Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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El administrador general expresó su gran simpatía hacia los propósitos de Pierre, pero observó que, además de las reformas propuestas, había que ocuparse de la marcha de la economía, que estaba mal.
A pesar de la inmensa fortuna del conde Bezújov, desde que Pierre gozaba de quinientos mil rublos de renta anual, según se afirmaba, se sentía mucho más pobre que cuando el difunto conde, su padre, le pasaba diez mil al año. Tenía una vaga idea, en líneas generales, de ese presupuesto: al Consejo de Tutela pagaba unos ochenta mil rublos por todas sus posesiones; el mantenimiento de la villa cerca de Moscú, de la casa en esa ciudad y de las princesas costaba casi treinta mil; las pensiones le llevaban quince mil y casi otro tanto las obras de beneficencia. Pasaba a la condesa su mujer– ciento cincuenta mil rublos, y los intereses de las deudas representaban unos setenta mil; la construcción de una iglesia, comenzada antes, le había costado en aquellos dos años diez mil rublos; y el resto, unos cien mil, se gastaban sin que él supiese en qué; casi cada año tenía que pedir dinero prestado. Además, el administrador general de sus posesiones le escribía todos los años hablando bien de incendios, bien de malas cosechas o de la necesidad de reformas en edificios o fábricas. Y así, lo primero que Pierre hubo de hacer fue lo que menos le gustaba y lo que menos podía acomodarse a su temperamento e inclinaciones: dedicarse a la revisión de sus intereses.
Pierre trabajaba cada día con el administrador general, aunque se daba cuenta de que su esfuerzo no hacía progresar en nada sus proyectos. Sentía que esas conversaciones nada tenían que ver con ellos, que no los concretaban ni impulsaban. Por una parte, el administrador general exponía la situación a la luz más pesimista tratando de convencer a Pierre de la necesidad de pagar las deudas y emprender nuevos trabajos, utilizando a los siervos, cosa que Pierre no consentía; por otra parte, Pierre exigía que se iniciase cuanto antes la emancipación, contra la cual el administrador amontonaba razones, como la perentoria urgencia de pagar en primer lugar las deudas del Consejo de Tutela, por lo cual era imposible cumplir con rapidez los propósitos del conde.
No es que el administrador general dijese que era absolutamente imposible la emancipación de los siervos; pero, a fin de llegar a ese objetivo, aconsejaba la venta de los bosques de la provincia de Kostromá, de las tierras situadas en la parte baja del Volga y la hacienda de Crimea, operaciones todas que, a juicio del administrador, iban ligadas a tan gran número de expedientes, levantamiento de prohibiciones, peticiones y autorizaciones que Pierre se perdía en todo ello, contentándose con responder: “Bueno, bueno, hágalo así”.
Pierre no poseía la perseverancia práctica que le habría permitido realizar por sí mismo semejantes gestiones, que, además, no le agradaban, y se limitaba a fingir ante el encargado que se ocupaba de ello. El administrador, por su parte, trataba de fingir ante el conde que tales ocupaciones eran muy útiles para el amo, pero embarazosas para él.
En la ciudad Pierre se encontró con algunos conocidos; los desconocidos se apresuraron a conocer y agasajar al recién llegado, que era el más rico propietario de la provincia. Las tentaciones para su más arraigada debilidad, la que había confesado a su ingreso en la logia, resultaron tan fuertes que Pierre no pudo vencerlas. Una vez más, los días, las semanas y los meses de Pierre se pasaron en las mismas ocupaciones de antes, entre veladas, comidas, almuerzos y bailes, como en San Petersburgo, de manera que apenas le quedaba tiempo para la reflexión. Y en vez de esa nueva vida que esperaba emprender, Pierre continuó por el viejo camino: lo único que había hecho era cambiar de ambiente.
De los tres preceptos de la masonería, Pierre reconocía que no había cumplido el que prescribe a cada masón ser un modelo de vida moral; y de las siete virtudes, dos le faltaban por completo: las buenas costumbres y el amor a la muerte. Se consolaba pensando que cumplía otro precepto —la mejora del género humano– y que tenía otras virtudes: el amor al prójimo y, sobre todo, la generosidad.
