Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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La pesadez de la cabeza y del cuerpo le recordaban la posibilidad del dolor y de la muerte también para él. En aquel momento ya no deseaba Moscú, ni la victoria ni la gloria (¿qué más gloria podía apetecer aún?); no deseaba sino una cosa: reposo, tranquilidad, libertad. Pero cuando se vio en la cota de Semiónovskoie, el jefe de la Artillería le propuso emplazar algunas baterías en aquel lugar para intensificar el fuego sobre las tropas rusas concentradas ante la aldea de Kniazkovo. Napoleón consintió y ordenó que se le informara sobre el efecto producido por dichas baterías.
Un ayudante lo comunicó que, siguiendo sus órdenes imperiales, habían sido emplazados contra los rusos doscientos cañones, pero que el enemigo seguía resistiendo.
–Nuestro fuego destruye sus filas, pero resisten– explicó el ayudante.
–Ils en veulent encore!... 446– dijo Napoleón con voz ronca.
–Sire?– preguntó el ayudante, que no lo había entendido bien.
–Ils en veulent encore. Donnez-leur-en 447– repitió Napoleón, con voz ronca y fruncidas las cejas.
Aunque no diera órdenes, se hacía lo que él deseaba; las daba porque pensaba que los demás esperaban que las diera. Y de nuevo se trasladó a su mundo anterior, artificial, poblado de imágenes de quimérica grandeza; y de nuevo (como el caballo que hace dar vueltas a la noria e imagina que hace algo para sí mismo) se prestó dócilmente a representar el papel triste, cruel, penoso e inhumano a que estaba destinado.
La inteligencia y la conciencia de aquel hombre se vieron entenebrecidas —no sólo en aquella hora y día– mucho más que las de todos los demás actores del drama; pero jamás, hasta el fin de su vida, pudo comprender ni el bien, ni la belleza, ni la verdad, ni el significado de sus actos, demasiado contrarios al bien y a la verdad, demasiado apartados de todo sentimiento humano para poder entender su sentido. No podía renegar de sus actos, ensalzados por medio mundo, y por eso debía renunciar a la verdad, al bien y a todo lo humano.
No sólo aquel día, cuando recorría el campo de batalla lleno de muertos y mutilados (por su voluntad, según pensaba) y calculaba cuántos rusos habían caído por cada francés y, engañándose a sí mismo, se alegraba de que por un francés hubiera cinco rusos; no sólo aquel día escribió en una carta a París que le champ de bataille a été superbe, 448porque había en él cincuenta mil cadáveres; hasta en la isla de Santa Elena escribió, en el silencio de la soledad, que pensaba aprovechar su tiempo libre para contar sus grandes hechos de armas:
La guerra de Rusia debió de ser la más popular de los tiempos modernos; era la guerra del buen sentido y de los intereses verdaderos, del descanso y de la tranquilidad de todos: una guerra puramente pacífica y conservadora.
Se hacía por la gran causa, por el fin de todo riesgo y el comienzo de la seguridad. Aparecía un nuevo horizonte, iban a desarrollarse nuevos trabajos por el bienestar y la prosperidad de todos. El sistema europeo se había fundado y ya no quedaba más que organizarlo.
Satisfecho acerca de estos grandes puntos y en todo tranquilo, también yo habría tenido mi Congreso y mi Santa Alianza. Son ideas que me han robado. En esa reunión de grandes soberanos, habríamos discutido nuestros intereses en familia, y habríamos contado, como el servidor al dueño, con todos los pueblos.
No habría tardado Europa en ser una sola nación y cada cual, viajando por todas partes, se habría hallado siempre en la patria común.
Yo habría pedido la libertad de navegación por todos los ríos, la comunidad de los mares y la reducción de todos los ejércitos permanentes a la custodia de los soberanos.
