Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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–No tengo nada que comprender– gritaba Natasha caprichosa y obstinada: —es malo, no tiene corazón. A Denísov sí que lo quiero, es un juerguista y todo lo que quieras. Ya ves que comprendo. Pero no sé cómo decírtelo: en Dólojov todo es calculado y no me gusta; en cambio Denísov...
–Denísov es otra cosa– replicó Nikolái, dando a entender que, en comparación con Dólojov, Denísov no era nada. —Hay que comprender el alma de Dólojov. ¡Hay que verlo con su madre! ¡Qué corazón tiene!
–De eso no sé nada. Sólo sé que en su presencia me siento violenta. ¿Y sabes que se ha enamorado de Sonia?
–¡Qué tontería!
–Estoy segura. Ya lo verás.
La predicción de Natasha se cumplió. Dólojov, a quien no gustaba la compañía femenina, comenzó a frecuentar la casa de los Rostov, y la pregunta de por quién iba quedó pronto resuelta, aun cuando nadie hablara de ello. Iba por Sonia. Y Sonia lo sabía, aunque no se atreviera a decirlo; siempre que llegaba Dólojov se ponía roja como una amapola.
Dólojov comía frecuentemente con los Rostov; acudía a todos los espectáculos donde ellos iban y asistía a los bailes de adolescentes de Joguel, a los que no faltaban nunca los Rostov. Mostraba una especial atención por Sonia y la miraba de tal manera que no sólo ella era incapaz de sostener esa mirada sin ruborizarse, sino que también la vieja condesa y Natasha enrojecían al verla.
Era evidente que ese hombre fuerte y extraño se hallaba bajo la invencible fascinación de aquella muchacha morena y graciosa, que amaba a otro.
Rostov advertía algo nuevo entre Dólojov y Sonia, pero no llegaba a definir cómo eran esas nuevas relaciones. “Todos allí andan enamorados de alguien”, pensaba de Natasha y Sonia; no se sentía tan a sus anchas, como antes, con Sonia y Dólojov, por lo que rara vez se quedaba en casa.
En el otoño de 1806 se volvió a hablar, con mayor intensidad que el año precedente, de la guerra contra Napoleón. No sólo se había decidido la incorporación de diez reclutas por cada mil campesinos, sino que se llamaba todavía a otros nueve por cada millar de milicianos. En todas partes se maldecía a Bonaparte, y en Moscú no se hablaba más que de la próxima guerra. Para la familia Rostov todo el interés de esos preparativos bélicos se resumía en que Nikolái no quería, en manera alguna, quedarse en Moscú y no esperaba más que el término de la licencia de Denísov para después de las fiestas volverse con él a su regimiento. Pero su próxima partida no sólo no le impedía divertirse, sino que lo animaba más a hacerlo. Se pasaba la mayor parte del tiempo fuera de casa, en cenas, veladas y bailes.
XI
Al tercer día de las fiestas de Navidad, Nikolái comía en casa, lo que en los últimos tiempos sucedía rara vez. Era la comida oficial de despedida, puesto que él y Denísov se iban después de la Epifanía. Se habían reunido unas veinte personas, entre las cuales estaban Dólojov y Denísov.
Aquella atmósfera amorosa nunca se había sentido con tanta intensidad en casa de los Rostov como en esos días de fiesta: “¡Goza de estos momentos de felicidad, trata de que te amen, ama! No hay más verdad que ésa en el mundo, lo demás no cuenta. ¡Aquí sólo nos ocupamos de eso!”, parecía decir el ambiente de la casa.
Nikolái, agotando como siempre dos parejas de caballos sin conseguir llegar a todas las fiestas a que lo invitaban ni hacer todas las visitas necesarias, regresó a su casa en el momento mismo de la cena. Al entrar se dio cuenta de la tensión en la atmósfera amorosa de la casa. Y también de la extraña turbación de algunos de los presentes. Sonia, Dólojov, la condesa y la misma Natasha estaban particularmente confusos. Nikolái comprendió en seguida que algo había ocurrido entre Sonia y Dólojov y, con su habitual delicadeza, los trató con especial afecto y tacto. Aquella misma noche había en casa de Joguel —el maestro de baile– una de las fiestas que él organizaba en esos días para sus alumnos de ambos sexos.
