Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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–¡Ya ven, Denísov que se preocupaba tanto!– dijo Rostov. —Ya están aquí las provisiones.
–Ya, ya. Qué contentos se pondrán los soldados– comentaron otros.
Denísov venía a poca distancia de los carros, acompañado de dos oficiales de infantería con los cuales hablaba de algo. Rostov salió a su encuentro.
–Se lo advierto, capitán– decía un oficial delgado, de baja estatura, visiblemente irritado.
–Ya le dije que no devolveré nada– replicó Denísov.
–¡Responderá de ello, capitán! Es un acto de pillaje apoderarse de un convoy que pertenece al ejército. Nuestros soldados hace dos días que no comen.
–Los míos llevan sin comer dos semanas– contestó Denísov.
–¡Es un pillaje, señor mío!; responderá de ello– repitió el de infantería elevando la voz.
–Pero ustedes, ¿qué quieren, eh?– gritó Denísov, encolerizado de pronto. —¡El que va a responder soy yo, y no ustedes! ¡Y no molesten tanto! Váyanse antes de que les pase algo. ¡Largo de aquí!– gritó a los oficiales.
–Perfectamente– respondió el oficial de corta estatura, sin intimidarse ni marcharse. —Eso es un robo, ya le...
–¡Al diablo y a paso ligero antes de que le pase algo!– y Denísov volvió su caballo hacia el oficial.
–¡Bien! ¡Está bien!– dijo éste en tono amenazador; y volviendo también su caballo se alejó al trote, bailando en la silla.
–¡Un perro en la cerca! ¡Un verdadero perro en la cerca!– gritó Denísov. Era la peor burla que uno de caballería podía hacer al infante montado. Estallando en una carcajada, se acercó a Rostov.
–¡He quitado a la infantería un convoy! ¡Por la fuerza!– dijo. —¿Iba a dejar que la gente se muriera de hambre?
Los carros que habían llegado al vivac de los húsares estaban destinados a un regimiento de infantería. Denísov, enterado por Lavrushka de que el convoy no llevaba escolta, se había adueñado de los víveres. Distribuyó a discreción el pan seco entre los soldados y aún tuvo para dar a otros escuadrones.
Al día siguiente el comandante del regimiento hizo llamar a Denísov y le dijo, tapándose los ojos con la mano, pero abiertos los dedos:
–Así es como veo lo sucedido: no sé nada y no pienso abrir expediente, pero le aconsejo que vaya cuanto antes al Estado Mayor y arregle en la dirección de Intendencia el asunto y firme, si puede, el recibo de lo que trajo; porque de otra manera, como figura a cuenta del regimiento de infantería, la cosa puede terminar mal.
Denísov salió directamente para el Estado Mayor, con el sincero deseo de seguir el consejo de su comandante. Por la tarde volvió a su choza en un estado que Rostov nunca le había visto. Apenas podía hablar; se ahogaba. Cuando Rostov le preguntó por lo ocurrido no hizo más que proferir, con voz ronca y débil, amenazas e injurias incomprensibles.
Alarmado por el estado de Denísov, Rostov le aconsejó que se desnudara y bebiera un poco de agua e hizo llamar al médico.
–¡Juzgarme a mí por pillaje! ¡Oh! ¡Dame más agua!... ¡Que me juzguen si quieren, pero siempre castigaré a los canallas y se lo diré al Emperador! ¡Dadme hielo!– concluyó.
El médico del regimiento dijo que era necesario hacer una sangría. Del brazo velludo de Denísov salió como un plato hondo de sangre negra; sólo entonces estuvo en condiciones de contar lo ocurrido.