En la primavera de 1807 Pierre decidió volver a San Petersburgo, con la intención de recorrer por el camino todas sus posesiones y ver por sí mismo lo que se había hecho de cuanto ordenara y las condiciones en que ahora vivían todas aquellas gentes confiadas a él por la voluntad de Dios y a las que de todo corazón deseaba hacer felices.
El administrador general, que consideraba todas las reformas ideadas por el joven conde casi como una locura muy desventajosa para él, para Pierre y para los campesinos, se avino a hacer ciertas concesiones. Sin dejar de presentar la emancipación como algo imposible, dispuso la construcción en cada hacienda de edificios para escuelas, hospitales y asilos. La llegada del dueño a cada lugar iba acompañada en todas partes de recibimientos no solemnes ni aparatosos —sabía que eso no gustaba a Pierre—, sino de actos religiosos de agradecimiento, con iconos y ofrecimiento del pan y la sal, cosas que, según el concepto que se había formado de su amo, actuarían sobre el conde y contribuirían a mantenerlo en el engaño.
La primavera meridional, el viaje cómodo y rápido en el coche vienés y la soledad del camino producían en Pierre un alegre estado de ánimo. Las propiedades, que aún no conocía, eran a cuál más pintoresca. La gente tenía en ellas aspecto próspero, se mostraba agradecida y feliz por los beneficios recibidos. En todas partes se le hacía un recibimiento que, pese a sonrojarlo en lo más íntimo, lo hacía feliz. En cierto lugar los campesinos lo recibieron con el pan y la sal y las imágenes de san Pedro y san Pablo; le pidieron permiso para levantar en la iglesia, a sus propias expensas, un nuevo altar en honor de su santo, como recuerdo de amor y gratitud a sus beneficios. En otra parte lo recibieron las mujeres del pueblo con los niños de pecho en brazos, para agradecerle que las hubiera liberado de los trabajos penosos. En otra fue recibido por el sacerdote, que salió con la cruz alzada, rodeado de niños a los cuales, gracias a la generosidad del amo, podía enseñar las primeras letras y la doctrina. En todas sus haciendas veía Pierre edificios de piedra, en obra o ya terminados, para hospitales, escuelas y asilos, cuya inauguración era cosa de poco tiempo. Los informes de los administradores indicaban que los trabajos obligatorios para el amo habían disminuido en comparación con épocas anteriores, por lo cual en cada villa salían a darle las gracias, con palabras conmovidas, delegaciones de campesinos que vestían caftán azul.
Pero Pierre ignoraba que donde le ofrecían el pan y la sal y donde se levantaba un altar a san Pedro y san Pablo era una villa con mercado cuya feria coincidía con san Pedro; y que el altar había sido comenzado hacía tiempo a expensas de los mujiks ricos de la aldea, de los mismos que se habían presentado ante él, y que las nueve décimas partes de los mujiks del lugar estaban en la mayor miseria. Ignoraba que, al prohibir el trabajo en el campo de las mujeres con niños de pecho, esas mismas mujeres tenían que trabajar en sus casas en labores no menos penosas. Ignoraba que el sacerdote que lo recibiera con la cruz alzada oprimía a los mujiks con sus cargas, y que los discípulos le eran entregados por los padres muy a su pesar, para después rescatarlos a costa de grandes sacrificios económicos. Ignoraba que los edificios de piedra habían sido levantados por los mismos campesinos, aumentando así el trabajo para el señor, aliviado solamente en el papel. No sabía que donde el administrador le mostraba sobre los libros la disminución de un tercio del trabajo para el amo, los pagos en especie habían crecido el doble. Pierre quedó entusiasmado del viaje por sus posesiones y sintió renacer en sí todo el entusiasmo filantrópico que lo animaba al salir de San Petersburgo. Bajo este efecto escribió repetidas cartas al hermano preceptor, que así era como llamaba al gran maestro.