–Nikóleñka, ¿vienes a casa de Joguel? Ven, te ha invitado especialmente; también va Denísov– dijo Natasha.
–¿Adonde no iría yo si me lo ordenara la condesa?– bromeó Denísov, que hacía ahora de caballero de Natasha. —Estoy dispuesto a bailar hasta el pas de châle.
–Si tengo tiempo... Me comprometí con los Arjárov, que dan una velada– dijo Nikolái. —¿Y tú?– preguntó a Dólojov. Apenas hubo pronunciado esas palabras comprendió que eran inoportunas.
–Sí, quizá...– replicó fríamente y de mal humor Dólojov, volviendo sus ojos hacia Sonia; después, frunciendo el ceño, miró a Nikolái lo mismo que había mirado a Pierre en el banquete del club.
“Algo ha sucedido”, pensó Rostov. Y su recelo pareció confirmarse al ver que Dólojov se retiraba inmediatamente después de terminada la cena. Llamó a Natasha y le preguntó qué había sucedido.
–Te andaba buscando– y Natasha se acercó corriendo a él. —Ya te lo dije y tú no querías creerme– añadió con aire triunfal. —Se ha declarado a Sonia.
A pesar de que Nikolái se había preocupado muy poco de Sonia en aquel tiempo, sintió un desgarrón íntimo al escuchar las palabras de su hermana. Dólojov era un partido aceptable y hasta cierto punto brillante para Sonia, huérfana y sin dote. Desde el punto de vista de la condesa y de la sociedad, no había motivos para no aceptar. Por eso, al oír a Natasha, el primer movimiento de Nikolái fue de cólera contra Sonia. Iba a decir: "Perfecto, hay que olvidar las promesas infantiles y aceptar la petición de mano...”. Pero Natasha no le dio tiempo a decirlo:
–¡Y figúrate! Lo ha rechazado– dijo. —Le ha dicho que ama a otro– agregó después de una pausa.
"Mi Sonia, no podía proceder de otro modo”, pensó Nikolái.
–Mamá ha insistido y le ha suplicado mucho, pero Sonia se niega y sé que no cambiará cuando dice una cosa...
–¿Mamá se lo ha pedido?– dijo Nikolái con reproche.
–Sí– repuso Natasha; —no te enfades, Nikolái. ¿Sabes?, yo creo que no te casarás con Sonia. No sé por qué, pero estoy segura de que no te casarás con ella.
–Tú no puedes saberlo– dijo Nikolái. —Pero tengo que hablar con ella... ¡Qué criatura tan deliciosa es Sonia!– agregó sonriendo.
–Es un encanto... Te la enviaré– Natasha besó a su hermano y salió corriendo.
Un poco después, amedrentada, confusa, como sintiéndose culpable, entró Sonia. Rostov se acercó y le besó la mano. Era la primera vez desde su llegada que se hablaban a solas y de su amor.
–Sophie– dijo tímidamente al principio; después se sintió más seguro: —¿Va a rechazar un partido brillante y ventajoso? Dólojov es un hombre excelente, noble... es amigo mío...
–Ya lo he rechazado– interrumpió vivamente Sonia.
–Si lo hace por mi causa, tengo miedo de que...
–Nikolái, no me lo diga– interrumpió de nuevo Sonia, mirándolo con suplicante angustia.
–No. Debo decirlo. Quizá sea suffisance por mi parte, pero es mejor decirlo. Si lo ha rechazado por mí, es necesario que le diga toda la verdad. La amo... la amo, creo que más que a nadie...
–Eso me basta– dijo Sonia sonrojándose.
–Pero me he enamorado miles de veces y volveré a estarlo, aunque ninguna otra me ha inspirado este sentimiento de amistad, de confianza y de amor como usted. Además, soy joven. Mamá no quiere nuestro matrimonio. En una palabra, no puedo prometerle nada y le pido que reflexione con respecto a la petición de Dólojov– concluyó, pronunciando con esfuerzo el nombre de su amigo.
–No me diga eso. No quiero nada. Lo amo como a un hermano; lo amaré siempre y no deseo otra cosa.
–¡Es usted un ángel! No soy digno de usted, y sólo tengo miedo de engañarla.
Y Nikolái le besó de nuevo la mano.
