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Guerra y paz
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Текст книги "Guerra y paz"


Автор книги: Leon Tolstoi



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Al acercarse el generalísimo el vocerío cesó y todas las miradas se fijaron en Kutúzov, que avanzaba lentamente con su gorro blanco orlado de rojo y su capote guateado, cual una joroba sobre sus hombros encorvados. Uno de los generales se acercó a informarlo del lugar donde fueron capturados los cañones y los prisioneros.

Kutúzov parecía preocupado por algo y no oía las palabras del general. Entornaba con aire disgustado los ojos y miraba fija y atentamente a los prisioneros cuyo aspecto era más lamentable. La mayoría de los soldados franceses tenían el rostro desfigurado, las mejillas y la nariz congelados y los ojos de casi todos estaban enrojecidos, hinchados y purulentos.

Un grupo de prisioneros estaba a la orilla misma del camino; dos soldados (uno de los cuales tenía el rostro cubierto de llagas) desgarraban con las manos un pedazo de carne cruda. Había algo terrible y bestial en la mirada que echaron sobre los jinetes y en la iracunda expresión con que miró a Kutúzov el soldado de las llagas, apartando de inmediato los ojos para seguir con su quehacer.

Kutúzov miró largamente a aquellos dos soldados, frunció aún más el ceño, entornó los ojos y, pensativo, movió la cabeza. En otro grupo vio a un soldado ruso que, riendo, golpeaba la espalda de un francés y le decía algunas palabras amables. Kutúzov movió de nuevo la cabeza con la misma expresión.

–¿Qué dices?– preguntó al general, que seguía con su informe y reclamaba la atención del comandante en jefe para que se fijara en las banderas francesas tomadas aquel día y colocadas ante la primera fila del regimiento Preobrazhenski.

–¡Ah, las banderas!– dijo, como si le costara apartarse del objeto que ocupaba sus pensamientos.

Miró alrededor con aire distraído. Miles de ojos lo observaban desde todas partes, esperando oír sus palabras.

Ante el regimiento Preobrazhenski se detuvo; suspiró penosamente y cerró los ojos. Alguien del séquito hizo un gesto para que los soldados que sostenían las banderas se acercaran y rodearan al generalísimo con ellas. Kutúzov permaneció en silencio unos segundos; después, como sometiéndose de mala gana a los deberes que le imponía su cargo, levantó la cabeza y comenzó a hablar. Nutridos grupos de oficiales lo rodearon. Él los miró atentamente reconociendo a unos cuantos.

–Os doy las gracias a todos– dijo, volviéndose a los soldados y de nuevo a los oficiales.

En el silencio que se había hecho en derredor se oían con gran claridad sus palabras dichas lentamente.

–Os doy las gracias por vuestro leal y difícil servicio. La victoria es completa y Rusia no os olvidará. ¡Gloria eterna a todos vosotros!

Calló y dirigió una mirada alrededor. Un soldado había bajado sin querer el águila francesa ante las banderas del regimiento Preobrazhenski.

–¡Bájala! ¡Que baje bien la cabeza!– dijo al soldado. —Más, bájala más; así. ¡Hurra, muchachos!– gritó volviendo hacia los soldados la cabeza con rápido gesto.

–¡Hurra!– atronaron miles de voces.

Mientras los soldados gritaban, Kutúzov, encorvado sobre la silla, bajó la cabeza y su ojo se iluminó con una luz algo burlona, pero bondadosa.

–Y ahora, hermanos...– siguió cuando todos callaron.

Y en un instante, su voz y su expresión cambiaron. Había cesado de hablar el generalísimo y hablaba ahora un hombre sencillo y viejo que parecía deseoso de comunicar a sus compañeros algo que él conceptuaba lo más importante.

En el grupo de oficiales y en las filas de soldados hubo un movimiento, para escuchar mejor lo que iba a decirles.