–Cuando llegué pregunté por el jefe. Me indicaron el sitio y me dijeron que esperara. "Estoy de servicio —contesto—, he recorrido treinta kilómetros y no tengo tiempo para esperar, anúncieme.” Bien. Aparece el jefe de aquellos bandidos. Y comienza, también él, por leerme la cartilla, a decirme que he cometido un acto de bandolerismo. Yo le contesto: "El bandolero no es el que coge provisiones para dárselas a sus soldados, sino el que las coge para llenar sus bolsillos”. Bueno, después me dice: "Vaya a firmar al despacho del comisario responsable de los víveres y este asunto seguirá el trámite legal”. Voy al encargado; llego ante la mesa y... ¿quién te imaginas que está allí? ¿Quién crees que nos está matando de hambre?– gritó Denísov, descargando tan fuerte golpe sobre la mesa que poco le faltó para romperla; los vasos salieron rodando. —¡Pues Telianin! "¡Cómo! ¿Eres tú el que nos mata de hambre?” Y zas, zas, le crucé la cara, me venía a mano. "¡Hijo de tal y de cual!”, y empecé a darle. Puedo decirte que me desfogué– gritó Denísov, riendo con rabia y mostrando sus blancos dientes bajo el bigote negro. —Si no me lo quitan, lo mato.
–No grites– lo interrumpió Rostov. —Cálmate... otra vez empieza a salirte sangre. Hay que vendarte de nuevo.
Vendaron a Denísov y lo metieron en la cama. Al día siguiente despertó alegre y tranquilo.
Pero al mediodía, el ayudante del regimiento entró en la choza ocupada por Denísov y Rostov y entregó a Denísov un oficio de su jefe. Se le hacían determinadas preguntas sobre lo sucedido el día anterior. El ayudante le explicó que el asunto estaba tomando mal cariz, que se había nombrado una comisión investigadora y que, dada la severidad con que se trataban los actos de merodeo e indisciplina de la tropa, en el mejor de los casos terminaría con la degradación.
Los oficiales ofendidos contaban los hechos del siguiente modo: después de haberse adueñado del convoy, el comandante Denísov se había personado, borracho, ante el jefe de aprovisionamiento y, sin provocación alguna por parte suya, lo había insultado llamándolo ladrón y amenazándolo con darle una paliza; al ser expulsado, había entrado en las oficinas, golpeando a dos funcionarios y dislocando el brazo de uno de ellos.
Denísov, a las nuevas preguntas de Rostov, contestó riendo que, al parecer, alguien más seguramente se metió por medio, pero que todo eso no eran más que estupideces, bagatelas, que no tenía miedo a ningún consejo de guerra y que si algún canalla de ésos se atrevía a hostigarlo se acordaría de la respuesta.
Denísov hablaba de todo ello con displicencia, pero Rostov lo conocía demasiado bien para no darse cuenta de que, en el fondo de su alma (aun cuando lo ocultara a los demás), tenía miedo al consejo de guerra y se inquietaba por una historia que podía acabar mal. Cada día llegaban pliegos con preguntas y citaciones para el consejo de guerra; el primero de mayo recibió Denísov la orden de entregar al oficial más antiguo el mando de su escuadrón y presentarse en el Estado Mayor de la división para explicar, ante la comisión de aprovisionamiento, los hechos que se le imputaban. La víspera de ese día, Plátov había practicado un reconocimiento con dos regimientos de cosacos y dos escuadrones de húsares. Denísov, como siempre, se había adelantado a las primeras líneas, gallardeando de su valor. Una bala francesa lo alcanzó en un muslo. En otro momento, Denísov no habría abandonado el regimiento por una herida tan ligera, pero esta vez aprovechó la oportunidad para no presentarse en el Estado Mayor y se hizo llevar al hospital.
XVII
En junio tuvo lugar la batalla de Friedland, en la cual no tomó parte el regimiento de Pavlograd. El armisticio siguió a ese hecho de armas. Rostov, a quien resultaba muy penosa la ausencia de Denísov, del que no tenía noticias desde su marcha, inquieto, además, por el estado del asunto y su herida, aprovechó la situación para solicitar un permiso, ir al hospital y visitar a su amigo.
El hospital estaba en una pequeña aldea prusiana dos veces saqueada por tropas rusas y francesas. Era verano y el campo estaba esplendoroso; por ello, precisamente, el aspecto de la aldea con las techumbres y empalizadas destruidas, calles emporcadas y habitantes harapientos, mezclados con soldados borrachos y heridos, era especialmente sombrío.
