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Guerra y paz
  • Текст добавлен: 5 октября 2016, 23:58

Текст книги "Guerra y paz"


Автор книги: Leon Tolstoi



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Rostov se limpió las manos en el pantalón, miró a su enemigo y quiso avanzar más que él, pensando que, cuanto más avanzara, mejor resultaría todo. Pero aunque Bogdánich no lo miraba, ni sabía quién era, gritó con cólera.

–¿Quién correr en medio del puente? ¡A la derecha, cadete, a la derecha! ¡Atrás!– y se volvió a Denísov, que, en un alarde de valor, había entrado en el puente a caballo.

–¿A qué venir esa imprudencia, capitán? ¡Mejor haría en desmontar!

–¡Bah! ¡Siempre hallará un culpable!– respondió Vaska Denísov, volviéndose sobre la silla.

Entretanto, Nesvitski, Zherkov y el oficial de escolta se hallaban juntos, fuera del alcance de los proyectiles, y miraban tan pronto a ese reducido grupo de hombres con quepis amarillos, dormanes verdes bordados y pantalones de montar azules que trajinaban junto al puente como hacia los capotes azules que se iban aproximando desde lejos, y a otros que llevaban caballos y cañones fácilmente reconocibles.

“¿Lograrán quemar el puente? ¿Quién llegará primero? ¿Conseguirán incendiarlo antes de que los franceses se acerquen a tiro de cañón y los barran a todos?” Tales preguntas se hacían los escasos grupos de soldados que, a la clarísima luz del crepúsculo, contemplaban sobrecogidos el puente hacia el cual, desde la otra parte, avanzaban los capotes azules con sus bayonetas y sus cañones.

–¡Ah, mal lo pasarán los húsares!– dijo Nesvitski, —están a tiro de metralla.

–No debió mandar tanta gente– comentó el oficial de escolta.

–En efecto– comento Nesvitski, —bastaba con dos valientes...

–¡Ah, Excelencia!– terció Zherkov, sin desviar los ojos de los húsares, pero siempre con aquel gesto ingenuo que impedía comprender si hablaba en broma o en serio. —¡Ah, Excelencia! ¿Qué dice? ¿Enviar dos soldados? ¿Quién nos daría entonces la cruz de San Vladimiro? Así, aunque los diezmen, se podrá proponer a todo el escuadrón para una recompensa, y aun a nosotros nos puede llegar alguna banda. Nuestro Bogdánich sabe bien lo que hace.

–¡Van a disparar con metralla!– exclamó el oficial de escolta. Y señaló a los cañones franceses que estaban siendo emplazados en posición de tiro.

En el campo enemigo, donde se encontraban los cañones, apareció un penacho de humo, luego otro y un tercero casi simultáneos; y en el momento en que se oía el estampido del primer disparo apareció el cuarto. Dos estampidos, uno tras otro, y un tercero.

–¡Oh! ¡Oh!– exclamó Nesvitski, como si sintiera un dolor agudo, apretando el brazo del oficial de escolta. —¡Mire, ha caído uno, ha caído, ha caído!

–Me parece que son dos.

–¡Si yo fuese rey no haría nunca la guerra!– dijo Nesvitski volviéndose de espaldas.

Los cañones franceses fueron cargados apresuradamente de nuevo; la infantería de los capotes azules corrió hacia el puente. Otra vez, pero con intervalos distintos de tiempo, se vieron los humos, y la metralla tableteó sobre el puente. Esta vez Nesvitski no pudo ver lo que ocurría allá abajo: una densa humareda lo había envuelto todo. Los húsares habían conseguido incendiar el puente y las baterías francesas no disparaban ya para impedirlo, lo hacían porque los cañones estaban emplazados y había un blanco sobre el cual disparar.

Los franceses consiguieron disparar tres salvas de metralla antes de que los húsares volvieran a sus caballos. Dos de ellas no dieron en el blanco, pero la tercera y última cayó en medio de los húsares y causó tres bajas.