–Y ahora, hermanos, quiero deciros esto: ya sé lo fatigosa que es para vosotros esta campaña, pero ¡qué podemos hacer! Tened paciencia: falta poco. En cuanto despidamos a nuestros huéspedes podremos descansar. Nuestro Zar no olvidará los servicios prestados. Sé que es duro para vosotros, pero, a pesar de todo, estáis en vuestra tierra; mirad, en cambio, a estos desgraciados, a qué extremo se ven reducidos– dijo señalando a los prisioneros. —Peor que los más desgraciados mendigos. Mientras ellos eran fuertes no les teníamos lástima; pero ahora sí que podemos apiadarnos de ellos: también son seres humanos. ¿No es así, muchachos?

Miraba en derredor, y en los ojos respetuosos y perplejos que permanecían clavados en él leía la aprobación de sus palabras; su rostro se iba iluminando cada vez más con aquella apacible sonrisa senil que le llenaba de arrugas las comisuras de la boca y de los ojos. Volvió a callar y bajó la cabeza, como perplejo.

–Pero, bien miradas las cosas, ¿quién los llamó a nuestra tierra? ¡Lo tienen merecido, que se vayan a la!...– gritó de pronto, irguiéndose.

Y sacudiendo la fusta, por primera vez en toda la campaña, se alejó al galope de los soldados, que descomponían sus filas entre risas jubilosas y atronadores “hurras”.

Es poco probable que lo dicho por Kutúzov fuera comprendido por las tropas; nadie habría sabido repetir aquel discurso, solemne al principio, sencillo y bonachón al final, propio de un abuelo. Pero entendieron su cordial significado, porque aquel mismo sentimiento de solemne triunfo unido a la piedad por los vencidos, su propia razón, resumida por el comandante en jefe en aquel insulto popular, ese mismo sentimiento anidaba en el alma de cada soldado ruso, manifestándose en largos y jubilosos gritos. Cuando un general le preguntó después si no ordenaba que viniera el coche a buscarlo, Kutúzov, al responder, sollozó de pronto, al parecer profundamente emocionado.

VII

El 8 de noviembre, último día de la batalla de Krásnoie, comenzaba a anochecer cuando las tropas llegaron a los campamentos donde debían pasar la noche. Todo el día fue frío y desapacible; la nieve había caído ligera y escasa al atardecer, el cielo empezó a clarear; a través de los copos de nieve que revoloteaban en el aire podía verse el cielo estrellado, de un color negro violáceo. El frío se hizo más intenso.

El primero en llegar al final de la etapa (una aldea junto al camino) fue un regimiento de fusileros, que había partido de Tarútino con tres mil hombres y ahora tenía apenas novecientos. Los aposentadores salieron al encuentro de las tropas y manifestaron que todas las isbas estaban ocupadas por franceses muertos y enfermos, soldados de caballería y servicios del Estado Mayor. Sólo quedaba libre una isba para el jefe del regimiento, que se disponía a ocuparla.

La tropa atravesó la aldea y se detuvo junto a las últimas casas, cerca de las cuales colocaron los fusiles en pabellón.

Como un enorme animal de innumerables miembros, el regimiento se dispuso a preparar su guarida y también su comida. Parte de los soldados se internaron, con la nieve hasta las rodillas, por un bosque de abedules a la derecha de la aldea donde no tardaron en retumbar los golpes de hacha, el ruido de las ramas al desgajarse y las voces alegres de los hombres. Otros se movían en torno a los carros y caballos, reunidos en apretado espacio, disponían las marmitas y el pan seco y daban pienso a las bestias; un tercer grupo se diseminó por la aldea a fin de preparar el alojamiento de la plana mayor; sacaban los cadáveres de los franceses de las casas y arrancaban tablas, la paja de las techumbres y las estacas de las cercas para las hogueras.

Al otro extremo de la aldea, alrededor de quince hombres trataban de derribar, entre alegres gritos, la alta cerca de un cobertizo cuya techumbre ya habían arrancado.

–Empujad todos a la vez– gritaban. —¡Todos a una!

Y en la oscuridad de la noche se oían los crujidos de la cerca cubierta de nieve. Aquella barahúnda fue en aumento hasta que la cerca empezó a ceder y se vino abajo una parte, arrastrando consigo a algún que otro soldado de los que empujaban. Se levantó un clamor de voces y risas.