Al volver a Francia, a la patria grande, fuerte, magnífica, tranquila y gloriosa, habría proclamado sus límites inmutables, porque las guerras ulteriores no serían más que puramente defensivas, cualquier nuevo engrandecimiento resultaría antinacional. Habría asociado a mi hijo al Imperio; mi dictadura habría terminado para dar comienzo a su reinado constitucional.
¡París habría sido la capital del mundo y los franceses la envidia de las naciones!
Los días de mi vejez y mi descanso habrían sido dedicados, en compañía de la Emperatriz y mientras duraba la educación real de mi hijo, a visitar lentamente, como verdadera pareja de campesinos, con nuestros caballos, los rincones del Imperio, perdonando culpas, escuchando querellas y sembrando por todas partes monumentos y obras buenas.
Ese hombre, destinado por la Providencia al triste y servil papel de verdugo de pueblos, estaba convencido de que el objetivo de sus actos era el bienestar de las naciones, de que era capaz de dirigir millones de destinos humanos y, mediante el poder, darles la felicidad.
De los cuatrocientos mil hombres que pasaron el Vístula la mitad eran austríacos, prusianos, sajones, polacos, bávaros würtembergueses, mecklemburgueses, españoles, italianos y napolitanos. Un tercio del ejército imperial propiamente dicho estaba compuesto de holandeses, belgas, habitantes de las orillas del Rin, piamonteses, suizos, genoveses, toscanos, romanos, habitantes de la 32.ªdivisión militar, Bremen, Hamburgo, etcétera; apenas llegaban a ciento cuarenta mil los hombres que hablaban francés. La expedición de Rusia costó menos de cincuenta mil hombres a la Francia actual; el ejército ruso, en las diferentes batallas de su retirada de Vilna a Moscú, perdió cuatro veces más que el francés, el incendio de Moscú costó la vida a cien mil rusos, muertos en los bosques, de frío y de miseria y, por último, en su marcha de Moscú al Oder, también el ejército ruso fue diezmado por las inclemencias del invierno; al llegar a Vilna sólo contaba con cincuenta mil hombres, y en Kalich no llegaban a dieciocho mil.
Se imaginaba que la guerra contra Rusia se había hecho por su voluntad, y el horror de lo ocurrido no impresionaba su espíritu. Aceptaba sin temor la responsabilidad del acontecimiento y su nublado espíritu hallaba una justificación en el hecho de que, entre los cientos de miles de hombres que habían sucumbido, había menos franceses que bávaros y de otras nacionalidades.
XXXIX
Varias decenas de miles de hombres, vestidos con los más diversos uniformes, yacían muertos en las más distintas posturas sobre los campos y prados pertenecientes a los señores Davídov y a campesinos de la Corona; en aquellos campos y prados los mujiks de Borodinó, Gorki, Shevardinó y Semiónovskoie habían recogido durante largos siglos sus cosechas y apacentado los rebaños. En torno a las ambulancias, en el espacio de una hectárea, la hierba y la tierra estaban empapadas de sangre. Una gran multitud de heridos y no heridos de diversas unidades marchaban, por una parte, hacia Mozhaisk, y otros, igual de numerosos, retrocedían hacia Valúievo. El miedo se reflejaba en todos los rostros. Otros, agotados y hambrientos, conducidos por sus jefes, iban hacia adelante. Y otros, por último, permanecían en sus puestos y continuaban disparando.
Sobre todos aquellos campos, antes tan bellos y alegres con las brillantes bayonetas y el humo de las hogueras bajo el sol de la mañana, se esparcía ahora la niebla y se sentía la humedad y el olor acre y extraño a salitre y a sangre. Se habían acumulado las nubes y una fina llovizna comenzaba a caer sobre los muertos y heridos y sobre aquellos hombres asustados, agotados y vacilantes, que comenzaban a dudar. Aquella tenue lluvia parecía decir: “¡Basta! ¡Basta! ¡Hombres, cesad!... ¡Reflexionad!... ¡Qué estáis haciendo!”.