XII
Los bailes de Joguel tenían fama de ser los mejores de Moscú. Así lo aseguraban las madres que se sentaban a contemplar los pasos que sus adolescentes acababan de aprender. Lo decían los mismos adolescents, que bailaban hasta no poder más, igual que los jóvenes algo mayores que se acercaban allí con cierto aire de condescendencia y acababan por divertirse más que en ningún otro sitio. Aquel año, en los bailes de Joguel se habían arreglado dos matrimonios: las dos bellas princesas Gorchakov habían conocido allí a sus novios, lo que realzó aún más el prestigio de aquellas fiestas. Tenían éstas un rasgo especial: allí no había dueña ni dueño de la casa; no había más que el bondadoso Joguel, que volaba como una pluma y hacía reverencias de acuerdo con todas las reglas del arte, y recibía vales de entrada de todos sus alumnos. Otra condición era que en esos bailes participaban tan sólo aquellos que deseaban bailar y divertirse, como lo quieren las muchachitas de trece y catorce años que por primera vez visten de largo. Todas, con muy raras excepciones, eran bonitas o al menos lo parecían: tal era el entusiasmo de su sonrisa y la felicidad que les brillaba en los ojos. A veces, los alumnos más aventajados llegaban a bailar el pas de châle. Eso hacía Natasha, la mejor de todas, que se distinguía por su gracia. Pero en esta última fiesta no se danzaban más que escocesas, inglesas y la mazurca, hacía poco puesta de moda. Joguel había alquilado una sala en casa de Bezújov y, a decir de todos, la fiesta fue un éxito. Había jóvenes muy bellas, y las señoritas Rostov estaban entre ellas. Ambas irradiaban felicidad y alegría. Sonia, orgullosa por la declaración de Dólojov, por su negativa y por la explicación que había tenido con Nikolái, había comenzado a bailar ya en casa, sin dejar que la doncella terminara de peinarle las trenzas, y ahora estaba radiante de alegría.
No menos orgullosa se sentía Natasha, que por primera vez vestía de largo y participaba en un baile verdadero, lo que la hacía más feliz aún. Ambas llevaban vestidos de muselina blanca, con cintas de color rosa.
Natasha se había sentido enamorada en cuanto entró en el baile. No estaba enamorada de nadie en particular, sino de todo a la vez: se enamoraba de aquel a quien miraba en un momento dado.
–¡Ah, qué bien!– decía a cada instante, acercándose a Sonia.
Nikolái y Denísov paseaban por las salas, mirando a los bailarines con ojos afectuosos y protectores.
–¡Es encantadora! ¡Será una belleza!– dijo Denísov.
–¿Quién?
–La condesa Natasha, ¡y cómo baila, qué gracia!– siguió poco después.
–Pero ¿de quién hablas?
–¡De tu hermana!– gritó Denísov malhumorado.
Rostov sonrió con ironía.—Mon cher comte, vous êtes l'un de mes meilleurs écoliers, il faut que vous dansiez– dijo el diminuto Joguel acercándose a Nikolái. —Voyez combien de jolies demoiselles. 253
Y se volvió con la misma súplica a Denísov, que también había sido su discípulo.
–Non, mon cher, je ferai tapisserie... 254– dijo Denísov. —¿No recuerda, acaso, el poco provecho que sacaba de sus lecciones?...
–¡Oh, no!– lo consoló rápidamente Joguel. —No es que fuera muy atento, pero tenía aptitudes, tenía aptitudes.
Sonó una mazurca. Nikolái no pudo negarse y sacó a Sonia. Denísov se sentó junto a las damas y, apoyándose en el sable, llevaba el compás con el pie o divertía a las viejas señoras con sus historias, sin dejar de mirar a los bailarines. Joguel se lanzó el primero a través de la sala, llevando a Natasha, su orgullo y mejor alumna; se deslizaba suave y ligero con sus pequeños pies enfundados en zapatos muy escotados y ella, aunque intimidada, lo seguía con aplicación. Denísov no les quitaba ojo y golpeaba el suelo con el sable, con un gesto que parecía decir: "Si hoy no bailo, es porque no quiero y no porque no pueda”. En medio de uno de los pasos llamó a Rostov, que bailaba cerca.