En el patio de una casa de piedra, sembrado de restos de la valla derribada, de marcos de ventana arrancados y cristales rotos, estaba el hospital. Algunos soldados vendados, pálidos y tumefactos, vagaban por el patio o, sentados, tomaban el sol.
Cuando Rostov cruzó el umbral de la casa quedó envuelto por el olor a cuerpos purulentos y a hospital. En la escalera encontró un médico militar ruso, con el cigarro en la boca. Lo seguía un enfermero también ruso.
–No puedo multiplicarme– decía el doctor. —Ven esta tarde a casa de Makar Alexéievich, allí estaré.
El enfermero debió de preguntarle todavía algo.
–¡Haz lo que te parezca! ¿No es lo mismo?
El médico reparó en Rostov, que subía por la escalera.
–¿Qué busca usted, Excelencia?– le preguntó. —¿A qué viene? ¿Lo han perdonado las balas y quiere pescar el tifus? Ésta, padrecito, es la casa de los apestados.
–¿Cómo dice?– preguntó Rostov.
–El tifus, amigo mío; quien entra aquí es hombre muerto. Sólo nosotros dos, Makéiev y yo– dijo, señalando al enfermero, —aguantamos esto. Cinco de mis colegas han muerto ya. Cuando llega uno nuevo, en una semana está despachado– añadió el doctor con evidente placer. —Hemos pedido médicos prusianos, pero a nuestros aliados no les gusta esto.
Rostov explicó que deseaba ver al comandante de húsares Denísov, que estaba allí.
–No lo sé, amigo, no lo sé. Tenga en cuenta que yo solo he de atender tres hospitales con cuatrocientos enfermos y pico. Menos mal que las damas prusianas de la caridad nos envían dos libras de café e hilas al mes; sin eso, estaríamos perdidos– y se echó a reír. —¡Cuatrocientos, amigo mío! Y no hacen otra cosa que llegar más... Son cuatrocientos, ¿no?– se volvió al enfermero, quien parecía rendido e impaciente de que se fuera aquel médico parlanchín.
–El comandante Denísov– repitió Rostov. —Fue herido en Moliten.
–Creo que murió. ¿No es verdad, Makéiev?– preguntó el médico con indiferencia.
Pero el enfermero no confirmó sus palabras.
–¿Cómo es? ¿Largo y pelirrojo?
Rostov describió el aspecto de su amigo.
–¡Había uno así! ¡Había uno así!– repitió alegremente el médico. —Probablemente ha muerto. Pero me informaré... Tenía las listas... ¿Las tienes tú, Makéiev?
–Las tiene Makar Alexéievich– dijo el enfermero. —Pero puede ir a la sala de oficiales– se volvió a Rostov —y usted mismo lo comprobará.
–¡Eh, querido! Es mejor que no entre– dijo el doctor. —No vaya a ser que se quede.
Pero Rostov se despidió del médico y rogó al enfermero que lo acompañara.
–¡Luego no me eche a mí la culpa!– gritó el médico desde abajo de la escalera.
Rostov entró con el enfermero. Había en aquel pasillo oscuro un olor tan fuerte a hospital que Rostov tuvo que taparse la nariz y detenerse un poco para cobrar fuerzas antes de seguir adelante. Se abrió una puerta a la derecha y apareció un hombre delgado y amarillento, en paños menores, descalzo y con muletas. Recostado en el marco de la puerta, los miró pasar con ojos brillantes y envidiosos. Rostov echó una ojeada al interior de la habitación y vio que los heridos y enfermos estaban en el suelo, sobre pajas y capotes.
–¿Puedo entrar para ver?– preguntó.
–No hay nada que ver– dijo el enfermero.
Pero precisamente porque el enfermero no parecía dispuesto a dejarlo pasar, Rostov entró en la estancia destinada a los soldados. El olor, al que se había acostumbrado en el pasillo, era más fuerte, más intenso, más concentrado, y resultaba evidente que procedía de allí.