Los hombres de uno y otro bando, hambrientos y cansados, comenzaban a dudar si era todavía necesario exterminarse unos a otros; en todas las caras se notaba la vacilación, y cada uno se hacía la misma pregunta: “¿Por qué? ¿Para qué tengo que matar y ser muerto? Matad vosotros si queréis, haced lo que os plazca. Yo no quiero más”. Hacia el atardecer esa idea había madurado por igual en todas las mentes. Aquellos hombres podían, en cualquier momento, horrorizarse de lo que hacían, abandonarlo todo y huir adonde fuera.
Pero aunque al final de la batalla todos sintieran ya el horror de lo hecho, aunque les habría gustado poner fin a todo, una fuerza incomprensible y misteriosa seguía rigiendo sus actos; los artilleros, cubiertos de sudor, de polvo y de sangre, reducidos a la tercera parte, rotos y deshechos por el cansancio, seguían acercando las cargas, apuntando y encendiendo las mechas; y los proyectiles, con la misma rapidez y crueldad, volaban de una a otra parte, destrozando los cuerpos humanos. Y así seguía cumpliéndose aquella obra terrible, no debida a la voluntad de los hombres sino a la voluntad de aquel que rige a los hombres y a los mundos.
Quien hubiese visto la desorganizada retaguardia rusa habría dicho que los franceses no tenían que hacer más que un esfuerzo mínimo y el ejército ruso habría desaparecido. Quien hubiese visto la retaguardia de los franceses habría afirmado que los rusos no necesitaban más que un pequeño esfuerzo para acabar con ellos. Pero ni rusos ni franceses hicieron ese esfuerzo, y las llamas de la batalla se iban extinguiendo lentamente.
Los rusos no hicieron ese esfuerzo porque no habían sido ellos los que habían iniciado el ataque. Al principio del combate se hallaban en el camino de Moscú para impedir el paso al enemigo; y cuando terminó el encuentro continuaban como al principio.
Pero aunque el objetivo de los rusos hubiera sido arrojar de sus posiciones a los franceses, no habrían podido hacer aquel último esfuerzo, porque todas sus tropas estaban destrozadas; no había una sola unidad que no hubiese sufrido grandes pérdidas en la batalla; sin haber retrocedido un paso, los rusos habían perdido la mitad de sus efectivos.
Los franceses, con el recuerdo de quince años de victorias, seguros de que Napoleón era invencible, con la conciencia de haber conquistado una parte del campo y no haber perdido más que un cuarto de sus fuerzas y de que los veinte mil hombres de la Guardia permanecían intactos, habrían podido hacer fácilmente tal esfuerzo. Los franceses, que atacaron al ejército ruso para desalojarlo de sus posiciones, debían haber hecho aquel esfuerzo, porque mientras los rusos obstaculizaran como al principio el camino de Moscú, el objetivo de los franceses no se habría realizado y todos sus empeños y pérdidas habrían sido inútiles. Pero los franceses tampoco hicieron ese esfuerzo. Algunos historiadores aseguran que Napoleón no tenía más que hacer entrar en acción a su vieja Guardia para que la batalla fuese ganada. Hablar de lo que habría ocurrido si Napoleón lo hubiera hecho es lo mismo que hablar sobre lo que ocurriría si el otoño se convirtiera en primavera. Eso no podía suceder. Napoleón no utilizó su Guardia porque no podía hacerlo y no por falta de ganas. Todos los generales y oficiales y hasta los soldados del ejército francés sabían que no era posible hacerlo porque no lo permitía la desfalleciente moral del ejército.
