?
–Si ocurriera alguna desgracia...– continuó el príncipe, —le ruego, mademoiselle Sophie– y se volvió a Sonia, —que acudan a él en busca de consejo y ayuda. Es el hombre más distraído y estrafalario que hay, pero el mejor corazón que pueda haber en el mundo.
Ni sus padres, ni Sonia, ni el príncipe Andréi podían haber previsto qué efecto produciría en Natasha la marcha de su novio. Con el rostro enrojecido, inquieto, los ojos sin lágrimas, recorrió de arriba abajo la casa durante todo el día, ocupándose de las cosas más insignificantes, como si no comprendiera lo que la esperaba. No lloró ni cuando él, al despedirse, besó por última vez su mano.
–¡No se vaya!– dijo con una voz que hizo dudar al príncipe sobre la conveniencia de quedarse y que después había de recordar durante mucho tiempo. Tampoco lloró cuando se fue; pero durante algunos días permaneció en su habitación, sin interesarse por nada, y repitiendo de cuando en cuando: “¡Ah! ¿Por qué se ha ido?”.
Sin embargo, dos semanas después, con gran sorpresa de cuantos la rodeaban, Natasha se rehízo de su depresión moral y volvió a ser la de antes, aunque su fisonomía moral había cambiado, como cambia la cara de los niños que se levantan de la cama después de una larga enfermedad.
XXV
La salud y el carácter del príncipe Nikolái Andréievich Bolkonski se habían debilitado mucho aquel año, después de la partida de su hijo para el extranjero. Más irritable que antes, descargaba todos los estallidos de su inmotivada cólera sobre la princesa María. Parecía buscar afanosamente todo aquello que le produjera dolor para mortificarla con la mayor crueldad posible. Dos pasiones tenía la princesa y, por tanto, dos alegrías: la religión y su sobrino Nikólushka. Y ambas constituían el tema favorito de los ataques y las ironías del príncipe. Hablárase de lo que se hablara, siempre llevaba la conversación hacia el tema de las supersticiones de las viejas solteronas o de los excesivos y perjudiciales mimos a los niños. “Quieres hacer de él una solterona como tú, pero en vano: el príncipe Andréi necesita un hijo, y no una solterona”, decía. Otras veces, se volvía a mademoiselle Bourienne y le preguntaba, en presencia de la princesa María, qué pensaba de los popes y los iconos rusos. Después bromeaba sobre ambas cosas...
Ofendía de continuo y dolorosamente a la princesa, que, por su parte, no necesitaba hacer el menor esfuerzo para perdonarlo. ¿Podía considerar a su padre culpable e injusto por su modo de tratarla? Su padre la quería y ella no dudaba de su cariño. Además, ¿qué era la justicia? La princesa no pensaba jamás en esa soberbia palabra: “justicia”. Todas las complicadas leyes humanas se reducían para ella a una simplísima y clara: la ley del amor y del sacrificio, promulgada por Aquel que, siendo Dios, sufrió por amor a la humanidad. ¿Qué le importaba a ella la justicia o la injusticia de los hombres? Ella debía sufrir y amar, y eso era lo que hacía.
Durante el invierno, el príncipe Andréi estuvo en Lisie-Gori. Se mostró alegre, amable y cariñoso con la princesa María, que no recordaba haberlo visto así hacía tiempo. Presintió que algo le había ocurrido, pero nada le dijo de su amor. Antes de partir, el príncipe Andréi tuvo una larga conversación con su padre, y la princesa María comprendió que habían quedado descontentos el uno del otro.
Poco después de la marcha del príncipe Andréi, la princesa escribió desde Lisie-Gori a San Petersburgo, a su amiga Julie Karáguina —de luto en aquel entonces por uno de sus hermanos, muerto en Turquía—, a la cual, como hacen todas las muchachas, quería casar con el príncipe Andréi:
Las penas parecen ser nuestra suerte común, querida y dulce amiga Julie.