En una habitación alargada, vivamente iluminada por dos ventanales que daban paso a la luz del sol, heridos y enfermos estaban tendidos en dos hileras, dejando un paso en medio y con la cabeza en el lado de la pared. La mayoría debían de estar inconscientes y no prestaron atención a quienes entraban. Los otros se incorporaron y alzaron los rostros flacos y amarillos, con idéntica expresión de esperanza en una ayuda cualquiera, de reproche y envidia al ver la salud ajena, fijos en Rostov los ojos. Cuando Rostov llegó a la mitad de la habitación echó una ojeada a las puertas entreabiertas de otras dos habitaciones vecinas y en ambas vio lo mismo. Se detuvo y contempló silencioso todo en derredor. No esperaba ver algo así. Delante de él, casi atravesado en el pasillo central, un enfermo estaba tendido en el suelo desnudo. Debía de ser un cosaco, a juzgar por el corte de sus cabellos; estaba de espaldas, extendidos los enormes brazos y piernas. Tenía el rostro congestionado, los ojos en blanco y las venas de las manos y las piernas, todavía rojas, tensas como cuerdas. Golpeaba el suelo con la nuca y decía y repetía con voz ronca una misma palabra. Rostov prestó atención y comprendió lo que decía. La palabra era: “beber... beber...'. Rostov miró en derredor; buscando la persona que pudiera llevar al enfermo a su sitio y darle agua.
–¿Quién cuida a estos enfermos?– preguntó al enfermero.
Y en aquel instante un soldado de sanidad salió de la habitación vecina y, clavando sus ojos en Rostov, se cuadró solícito delante de él.
–¡A sus órdenes!– gritó, confundiendo seguramente a Rostov con algún jefe de hospitales.
–Llévalo a su sitio y dale de beber– dijo Rostov, señalando al cosaco.
–¡A sus órdenes, Excelencia!– dijo el soldado, irguiéndose más aún y mirándolo más fijamente todavía, pero sin moverse del sitio.
"No, aquí es imposible hacer algo”, pensó Rostov, bajando los ojos. Iba a salir de la habitación cuando a su derecha sintió que alguien lo miraba con insistencia. Se volvió hacia allí. Casi en el rincón, sentado sobre un capote, con el rostro cadavérico y severo y la barba gris sin afeitar, un viejo soldado lo miraba fijamente; junto a él otro soldado le susurraba unas palabras, señalando a Rostov, quien comprendió que el soldado viejo deseaba pedirle algo. Al acercarse vio que le faltaba una pierna, cortada por encima de la rodilla. El otro vecino del viejo, un soldado joven de una palidez cerúlea extendida por todo el rostro, cubierto todavía de pecas, yacía inmóvil, bastante apartado del viejo, echada hacia atrás la cabeza, ocultos los ojos por los párpados. Rostov contempló al soldado de nariz achatada y un estremecimiento le corrió por toda la espalda.
–Diría que ese hombre...– dijo al enfermero.
–¡Cuántas veces hemos pedido que se lo lleven, Excelencia!– explicó el soldado viejo, temblándole la mandíbula. —Está muerto desde esta mañana. También somos hombres, Excelencia... ¡Hombres y no perros!...
–Ahora daré órdenes; se lo llevarán en seguida– dijo el enfermero apresurándose. —Si le parece, Excelencia...
–Vamos, vamos– dijo Rostov presuroso; y con los ojos bajos, tratando de pasar inadvertido entre aquellas miradas llenas de reproche y envidia fijas en él, salió de la habitación.
XVIII
Atravesaron el pasillo y el enfermero introdujo a Rostov en la sección de oficiales, formada por tres habitaciones cuyas puertas estaban abiertas. Los oficiales, heridos o enfermos, estaban echados o sentados en las camas. Algunos, con la ropa del hospital, se paseaban por las habitaciones. La primera persona que Rostov vio al entrar fue un hombrecillo menudo y manco, vestido con el gorro y el batín del hospital; fumaba su pipa y paseaba por la estancia. Rostov lo miró, tratando de recordar dónde lo había visto antes.