No era Napoleón el único que experimentaba ese sentimiento, semejante a un sueño, del brazo levantado que cae inerte; todos los generales, todos los soldados del ejército francés, participantes o no en la batalla, con la experiencia de combates precedentes (en los que con un esfuerzo diez veces menor el enemigo había huido), tenían la misma sensación de horror ante ese enemigo que, después de haber perdido la mitad de sus efectivos, seguía tan amenazador al final de la batalla como al principio. La fuerza moral del ejército francés, que era el atacante, estaba agotada. Los rusos no alcanzaron en Borodinó una de esas victorias que se miden con pedazos de tela atados a unos palos, a los que llaman banderas, o por el espacio que ocupaban y ocupan las tropas; consiguieron una victoria moral, la que convence al enemigo de la superioridad moral de su adversario y de la debilidad propia. La invasión francesa, como una bestia feroz que recibe en plena carrera una herida mortal, sentía su fracaso. Pero no podía detenerse, lo mismo que el ejército ruso, dos veces más débil, no podía dejar de ceder. Tras el golpe recibido, el ejército francés podía aún arrastrarse hasta Moscú. Pero allí, sin nuevos esfuerzos por parte de las armas rusas, debía perecer desangrándose por la mortal herida recibida en Borodinó. Resultado directo de la batalla de Borodinó fue la inmotivada huida de Napoleón de Moscú, la retirada por el viejo camino de Smolensk, la pérdida de un ejército de quinientos mil hombres y la caída de la Francia napoleónica, sobre la cual, por primera vez en Borodinó, se había alzado la mano de un adversario que la superaba por sus cualidades morales.
Tercera parte
I
La mente humana no puede comprender la continuidad absoluta del movimiento. Las leyes de cualquier clase de movimiento son comprensibles para el hombre a condición de que examine, separando arbitrariamente, las unidades de que se compone. Pero, al mismo tiempo, ese fraccionamiento arbitrario del movimiento continuo en unidades discontinuas origina la mayoría de los errores humanos.
Bien conocido es el sofisma de los antiguos: Aquiles no alcanzará nunca a la tortuga que marcha delante de él aunque camine diez veces más rápido que ella. Cuando Aquiles haya recorrido el espacio que lo separa de la tortuga, ésta habrá avanzado la décima parte de ese espacio; cuando Aquiles cubra esa décima parte, la tortuga habrá avanzado la centésima parte, y así hasta el infinito. Semejante problema parecía insoluble a los antiguos. Lo absurdo de esa solución (que Aquiles nunca alcanzara a la tortuga) provenía de haber admitido arbitrariamente unidades discontinuas del movimiento, cuando la verdad es que los movimientos de Aquiles y la tortuga son continuos.
Tomando unidades de movimiento cada vez más pequeñas, no hacemos sino acercarnos cada vez más a la solución del problema, pero sin llegar a resolverlo nunca. Esto se obtiene admitiendo, tan sólo, las magnitudes infinitesimales y su progresión ascendente hasta una décima y sumando esa progresión geométrica. Una nueva rama de las matemáticas, el empleo de los infinitesimales, resuelve actualmente problemas que en otro tiempo parecieron insolubles.
Esta nueva rama de las matemáticas, desconocida por los antiguos, aplicada hoy para estudiar el movimiento de magnitudes infinitamente pequeñas, es decir, de aquellas que restablecen su condición principal (su continuidad absoluta), corrige así el inevitable error que la mente humana no puede eludir al estudiar en lugar del movimiento continuo algunas de sus unidades.
Lo mismo ocurre cuando estudiamos leyes del desarrollo histórico. El avance de la humanidad, producido por un número infinito de arbitrariedades humanas, es un proceso continuo.
La comprensión de las leyes de ese movimiento es el objetivo de la historia. Mas para comprender las leyes del movimiento continuo resultante de todas las arbitrariedades humanas, la mente humana admite, además de unidades arbitrarias, también las discontinuas. El primer método histórico consiste en tomar de modo arbitrario una serie de acontecimientos continuos y estudiarlos separadamente de otros, cuando no hay ni puede haber un acontecimiento aislado puesto que unos proceden de los otros, sin interrupción. El segundo método consiste en examinar los actos de un individuo, rey o jefe militar, como una suma de arbitrariedades humanas, que nunca se manifiestan en la actuación de un personaje histórico.