–¡Eh! ¡La palanca! ¡Traed la palanca! ¡Por parejas! ¡Eh, tú! ¿Dónde te metes? ¡Todos a una, muchachos!... ¡Un momento!... Esperad la señal.

Callaron y una voz no muy fuerte, aterciopelada y melodiosa, entonó una canción. Al terminar la tercera estrofa, exactamente con la última nota, veinte voces gritaron a la vez: “¡Uuuuup... Aúpa! ¡Todos a una, muchachos!...”. Mas, a pesar de todo aquel esfuerzo, apenas conseguían arrastrarla un poco. En el silencio podía oírse la respiración jadeante de aquellos hombres.

–¡Eh, vosotros, los de la sexta! ¡Demonios, diablos! ¡Ayudadnos!... ¡También nosotros os haremos falta!

Unos veinte soldados de la sexta compañía, que se acercaban a la aldea, se unieron a los que tiraban de la cerca.

Y así, entre todos, jadeantes y encorvados, cargaron con aquella cerca de unos diez metros de longitud por dos de altura, que se doblaba, clavándose en sus espaldas.

–¡Venga!... ¡Empuja! ¿Por qué te detienes? Así, así...

No había tregua para las palabrotas e insultos.

–¿Qué hacéis?– resonó de pronto la voz imperiosa de un sargento, al encontrarse con los que arrastraban la cerca.

–¡Los oficiales están ahí al lado, el general mismo, y vosotros gritando y blasfemando! ¡Os voy a dar!

Y golpeó con fuerza la espalda del primer soldado que encontró a mano.

–¿Es que no podéis hacer las cosas sin ruido?– dijo.

Los soldados callaron. El que había sido golpeado, carraspeando, se limpió la cara en la que se había hecho un rasguño al chocar con la empalizada.

–¡Diablos, cómo pega! ¡Me hizo sangrar!– dijo con voz tímida cuando el sargento se alejó.

–¿No te ha gustado, eh?– preguntó una voz burlona.

Y bajando las voces, los soldados siguieron adelante.

Una vez fuera de la aldea volvieron a charlar en voz alta, como antes, adornando sus conversaciones con los mismos inútiles juramentos y blasfemias.

En la isba ante la que habían pasado los soldados estaban reunidos los oficiales superiores y, entre una y otra taza de té, comentaban animadamente la jornada transcurrida y las operaciones previstas para la siguiente. Se preveía una marcha oblicua hacia la izquierda para cortar la retirada al virrey y capturarlo.

Cuando los soldados llegaron con la empalizada ya ardían las hogueras de las cocinas. La leña crepitaba y la nieve se iba derritiendo alrededor de los fuegos; las negras sombras de los soldados pasaban de aquí para allá, por todo el terreno ocupado, abierto sobre la nieve pisoteada.

Hachas y machetes trabajaban por todas partes. Se hacían las cosas sin que nadie las ordenara; se traían provisiones de leña para toda la noche, se levantaban tiendas para los superiores, se ponían las ollas al fuego, se preparaban los fusiles y las municiones.

La cerca traída por los de la octava compañía fue colocada en semicírculo hacia la parte norte, apoyada en estacas; en medio, encendieron una hoguera. Sonó el toque de retreta, pasaron lista, cenaron y se dispusieron a pernoctar en torno a las hogueras; unos se dedicaron al arreglo de sus botas, otros encendieron las pipas y alguno, desnudo del todo, acercaba la ropa a la llama para evaporar del todo los piojos.

VIII

Parecía que en tan penosas e inimaginables condiciones de existencia como tenían los soldados rusos en aquel tiempo —sin botas de abrigo, sin pellizas, sin un techo bajo el que cobijarse en medio de la nieve, a dieciocho grados bajo cero, sin contar siquiera con la ración completa de víveres, puesto que la intendencia no siempre podía seguir de cerca al ejército—, debían estar tristes y abatidos.

Ocurría todo lo contrario: las tropas nunca habían mostrado, ni en las mejores condiciones materiales, un aspecto más alegre y animado. Y esto sucedía porque cada día eliminaba del ejército a todos los que comenzaban a flaquear o abatirse. Los débiles física o moralmente habían quedado atrás hacía tiempo; ahora permanecía en filas la flor y nata de las tropas, los más fuertes de cuerpo y espíritu.