Rostov, preocupado por lo que pudiera pensar Bogdánich, se detuvo en el puente sin saber qué hacer. No había nadie a quien herir con el sable (como se había imaginado siempre al pensar en el combate) ni podía ayudar al incendio del puente, porque no llevaba una brazada de paja como los demás soldados. Estaba en pie y miraba en torno cuando de pronto llegó a él un ruido como de nueces al raer al suelo y uno de los húsares, el más próximo, cayó sobre el pretil gimiendo. Rostov y algún otro corrieron hacia él. De nuevo alguien gritó: “¡La camilla!", y cuatro hombres cogieron al húsar caído y se lo llevaron.

–¡Oh, oh!... ¡Dejadme! ¡En nombre de Cristo, dejadme! gimió el herido. Pero sin hacerle caso lo habían colocado en la camilla.

Nikolái Rostov se volvió como buscando algo y miró a lo lejos, a las aguas del Danubio, al cielo y al sol. ¡Qué hermoso era el cielo tan azul, tan sereno, tan profundo! ¡Qué brillante y majestuoso el sol en el ocaso! ¡Y qué tersa y cristalina brillaba el agua en el lejano Danubio! Más bellas aún eran las montañas azulencas, tras el río, el monasterio y los misteriosos desfiladeros, los bosques de pinos envueltos en niebla hasta la copa... Todo era allí paz y felicidad... “Nada desearía, nada desearía si estuviese allí —pensó Rostov—. Dentro de mí y en ese sol hay tanta felicidad y aquí... gemidos, sufrimientos, miedo, incertidumbre, prisas... De nuevo gritan algo, otra vez se vuelven todos corriendo... y yo corro como ellos y ella... la muerte está cerca, me rodea... Un instante más y ya no veré este sol, esas aguas, esos desfiladeros...”

En aquel momento el sol empezó a esconderse tras las nubes, aparecieron delante de él otras camillas. Y el miedo a la muerte y a las camillas y el amor al sol y a la vida, todo se confundió en una sola y turbadora impresión de inquietud.

“Oh, Dios mío, Señor, Aquel que está en ese cielo, sálvame, perdóname y protégeme”, murmuró Rostov.

Los húsares corrieron hacia los caballos; las voces se hicieron más fuertes y tranquilas; las camillas desaparecieron de su vista.

–¿Qué tal, hermano? ¿Has olido la pólvora?– le gritó Denísov muy cerca de él.

“Todo ha concluido y yo soy un cobarde; sí, soy un cobarde”, pensó Rostov. Y suspirando profundamente recibió de las manos de su asistente el caballo y montó.

–¿Qué era eso? ¿Metralla?– preguntó a Denísov.

–¡De la buena!– gritó Denísov. —¡Se ha trabajado bien! Y eso que el asunto no era agradable. El ataque en campo abierto es una gran cosa: descarga el sable cuanto quieras; pero aquí, ¡diablos!, disparan sobre ti como en el tiro al blanco.

Y Denísov se alejó hacia el grupo que formaban el coronel, Nesvitski, Zherkov y el oficial de escolta.

“Parece que nadie se dio cuenta...”, pensó Rostov.

Y así era, nadie se había dado cuenta, porque todos conocían lo que experimentaba un cadete bisoño cuando entraba en luego por primera vez.

–Habrá un buen parte– comentó Zherkov; —pudiera ser que me ganara un ascenso.

–Informe al príncipeque fui yo quien quemar puente– dijo el coronel en tono solemne y festivo.

–¿Y si pregunta por las bajas?

–¡Poca cosa!– replicó con voz de bajo el coronel; —dos heridos y uno muerto en el acto– añadió con visible alegría, sin poder reprimir una sonrisa feliz al pronunciar la hermosa frase en el acto.