“¡Qué fácil es todo! —pensaba—. ¡Qué poco esfuerzo se necesita para hacer mucho bien y qué poco nos preocupamos de hacerlo!"
Se sentía feliz por el agradecimiento que le manifestaban por doquier, pero le producía vergüenza aceptarlo. Esa gratitud le recordaba que aún podía hacer mucho másen beneficio de aquella gente sencilla y buena.
El administrador general —hombre estúpido pero astuto– había comprendido bien al conde, inteligente e ingenuo, y lo manejaba como un juguete; viendo el efecto que producían en Pierre los recibimientos por él preparados, le habló en tono más enérgico para insistir sobre la imposibilidad e inutilidad de liberar a los campesinos, que tan felices vivían ya.
Pierre, en su fuero íntimo, estaba de acuerdo con el administrador general en que era difícil imaginar hombres más felices y que sólo Dios sabía qué les aguardaba si recobraban la libertad; pero, aunque sin ganas, insistió en lo que consideraba justo. El administrador prometió hacer todo lo posible por realizar los deseos del conde, comprendiendo muy bien que él no estaría nunca en condiciones de cerciorarse de si había tratado o no de vender los bosques y las posesiones para amortizar la deuda del Consejo. Más aún, probablemente jamás le volvería a preguntar por ello y no llegaría a enterarse de que los edificios construidos estaban vacíos y los campesinos continuaban dando en trabajo y dinero lo mismo que daban a otros, es decir, todo cuanto podían dar.
XI
Pierre, que se hallaba en inmejorable estado de ánimo después de su viaje al sur, realizó su viejo deseo de visitar a su antiguo amigo Bolkonski, al que no veía desde hacía dos años.
Boguchárovo estaba en medio de una comarca poco atractiva, llana y cubierta de campos y bosques de abetos y abedules, talados en parte. La casa señorial se hallaba al final del pueblo, que se extendía a ambos lados del camino real, detrás de un estanque de reciente construcción y lleno de agua, cuyos bordes no cubría aún la hierba, en medio de un bosque joven donde se alzaban algunos grandes pinos.
El conjunto de las edificaciones en la residencia señorial comprendía el granero, los pabellones para el servicio, las caballerizas, el baño y una gran casa de piedra, de fachada curva, todavía sin terminar. Un jardín recientemente plantado rodeaba la casa. La valla y la puerta principal eran fuertes y nuevas. Bajo un cobertizo había dos bombas contra incendios y un barril pintado de verde. Los caminos eran rectos, los puentes sólidos y con barandillas bien hechas: en todo se advertía orden y esmero. Cuando Pierre preguntó dónde vivía el señor, los criados le mostraron un pequeño pabellón muy nuevo, construido al borde del estanque. Antón, el viejo ayo del príncipe Andréi, ayudó a Pierre a descender del coche, lo informó de que el príncipe se hallaba en casa y lo condujo hasta la pequeña y limpia antecámara.
Pierre quedó sorprendido por la modestia de la casa —pequeña y aseada– al recordar el ambiente lujoso donde había visto la última vez a su amigo en San Petersburgo. Entró rápidamente en la salita, todavía sin enlucir, que olía a pino, y quiso seguir adelante, pero Antón, de puntillas, se le adelantó y llamó a la puerta.
–¿Qué hay?– preguntó desde dentro una voz brusca y desagradable.
–Una visita– contestó Antón.
–Que espere, por favor– dijo la voz.
Se oyó el ruido de una silla al ser apartada. Pierre se acercó rápidamente a la puerta y se dio de cara con el príncipe Andréi, que salía con aire malhumorado. Pierre lo abrazó y, quitándose los lentes, lo besó en las mejillas mirándolo de cerca.
–¡Ah! No te esperaba. Me alegro mucho– dijo el príncipe Andréi.