–Ni se parece– dijo. —Esto no es la mazurca polaca. Pero ella baila maravillosamente.
Nikolái, sabiendo que Denísov, en Polonia mismo, tenía fama por su maestría como bailarín de mazurca, se acercó corriendo a Natasha.
–Elige a Denísov– dijo a su hermana, —baila muy bien la mazurca. ¡Es un portento!
Cuando volvió su turno, se levantó y, taconeando con ligereza, atravesó tímidamente la sala hacia el rincón donde estaba Denísov. Notó que todos la miraban; Nikolái vio que Natasha y Denísov discutían sin dejar de sonreír. Se acercó a ellos.
–Se lo ruego, Vasili Dmítrich; sea bueno– decía Natasha.
–No, no... perdóneme, condesa– respondió Denísov.
–¡No te hagas de rogar, Vasia!– intervino Nikolái.
–¡Ni que fuera el gato Vasia!– bromeó Denísov.
–Cantaré para usted toda una tarde– le prometió Natasha.
–¡Ah, hechicera, hace de mí todo cuanto quiere!– dijo Denísov; y se quitó el sable.
Dejó su asiento, sorteó las sillas, asió fuertemente la mano de su dama y adelantó un pie, en espera del compás. Sólo a caballo y bailando la mazurca pasaba inadvertida la poca talla de Denísov y era el apuesto mozo que él mismo se imaginaba ser. En cuanto sonó la señal miró de lado a su pareja con aire triunfal y pícaro, dio un taconazo y, como una pelota elástica, pareció rebotar del pavimento y volar a lo largo del círculo, arrastrando a Natasha. Recorrió media sala sin ruido, deslizándose sobre un solo pie y sin ver, en apariencia, las sillas que tenía delante. Se habría dicho que iba directamente hacia ellas. De pronto se detuvo, hizo sonar las espuelas, se apoyó en los tacones y permaneció inmóvil un instante, silencio que rompió dando taconazos con sonar de espuelas y golpeando una pierna con la otra. Giraba velozmente y volvía a volar en círculos. Natasha adivinaba los propósitos de su pareja y, aun sin saber cómo, lo seguía dejándose llevar. Unas veces la obligaba a girar rápidamente, sosteniéndola ya con la mano derecha, ya con la izquierda; otras veces se arrodillaba delante de ella y la hacía dar vueltas alrededor de sí para levantarse inmediatamente y seguir bailando con la misma rapidez que si tuviera la intención de recorrer todas las salas sin respirar; pero volvía a detenerse haciendo cada vez nuevas figuras. Después de hacer girar ágilmente a su dama delante del sitio donde estuvo sentada antes, hizo resonar las espuelas y se inclinó ante ella, Natasha casi no pudo hacer la reverencia. Asombrada, fijos en él los ojos sonrientes, parecía no reconocerlo.
–¿Cómo es posible?– dijo.
Aun cuando Joguel no quisiera admitir que aquélla fuese la verdadera mazurca, todos se mostraban entusiasmados por el baile de Denísov y lo elegían a cada momento; los viejos, sonriendo, hablaron de Polonia y de los buenos tiempos pasados. Denísov, encendido el rostro por el esfuerzo del baile y limpiándose con el pañuelo, se sentó junto a Natasha y durante toda la tarde no se separó de ella.
XIII
Durante los dos días siguientes Rostov no vio a Dólojov en su casa ni lo encontró en la de su madre. Al tercer día recibió esta nota:
“Como no tengo intención de volver a tu casa por las causas que ya sabes y debo incorporarme al regimiento, te ruego que vengas esta noche al hotel Inglaterra, donde doy una cena de despedida a mis amigos.”
A las diez de la noche, después del teatro, donde había ido con los suyos y con Denísov, Nikolái se dirigió al hotel Inglaterra. En seguida lo hicieron pasar a la mejor sala del hotel, reservada aquella noche por Dólojov.
Una veintena de personas se agolpaban en torno a una mesa; Dólojov, entre dos candelabros, tenía la banca. Sobre la mesa había monedas de oro y billetes de banco. Después de la negativa de Sonia, Nikolái no había visto a su amigo y se sentía embarazado al pensar en ese encuentro.