La ciencia histórica, en su incesante desarrollo, admite siempre unidades cada vez más pequeñas para sus investigaciones y, por ese medio, trata de acercarse a la verdad. Mas, por pequeñas que sean las unidades que admite la historia, el hecho de apartar una unidad, separándola de otra, de admitir el comienzode un fenómeno cualquiera, de considerar que en la actuación de un determinado personaje se reflejan las arbitrariedades de todos los hombres, es falso ya de por sí.
Cualquier deducción histórica, al margen de toda crítica, se desvanece como el polvo, sin dejar rastro, si ese trabajo escoge como objeto de estudio una unidad discontinua de tiempo mayor o menor, cosa a la que tiene perfecto derecho, ya que la unidad histórica analizada es siempre arbitraria.
Sólo tomando para nuestra observación la unidad infinitesimal como diferencial de la historia, es decir, las aspiraciones homogéneas de los hombres, y consiguiendo el arte de integrar (sumando los infinitesimales) podemos llegar a comprender las leyes de la historia.
Los quince primeros años del siglo XIX se distinguen en Europa por un movimiento extraordinario de millones de hombres que abandonan sus habituales ocupaciones, van de un lado a otro de Europa, saquean, se matan entre sí, triunfan y se desesperan; el curso total de la vida se modifica durante algunos años y se distingue por un comienzo acelerado, para debilitarse más tarde. ¿Cuál fue la causa de ese movimiento y qué leyes lo rigieron?, se pregunta la razón humana.
Los historiadores que contestan a esa pregunta nos exponen los actos y los discursos de varias decenas de hombres en un edificio de París y dan a esos actos y discursos el nombre de revolución. Después nos presentan la biografía detallada de Napoleón y de otros hombres que le fueron hostiles o adictos; hablan de la influencia de algunos de esos hombres sobre otros, y dicen: "He aquí por qué se produjo ese movimiento, y éstas son sus leyes”.
Pero la razón humana no sólo se niega a aceptar esa explicación, sino que nos dice abiertamente que el método seguido para explicarlo es falso, porque considera que el fenómeno más débil dio origen al más fuerte. La suma de las arbitrariedades humanas creó la revolución y a Napoleón; y sólo esa suma de arbitrariedades los soportó y aniquiló.
"Pero siempre que hubo conquistas hubo conquistadores —dice el historiador—, y cada vez que en un Estado se produjo una revolución, existieron grandes hombres.” En efecto, cada vez que aparecieron conquistadores hubo guerras —replica la razón humana—; pero eso no prueba que los conquistadores sean la causa de las guerras y que puedan hallarse las leyes de la guerra en la actuación personal de un individuo. Siempre que miro el reloj, cuando la aguja se acerca a las diez, oigo que en la cercana iglesia comienzan a sonar las campanas; pero el hecho de que comiencen a sonar las campanas cada vez que la aguja llega a las diez no me autoriza a deducir que la posición de la aguja de mi reloj es causa del movimiento de las campanadas.
Cada vez que se pone en marcha una locomotora oigo su silbido, veo que la válvula se abre, que las ruedas giran, pero no puedo deducir por ello que el silbido y el movimiento de las ruedas sean la causa del movimiento de la locomotora.
Dicen los mujiks, cuando la primavera llega retrasada, que el viento frío sopla porque los robles empiezan a retoñar; y, en efecto, cuando los robles retoñan en primavera sopla un viento frío. Mas, aunque yo ignore por qué sopla ese viento frío cuando retoñan los robles, no puedo creer, como los campesinos, que la causa de aquel viento sea el despuntar de las yemas en el árbol. No puedo creerlo porque la fuerza del viento es ajena al retoñar de los robles. Veo únicamente una coincidencia de condiciones, como suele encontrarse en todo fenómeno de la vida, y me convenzo de que, por más que observe la aguja del reloj, la válvula y las ruedas de la locomotora y las yemas del roble, jamás conoceré la causa del movimiento de la campana, de la locomotora y del viento primaveral. Para conseguirlo tengo que cambiar mi ángulo de observación y estudiar las leyes que rigen el movimiento del vapor, de la campana y del viento. Lo mismo debe hacer la historia.