IX

Perseguido por un ejército francés de cien mil hombres al mando de Bonaparte, moviéndose en un país hostil, falto de confianza en sus aliados tanto como de provisiones, constreñido a obrar fuera de todo lo previsto para la guerra, el ejército de treinta mil rusos, mandado por Kutúzov, retrocedía rápidamente por las márgenes del Danubio, deteniéndose cuando lo alcanzaba el enemigo y defendiéndose con combates de retaguardia sólo lo necesario para evitar la pérdida del bagaje. Se habían producido encuentros en Lambach, Amstetten y Mölk; y a pesar del valor y la firmeza demostrados por los rusos y reconocidos hasta por el enemigo, el resultado se traducía en una retirada cada vez más rápida. Las tropas austríacas que habían escapado a la capitulación de Ulm y se unieran a Kutúzov en Braunau se habían separado del ejército ruso, y Kutúzov disponía tan sólo de sus propias fuerzas, débiles y exhaustas. Era imposible pensar en la defensa de Viena. En vez de una guerra ofensiva, concebida según las leyes de la nueva ciencia —la estrategia– y cuyo plan había sido presentado a Kutúzov durante su estancia en Viena por el Consejo Superior de Guerra austríaco, el único objetivo, ya casi inasequible, que ahora se le ofrecía a Kutúzov consistía en no perder su ejército, como Mack en Ulm, y reunirse con las tropas que venían de Rusia.

El 28 de octubre Kutúzov pasaba con su ejército a la margen izquierda del Danubio y se detenía por primera vez, separado de las principales fuerzas francesas por el ancho río. El día 30 atacó y deshizo la división de Morder que estaba en la misma orilla. En esa acción se capturaron los primeros trofeos: banderas, cañones y dos generales enemigos. Por vez primera, tras dos semanas de retirada, el ejército ruso se detenía en un lugar y no sólo conservaba el campo de batalla sino que expulsaba de él a los franceses. Aunque las tropas estuvieran mal pertrechadas, quebrantadas y reducidas a un tercio por los rezagados, heridos, enfermos y muertos; aun cuando los enfermos y heridos hubiesen sido abandonados en la otra orilla del Danubio, con una carta de Kutúzov en la que el jefe ruso apelaba a los sentimientos humanitarios del enemigo, y por más que los grandes hospitales y las casas de Krems, transformadas en lazaretos, no pudiesen acoger a tantos heridos y enfermos, a pesar de todo ello la parada en Krems y la victoria sobre Mortier tuvieron la virtud de levantar notablemente la moral de las tropas. Por todo el ejército y aun en el Cuartel General corrían rumores tan alegres como infundados sobre la supuesta llegada de nuevos refuerzos rusos, sobre una victoria de los austríacos, con la consiguiente retirada de un asustado Bonaparte.

Durante el combate el príncipe Andréi estuvo junto al general austríaco Schmidt, muerto en la acción. El caballo del príncipe había sido herido y una bala le arañó el brazo. Por especial merced del general en jefe, fue encargado de llevar la noticia de la victoria a la Corte austríaca, que ya no se hallaba en Viena, amenazada por los franceses, sino en Brünn. El príncipe Andréi había llegado la noche del combate, emocionado, pero no cansado (pues a pesar de su aparente delicada constitución resistía la fatiga física mucho mejor que los más fuertes), con el parte de Dojtúrov para Kutúzov, que se encontraba en Krems, y aquella misma noche se lo envió como correo extraordinario a Brünn. Semejante misión, además de las condecoraciones, suponía un gran paso para el ascenso.