En torno a la hoguera de la octava compañía, tras el resguardo de la empalizada, la concurrencia era mayor. Dos sargentos estaban en medio de los soldados y la hoguera ardía con más viveza que las otras. Por el derecho de sentarse junto a la empalizada, los de la octava pedían un tributo de leña.

–¡Eh!, Makéiev, ¿qué haces? ¿Te has perdido o te comieron los lobos? ¡Trae leña!– gritaba un soldado de cara colorada y pelo rojizo, con los ojos llorosos por el humo, pero sin apartarse del fuego. —¡Ea, Cuervo, trae leña!– añadió volviéndose a otro.

Aquel soldado pelirrojo no era ni suboficial ni cabo, pero sí un hombre robusto y fuerte, y eso lo autorizaba para dar órdenes a los más débiles. Un enjuto soldado pequeño, de larga nariz, al que llamaban Cuervo, se levantó dócilmente y se dispuso a cumplir lo que se le mandaba; pero en aquel momento, a la luz del fuego, apareció la esbelta figura de un soldado joven que traía una brazada de leña.

–¡Trae! ¡Eso está bien!

Las ramas fueron inmediatamente partidas y bien apretadas; algunos se pusieron a soplar y atizar el fuego con los faldones de sus capotes, consiguiendo que las llamas crepitaran alegremente, chisporrotearan. Los soldados se acercaron a la hoguera, encendieron sus pipas. El joven y guapo soldado que había traído la leña, puesto en jarras, comenzó a patear rápida y ágilmente con sus entumecidos pies, sin moverse del sitio.

–¡Ah, mamita! ¡Es bella y fría la escarcha para el fusilero!...– canturreaba, como si hipase a cada palabra de la canción.

–¡Eh, que se te van las suelas!– gritó el pelirrojo al advertir que una de las suelas del bailarín estaba suelta. —¡Qué humor para bailar!

El bailarín se detuvo; arrancó la suela que colgaba y la echó al fuego.

–Es verdad– y sentándose sacó de la mochila un trozo de paño francés y se dedicó a envolver el pie. —Se ha estropeado por el sudor– dijo. Y estiró las piernas hacia el fuego.

–Pronto darán botas nuevas. Dicen que si acabamos con ellos nos darán dos pares a cada uno.

–Pues ese hijo de perra de Petrov se ha quedado atrás– dijo el sargento.

–Ya me di cuenta– contestó otro.

–¿Qué quieres? Era un infeliz...

–Me han dicho que en la tercera compañía ayer faltaron nueve.

–¿Qué va a hacer uno, cuando se le quedan los pies helados?

–Bueno, basta de tonterías– dijo el sargento.

–¿Tienes ganas de hacer lo mismo?– preguntó un soldado veterano al que había dicho lo de los pies helados.

–¿Y tú, qué piensas?– dijo poco después con voz chillona y temblorosa, levantándose de la otra parte del fuego, el soldado de la nariz larga, al que llamaban Cuervo. —Quien tiene carnes adelgaza, pero el delgado muere. Miradme a mí, por ejemplo. Ya no puedo más– y se volvió resueltamente al sargento. —Ordena que me envíen al hospital; me duele todo el cuerpo; al final me quedaré en el camino...

–¡Ea, basta, basta!– dijo tranquilamente el sargento.

El soldado calló.

–Hoy hemos cogido a muchos franceses; pero ninguno tenía lo que se dice buenas botas, sólo la apariencia– dijo un soldado para cambiar de tema.

–Hoy, desalojando una isba para el coronel, sacamos a los muertos; pena daba verlos, muchachos– dijo el bailarín. —Los habían matado y saqueado, sólo uno quedó vivo, palabra; farfullaba algo en su lengua.

–Y es gente limpia– terció el primero. —Blancos, blancos como un abedul... y los hay valientes y personas de categoría.

–¿Y qué te imaginabas? Ha elegido de todo.