La pérdida que ha sufrido es tan terrible que sólo puedo explicármela como un particular favor de Dios, que, porque las ama, quiere poner a prueba a su excelente madre y a usted. ¡Ah, querida amiga! La religión y sólo la religión puede no digo consolarnos, sino librarnos de la desesperación. Sólo la religión puede explicar lo que, sin su ayuda, el ser humano no podría comprender: por qué, para qué, seres buenos y nobles, que saben hallar la felicidad en la vida y que no sólo no hacen daño a nadie, sino que son necesarios para el bien de los demás, son llamados por Dios, mientras quedan aquí abajo tantas personas malvadas, inútiles, nocivas, o bien otras que son una carga para sí y para los demás. La primera muerte que vi, y no olvidaré jamás, fue la de mi querida cuñada, y me produjo la misma impresión. Así como usted pregunta al destino por qué había de morir su excelente hermano, así he preguntado yo por qué debía desaparecer Lisa, un ángel que a nadie había hecho daño y tan sólo albergaba buenos pensamientos. Y bien, querida amiga. Cinco años han pasado desde entonces, y ahora, con mi insignificante inteligencia, comienzo a comprender claramente para qué debía morir y por qué esa muerte no era más que la expresión de la infinita bondad del Creador, cuyos actos, casi siempre incomprensibles para nosotros, son una manifestación de su inmenso amor hacia sus criaturas. Pienso con frecuencia si no era ella demasiado angelical e inocente para poder soportar todos los deberes de una madre. Ella fue irreprochable como esposa joven, pero, tal vez, no lo habría sido como madre. Ahora, no sólo nos ha dejado, y especialmente al príncipe Andréi, el más puro pesar y el recuerdo, sino que ocupará allí un lugar que yo no me atrevo a esperar para mí. Mas, sin hablar de Lisa, esta muerte prematura y terrible ha tenido la más benéfica influencia sobre mí y sobre mi hermano, a pesar de toda su tristeza. Entonces, en el momento de la dolorosa pérdida, estos pensamientos no podían acudir a mi mente: los habría desechado con horror, pero ahora los veo claros e indiscutibles. Le escribo todo esto, querida amiga, para convencerla de una verdad evangélica que yo he convertido en norma de vida: ni un solo cabello caerá de nuestra cabeza sin Su voluntad. Y Su voluntad no se guía más que por un amor infinito a todos nosotros. Por eso, cuanto nos ocurre es por nuestro bien. Me pregunta si pasaremos el invierno en Moscú. A pesar del gran deseo que tengo de verla, no creo ni quiero que sea así. Le extrañará que la causa sea Buonaparte. La explicación es la salud de mi padre, cada vez más débil. No puede sufrir una sola contradicción, se irrita a cada momento. Esa irritación, como sabe, va dirigida principalmente hacia la situación política. No soporta la idea de que Buonaparte trate de igual a igual a todos los soberanos de Europa, y especialmente al nuestro, ¡al nieto de la gran Catalina! Ya sabe que soy indiferente por completo a los asuntos políticos, pero por lo que dice mi padre y sus conversaciones con Mijaíl Ivanovich sé lo que ocurre en el mundo y, sobre todo, los honores que se tributan a Buonaparte; creo que de todo el mundo, sólo en Lisie-Gori no se lo reconoce como un gran hombre, y menos aún como emperador de los franceses. Mi padre no puede soportarlo; con sus ideas sobre la política y previendo los choques que tendría por su costumbre de expresar las opiniones propias sin miramiento alguno, habla de mala gana de un viaje a Moscú. Todo cuanto ganaría con un tratamiento médico lo perdería con sus discusiones sobre Buonaparte, que son inevitables. De todas maneras, la cosa se decidirá pronto. Nuestra vida familiar es la de siempre, aunque no contamos con la presencia de mi hermano Andréi. Como le escribí, había cambiado mucho últimamente. Después de su desgracia, tan sólo ahora, este año, lo vi moralmente curado. Volvió a ser el mismo que yo conocí de niño: bueno y cariñoso, con un corazón de oro que no tiene igual. Ha comprendido, al parecer, que la vida no ha terminado para él. Pero junto a ese cambio interior se ha debilitado mucho físicamente: está más delgado que antes, más nervioso, y temo por él. Me alegra que emprenda este viaje al extranjero, prescrito por los médicos hace tiempo. Espero que eso lo restablezca. Me dice usted en su carta que en San Petersburgo se habla de él como de uno de los jóvenes más activos, cultos e inteligentes. Perdóneme mi vanidad de hermana, pero yo nunca había dudado de eso. Es imposible contar todo el bien que aquí hizo, tanto a sus mujiks como a la nobleza. Creo que en San Petersburgo recibió la recompensa que merecía. Me asombra cómo llegan los rumores de San Petersburgo a Moscú, y especialmente esas cosas tan falsas que me cuenta en su carta sobre el supuesto matrimonio de mi hermano con la pequeña Rostov. Dudo que mi hermano vuelva a casarse, y menos con esa joven. Le diré por qué: sé bien, aunque habla muy poco de su difunta mujer, que el dolor de aquella pérdida está muy arraigado en su corazón y no se decidirá a sustituirla y dar una madrastra a nuestro pequeño ángel. En segundo lugar, a juzgar por lo que yo sé, esa joven no pertenece a la categoría de mujeres que gustan a mi hermano; no creo que el príncipe Andréi la escoja por esposa, y le confesaré francamente que no lo deseo. Pero me extiendo demasiado; estoy terminando ya la segunda hoja. Adiós, mi querida amiga; que Dios la tenga en su santa y poderosa custodia. Mi querida amiga, mademoiselle Bourienne, le manda un beso.