Y ya se han hecho tentativas en ese sentido.
Para estudiar las leyes de la historia debemos cambiar del todo el objeto de estudio; olvidar a los reyes, ministros y generales y estudiar los elementos homogéneos e infinitamente pequeños que guían a la masa. Nadie puede decir en qué medida podrá el hombre entender, valiéndose de ese método, las leyes que rigen la historia; es evidente, sin embargo, que en esa empresa no se ha empleado ni la millonésima parte de los esfuerzos hechos por los historiadores para describir los actos de los reyes, jefes militares y ministros y exponer sus propias consideraciones a propósito de esos actos.
II
Las fuerzas unidas de una decena de pueblos de Europa irrumpen en Rusia. El ejército y la población rusa retroceden eludiendo el encuentro, primero hacia Smolensk y después de Smolensk a Borodinó. El ejército francés, con fuerzas propulsivas siempre mayores, se lanza hacia Moscú, meta de su movimiento. Esa fuerza crece conforme se acerca a la meta, lo mismo que la velocidad de un cuerpo que cae en el espacio aumenta a medida que se acerca a la tierra. Detrás quedan miles de kilómetros de un país hambriento y hostil; por delante, unas decenas de kilómetros los separan de su objetivo. Cada soldado del ejército francés lo siente, y la invasión avanza por sí misma, por la fuerza de su impulso.
En el ejército ruso, cuanto más se retrocede más crece el odio contra el enemigo, que, con el retroceso continuo, se agranda y concentra. El choque se produce en Borodinó. Ninguno de los dos contrarios se disgrega, pero el ejército ruso, inmediatamente después del choque, prosigue su retirada con la misma facilidad con que retrocede una bola al chocar con otra que avanza con fuerza mayor; por ese mismo motivo, la bola de la invasión, lanzada a gran velocidad (aunque toda su fuerza queda agotada en el choque), continuó su carrera por cierto tiempo.
Los rusos se retiran a ciento veinte kilómetros más allá de Moscú. Los franceses llegan hasta la capital y allí se detienen. Transcurren cinco semanas sin batalla alguna. Los franceses permanecen inmóviles. Como una fiera mortalmente lesionada que, desangrándose, lame sus heridas, permanece en Moscú durante ese tiempo sin emprender nada; de pronto, sin ninguna causa nueva, corre hacia atrás, lanzándose al camino de Kaluga; y (después de la victoria de Malo-Yaroslávets, donde también queda dueño del campo de batalla) sin ningún otro combate serio, sigue huyendo cada vez más rápidamente a Smolensk y después de Smolensk a Vilna, al río Berezina y más allá.
La noche del 26 de agosto, Kutúzov y todo el ejército ruso estaban convencidos de que habían ganado la batalla de Borodinó. Kutúzov lo escribió así a su Emperador y ordenó a sus hombres que se preparasen para un nuevo combate con el fin de acabar con los invasores; no porque quisiera engañar a alguien, sino porque sabía que el enemigo estaba vencido como lo sabían todos cuantos habían tomado parte en la batalla.
Pero aquella misma tarde y durante el día siguiente comienzan a recibirse informes de las inauditas pérdidas sufridas. La mitad del ejército había desaparecido, y una nueva batalla se hacía materialmente imposible.