–No saben nada de nuestra lengua– añadió el bailarín sonriendo perplejo. —Le pregunté a uno de qué rey eran y él no hacía más que hablar a su manera... ¡Qué gente tan curiosa!

–Pues aún os diré algo más raro– siguió el que se había maravillado de la blancura de los franceses. —Según contaban los de Mozhaisk, cuando empezaron a retirar a los muertos del campo de batalla, y calcula que llevaban un mes sin enterrar, estaban blancos y limpios como el papel, y no olían a nada.

–¿Sería por el frío?– preguntó uno.

–¡Vaya con el tío listo! ¡Por el frío! Entonces hacía calor. Si hubiera sido por el frío, tampoco los nuestros olerían; pero, según dicen, si te acercabas a uno de los nuestros lo encontrabas podrido de gusanos. Según un mujik tenían que taparse la nariz y la boca con un pañuelo y, volviendo la cara, se los llevaban; no podían resistir el olor. Y ellos, en cambio, seguían blancos como el papel y no olían mal.

Todos callaron.

–Será por la comida– aseguró el sargento. —Jalarían lo que sus amos.

Nadie objetó nada.

–El mujik ese de Mozhaisk, donde hubo la batalla, contaba que juntaron gente de diez aldeas para recoger a los muertos; lo hicieron durante veinte días y no dieron abasto; muchos ahí se quedaron y era de ver la cantidad de lobos...

–Aquélla sí que fue una verdadera batalla– lo interrumpió un viejo soldado. —Digna de ser recordada. En cambio, desde entonces nada... no más que sufrimiento para la gente.

–Eso es; anteayer topamos con ellos, pero no hubo nada. Antes de acercarnos tiraron los fusiles y se nos entregaron de rodillas. " Pardon", decían. Cuentan que Plátov ha cogido dos veces a Polion en persona... Cogerlo, lo coge, sí, lo tiene en sus manos, pero se convierte en pájaro; vuela y desaparece. Tampoco hay orden de matarlo.

–Te miro, Kiseliov, y me admiro de cuánto vales para decir embustes.

–Nada de embustes. Es la pura verdad.

–Si por mí fuese lo cogería, lo enterraría vivo y le clavaría una estaca de pino. ¡La de gente que ha matado!

–¡Como sea, acabaremos con él! Dejará de pelear– bostezó el soldado viejo.

Cesó la conversación y los soldados se fueron preparando para pasar la noche.

–¡Mira cuántas estrellas! ¡Cómo brillan! ¡Fíjate: parecen mujeres que han tendido la ropa!– exclamó un soldado admirando la Vía Láctea.

–Eso, muchachos, es señal de cosecha abundante.

–Necesitaremos más leña.

–Se te calienta la espalda y la tripa se te hiela. ¡Qué cosas pasan!

–¡Ay, Dios mío!

–¿Por qué empujas? ¿Crees que el fuego es sólo para ti? ¡Se ha echado cuan largo es!

Las voces fueron cesando y en medio del silencio se oyó el ronquido de algunos que se habían dormido, otros se daban la vuelta; se calentaban y hablaban de vez en cuando. Desde otra hoguera, a un centenar de pasos, se oyeron risas unánimes y alegres:

–¡Cómo se divierten en la quinta!– dijo un soldado. —¡La de gente que se ha reunido!

Un soldado se incorporó y se dirigió hacia la quinta.

–¡Qué risa!– dijo, volviendo al poco rato. —Tienen a dos franceses; uno está completamente helado, pero el otro es de lo más divertido y canta bien.

–¡Ea, vamos a verlo!...

Y algunos soldados se fueron a la quinta compañía.

IX

La quinta compañía había acampado en el lindero del bosque. Una enorme hoguera llameaba en medio de la nieve iluminando las ramas de los árboles, dobladas bajo el peso de la escarcha.

A medianoche los soldados oyeron en el bosque ruidos de pasos y de ramas quebradas.

–¡Muchachos, un oso!– dijo un soldado.

Todos alzaron la cabeza, prestando oído. A la luz de la hoguera vieron salir del bosque dos figuras humanas, extrañamente vestidas y apoyadas la una en la otra.