Mary
XXVI
A mediados del verano, la princesa María recibió desde Suiza una carta del príncipe Andréi donde le comunicaba una noticia tan extraña como inesperada. Le anunciaba su compromiso con la joven Rostov. Toda la carta rebosaba entusiasmo amoroso hacia su prometida, y de tierna y confiada amistad hacia su hermana. Decía que nunca había amado como ahora y que sólo ahora comprendía la vida. Rogaba a la princesa que le perdonase si en Lisie-Gori no le había dicho nada sobre su decisión, aunque hubiera hablado de ello con su padre. No lo hizo para que ella no intercediera ante el viejo príncipe con objeto de obtener su consentimiento, lo cual contribuiría a su cólera sin conseguir el fin propuesto, y ella habría cargado con todo el peso del descontento paterno. Sin embargo, decía, la cosa no estaba entonces tan decidida como ahora. "Nuestro padre me pidió que retrasara nuestro matrimonio un año; ya han pasado seismeses, la mitad del plazo, y cada vez estoy más firme en mi decisión. Si los médicos no me retuvieran aquí, en el balneario, volvería a Rusia, pero tengo que esperar tres meses más. Tú me conoces y sabes mis relaciones con nuestro padre. No necesito que me dé nada. He sido y seré siempre independiente, pero obrar contra su voluntad, merecer su cólera, cuando quizá le queda tan poco de vida, destruiría la mitad de mi dicha. Le escribo también a él sobre lo mismo y te ruego que, cuando lo creas oportuno, le entregues mi carta. Y me digas cómo reacciona y si hay alguna esperanza de que consienta en abreviar en tres meses el plazo fijado."
Después de largas vacilaciones, dudas y oraciones, la princesa María llevó la carta a su padre.
Al día siguiente, el viejo príncipe le dijo tranquilamente:
–Escribe a tu hermano y dile que espere mi muerte... No tendrá que esperar mucho. Pronto lo dejaré libre...
La princesa quiso objetar algo, pero el viejo no se lo permitió y comenzó a elevar cada vez más la voz.
–¡Cásate, cásate, querido!... ¡Una espléndida parentela!... ¡Gente cultísima! ¿Eh? ¿Ricos, eh? ¡Sí! Nikóleñka tendrá una buena madrastra. Escríbele que se case aunque sea mañana si quiere. Ella será la madrastra de Nikólushka y yo me casaré con la Bourienka... ¡Ja, ja, ja! ¡Así también él tendrá una madrastra! Pero debe saber que no quiero más mujeres en mi casa. Que se case y viva por su cuenta. A lo mejor también tú quieres irte con él– añadió, volviéndose a su hija. —¡Vete con Dios, puerta, puerta...!
Después de esta explosión de cólera, el príncipe no volvió a mencionar el asunto, pero el contenido disgusto del padre por la debilidad de su hijo se manifestaba continuamente en su actitud hacia la princesa María. A las antiguas burlas e ironías unía ahora una nueva: las conversaciones sobre las madrastras y sus amabilidades con mademoiselle Bourienne.
–¿Por qué no puedo casarme con ella también yo?– decía a su hija. —¡Sería una princesa excelente!