La mirada fría y clara de Dólojov sorprendió a Rostov junto a la puerta. Se diría que lo esperaba hacía tiempo.
–Hace mucho que no nos vemos– dijo. —Te agradezco que hayas venido. Termino esta partida y en seguida vendrá Iliushka con su coro.
–Estuve en tu casa– dijo Rostov ruborizándose.
Dólojov no respondió.
–Puedes jugar, si quieres– dijo después.
En aquel momento recordó Rostov una extraña conversación tenida con Dólojov. “Sólo los tontos pueden jugar al azar", había dicho entonces.—¿O es que tienes miedo de jugar conmigo?– preguntó ahora Dólojov, como adivinando el pensamiento de Nikolái, y sonrió.
Aquella sonrisa hizo comprender a Rostov que el estado de ánimo de su amigo era el mismo que tenía en el banquete del Club Inglés cuando, harto de la vida cotidiana, sentía la necesidad de hacer algo extraño, la mayoría de las veces cruel.
Rostov se sintió violento; buscaba, sin encontrarla, una broma que contestara a las palabras de Dólojov. Pero antes de que lo hubiese conseguido, Dólojov, mirándolo fijamente, dijo en voz alta, de manera que todos lo oyesen:
–¿Te acuerdas? Una vez hablamos del juego... Sólo los imbéciles juegan al azar. Hay que jugar con seguridad y yo quiero probarlo.
"¿Probar al azar o sobre seguro?”, pensó Rostov.
–Es mejor que tú no juegues. ¡Banca, señores!– añadió barajando los naipes.
Puso el dinero a un lado y se dispuso a tallar. Rostov tomó asiento junto a él, sin jugar. Dólojov lo miraba.
–¿Por qué no juegas?– preguntó.
Nikolái, extrañamente, sintió la necesidad de tomar una carta, apostar una suma insignificante y comenzar el juego.
–No traigo dinero.
–Me fío.
Rostov apostó cinco rublos a una carta y perdió. Apostó la segunda vez y perdió de nuevo. Dólojov le ganó diez veces seguidas.
–Señores– dijo después de haber tallado varias veces, —les ruego que pongan el dinero sobre las cartas, porque, si no, puedo equivocarme en las cuentas.
Uno de los jugadores respondió que podía fiarse de él.
–Sí, puedo fiarme; pero temo confundirme. Les ruego que pongan el dinero sobre las cartas– insistió Dólojov. —Tú no te preocupes; ya arreglaremos cuentas– añadió volviéndose a Rostov.
El juego prosiguió. Los camareros no cesaban de servir champaña.
Rostov perdía una postura tras otra; ya eran ochocientos los rublos anotados en su cuenta. Había apostado los ochocientos a una carta, pero mientras les servían el champaña reflexionó y volvió a los veinte de antes.
–Déjalo en ochocientos; te desquitarás antes– dijo Dólojov, aunque parecía que no miraba a Rostov. —Hago que los demás ganen y tú no haces más que perder. ¿O es que tienes miedo de jugar conmigo?– repitió.
Rostov obedeció; dejó los ochocientos rublos que había apuntado y apostó al siete de corazones con un ángulo roto que había levantado del suelo. Después, lo había de recordar muy bien. Puso el siete de corazones, escribió encima “ochocientos” con un trazo de tiza, con cifras redondas y derechas; bebió una copa de champaña, ya tibio, sonrió a las palabras de Dólojov y, con el corazón agitado, puso sus ojos en las manos de Dólojov, que sostenía la baraja, en espera del siete. Que ganara o perdiera con ese siete de corazones era importantísimo para Rostov. El domingo anterior, el conde Iliá Andréievich le había dado dos mil rublos y, aunque no le gustaba hablar de dificultades económicas, le dijo que aquélla era la última suma que podía darle hasta mayo, de manera que, por esta vez, le pedía que fuera más moderado en sus gastos. Nikolái había contestado que aquella cantidad era más que suficiente y le daba palabra de no pedir más hasta la primavera. De esa suma no le quedaban más que mil doscientos rublos, de modo que no sólo la pérdida de mil seiscientos rublos, sino la necesidad de faltar a la palabra dada, dependían del siete de corazones. Con el corazón oprimido miraba las manos de Dólojov y pensaba: “Bueno, dame en seguida ese siete y podré marcharme a casa a cenar con Denísov, Natasha y Sonia, y no volveré jamás a tocar una sola carta”. En aquel momento, su vida de familia, las bromas con Petia, las conversaciones con Sonia, los dúos con Natasha, las partidas con su padre y hasta el lecho tranquilo de la calle Povárskaia se le presentaban con la misma fuerza, con idéntica claridad y encanto que si fueran una dicha perdida y no estimada. No podía admitir que un estúpido azar, haciendo caer el siete a la derecha y no a la izquierda, pudiera privarlo de esa felicidad, ahora comprendida y valorada, arrojándolo en el abismo de una desgracia nunca sentida y todavía vaga. Eso no era posible, pero seguía mirando con el corazón oprimido el movimiento de las manos de Dólojov. Esas manos anchas, rojizas, con vello que se veía debajo de la camisa, colocaron la baraja en la mesa, tomaron la copa y la pipa que les ofrecían.