Eran dos franceses que se habían escondido en el bosque. Diciendo con ronca voz algo incomprensible para los soldados rusos, se acercaron al fuego. Uno de ellos, el más alto, con gorra de oficial, parecía completamente extenuado. Al llegar junto a la hoguera quiso sentarse, pero cayó en tierra. El otro, un soldado bajo y achaparrado, con la cara tapada con un pañuelo, no mostraba tanto cansancio; levantó a su compañero y, señalándose la boca, dijo algo. Los soldados rodearon a los franceses, tendieron en el suelo un capote para acomodar al enfermo y trajeron para los dos, gachas y vodka.

El exhausto oficial francés era Ramballe; el soldado de la cara abrigada con el pañuelo era Morel, su asistente.

Cuando Morel hubo bebido vodka y comido una cazuela de gachas, pareció presa de una morbosa alegría y comenzó a hablar a los soldados, que no lo entendían. Ramballe había rechazado la comida y, en silencio, yacía junto al fuego, apoyado en un codo, mirando a los rusos con ojos enrojecidos y extraviados. De vez en cuando dejaba escapar un prolongado gemido y volvía a su silencio. Morel, señalando sus hombros, quería dar a entender que su compañero era un oficial y que necesitaba ser atendido. Un oficial ruso que se había acercado al grupo mandó preguntar al coronel si quería recibir a un oficial francés para hacerlo entrar en calor; y cuando el emisario regresó con la aquiescencia del coronel, pidieron a Ramballe que se levantase.

Éste se levantó e hizo lo posible por dar unos pasos, pero se tambaleó y habría caído si un soldado que estaba cerca no lo hubiera sostenido a tiempo.

–¿Qué? ¿No querrás volver...?– dijo un soldado, guiñando burlón el ojo.

–¡Calla, memo! ¿A qué viene eso? Bien se ve que eres un mujik, un mujik de pies a cabeza– se oyeron voces diversas reprochando la burla del soldado.

Rodearon a Ramballe y dos soldados lo levantaron enlazando las manos. Ramballe se abrazó a ellos y, mientras lo llevaban, gimoteó:

–Oh! mes braves, mes bons, mes bons amis! Voilà des hommes! Oh! mes braves, mes bons amis! 622– y como un niño reclinó la cabeza sobre el hombro de uno de ellos.

Mientras tanto Morel permanecía sentado en el mejor sitio entre los rusos que lo rodeaban.

Era un francés menudo y achaparrado, con los ojos inflamados y llorosos; el pañuelo que llevaba a la manera de las campesinas lo anudaba por encima del gorro; también vestía una pelliza de mujer. Animado evidentemente por el vodka, abrazado al ruso que tenía al lado, cantaba con voz ronca y quebrada una canción francesa. Los soldados lo miraban y reían a más no poder.

–¡Bravo! ¿A ver, cómo es? ¡Enséñame! La aprenderé en seguida... ¿Cómo es?– decía el soldado al que Morel abrazaba.

–Vive Henri Quatre. Vive ce roi vaillant– cantó Morel, guiñando un ojo. —Ce diable à quatre... 623

–Vivarika! Vif sieruvaru! Sidiablakla...– repitió el ruso, agitando una mano y acertando efectivamente con la melodía de la canción.

–¡Bravo! ¡Ja, ja, ja!– se oyó desde varias partes, entre toscas y sonoras carcajadas.

También rió Morel, frunciendo el rostro.

–¡Sigue! ¡Sigue!

Qui eut le triple talent

de boire, de battre

et d’être un vert galant... 624

—¡También eso está entonado! ¡A ver, a ver, Zalietáev!

–Kiu...– pronunció con esfuerzo Zalietáev. —Kiuiuiu...– canturreó, redondeando convenientemente los labios —letriptalá de bu de ba detravagalá...– cantó.

–¡Bien! ¡Bien! ¡Estupendo! ¡Lo haces igual que un francés! ¡Ja, ja, ja! Bueno, ¿quieres comer más?

–Dadle rancho, no se saciará pronto después de haber pasado tanta hambre.