Pierre no decía nada. Miraba a su amigo con asombro, sin apartar la vista; lo desconcertaba el cambio operado en aquel rostro envejecido; las palabras eran cariñosas, sonreía su boca y el rostro, pero los ojos apagados carecían de vida, pese a su evidente deseo de darles una expresión jovial y gozosa. No fue el hecho de que su amigo estuviese delgado, pálido, de que hubiese madurado, no, era la mirada, la arruga de la frente, testimonios de una profunda concentración mental en un solo tema, lo que sorprendió y distanció a Pierre, hasta que se acostumbró a verlos.
En un encuentro así, después de tan prolongada separación, fue difícil al principio —como suele ocurrir– entablar una conversación coherente. Ambos se hacían preguntas y se contestaban mutuamente con breves frases sobre cosas que habrían requerido mucho tiempo, como bien sabían los dos. Por fin, la conversación, poco a poco, fúe normalizándose, volviendo a lo que antes se habían contado con breves palabras: hablaron de los años pasados, de los proyectos para el futuro, del viaje de Pierre y sus ocupaciones, de la guerra, etcétera. La concentración y el abatimiento que Pierre había advertido en los ojos de su amigo se manifestaban ahora, más aún, en la sonrisa con que escuchaba a Pierre especialmente cuando le hablo, con jubilosa animación, del pasado y del porvenir. Se diría que el príncipe Andréi deseaba expresar interés por lo que Pierre iba diciendo, pero no lo conseguía. Pierre comprendió por fin que no era oportuno hablar delante de él de exaltados sueños y esperanzas de felicidad y de la práctica del bien. Lo avergonzaba exponer todas sus nuevas ideas masónicas, renovadas y avivadas por el viaje. Se contenía, temeroso de parecer demasiado ingenuo. Pero, al mismo tiempo, lo acuciaba el irresistible deseo de mostrar a su amigo el cambio operado en él, hacerle ver que ahora era un hombre absolutamente distinto, mucho mejor que el Pierre de San Petersburgo.
–No puedo decirle con qué intensidad he vivido durante todo este tiempo. Ni yo mismo me reconozco.
–Sí, hemos cambiado mucho desde entonces– comentó el príncipe Andréi.
–¿Y usted? ¿Qué proyectos tiene?– preguntó Pierre.
–¿Proyectos?– repitió irónicamente el príncipe Andréi. —¿Mis proyectos?– añadió, como si lo asombrara el sentido de estas palabras. —Ya lo ves: me dedico a instalarme. Quiero trasladarme aquí definitivamente para el próximo año...
Pierre miró fijamente y en silencio el rostro envejecido de su amigo.
–No, no; le pregunto...
Pero el príncipe Andréi lo interrumpió:
–¿Para qué hablar de mí?... Cuéntame, cuéntame tu viaje, ¿qué barrabasadas has hecho en tus posesiones?
Pierre comenzó a explicarle lo que había hecho, tratando de ocultar lo mejor posible toda su intervención en las mejoras introducidas. Varias veces el príncipe Andréi le sugirió lo que debía decir, aun antes de que lo contase, como si todo cuanto relataba Pierre fuese una historia conocida de hace tiempo; y, además de escuchar sin interés, parecía sentir vergüenza de lo que su amigo iba diciendo.
Pierre se sintió cohibido y aun violento en su compañía y calló.
–Sabes, querido– dijo el príncipe Andréi, también visiblemente embarazado por la presencia de su huésped.
–Aquí estoy, como en un campamento. No he venido más que a mirar cómo va esto. Hoy vuelvo a casa de mi hermana. Te presentaré a los míos. Creo que a ella la conoces ya, ¿verdad?– parecía dirigirse a una visita a quien debía entretener y con la cual nada tenía de común. —Nos iremos después de comer. Y ahora, ¿quieres visitar mi propiedad?
Salieron a pasear hasta la hora de comer, hablando de política y sus amistades como personas entre las cuales hay poca intimidad. Con cierta animación e interés, el príncipe Andréi le explicó las obras hechas por él en la finca; pero también al tratar aquel tema, en medio de la charla, cuando estaba describiendo a Pierre la nueva disposición de la casa, se detuvo de pronto:
–Aunque esto no tiene ningún interés. Vamos a comer y nos marcharemos.