–Ya ve dónde Dios deparó que nos volviéramos a ver– dijo el hombrecillo. —Soy Tushin, Tushin. ¿Se acuerda? Lo llevé a usted en Schoengraben. Me han cortado un pedazo, mire– y sonrió mostrándole la manga vacía. —¿Busca a Vasili Dmítrievich Denísov? Somos compañeros de habitación– prosiguió al saber a quién buscaba Rostov. —Está aquí, aquí– y lo condujo a la otra habitación, donde resonaban voces y risas.
“¿Cómo pueden no ya reír, sino vivir aquí?”, pensó Rostov, sintiendo aún aquel olor a muerto del que se había impregnado en la sección de los soldados, recordando las envidiosas miradas que lo habían seguido desde todas partes y el rostro del joven soldado muerto, con los ojos en blanco.
Denísov dormía en su lecho con la cabeza metida en la manta, a pesar de que eran cerca de las doce.
–¡Ah, Rostov! ¡Hola, hola, buenos días!– gritó con el mismo tono que usaba en el regimiento.
Pero Rostov observó con tristeza que tras la habitual desenvoltura y animación, en la expresión de su rostro y en las palabras de su amigo asomaba un sentimiento nuevo, oculto y malévolo.
Su herida, aunque leve, no había cicatrizado aún, a pesar de haber transcurrido ya seis semanas. Su rostro estaba hinchado y pálido como el de los demás hospitalizados. Pero no era eso lo que llamó la atención de Rostov: le asombró sobre todo que Denísov no pareciera alegrarse por su visita; sonreía artificialmente y no preguntó ni por el regimiento ni por la situación general. Cuando Rostov le habló de ello, no lo escuchó siquiera.
Hasta parecía contrariado cuando le hablaba del regimiento y, en general, de la vida, libre y feliz, que seguía su curso fuera del hospital; se diría que Denísov trataba de olvidar esa vida pasada y no sentía otro interés que el de su contienda con los oficiales de intendencia. Cuando Rostov le preguntó por ello, sacó un escrito de la comisión y el borrador de su respuesta, que guardaba debajo de la almohada. Se animó al comenzar la lectura de su respuesta e hizo notar a Rostov las frases hirientes que lanzaba a sus adversarios. Los compañeros de hospital, que habían rodeado a Rostov —como hombre llegado de fuera—, fueron alejándose en cuanto comenzó la lectura. Rostov comprendió por sus caras que todos habían oído ya infinitas veces la historia y estaban hartos de ella. Sólo el vecino de cama de Denísov, un corpulento ulano, siguió sentado en su lecho, con el ceño gravemente fruncido y fumando su pipa; y el pequeño Tushin, con su brazo amputado, siguió escuchando, moviendo con desaprobación la cabeza. A mitad de la carta, el ulano interrumpió a Denísov:
–A mi modo de ver– dijo dirigiéndose a Rostov, —lo mejor de todo es, sencillamente, pedir gracia al Emperador. Dicen que va a haber muchas recompensas y seguramente lo perdonará...
–¿Yo pedir al Emperador?– gritó con una voz a la que quería dar la energía y el calor de antes pero que sólo delataba una vana irritación. —¿Qué voy a pedir? Si yo fuera un bandolero..., pero me juzgan porque descubro a los ladrones. Que hagan lo que quieran, no tengo miedo a nadie. ¡He servido honradamente al Zar y a la patria y no he robado! ¡Degradarme a mí!... Escucha, lo digo claramente: "Si fuera un malversador de fondos...".
–Sí, sí; está muy bien escrito, no se puede negar– dijo Tushin, —pero ahora no se trata de eso, Vasili Dmítrievich– y se volvió a Rostov. —Hay que someterse, y Vasili Dmítrievich no quiere. El auditor ya le ha dicho que el asunto no va bien.
–No me importa– dijo Denísov.
–El auditor le ha escrito una súplica y lo que tiene que hacer es firmarla y mandarla con usted. Seguramente él– Tushin indicó a Rostov —tendrá influencias en el Estado Mayor. No podrá encontrar mejor ocasión...