Le dieron más rancho y Morel, riendo, comenzó su tercer plato. Todos los soldados jóvenes que lo rodeaban sonreían alegres. Los viejos, que consideraban poco digno ocuparse de semejantes tonterías, se habían agrupado de la otra parte de la hoguera, se incorporaban de vez en cuando y miraban a Morel con una sonrisa.

–También ellos son hombres– dijo uno, envolviéndose en el capote. —Hasta el ajenjo tiene sus raíces...

–¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Cuántas estrellas! Anuncia helada...

Y todo quedó en silencio. Las estrellas, como si supieran que ya nadie las miraría, rutilaban en el cielo negro. Ya encendiéndose, ya palideciendo y temblando, se comunicaban secretamente algo alegre pero misterioso.

X

Las tropas francesas se descomponían en una progresión matemáticamente exacta. El célebre paso del Berezina, sobre el que tanto se ha escrito, no fue más que uno de los compases de espera de aquel proceso de exterminio del ejército francés, y en manera alguna un episodio decisivo de la campaña. Si los historiadores franceses han escrito y escriben tanto sobre el Berezina se debe a que esta vez, en el puente hundido de aquel río, los sufrimientos franceses, antes escalonados, se amontonaron de pronto en un espectáculo trágico que ha quedado en la memoria de todos. Por otra parte, si los rusos han hablado y escrito tanto acerca del Berezina es porque, lejos de la zona de guerra, en San Petersburgo, se había redactado un plan (de Pfull) para hacer caer a Napoleón en una trampa estratégica en el río. Todos parecían convencidos de que las operaciones se desarrollarían sobre el terreno de acuerdo con lo dispuesto en aquel plan y por ello insistían en que el paso del Berezina había sido fatal para los franceses. En realidad los resultados del paso del río, teniendo en cuenta la pérdida en cañones y prisioneros, fueron menos desastrosos para los franceses que la batalla de Krásnoie, según demuestran las cifras.

El paso del Berezina es importante únicamente porque demostró de manera evidente e indudable la inconsistencia de todos los planes ideados para cerrar el paso a Napoleón en su retirada y la exactitud del único plan de acción posible, exigido por Kutúzov, que se limitaba a perseguir al enemigo. La desorganizada turba de los franceses huía con rapidez siempre creciente y estaba dirigida con toda energía a la consecución de su objetivo. Escapaba como una fiera herida y no podía detenerse en su camino. Esto se hizo evidente no sólo por la manera como fue preparado el paso del río, sino por el movimiento de la masa sobre los puentes. Cuando éstos fueron rotos, los soldados desarmados, los habitantes de Moscú, las mujeres y niños que seguían en carros a las tropas, todos —por efecto de la ley de inercia—, en vez de rendirse, continuaron huyendo hacia delante, en barcas y en el agua helada.

Obrar así era racional. La situación de los fugitivos como la de sus perseguidores seguía siendo igual de mala. Permaneciendo junto a sus compañeros, cada uno esperaba en su desventura el socorro del camarada, volver a la posición que antes ocupaba entre los suyos. Con la rendición a los rusos seguían encontrándose en la misma miseria, pero pasaban a un puesto inferior en cuanto a la distribución de víveres. Los franceses no necesitaban informaciones seguras para saber que la mitad de los prisioneros perecían de frío y hambre, pues los rusos no sabían qué hacer con ellos pese a todo su deseo de salvarlos; se daban cuenta de que eso no tenía remedio. Ni los jefes rusos más inclinados a la piedad y simpatizantes de los franceses, ni los franceses al servicio de Rusia, nada podían hacer por los prisioneros. Los franceses perecían víctimas de la misma situación calamitosa en que se hallaba el ejército ruso; no era posible quitar ropa y comida a soldados hambrientos y muertos de frío, que eran necesarios, para dárselas a los franceses, incapaces ya de causar daño, ni culpables ni odiados, sino sencillamente inútiles. Algunos llegaban a hacerlo, pero eran excepciones.

Detrás los aguardaba una muerte segura; delante aún había esperanza. Habían quemado las naves y no quedaba más salvación que la huida en masa; y a ella se lanzaron las tropas francesas.