Durante la comida se habló del matrimonio de Pierre.
–Me quedé muy asombrado con aquella noticia– dijo el príncipe Andréi.
Pierre se ruborizó; le pasaba cada vez que se hablaba de su matrimonio.
–Ya le contaré un día cómo ocurrió– dijo con precipitación: —Pero ya se acabó todo y para siempre.
–¿Para siempre?– preguntó el príncipe Andréi. —Nada de lo que sucede es para siempre.
–Pero, ¿sabe cómo terminó? ¿Oyó hablar del duelo?
–Sí, también has pasado por eso.
–De lo único que doy gracias a Dios es de no haber matado a ese hombre– dijo Pierre.
–¿Por qué? Matar a un perro rabioso es una excelente acción.
–No, matar a un hombre no está bien; no es justo...
–¿Por qué no es justo?– replicó el príncipe Andréi. —Los hombres no podemos saber qué es justo y qué no lo es. Los hombres se han equivocado siempre y seguirán equivocándose, sobre todo al considerar qué es lo justo y qué lo injusto.
–Injusto es lo que produce un mal a otro hombre– dijo Pierre, sintiendo con satisfacción que, por primera vez desde su llegada, el príncipe Andréi se animaba, salía de su mutismo y quería hacerle comprender qué lo había hecho ser tal como era ahora.
–¿Y quién te dijo lo que es un mal para otro hombre?– preguntó.
–¿El mal? ¿El mal?– dijo Pierre. —Todos sabemos en qué consiste el mal para nosotros mismos.
–Sí, lo sabemos; pero el mal que yo conozco para mí no puedo hacérselo a otro hombre– explicó el príncipe Andréi, animándose por momentos con el evidente deseo de exponer sus nuevas ideas sobre las cosas. Ahora hablaba en francés: —Je ne connais dans la vie que deux maux bien réels: c'est le remords et la maladie. Il n'est de bien que l'absence de ces maux. 272Vivir, evitando estos males, es toda mi sabiduría ahora.
–¿Y el amor al prójimo, y el sacrificio?– comenzó a decir Pierre. —No, no puedo estar de acuerdo con usted. Vivir únicamente para no obrar mal, para no tener que arrepentirse, es poco. Yo he vivido así: he vivido para mí solo y he destrozado mi vida. Sólo ahora, que vivo, o al menos quiero vivir– rectificó por modestia, —para los demás, comprendo toda la felicidad de la vida. No, no estoy de acuerdo con usted; y ni usted mismo cree en lo que dice.
El príncipe Andréi miraba a Pierre en silencio, sonriendo irónicamente.
–Ahora verás a mi hermana. Coincidirás con ella– dijo. —Puede que tengas razón en tu caso– continuó tras una pausa, —pero cada uno vive a su manera. Tú vivías para ti mismo y ahora dices que estuviste a punto de malograr tu vida; dices que no has conocido la felicidad hasta que comenzaste a vivir para los demás. Yo he experimentado lo contrario. Vivía para la gloria (¿y qué es la gloria? Es también amor al prójimo, el deseo de hacer algo para otros, el deseo de ganar sus alabanzas). He vivido para otros, y no es que estuviera a punto de malograr mi vida, sino que la he malogrado del todo. Y desde entonces me siento más tranquilo y vivo exclusivamente para mí.
–Pero ¿cómo es posible vivir para uno exclusivamente?– preguntó Pierre, cada vez más enardecido. —¿Y su hijo? ¿Y su hermana, su padre?
–Son lo mismo que yo. No son los demás; y los demás, le prochain, 273como tú y la princesa María lo llamáis, son la fuente principal de los errores y los males, le prochain son tus mujiks de Kiev, a los que tú quieres favorecer.
Y miró a Pierre con una mirada provocadora e irónica. Parecía que lo retaba.