Con gran asombro y perplejidad, la princesa María se dio cuenta de que su padre, en efecto, intimaba cada vez más con la francesa. La princesa María escribió a su hermano y le contó cómo fue acogida su carta, pero lo consolaba dándole esperanzas de que conseguiría conciliar a su padre con esa idea.
Nikólushka y su educación, André y la religión, eran el consuelo y la alegría de la princesa. Pero, además de eso, como cada persona necesita tener esperanzas propias, personales, la princesa María guardaba en lo más profundo de su alma una ilusión y una esperanza que era el principal consuelo de su vida. Debía esa ilusión y esperanza a la gente de Dios, beatos y peregrinos que acudían a ella en secreto sin que el príncipe lo supiera. Cuanto más vivía la princesa María, cuanto más conocía y observaba la vida, tanto más la asombraba la miopía de la gente que buscaba aquí abajo, en la tierra, el placer y la felicidad: los hombres trabajan, sufren, luchan y se hacen mutuo daño para lograr ese bien imaginario, imposible e impuro. “El príncipe Andréi amaba a su esposa, pero ella murió; no le bastaba con ello y quiere volver a encontrar la felicidad con otra mujer. Nuestro padre no quiere que se case, porque desea para Andréi un matrimonio más ilustre y rico. Todos ellos luchan, sufren y se atormentan, destruyendo su alma, su alma inmortal, por un bien tan efímero. No basta con que nosotros lo sepamos: Cristo, el Hijo de Dios, bajó a la tierra para decirnos que esta vida es un breve instante, una prueba. Pero seguimos aferrados a ella y en ella buscamos la dicha. ¿Cómo es que nadie lo ha comprendido? —pensaba la princesa María—. Nadie, excepto esa despreciada gente de Dios, que, con sus mochilas a la espalda, vienen a verme por la escalera de servicio temiendo el encuentro con el príncipe; no por temor al castigo, sino para no inducirlo a pecado. Abandonar la familia, la patria y todas las preocupaciones por los bienes de este mundo; deshacerse de todo, vestirse con un sayal, cambiar de nombre, ir de un sitio a otro, sin hacer daño a nadie y rogando por todos, por aquellos que los rechazan y por aquellos que los protegen: fuera de esta verdad y esta vida, no hay ni verdad ni vida.”
La princesa María estimaba especialmente a Fedósiushka, una mujer pequeña, picada de viruelas, de cincuenta años, tímida, que desde hacía treinta años caminaba con los pies descalzos, arrastrando unas cadenas. Un día, cuando en la penumbra de la habitación iluminada por la sola luz de la lamparilla de los iconos, Fedósiushka contaba su vida, la idea de que sólo ella había encontrado el verdadero camino en la vida la decidió a emprender también ella el camino de la peregrinación. Cuando Fedósiushka se fue a dormir, la princesa María se quedó largo rato meditando y, por extraño que pudiera parecer, decidió hacerse peregrina como ellos. Confió sus intenciones tan sólo al monje Akinfi, su director espiritual, y él las aprobó. Con el pretexto de preparar donativos para los peregrinos, la princesa consiguió la ropa necesaria: sayal, lapti, caftán y un pañuelo negro. Muchas veces, al acercarse a la cómoda secreta donde guardaba todo eso, la princesa María se detenía indecisa y se preguntaba si habría llegado el tiempo de poner en obra su determinación.
En ocasiones, al escuchar los relatos de los peregrinos, se conmovía al oír aquellas sencillas narraciones repetidas mecánicamente, pero que tenían para ella un sentido profundo; más de una vez estuvo a punto de abandonarlo todo y huir de su casa. Se imaginaba a sí misma con Fedósiushka andando por caminos polvorientos con un tosco sayal, su cayado y su saco, recorriendo sin descanso santuario tras santuario, libre de toda envidia, sin amor humano, sin deseos, para llegar hasta el final, allí donde no hay tristezas ni gemidos, sino alegrías y placeres eternos.
“Llegaré a un lugar y rezaré; antes de acostumbrarme y tomarle apego, seguiré andando hasta que mis piernas desfallezcan; me tumbaré entonces y moriré en algún lugar; llegaré así al apacible y eterno puerto donde no existen penas ni suspiros...”, pensaba la princesa María.