Era imposible presentar nueva batalla antes de conocer todos los datos, antes de recoger a los heridos, de reponer las municiones y contar los muertos. Primero había que nombrar nuevos jefes que reemplazaran a los caídos; y los soldados tenían que comer y dormir, cosa que no habían hecho. Además, inmediatamente después de la batalla, a la mañana siguiente, el ejército francés (por aquella fuerza propulsiva que aumentaba en razón inversa al cuadrado de la distancia) se lanzaba sobre el ejército ruso. Kutúzov, y todo el ejército con él, deseaba atacar al día siguiente. Mas para atacar no basta con desearlo; se precisa una posibilidad que entonces no existía. Hubo que retroceder una etapa; después otra y otra, hasta que el 1 de septiembre, cuando el ejército estuvo cerca de Moscú, a pesar del sentimiento que dominaba en sus filas, la situación exigió que las tropas siguieran su repliegue. El ejército retrocedió una etapa más, la última, y Moscú cayó en manos del enemigo.
Los hombres acostumbrados a pensar que los planes de guerra y de las batallas son obra de grandes jefes militares —personas que actúan como nosotros, cuando, sentados en nuestro despacho, decidimos sobre el mapa cómo habríamos procedido en ésta u otra coyuntura– se preguntan: ¿por qué Kutúzov durante la retirada no hizo eso o aquello? ¿Por qué no ocupó posiciones delante de Fili, por qué no retrocedió inmediatamente por el camino de Kaluga, abandonando Moscú, etcétera, etcétera? Los hombres habituados a pensar así olvidan o ignoran las condiciones inevitables en que se desenvuelve siempre la actuación de un general en jefe. La actuación de un jefe militar no se parece en nada a lo que imaginamos cuando, sentados en nuestro despacho, analizamos sobre el mapa una campaña cualquiera, con una determinada cantidad de tropas de una y otra parte, en una región conocida y partiendo en nuestros cálculos de un momento determinado. El general en jefe no se ve nunca en esas condiciones de comienzoen que nosotros nos hallamos al examinar cualquier acontecimiento. El general en jefe se encuentra siempre en medio de una serie de sucesos en movimiento, y nunca, en ningún instante, puede abarcar toda la importancia de los hechos que se producen. En ciertos momentos el suceso emerge de pronto con toda su importancia, y a cada instante de esa gradual revelación, de esa marcha incesante de los acontecimientos, el general en jefe se halla en medio de un juego complejísimo de intrigas, cuidados, dependencias, proyectos, consejos, amenazas, engaños, con la constante necesidad de responder a infinitas preguntas que le hacen, preguntas que a menudo se contradicen mutuamente.
Los entendidos en la ciencia militar nos dicen muy seriamente que Kutúzov, mucho antes de llegar a Fili, debía haber dirigido sus tropas al camino de Kaluga; y llegan a afirmar que alguien osó proponérselo. Pero al general en jefe, sobre todo en los momentos difíciles, no sólo le presentan un proyecto, sino decenas y decenas de ellos y todos al mismo tiempo. Cada uno de esos proyectos, basados en la estrategia y la táctica, se contradice con los otros. Diríase que el general no tiene más que elegir uno de ellos, pero la verdad es que ni eso puede hacer. El tiempo y los acontecimientos no esperan. Supongamos, por ejemplo, que el día 28 le proponen pasar al camino de Kaluga; pero en ese instante llega un ayudante de Milorádovich que pregunta, de parte de su jefe, si debe retroceder o aceptar el combate. El general en jefe debe dar inmediatamente una orden; y la orden de retroceder lo aleja del camino de Kaluga. Después del ayudante viene el jefe de la intendencia y pregunta dónde debe colocar los víveres; y el jefe de hospitales quiere saber dónde ha de llevar a los heridos; y el correo de San Petersburgo trae una carta del Emperador que no admite la posibilidad de abandonar Moscú; y el rival del general en jefe no cesa de intrigar contra él (siempre existe uno de esos rivales, y más de uno) y propone un nuevo plan, diametralmente opuesto al proyecto de salir al camino de Kaluga; el general en jefe, rendido, necesita dormir y descansar; y en ese preciso instante un respetable general que no figura en la relación de condecorados viene a lamentarse, y la población civil pide que se la defienda; el oficial enviado para reconocer el terreno regresa diciendo lo contrario de lo que dijo el oficial enviado antes; el explorador que vuelve del campo enemigo, el prisionero y el general que también hizo su reconocimiento describen de maneras dispares las posiciones del ejército contrario. La gente que no comprende y olvida las condiciones en que se desenvuelve la actuación de un general en jefe describe la situación del ejército en Fili y supone que el general en jefe podía resolver libremente, el 1 de septiembre, el problema de si se debía abandonar o defender Moscú, cuando en las condiciones en que se encuentra el ejército, a cinco kilómetros de la capital, semejante problema no se podía ni plantear siquiera. ¿Cuándo, pues, se decidió? Se decidió en Drissa, en Smolensk y, de manera más perceptible, el 24 en Shevardinó, el 26 en Borodinó y, cada día, cada hora, cada instante, desde la retirada de Borodinó hasta Fili.