La noche era oscura y estrellada. El camino parecía una cinta negra en medio de la nieve caída el día anterior a la batalla. El príncipe Andréi, montado en un coche de postas, pensaba en el combate, en la impresión que produciría la noticia de la victoria, recordaba la despedida del general en jefe y de sus compañeros. Experimentaba los sentimientos del hombre que después de una prolongada espera llega a alcanzar por fin la tan anhelada felicidad. Y apenas cerraba los ojos, volvían a tronar en sus oídos las descargas de la fusilería y de los cañones, confundidas con el chirrido de las ruedas y los gritos de victoria. O bien se imaginaba a los rusos en plena huida y a sí mismo en trance de muerte. Pero no tardaba en despertar sintiéndose dichoso, como si de nuevo se diera cuenta de que las cosas no fueron así, que, por el contrario, eran los franceses los que habían huido. Repasaba otra vez los detalles de la victoria, su sereno valor durante el combate; y, tranquilizado, volvía a dormirse...

A la noche oscura y estrellada sucedió una mañana clara y alegre; la nieve se fundía al calor del sol; los caballos galopaban veloces y a derecha e izquierda seguían pasando nuevos bosques, aldeas y campos.

En una de las estaciones alcanzó a un convoy de heridos rusos. El oficial ruso que lo dirigía, echado sobre el primer carro, gritaba e injuriaba del modo más grosero a un soldado. Cada una de las grandes carretas alemanas, que traqueteaban por el camino pedregoso, llevaba, al menos, seis heridos, pálidos, sucios y mal vendados. Algunos hablaban (se oían conversaciones en ruso), otros comían pan; los más graves miraban en silencio, con atención paciente y enfermiza, el correo que pasaba al galope junto a ellos.

El príncipe Andréi dio orden de parar y preguntó a uno de los soldados en qué acción habían sido heridos.

"Anteayer, sobre el Danubio”, respondió el soldado. El príncipe Andréi sacó su bolso y dio al soldado tres monedas de oro.

–Para todos dijo al oficial que se aproximaba hacia él.

–¡Curaos, muchachos, que hay todavía mucho que hacer!– gritó a los soldados.

–Señor ayudante de campo, ¿qué noticias hay?– preguntó el oficial, deseoso de entablar conversación.

–¡Buenas! ¡Adelante!– gritó al postillón, y siguió su camino.

Ya había anochecido cuando el príncipe Andréi entró en Brünn; se vio rodeado de altas casas, de luces de comercios, de ventanas de las casas y los faroles de carruajes elegantes que recorrían las calles, y de toda esa atmósfera de gran ciudad que resulta siempre tan atractiva para el militar después de la vida de campaña. A pesar del rápido viaje y de la noche casi sin dormir, el príncipe Andréi se sentía aún más animado que el día anterior, conforme se acercaba al palacio; sus ojos brillaban febriles y sus pensamientos se sucedían unos a otros con extraordinaria rapidez y claridad. Recordaba vívidamente los detalles de la batalla, no confusos, sino precisos y concretos, en la exposición que in mentehacía ya ante el emperador Francisco. Preveía las preguntas que pudiera dirigirle y las respuestas apropiadas. Suponía que lo llevarían inmediatamente ante el Emperador. Pero junto a la gran puerta principal del palacio se acercó a él un funcionario, quien al saber que se trataba de un correo lo condujo a otra puerta.

–Siga el pasillo, a la derecha, Excelencia, encontrará al ayudante de campo de guardia del Emperador– le dijo el funcionario. —Él lo llevará ante el ministro de la Guerra.

El ayudante de campo de servicio rogó al príncipe Andréi que esperara y se dirigió a informar al ministro de la Guerra. Volvió a los cinco minutos e, inclinándose con gran cortesía ante el príncipe Andréi, le cedió el paso y lo siguió a lo largo del corredor hasta el despacho del ministro. Con tan extrema cortesía, el ayudante parecía prevenirse contra cualquier intento de familiaridad de su colega ruso. La jubilosa sensación del príncipe Andréi había disminuido considerablemente al acercarse a la puerta del despacho del ministro. Se sentía ofendido y su estado de ánimo, sin darse entera cuenta de ello, cambió en un sentimiento de injustificado desprecio. Su ingenio agudo le ofreció al instante consideraciones que parecían autorizarlo a despreciar al ayudante de campo y al mismo ministro. “Debe parecerles muy sencillo alcanzar una victoria sin haber olido la pólvora”, pensó. Entornó los ojos con desprecio y entró con deliberada lentitud en el despacho. Esos sentimientos aumentaron al verse en presencia del ministro, sentado ante una gran mesa, que en los primeros dos minutos no se dignó prestarle atención. El ministro de la Guerra, de cabeza calva con sienes grises, leía entre dos velas unos papeles, subrayando, de vez en cuando, con lápiz. Dio por terminada la lectura sin levantar la cabeza, al abrirse una puerta y acercarse un rumor de pasos.