Pero luego, al ver a su padre y sobre todo al pequeño Nikolái, sus decisiones flaqueaban. Y lloraba en secreto, pues se creía pecadora: amaba a su padre y a su sobrino más que a Dios.
Cuarta parte
I
La ociosidad, según la tradición bíblica, la falta de todo trabajo, era la condición que aseguraba la felicidad, el bienestar del primer ser humano antes de su caída. El gusto por la ociosidad no ha cambiado en el hombre después de su caída, pero la maldición sigue pesando sobre él, y no sólo porque debamos ganar el pan con el sudor de nuestra frente, sino porque nuestra naturaleza moral nos prohíbe estar ociosos y tranquilos al mismo tiempo. Una voz secreta nos dice que por estar ociosos somos culpables. Si el hombre pudiese hallar un estado en el que, sin dejar de ser ocioso, supiese que es útil y que cumple con su deber, habría recuperado una parte de la felicidad primitiva. Hay todo un estamento, el militar, que goza de semejante estado de ociosidad obligatoria e irreprochable, y en ello reside y residirá el especial atractivo del servicio de las armas.
Nikolái Rostov experimentaba de lleno esa dicha después del año 1807, sirviendo en el regimiento de Pavlograd, donde ya mandaba el escuadrón que era antes de Denísov.
Rostov se había convertido en un buen muchacho de maneras rudas, a quien las amistades moscovitas encontrarían de mauvais genre 307pero a quien querían y respetaban sus camaradas, subalternos y superiores; además, estaba contento de su propia vida.
Últimamente, en 1809, en las cartas de su casa se encontraba con lamentaciones cada vez más frecuentes de su madre; le decía que las cosas iban de mal en peor y que debería volver a casa para alegrar y tranquilizar a sus ancianos padres.
Al leer esas cartas Nikolái temía que quisieran sacarlo de un ambiente donde, libre de todas las complicaciones de la vida, se hallaba tan tranquilo y feliz. Se daba cuenta de que, tarde o temprano, tendría que volver al caos de la existencia cotidiana con asuntos económicos que iban mal y que él debía arreglar, de cuentas con los administradores, de discusiones e intrigas, de relaciones sociales, y con el amor de Sonia y la promesa que le hiciera. Todo ello era horriblemente difícil y embrollado, y respondía a las cartas de su madre con unas líneas frías, con el clásico comienzo de: “Ma chère maman”y el final de: “Votre obéissant fils”, guardando silencio acerca de sus intenciones de volver. En 1810 una carta de sus padres anunciaba el compromiso de Natasha con Bolkonski y el retraso del matrimonio por un año, a causa del viejo príncipe, que se oponía a la boda. Esa carta ofendió y disgustó a Nikolái. Ante todo, sentía perder a Natasha, a quien quería más que al resto de la familia; después, desde su punto de vista de húsar, le disgustaba no haberse encontrado en su casa para demostrar a Bolkonski que no era tan gran honor emparentarse con él y que, si amaba a Natasha, podía prescindir del permiso de su estrafalario padre. A punto estuvo de pedir permiso para ver a Natasha de prometida; pero se acercaron las maniobras, volvió a acordarse de Sonia, del embrollo existente, y determinó aplazar de nuevo el viaje. Mas en la primavera de aquel año recibió una carta que su madre escribía sin que el conde lo supiera, y eso lo decidió a partir. Decía la condesa que si Nikolái no volvía y se encargaba de los asuntos de la casa, acabarían por venderlo todo en pública subasta y quedarían reducidos a la miseria; añadía que el conde era tan débil, tenía tal confianza en Míteñka y era tan bueno que todos lo engañaban, y así las cosas iban de mal en peor. “En nombre de Dios, te suplico que vengas cuanto antes si no quieres vernos desgraciados a mí y a toda tu familia.”
Esta carta impresionó a Nikolái. No le faltaba el buen sentido de los mediocres, que le señalaba su deber.