–Está bromeando– dijo Pierre más y más animado. —¿Qué mal, qué error puede haber en lo que deseo? Hice pocas cosas y muchas de ellas mal conseguidas, pero he deseado hacer el bien y he logrado hacer algo. ¿Qué mal puede haber en que esos desgraciados, nuestros mujiks, hombres como nosotros, que viven y mueren sin concebir otra idea de Dios y de la verdad que los ritos y las oraciones sin sentido, sean instruidos en la fe que puede consolarlos, en la creencia en una vida futura, en la recompensa y la felicidad del más allá? ¿Qué mal y qué horror hay en impedir que la gente muera de enfermedad, sin ayuda, cuando es tan fácil ayudarlos materialmente y yo les proporciono médicos, hospitales y asilos a los ancianos, cuando es tan fácil hacerlo? ¿Y no es un bien tangible e indudable si doy un poco de descanso y asueto al mujik, a la mujer con niños, que no tienen un minuto de reposo ni de día ni de noche?– hablaba Pierre farfullando y de prisa. —Y yo lo hice, aunque poco, aunque mal, pero algo hice, y usted no puede negarme que lo hecho por mí es bueno, ni puede convencerme de que no piensa lo mismo. Lo más importante– prosiguió, —y de lo que estoy seguro, es que el placer de hacer el bien es la única felicidad verdadera en la vida.
–Sí, planteando la cuestión de esa manera, es otra cosa– dijo el príncipe Andréi. —Yo edifico una casa y planto jardines. Tú haces hospitales: lo uno y lo otro pueden servirnos de pasatiempo. Pero ¿qué es lo justo y qué es el bien? Deja que lo decida aquel que todo lo sabe y no nosotros. Pero, quieres discutir, pues discutamos.
Se levantaron de la mesa y se sentaron en el porche a falta del balcón.
–Y bien, discutamos– continuó el príncipe Andréi. —Tú dices: las escuelas– y dobló un dedo de la mano, —la enseñanza, etcétera. Es decir– y señaló a un mujik que se quitó el gorro al pasar ante ellos, —tú quieres sacarlo de su estado animal e inculcarle necesidades morales, pero yo creo que su única felicidad posible es la de ser animal, de la que tú quieres privarlo. Yo lo envidio, y tú quieres hacerlo como yo soy ahora, pero sin darle mis medios. Dices también que es preciso aliviar su trabajo; y a mi modo de ver el trabajo físico es para ese hombre una necesidad, la condición misma de su existencia, como para ti y para mí es el trabajo mental. Tú no puedes dejar de pensar. Cuando me acuesto, pasadas las dos de la madrugada, acuden a mi mente diversos pensamientos y no puedo conciliar el sueño; doy vueltas y más vueltas en la cama, pero no me duermo hasta por la mañana, porque sigo pensando y no puedo dejar de hacerlo. Y lo mismo él, no puede dejar de arar o de segar, pues si no lo hace irá a la taberna o acabará por caer enfermo. De la misma manera que yo no soportaría su duro trabajo físico y moriría al cabo de una semana, él no soportaría mi ocio físico, engordaría y acabaría por morir. ¿Qué otra cosa has dicho?– y el príncipe Andréi dobló el tercer dedo: —Ah, sí, los hospitales, las medicinas. Le da un ataque de apoplejía, está a punto de morir y tú lo sangras y lo curas; pues bien, quedará tullido durante diez años y será una carga para todos. Morir, para él, sería lo mejor y lo más sencillo. Otros nacen, y tal vez los haya de más. Si lo sintieras por perder un trabajador que te sobra, así lo considero, lo comprendería, pero no, tú quieres curarlo por amor al prójimo. Pero él no lo necesita. Y, además, ¿a quién se le ocurre pensar que la medicina haya curado a alguien alguna vez? Lo que hace es matar– dijo frunciendo el ceño con ira y apartándose de Pierre.