–Tome esto y hágalo llevar a su destino– dijo el ministro a su ayudante, sin hacer todavía caso del correo.

El príncipe Andréi advirtió que, de todas las cosas que ocupaban al ministro de la Guerra, los actos del ejército de Kutúzov eran los que menos podían interesarle; o que, al menos, era necesario dárselo a entender así al correo ruso. “Pero eso a mí me tiene sin cuidado”, se dijo. El ministro puso en orden los otros papeles, y únicamente después de esto levantó la cabeza. Su rostro era enérgico e inteligente, pero cuando se volvió al príncipe Andréi esa expresión de energía e inteligencia cambió voluntariamente, como por la fuerza de la costumbre; su rostro adoptó esa sonrisa convencional y estúpida, incapaz de ocultar su falsedad, del hombre que recibe, uno tras otro, a un sinfín de solicitantes.

–¿Del mariscal Kutúzov?– preguntó. —Supongo que buenas noticias, ¿verdad? ¿Ha habido algún encuentro con Mortier? ¿Victoria? ¡Ya era hora!

Tomó el despacho dirigido a su nombre y se puso a leerlo con expresión de pesadumbre.

–¡Válgame Dios! ¡Dios mío! ¡Schmidt!—dijo en alemán. —¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia!

Leído rápidamente el despacho, lo dejó sobre la mesa y miró al príncipe Andréi ordenando al parecer sus ideas.

–¡Qué desgracia!... ¿Dice que la acción es decisiva? Pero Mortier no ha sido hecho prisionero.

Se detuvo a pensar.

–Estoy muy contento de que haya traído buenas noticias, aun cuando la victoria se hubiera conseguido al precio elevadísimo de la muerte de Schmidt. Su Majestad deseará seguramente verlo, pero no hoy... Gracias, vaya a descansar. Esté presente mañana al paso de Su Majestad, después del desfile. De todas maneras, le avisaré.

La sonrisa estúpida, que había desaparecido durante sus palabras, volvió al rostro del ministro.

–Hasta la vista. Le estoy muy agradecido. Seguramente el Emperador deseará verlo– repitió, inclinando la cabeza.

A la salida del palacio el príncipe Andréi sintió desvanecerse todo el interés y la alegría nacidos con la victoria; los había dejado en las manos indiferentes del ministro de la Guerra y de su cortés ayudante. Todas sus ideas habían cambiado de pronto y la batalla no era más que un recuerdo lejano y remoto.

X

En Brünn, el príncipe Andréi se hospedó en casa de un conocido, el diplomático ruso Bilibin.

–¡Mi querido príncipe! No podría tener huésped más grato– dijo Bilibin saliendo al encuentro del príncipe Andréi. —Franz, lleva el equipaje del príncipe a mi habitación– ordenó al criado que acompañaba a Bolkonski. —¿Viene de mensajero de la victoria, eh? Magnífico. Pues yo, como ve, estoy enfermo.

Una vez que se hubo lavado y cambiado de traje, el príncipe Andréi entró en el lujoso despacho del diplomático y se sentó ante la cena, que ya estaba servida. Bilibin ocupó tranquilamente un puesto ante la chimenea.