–¿O es que tienes miedo de jugar conmigo?– repitió Dólojov y, como si se dispusiera a contar una historia entretenida, puso de nuevo las cartas en la mesa, se recostó en el respaldo de la silla y empezó a decir despacio y sonriendo: —Pues, sí, señores, he oído que en Moscú se dice que hago trampas en el juego; les aconsejo prudencia conmigo.
–¡Bueno! ¡Empieza de una vez!– dijo Rostov.
–¡Oh! ¡Esas comadres moscovitas!– siguió diciendo Dólojov con una sonrisa y tomó las cartas.
Rostov ahogó una exclamación y se llevó las manos a la cabeza. El siete que necesitaba había salido en puerta, la primera carta de la baraja. Acababa de perder más de lo que podía pagar.
–Pero no te obceques– dijo Dólojov, mirándolo de paso mientras seguía tallando.
XIV
Hora y media más tarde, la mayoría de los jugadores ya no tomaban en serio su propio juego.
Todo el interés estaba concentrado en Rostov. Una larga columna de cifras había sustituido en su cuenta a los mil seiscientos rublos de antes. Nikolái había contado hasta diez mil, pero suponía vagamente que la cifra debía de remontarse ya a quince mil rublos. En realidad, pasaba de veinte mil. Dólojov no escuchaba ya a nadie ni contaba historias; seguía cada movimiento de las manos de Rostov y, de vez en cuando, recorría con la vista los números consignados. Tenía el propósito de seguir el juego hasta alcanzar los cuarenta y tres mil rublos; había escogido esa cifra porque los años de Sonia y los suyos sumaban en total cuarenta y tres. Rostov, con la cabeza apoyada en las manos, permanecía sentado ante la mesa llena de anotaciones, naipes y manchada de vino. No podía librarse de la torturada visión de aquellas manos, en cuyo poder estaba, esas manos rojizas, de huesos anchos, con el vello que asomaba por debajo de la camisa, las manos que amaba y odiaba.
"Seiscientos rublos... el as... el nueve... ¡imposible recuperar lo perdido!... ¡Con lo bien que estaría en casa!... La sota... ¡No puede ser!... ¿Por qué me hace esto?”, pensaba y recordaba Rostov. Unas veces anotaba una suma elevada, pero Dólojov se negaba a jugar e indicaba por sí mismo la cuantía de la apuesta. Nikolái obedecía y rogaba a Dios lo mismo que en el campo de batalla del puente de Amstetten; o imaginaba que la primera carta que le cayera en suerte de las caídas y dobladas en el suelo debajo de la mesa sería su salvación; o contaba los galones de su guerrera e intentaba apuntar la misma cifra; o bien, pidiendo ayuda, miraba a los demás jugadores o al rostro ahora frío de Dólojov, tratando de comprender a su amigo.