Expresaba el príncipe Andréi sus pensamientos con la claridad y precisión de quien ha meditado en ellos muchas veces; hablaba con ganas y de prisa, como un hombre que lleva callado largo tiempo. Sus ojos se animaban más y más cuanto mayor era el pesimismo de sus ideas.
–¡Oh, esto es terrible, terrible!– dijo Pierre. —No comprendo cómo se puede vivir con esas ideas. También yo he tenido instantes parecidos, no hace mucho tiempo, en Moscú y durante el viaje; pero había caído tan bajo que eso no era vivir: todo me parecía repugnante... y sobre todo yo mismo. No comía, no me lavaba... Pero ¿cómo usted...?
–¿Por qué no hemos de lavarnos? No sería higiénico– dijo el príncipe Andréi. —Al contrario, debemos procurar que la propia vida sea lo más agradable posible. Yo no tengo la culpa de vivir; por tanto, debo vivir lo mejor que pueda sin molestar a nadie, hasta que llegue la muerte.
–Pero ¿qué lo impulsa a vivir con esas ideas? Es decir, permanecer quieto, sin hacer nada, sin emprender nada...
–La vida, por su parte, se encarga de no dejarnos tranquilos. Estaría muy contento si no tuviera que hacer nada, pero ya lo ves: por una parte, la nobleza de la región me hizo el honor de elegirme su mariscal. A duras penas he conseguido librarme. No fueron capaces de comprender que carecía de las cualidades que ellos necesitan: no soy ese hombre campechano, bonachón y vulgar que ellos buscan. Tuve también que construir esta casa para tener, al menos, un rincón tranquilo. Y ahora la milicia.
–¿Por qué no ha vuelto al ejército?
–¿Después de Austerlitz? ¡No, gracias!– respondió sombríamente el príncipe Andréi. —Me he jurado no volver a servir en activo en el ejército ruso, y así lo haré; si Bonaparte estuviese aquí, en Smolensk, y amenazase Lisie-Gori, tampoco entonces me alistaría en el ejército ruso. Como te decía– prosiguió calmándose, —mi padre, que es el jefe de la tercera región, se ocupa de movilizar las tropas, y el único medio de librarme del servicio activo es permanecer a su lado.
–Entonces, ¿está en servicio?
–Sí.
Pierre calló un momento.
–¿Y por qué lo hace?
–Te lo diré. Mi padre es uno de los hombres más notables de su tiempo. Pero se va haciendo viejo; no es que sea cruel, pero tiene un carácter demasiado violento. Puede ser peligroso por su hábito del poder absoluto y, sobre todo ahora, con la autoridad que le ha dado el Emperador. Hace dos semanas, si me llego a retrasar dos horas ahorca a un funcionario de Yújnovo– sonrió el príncipe Andréi. —Lo hago porque nadie más que yo puede influir sobre mi padre, y así, a veces, consigo evitar algún acto suyo que le haría sufrir después.
–¡Ah! ¡Pues ya lo ve!
–Sí, mais ce n'est pas comme vous l'entendez 274– prosiguió el príncipe Andréi. —Yo no deseaba ni deseo ningún bien a ese miserable que robaba las botas a los milicianos; hasta me gustaría verlo ahorcado; pero compadecí a mi padre, es decir que, en fin de cuentas, lo hice por mí mismo.
El príncipe Andréi hablaba cada vez con mayor animación: sus ojos brillaban febriles mientras intentaba demostrar a Pierre que en sus actos no había el menor deseo de hacer bien al prójimo.
–Veamos– prosiguió Andréi, —tú quieres liberar a los campesinos del régimen de servidumbre. Eso está muy bien, pero no para ti (creo que tú jamás has pegado a ninguno, ni enviado a nadie a Siberia), y aun menos para los campesinos. Si les pegan, azotan o envían a Siberia, creo yo que no por eso van a estar peor. En Siberia llevarán la misma vida de animales y las cicatrices de su cuerpo curarán y serán tan felices como antes. Eso es más necesario para hombres que sufren moralmente, que se arrepienten, pero tratan de ahogar ese arrepentimiento y se embrutecen por el solo hecho de que tienen derecho a castigar a los demás con justicia o sin ella. A ésos es a quienes compadezco y por ellos desearía emancipar a los campesinos. Tú tal vez no los has visto; pero yo he visto a personas excelentes, educadas en la tradición del poder ilimitado, que, con los años, se tornan irritables, se vuelven crueles y groseras; lo saben, pero no pueden contenerse, y cada día son más y más desgraciadas.