–¡Ya he dicho que no quiero rebajarme!– lo interrumpió Denísov, y continuó leyendo su carta.
Rostov no se atrevía a darle consejos; pero el instinto le decía que la solución propuesta por Tushin y por los otros oficiales era la más segura. Se habría sentido muy feliz de ayudar a Denísov, pero conocía bien su terquedad y su sincera vehemencia.
Cuando terminó la lectura de las venenosas misivas de Denísov (lo que llevó más de una hora), Rostov no dijo nada. El resto del día lo pasó en la más triste disposición de ánimo entre los compañeros de hospital de Denísov, que de nuevo se reunieron junto a él; les contó cuanto sabía y escuchó lo que otros contaron. Denísov permaneció taciturno y sombrío toda la tarde.
Al anochecer se dispuso a partir y preguntó a Denísov si tenía que hacerle algún encargo.
–Sí, espera– contestó él, mirando a los oficiales; volvió a sacar sus papeles, se acercó a la ventana donde estaba su tintero y se puso a escribir. —No hay fusta que pueda con la maza– dijo, apartándose de la ventana y entregando a Rostov un sobre grande.
Era la súplica dirigida al Zar, redactada por el auditor; en ella, Denísov, sin referirse para nada a las faltas del servicio de intendencia, se limitaba a pedir gracia.
–Entrégala tú. Ya veo que...
No concluyó la frase, y sonrió dolorosa y forzadamente.
XIX
De vuelta al regimiento, después de contar al comandante cómo estaba el asunto de Denísov, Nikolái Rostov partió para Tilsitt con la carta dirigida al Emperador.
El 13 de junio se reunían en Tilsitt el Emperador francés y el ruso. Borís Drubestskoi había rogado al personaje importante, a cuyo servicio estaba, que lo incluyera en el séquito que iba a Tilsitt.
–Je voudrais voir le grand homme 282– dijo refiriéndose a Napoleón, a quien hasta entonces, como hacían todos, llamaba Buonaparte.
–Vous parlez de Buonaparte?– preguntó sonriendo el general.
Borís miró interrogativamente a su general y al momento comprendió que se trataba de una prueba amistosa.
–Mon prince, je parle de l'empereur Napoléon– respondió.
El general, sonriente, le dio unos golpecitos en la espalda.
–Tú llegarás muy lejos– le dijo, y lo llevó consigo.
Borís fue una de las pocas personas que asistió en el Niemen a la entrevista de los Emperadores. Vio las grandes balsas adornadas con monogramas, el paso de Napoleón en la otra orilla a lo largo de la guardia francesa, el pensativo rostro del emperador Alejandro esperando silencioso la llegada de Bonaparte a un parador de las orillas del Niemen. Vio después cómo ambos soberanos tomaban asiento en sus lanchas y cómo Napoleón, desembarcando el primero, acudía con paso rápido a recibir a Alejandro y le tendía la mano, desapareciendo después con él en el pabellón. Desde su arribo a las altas esferas, Borís se acostumbró a observar detenidamente todo cuanto ocurría en derredor y anotarlo. Durante el encuentro de Tilsitt, procuró informarse bien de los nombres de las personas que habían venido con Napoleón y de los uniformes que vestían; escuchaba atentamente todo cuanto decían los grandes personajes. Cuando los Emperadores entraron en el pabellón donde iba a celebrarse la entrevista, Borís consultó su reloj y no dejó de hacerlo cuando salió Alejandro. La conferencia duró una hora y cincuenta y tres minutos. Así lo anotó aquella misma tarde, con otros pormenores a los que atribuía importancia histórica. Como el séquito del Emperador era muy reducido, tenía suma importancia para un hombre que aspiraba a triunfar en su carrera encontrarse en Tilsitt durante la entrevista de los Emperadores; Borís, ya en Tilsitt, comprendió y sintió que su posición se había consolidado definitivamente. No sólo se le conocía en todas partes, sino que lo miraban con atención y estaban acostumbrándose a su presencia. En dos ocasiones se le encomendaron misiones cerca del Emperador, así que éste lo conocía de vista, y los cortesanos, en vez de evitarlo, como al principio, viendo en él a un advenedizo, se habrían asombrado de no verlo entre ellos.