Cuanto más lejos huían los franceses, cuanto más exiguos eran los restos de su ejército —sobre todo después del paso del Berezina, en el cual San Petersburgo había cifrado tantas esperanzas—, tanto más se agitaban las pasiones de los generales rusos, que se acusaban mutuamente y sobre todo a Kutúzov. Previendo que el fracaso del plan de San Petersburgo en Berezina sería imputado al general en jefe, se manifestaban cada vez con más fuerza el descontento, las burlas y el desprecio. Esto, por supuesto, se expresaba en forma respetuosa, de tal manera que el mismo Kutúzov no tenía ocasión de preguntar por qué y de qué lo acusaban. Nadie hablaba con él seriamente; todos, al informarlo de algo o pedirle permiso, lo hacían con el gesto de quien cumple una triste ceremonia; y después, a sus espaldas, se guiñaban el ojo y a cada paso trataban de engañarlo.

Todos esos hombres, precisamente porque eran incapaces de comprenderlo, estaban de acuerdo en que era inútil hablar con él; aseguraban que él nunca entendería la profundidad de sus proyectos y se limitaría a contestar con sus frases habituales (a ellos les parecía que no eran más que frases) sobre el puente de plata, que no se podía llegar a la frontera con una muchedumbre de harapientos, etcétera. Todo eso se lo habían oído ya; y lo demás que decía, por ejemplo que era necesario esperar las vituallas, que los soldados estaban sin botas, era tan simple en comparación con lo complicado e inteligente de cuanto ellos proponían que la duda era imposible: Kutúzov era un viejo imbécil, mientras que ellos eran unos adalides geniales sin mando.

Sobre todo cuando el ejército del insigne almirante y héroe de San Petersburgo, Wittgenstein, se unió al del generalísimo, aquellos chismes y aquel estado de ánimo, dominante en el Estado Mayor, llegaron a su más alto grado. Kutúzov se daba cuenta de ello y, con un suspiro, se limitaba a encogerse de hombros. Sólo una vez, después del Berezina, montó en cólera y escribió a Bennigsen —que enviaba informes por su cuenta al Emperador– la siguiente carta:

Teniendo en cuenta sus dolorosos accesos, se le ruega, Excelencia, que al recibo de la presente se dirija a Kaluga, donde ha de esperar las órdenes y la designación de Su Majestad Imperial.

Pero una vez alejado Bennigsen, llegó el gran duque Constantino Pávlovich, que había asistido al comienzo de la campaña y fue apartado del ejército por Kutúzov. Ahora, el gran duque, de vuelta en el ejército, informó al general en jefe de que el Zar estaba descontento por los escasos éxitos de las tropas y la lentitud de las operaciones. El Zar había manifestado su deseo de unirse al ejército y estaba a punto de llegar.

El viejo general, tan ducho en los asuntos de la Corte como en el arte militar —aquel Kutúzov que en el mes de agosto de ese mismo año había sido elevado a la dignidad de generalísimo contra la voluntad del soberano y había apartado al gran duque heredero del trono utilizando su poder, quien en oposición al Emperador había ordenado el abandono de Moscú—, comprendió que su hora había llegado, que concluía su papel y que del presunto poder no le quedaba nada. Y lo comprendía no sólo por el trato que recibía en la Corte: veía, por una parte, que la guerra, aquella guerra en la cual había representado su papel, había concluido y su misión estaba cumplida. Por otra parte, en aquellos mismos días comenzó a sentir el cansancio de su viejo cuerpo y la necesidad de un descanso físico.

El 29 de noviembre Kutúzov entró en Vilna, en su buena ciudad de Vilna, como él decía. Dos veces a lo largo de su carrera había sido gobernador de Vilna. En la rica ciudad, que no había sufrido daño alguno durante la guerra, además de las comodidades de la vida, que durante tanto tiempo le habían faltado, encontró viejos amigos y recuerdos. Y dejando de lado todas las preocupaciones estatales y militares se entregó a una vida apacible, regulada por los viejos hábitos, en la medida en que le daban tregua las pasiones encendidas a su alrededor, como si cuanto estaba sucediendo y debía suceder en la historia no lo afectara en absoluto.


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