III
El ejército ruso, después de su retirada de Borodinó, se detuvo en Fili.
Cuando Ermólov, enviado por Kutúzov para inspeccionar las posiciones, dijo al Serenísimo que cerca de Moscú no podía presentarse batalla y que era necesario seguir retrocediendo, Kutúzov lo miró asombrado y le hizo repetir sus palabras.
–Dame la mano– le dijo, volviéndola para tomarle el pulso. —Tú no estás bien, querido. Piensa lo que dices.
En el monte Poklónnaia, a seis kilómetros de la puerta de Dorogomílov, Kutúzov se apeó de su coche y tomó asiento en un banco, al borde del camino. A su alrededor se juntó un nutrido grupo de generales a los que se unió el conde Rastopchin, que acababa de llegar de Moscú. Todos aquellos destacados personajes, divididos en grupos, conversaban sobre las ventajas y desventajas de la posición, sobre el estado de las tropas, los planes propuestos, la situación de Moscú y, en general, de los problemas militares. Todos se daban cuenta, aunque nadie lo manifestara, que se trataba de un consejo de guerra. Las conversaciones giraban en torno a cuestiones militares. Si alguno comentaba novedades personales, lo hacía a media voz y en seguida volvía al tema miliar. No había ni bromas, ni sonrisas: se esforzaban, evidentemente, por mantenerse a la altura de la situación. Cada grupo trataba de acercarse al general en jefe (cuyo banco formaba el centro de la reunión) y hablaban de manera que él pudiera oírlos. Kutúzov prestaba atención a todos; a veces hacía preguntas sobre lo que se comentaba en derredor, pero no se mezclaba en las conversaciones ni expresaba opinión alguna personal. Frecuentemente, después de escuchar lo que se decía en un grupo, se volvía decepcionado como si no fuera eso lo que él deseaba oír. Unos hablaban de la posición elegida y criticaban, más que la posición misma, la capacidad mental de quienes la habían escogido. Otros afirmaban que el error venía de atrás y que habría sido mejor aceptar la batalla dos días antes. En otro grupo se comentaba la batalla de Salamanca, sobre la cual había informado Cressart, un francés vestido con uniforme español, que acababa de llegar. (El francés, con un príncipe alemán que servía en el ejército ruso, comentaba el sitio de Zaragoza y la posibilidad de que Moscú se defendiera de la misma forma.) Más allá, el conde Rastopchin decía estar dispuesto a morir bajo los muros de Moscú con la milicia moscovita, pero no podía dejar de lamentar el desconocimiento de la situación en que se lo había tenido, añadiendo que, si lo hubieran puesto al corriente, las cosas habrían ocurrido de manera muy distinta... Otros, dando muestras de sus profundos conocimientos estratégicos, discutían sobre la dirección que deberían tomar las tropas. Algunos decían cosas absolutamente faltas de sentido.