Vivía Borís con otro ayudante de campo, el conde polaco Gilinsky. Educado en París, Gilinsky era muy rico y amaba apasionadamente todo lo francés; casi todos los días, durante su estancia en Tilsitt, acudían a comer con él y con Borís oficiales franceses de la Guardia del Estado Mayor General.
El 24 de junio, por la tarde, el conde Gilinsky ofrecía una cena a sus amigos franceses. El huésped de honor era un edecán de Napoleón; con él estaban algunos oficiales de la Guardia francesa y un joven que pertenecía a una familia de la vieja aristocracia gala, ahora paje de Napoleón. Aquel mismo día, aprovechando la oscuridad para no ser reconocido, Rostov, vestido de paisano, llegaba a Tilsitt y entraba en la casa de Gilinsky y Borís.
Como todo el ejército ruso del cual venía, Rostov estaba muy lejos de participar en el cambio favorable a Napoleón y a los franceses, que de enemigos pasaron a ser amigos, cambios que se habían operado en el Cuartel General y en Borís. En el ejército seguían experimentando aquel mismo sentimiento confuso de encono, desprecio y temor de Bonarte y de los franceses. Aún era reciente la conversación que había tenido Rostov con un oficial cosaco de Plátov, en la cual sostenía que si Napoleón fuera hecho prisionero por los rusos no se lo trataría como a un soberano, sino como a un delincuente. Y no había pasado mucho tiempo desde que Rostov, durante su viaje, discutiera acaloradamente con un coronel francés herido, diciendo que la paz nunca podría firmarse entre un monarca legítimo como el ruso y un criminal como Bonaparte. Era, pues, natural que Rostov sintiera una profunda extrañeza al encontrar en la casa de Borís a oficiales franceses con los mismos uniformes que él estaba acostumbrado a ver en situaciones muy distintas desde las avanzadas.
Al darse cuenta de la presencia de un oficial francés que se asomó a la puerta de la casa, se apoderó de Rostov aquel sentimiento bélico y hostil que le asaltaba siempre a la vista del enemigo. Se detuvo en el umbral y preguntó en ruso si vivía allí Drubetskói. Borís, al oír en la antecámara una voz extraña, salió a ver quién era. Y cuando reconoció a Rostov, su rostro cobró en el primer momento una expresión de fastidio.
–¡Ah, eres tú! ¡Encantado de verte!– dijo después, sonriendo y acercándose a él.
Pero Rostov había reparado ya en su primera reacción.
–Creo que vengo en mal momento... No habría venido, pero tengo que resolver un asunto...– dijo con frialdad.
–¡Oh, no, no! Sólo me extraña que hayas podido dejar el regimiento. Dans un moment je suis à vous 283– dijo respondiendo a una voz que lo llamaba desde dentro.
–Veo que he sido inoportuno– repitió Rostov.
El rostro de Borís ya no expresaba fastidio como antes. Después de una rápida reflexión, sabiendo ya lo que iba a hacer, tomó del brazo a su amigo y, muy tranquilo, lo introdujo en la habitación contigua. Los ojos de Borís miraban a Rostov con tranquilidad y firmeza; sin embargo, parecían estar recubiertos por dentro con esa película que da la convivencia en el gran mundo. Así, al menos, le pareció a Rostov.
–¡Cállate, por favor! Tú nunca puedes ser inoportuno– dijo.
Y lo llevó hasta la habitación donde estaba preparándose la cena; lo presentó a los invitados y explicó que no era un paisano, sino un oficial de húsares, viejo amigo suyo.
–El conde Gilinsky, le comte N. N., le capitaine S. S.– decía presentando a los huéspedes.
Rostov miraba ceñudo a los franceses, saludó sin ganas y quedó en silencio.
Era evidente que a Gilinsky no le agradaba la presencia de un nuevo ruso en su círculo, pero no dijo nada.