La pasión con que hablaba el príncipe Andréi hizo pensar a Pierre que semejantes ideas las inspiraba el ejemplo de su padre. No contestó nada.
–De ellos me compadezco: de la dignidad humana, de la tranquilidad y pureza de conciencia, y por ellos me gustaría emancipar a los campesinos, pero no de sus espaldas ni de sus cabezas, que, por más que se los azote y rasure, seguirán siendo las mismas espaldas y las mismas cabezas.
–No, no y mil veces no– exclamó Pierre. —Nunca estaré de acuerdo con usted.
XII
Por la tarde el príncipe Andréi y Pierre tomaron el coche y se dirigieron a Lisie-Gori. El príncipe miraba a Pierre y de vez en cuando rompía el silencio con frases que denunciaban su buen humor.
Le mostraba los campos y le contaba sus perfeccionamientos agrícolas.
Pierre callaba, taciturno; sólo respondía con monosílabos y parecía abstraído en sus pensamientos.
Pensaba que el príncipe Andréi no era feliz, que estaba confundido y no conocía la verdadera luz; y que él, Pierre, debía ayudarlo, iluminarlo y elevar su espíritu. Pero cuando pensaba en lo que iba a decir, presentía que el príncipe Andréi, con una palabra, con un solo argumento, destruiría toda su doctrina. Por eso le daba miedo comenzar. Temía que su amigo pudiera burlarse de lo que para él era lo más sagrado.
–Pero, ¿por qué piensa así?– dijo de improviso, bajando la cabeza y tomando la actitud del toro que se prepara a embestir. —No debe pensar así.
–¿En qué piensas?– preguntó el príncipe Andréi, sorprendido.
–En la vida, en el destino del hombre. Eso no puede ser. También yo pensaba así, pero me ha salvado, ¿sabe qué?, la masonería. No, no sonría. La masonería no es una secta religiosa, de ritos, como pensaba antes; es la expresión única y perfecta de los aspectos mejores y eternos de la humanidad.
Y comenzó a explicar al príncipe Andréi los principios de la masonería, tal como él los entendía. La masonería, dijo, es la doctrina de Cristo, desembarazada de las trabas de la religión y del Estado, la doctrina de la igualdad, de la fraternidad y del amor.
–Sólo nuestra santa fraternidad tiene un verdadero sentido de la vida. Lo demás no es sino un sueño– decía Pierre. —Comprenda, querido amigo, que fuera de ella no hay más que engaño y mentira; estoy de acuerdo con usted en que para un hombre inteligente y bueno no hay otra solución que la suya: vivir la propia vida, esforzándose solamente en no molestar a los demás. Pero acepte nuestras convicciones fundamentales, ingrese en nuestra hermandad, entréguese, déjese guiar, y se sentirá al momento, como me pasó a mí, un eslabón en esa cadena infinita, invisible, cuyo principio está oculto en el cielo.
El príncipe Andréi, silencioso, miraba ante sí, escuchando a Pierre. Varias veces, no habiendo oído bien a causa del ruido del vehículo lo que decía su amigo, le hizo repetir sus palabras. Por la luz particular que se había encendido en los ojos del príncipe Andréi y por su mismo silencio Pierre comprendió que sus palabras no caían en el vacío, que el príncipe Andréi no lo interrumpiría ni se burlaría de él.
Se acercaron a un río desbordado que tenían que pasar en balsa. Mientras los hombres hacían entrar los caballos y el carruaje, se embarcaron.
El príncipe Andréi, acodado en la barandilla, contemplaba silencioso el brillo del sol poniente reflejado en las aguas.