"¡Él sabe bien lo que significa para mí esto! ¿Es que desea perderme? Era mi amigo. Lo quería... Pero tampoco él tiene la culpa. ¿Qué va a hacer si la suerte lo favorece? Tampoco yo tengo la culpa... No hice nada malo. ¿He matado a alguien? ¿He ofendido, he deseado mal a alguno?... ¿Por qué esta desgracia terrible? ¿Cuándo ha empezado? Hace tan poco aún me acercaba a esta mesa con la idea de ganar cien rublos para comprar a mamá aquel estuche por su cumpleaños y después volverme a casa. ¡Era tan feliz, tan libre, tan alegre! ¡No comprendía entonces lo feliz que era! ¿Cuándo acabó todo y cuándo comenzó esta situación nueva y terrible? ¿Cómo ha sido? Estaba en este mismo lugar, al lado de la mesa, pedía cartas, las colocaba sin dejar de mirar esas manos huesudas y hábiles. ¿Cuándo sucedió, y qué sucedió? Estoy lleno de salud, soy fuerte y sigo en el mismo sitio. ¡No, no es posible! Probablemente todo acabará en nada.”
Estaba colorado y sudoroso, aunque en la sala no hacía calor. Su rostro impresionaba y daba pena, sobre todo por su vano empeño en parecer tranquilo.
La suma escrita llegó al número fatal de cuarenta y tres mil. Rostov preparaba ya la carta que iba a jugar sobre los tres mil rublos que le ponían en juego cuando Dólojov, golpeando la mesa con la baraja, la dejó a un lado y comenzó rápidamente, con su escritura clara y enérgica, rompiendo la tiza, a sumar las pérdidas de Rostov.
–¡A cenar! ¡Es hora de cenar! ¡Ya están ahí los zíngaros!
En efecto, en aquel momento entraban hombres y mujeres de tez morena, que hablaban con acento zíngaro. Nikolái comprendió que todo estaba perdido.
–¿Qué, no sigues?– preguntó fingiendo indiferencia. Tenía preparada una buena carta...– como si el placer del juego fuera para él lo más interesante.
“Se acabó todo. Estoy perdido —pensó—. Ahora no me queda más que una bala en la cabeza.” Y al mismo tiempo decía alegremente:
–¿Una carta más?
–Bueno– respondió Dólojov, terminando su cuenta. —Va por veintiún rublos– añadió, señalando la cifra que igualaba los cuarenta y tres mil. Y tomando la baraja, se dispuso a tallar.
Rostov, que había apuntado seis mil, escribió “veintiuno” con mucho esmero.
–Da lo mismo– dijo. —Sólo me interesa saber si pierdo o gano con este diez.
Dólojov empezó a tallar con seriedad. ¡Oh, cómo odiaba Rostov esas manos rojizas, de dedos cortos y peludas muñecas que lo mantenían en su poder!... El diez fue para él.
–Me debe cuarenta y tres mil rublos, conde– dijo Dólojov; y, desperezándose, se levantó de la silla. —Se cansa uno de estar tanto tiempo sentado.
–También yo estoy cansado– dijo Rostov.
Dólojov, como para recordarle que las bromas no eran oportunas, lo interrumpió:
–¿Cuándo podrá pagarme, conde?
Rostov enrojeció y pidió a Dólojov que lo acompañara a otra sala.
–No puedo darte todo de una vez. ¿Aceptarás un pagaré?– le dijo.
–Escucha, Rostov– le replicó Dólojov sonriendo y sin dejar de mirarlo a los ojos, —conoces el proverbio: “Afortunado en amores, desgraciado en el juego”. Tu prima está enamorada de ti. Lo sé.
“¡Es terrible encontrarse en manos de este hombre!”, pensó Rostov. Comprendía perfectamente el dolor de sus padres al conocer semejante deuda, comprendía qué felicidad sería la suya al verse libre de todo ello; sabía también que Dólojov podía evitarle esa vergüenza y ese dolor, pero prefería seguir jugando con él como el gato con el ratón.
–Tu prima...– empezó a decir Dólojov.
Pero Nikolái lo interrumpió:
–Mi prima nada tiene que ver con esto; nada tienes que decir de ella– gritó furioso.
–Entonces, ¿cuándo podré cobrar?
–Mañana– respondió Rostov. Y salió de la sala.
XV
Decir “mañana” y mantenerse digno no era difícil; pero volver solo a casa, ver a las hermanas, a los padres, confesarlo todo y pedir dinero al que no se tiene derecho, después de la palabra empeñada, era terrible.