Borís parecía no advertir el embarazo que se había producido en todos con la aparición de un desconocido, y con la misma calma cortés y la misma veladura en los ojos trataba de animar la conversación. Uno de los franceses, con la educación habitual en su país, se dirigió a Rostov, que callaba obstinadamente, y le preguntó si había venido a Tilsitt para ver al Emperador.
–No, no... tengo que resolver un asunto– respondió brevemente Rostov.
Estaba de mal humor desde que viera el gesto de fastidio en Borís y, como suele ocurrir en estos casos, le parecía que todos los circunstantes lo miraban con hostilidad y que para todos era una molestia. Así era, en efecto: molestaba a todos y era el único en permanecer al margen de la conversación común, que se animaba de nuevo. “¿Qué hace aquí?”, parecían decir las miradas de los invitados. Se levantó y se acercó a Borís.
–Te estoy molestando– dijo en voz baja; —sal, hablaremos un momento y me voy en seguida.
–No, nada de eso– replicó Borís. —Pero si estás cansado, ve a mi habitación y descansa un poco.
–Sí, realmente...
Entraron en el reducido dormitorio de Borís. Rostov, sin sentarse, irritado, como si Borís fuera culpable de todo, le expuso el asunto de Denísov y preguntó si podía y quería interceder en favor suyo ante el Zar, valiéndose como intermediario de su general, para entregar una súplica de gracia. Al verse solos, Rostov se dio cuenta por primera vez de que sentía cierto embarazo de mirar a su amigo de frente. Borís, sentado y con las piernas cruzadas, se acariciaba con la mano izquierda los dedos delicados de la mano derecha y escuchaba a Rostov como un general escucha el informe de un subordinado, ya mirando a un lado, ya fijando directamente en él sus ojos velados. Ante esa mirada, Rostov se sentía cada vez más embarazado y bajaba la vista al suelo.
–He oído hablar de asuntos como ése y sé que el Emperador es muy severo en tales casos. Opino que no debe involucrarse a Su Majestad en estas cuestiones, pienso que lo mejor es dirigirse al comandante del cuerpo... Aunque, en general, creo que...
–¡Lo que pasa es que tú no quieres hacer nada! ¡Dilo claramente!– dijo casi gritando Rostov, sin mirar a Borís.
–Todo lo contrario– respondió Borís sonriendo. —Haré lo que me sea posible; pero creo que...
En aquel instante se abrió la puerta y se oyó la voz de Gilinsky llamando a Borís.
–Bueno, vete, vete, vete...– dijo Rostov, negándose a acompañarlo a la mesa.
Ya solo en la pequeña estancia, paseó durante largo rato de un lado a otro, escuchando confusamente la alegre conversación en francés que sostenían en la habitación vecina.
XX
Rostov había llegado a Tilsitt el día menos indicado para intervenir personalmente en favor de su amigo: no podía presentarse al general de servicio, porque vestía de paisano y había llegado sin el permiso de sus superiores; por otra parte, Borís, aun queriéndolo, no podría hacer nada al día siguiente de la llegada de Rostov. Ese mismo día, 27 de junio, se habían firmado los preliminares de la paz; ambos Emperadores intercambiaron condecoraciones: Alejandro había recibido la Legión de Honor y Napoleón la cruz de San Andrés de primer grado. Ese mismo día iba a celebrarse el banquete que ofrecía el batallón de la Guardia francesa al batallón del regimiento de Preobrazhenski, con la asistencia de los Emperadores.
Rostov se sentía tan embarazado y molesto en presencia de Borís que, cuando éste se asomó a su dormitorio un momento después de la cena, se fingió dormido y a la mañana siguiente, temprano, salió de la casa procurando no verlo. De frac y sombrero redondo, Rostov anduvo por la ciudad, fijándose en los franceses y en sus uniformes, mirando las calles y las casas donde tenían su alojamiento los dos Emperadores. En la gran plaza contempló las mesas dispuestas y los preparativos para el banquete; las calles estaban adornadas con banderas rusas, francesas y monogramas enormes con las iniciales A. N. En las ventanas se veían también banderas y monogramas.