Ahora tenía que ir, si no solicitando la baja, sí, por lo menos, pidiendo un permiso. No le alcanzaban las razones, pero después de la siesta ordenó que le ensillaran a Marte, un potro gris muy resabiado que hacía tiempo no montaba; a la vuelta, con el caballo sudoroso, manifestó a Lavrushka (el asistente de Denísov, que ahora estaba con él) y a los camaradas que acudieron a verlo más tarde, que había pedido permiso y se iba a casa. Aunque le parecía extraño pensar que se iba sin enterarse en el Estado Mayor (lo que le interesaba de manera especial) si lo promovían a capitán o le concedían la cruz de Santa Ana por su actuación en las últimas maniobras; que se iba, por extraño que fuera, sin ver al conde polaco Golujovski para venderle los tres caballos tan ansiados por éste y por los cuales había apostado que sacaría dos mil rublos; que se iba, por incomprensible que le pareciera la idea de no asistir al baile ofrecido a la señora Pshazdezka (para rivalizar con los ulanos, que ofrecían otro a la señora Borzhovka). Sabía que su deber era abandonar aquel ambiente feliz, donde todo estaba a la vista, y dirigirse a ese otro mundo en el que todo era absurdo y confuso. Una semana después recibió el permiso. Los húsares, no sólo del regimiento, sino de toda la brigada, le ofrecieron un banquete de quince rublos el cubierto, con dos orquestas y dos coros. Rostov bailó el trepakcon el mayor Básov; los oficiales, embriagados, mantearon y abrazaron a Rostov y lo dejaron caer al suelo; los soldados del tercer escuadrón volvieron a mantearlo a los gritos de ¡hurra! Por último, colocaron a Nikolái en el trineo y lo acompañaron hasta la primera parada.
Como suele ocurrir, hasta la mitad del viaje, de Kremenchug a Kiev, los pensamientos de Rostov estaban aún vueltos hacia su escuadrón; pero pasada esa mitad del camino dejó de pensar en sus tres caballos bayos y en su sargento Dozhoiveiko y a preguntarse con inquietud qué encontraría en Otrádnoie. Cuanto más se acercaba, más pensaba en su casa, como si el sentido moral estuviera sujeto a la ley de que la fuerza de atracción es inversa al cuadrado de la distancia. En la última parada, antes de Otrádnoie, dio al postillón una propina de tres rublos para vodka y como un muchachito subió jadeante los escalones del portal de su casa.
Tras las primeras efusiones de su llegada y después de una extraña sensación de malestar por encontrar la realidad distinta de la esperada ("siempre lo mismo; ¿por qué me habré dado tanta prisa en venir?”), Nikolái comenzó a familiarizarse con el viejo mundo de la casa. Sus padres seguían siendo los mismos, aunque algo envejecidos. Lo único nuevo que en ellos había era cierta inquietud y, en ocasiones, un desacuerdo antes inexistente. Nikolái no tardó en advertir que la causa de esos roces era la mala situación económica. Sonia tenía ya diecinueve años y había llegado a la plenitud de su belleza. No prometía más de lo que tenía, pero también eso era suficiente. Toda ella respiraba felicidad y amor desde la llegada de Nikolái; y ese amor fiel e indestructible era para él motivo de alegría. Más lo sorprendieron Petia y Natasha. El primero era ya un muchacho de trece años, alto, gracioso, inteligente y travieso, en plena muda de voz. Natasha asombró durante mucho tiempo a Nikolái, que no podía dejar de reír mirándola.
–Eres completamente distinta– decía.
–¿Es que estoy más fea?
–Al contrario. Pero... ¡vaya importancia! ¡Nada menos que princesa!– contestaba él en voz baja.
–Sí, sí, sí– asentía alegremente Natasha.
Le contó su romance con el príncipe Andréi, su llegada a Otrádnoie y hasta le mostró su última carta.
–¿Estás contento?– preguntaba. —Ahora soy feliz y estoy tranquila.
–¡Muy contento!– respondió Nikolái. —Es un hombre excelente. Y tú, ¿estás muy enamorada?
–¿Cómo te diría? Estuve enamorada de Borís, del profesor, de Denísov, pero ahora no es nada de eso. Estoy ahora tan feliz, tan tranquila. Sé que no hay personas mejores que él y me siento segura, serena. Es completamente distinto de lo de antes...
Nikolái no ocultó su descontento por el aplazamiento de la boda; pero Natasha atacó vivamente a su hermano, demostrándole que no podía ser de otro modo, que habría estado muy mal entrar en la familia contra la voluntad del padre y que ella misma lo deseaba así.