En casa nadie dormía aún. Los jóvenes, después del teatro y de la cena, se habían sentado en la sala en torno al clavicordio. En cuanto entró Nikolái se vio envuelto por la atmósfera de amor y poesía que imperaba aquel invierno en la casa, y que ahora, después de la petición de Dólojov y el baile de Joguel, parecía haberse concentrado aún más sobre Natasha y Sonia como el aire antes de una tormenta. Las dos, con los vestidos azules que llevaron en el baile, graciosas y felices, sonreían junto al clavicordio. Vera y Shinshin jugaban al ajedrez en la sala; la vieja condesa, que esperaba al hijo y al marido, hacía un solitario, acompañada por una anciana dama, noble y pobre, que vivía con ellos. Denísov, con los ojos brillantes y el cabello en desorden, estaba al clavicordio con una pierna echada hacia atrás: sus cortos dedos golpeaban rítmicamente el teclado y, con los ojos entornados, voz ronca, pero entonada, cantaba unos versos, compuestos por él mismo, titulados “La hechicera”, a los que trataba de poner música.
Dime, hechicera, ¿qué fuerza me arrastra
hacia los abandonados acordes?
¿Qué fuego has encendido en mi pecho?
¿Qué entusiasmo se apodera de mí?
Cantaba con pasión, fijando en la asustada y feliz Natasha sus ojos negros como el azabache.
–¡Magnífico! ¡Precioso!– gritaba Natasha. —¡Otra estrofa! ¡Otra!– decía, sin advertir la llegada de Nikolái.
“Siempre están igual”, pensó Nikolái, mirando a la sala donde estaban Vera y su madre con la anciana señora.
–¡Ah, ya está aquí Nikóleñka!– Natasha corrió hacia él.
–¿Está papá en casa?– preguntó él.
–¡Qué alegría que hayas venido! ¡Estamos todos tan contentos!...– dijo Natasha sin contestarle. —Vasili Dmítrievich se queda un día más por mí, ¿sabes?
Sonia intervino:
–No, papá no ha venido todavía.
–¿Has llegado ya, Nikóleñka? ¡Ven, ven aquí, querido!– dijo desde la sala la condesa.
Nikolái se acercó a su madre, besó su mano y, sentándose en silencio a su lado, miró sus manos, que iban colocando las cartas. En la sala contigua se oían risas y voces alegres que animaban a Natasha para cantar.
–¡Bueno, bueno!– decía Denísov. —Ahora no puede negarse, tiene que cantar la barcarola, se lo ruego.
La condesa se volvió a su hijo, que permanecía en silencio.
–¿Qué te pasa?– preguntó.
–¡Oh, nada!– replicó Nikolái, como cansado de una pregunta demasiado repetida. —¿Volverá pronto papá?
–Lo supongo.
"Lo mismo, siempre lo mismo. Nada saben. ¿Adonde podría ir?”, se preguntó Rostov; y volvió a la sala del clavicordio.
Sonia tocaba el preludio de la barcarola preferida por Denísov. Natasha se disponía a cantar. Denísov la contemplaba con los ojos llenos de admiración.
Nikolái comenzó a pasear por la estancia.
"Buenas ganas de obligarla a cantar —pensó—. ¿Y qué puede cantar? Nada tiene eso de divertido.”
Sonia atacó el primer acorde del preludio.
"¡Dios mío! Estoy perdido, deshonrado... ¡La única solución es una bala en la cabeza y no cantar! ¿Y si me fuera?... Pero, ¿dónde? Da lo mismo que canten.”
Sin dejar de caminar de un lado a otro, miraba distraídamente a Denísov y a las muchachas, evitando sus miradas.
"¿Qué le pasa, Nikóleñka?”, parecían preguntarle los ojos de Sonia, fijos en él. Al momento se había dado cuenta de que algo había sucedido.
Nikolái se volvió de espaldas.
También Natasha, intuitiva por naturaleza, había percibido de inmediato el estado de ánimo de su hermano. Lo había percibido, pero en aquel momento estaba tan contenta y feliz, tan alejada de toda tristeza, pena o reproche que se engañó conscientemente. "No, no debo turbar ahora mi felicidad preocupándome del dolor ajeno”, pensó. Y se dijo: "Quizá me equivoque. Tiene que estar tan contento como yo”.
–¡Empecemos, Sonia!– dijo en voz alta, y se colocó en medio de la sala, donde suponía que la oirían.