El príncipe Andréi, privado después del viaje y, sobre todo, después de la campaña del mínimo elemento de comodidad e higiene, experimentó una grata sensación de bienestar en aquel lujo, al que estaba acostumbrado desde su infancia; además, le era grato, tras la acogida de los austríacos, charlar un rato, aun cuando no fuera en ruso (pues hablaban en francés), con un compatriota que —al menos así se lo imaginaba– debía de participar de la aversión general de los rusos hacia los austríacos, sentimiento que en el príncipe ahora era más vivo que nunca.

Bilibin era un soltero de treinta y cinco años, educado en la misma sociedad a la que pertenecía el príncipe Andréi. Se conocían de San Petersburgo, pero sus relaciones venían siendo más íntimas desde la última estancia del príncipe en Viena, cuando había ido allí con Kutúzov. De la misma manera que el príncipe era un joven que prometía ir muy lejos en la carrera de las armas, Bilibin parecía ofrecer aún más esperanzas en la diplomacia. Era joven todavía pero no inexperto, porque a los dieciséis anos había ingresado ya en la carrera, habiendo estado en París, después en Copenhague y últimamente en Viena, donde ocupaba ya un puesto bastante importante. El canciller y el embajador ruso en Viena lo conocían y apreciaban. No pertenecía a ese gran número de diplomáticos que sólo deben poseer, para ser tenidos por muy buenos, cualidades negativas: abstenerse de ciertos actos y hablar en francés. Era de esos otros a quienes agrada la profesión y que saben trabajar; a pesar de su pereza, se pasaba a veces noches enteras ante la mesa de despacho; y cualquiera que fuese el trabajo, siempre lo hacía de modo satisfactorio. No le importaba el “para qué”, sino solamente el "como”. Le era indiferente saber de qué se trataba, pero llegaba a experimentar un verdadero placer en la elegante y cuidada redacción de una circular cualquiera, de un memorándum o de un informe. Además de su facilidad para escribir, se apreciaba en Bilibin un arte especial de comportarse y hablar en las altas esferas.

Le gustaba la conversación tanto como el trabajo, pero sólo cuando la conversación podía ser elegante e ingeniosa. En sociedad esperaba siempre la ocasión de decir algo relevante, y nunca hablaba si no era para eso. La conversación de Bilibin estaba siempre salpicada de frases ingeniosas y originales, bien construidas y de interés general. Frases preparadas en su laboratorio interior a las que dotaba de índole portátil, de manera que las gentes de segunda fila pudieran recordarlas fácilmente y llevarlas de un salón a otro. Y realmente, les mots de Bilibine se colportaient dans les salons de Vienne 155y a menudo influían en los así llamados asuntos de importancia.

Su rostro, delgado, amarillento y exhausto, surcado de profundas arrugas, recordaba a fuerza de un persistente y concienzudo lavado las yemas de los dedos después del baño. Los movimientos de esas arrugas constituían el juego principal de su fisonomía. Ya se le formaban en la frente, al arquear las cejas; ya se agrupaban abajo, en las mejillas, cuando dejaba de arquearlas. Sus ojos, pequeños y hundidos, miraban siempre sinceros y alegres.

–Bueno; cuente ahora nuestras hazañas.

Bolkonski, con gran modestia y sin aludir para nada a sí mismo, refirió el combate de la víspera y la acogida del ministro de la Guerra.

–Ils m’ont reçu avec ma nouvelle comme un chien dans un jeu de quilles– concluyó. 156

Bilibin sonrió irónico distendiendo sus arrugas.

–Cependant, mon cher, malgré la haute estime que je professe pour l’armée russe “orthodoxe”, j’avoue que votre victoire n’est pas des plus victorieuses 157– dijo mirándose de lejos las uñas y arrugando la piel bajo el ojo izquierdo.

Continuó hablando en francés, diciendo en ruso tan solo aquellas palabras a las que intentaba adjudicar un matiz despectivo.

–De manera que con todo el ejército atacan a ese desgraciado Mortier, que sólo contaba con una división, y Morder se les escapa de las manos! ¿Dónde está la victoria?

–Pero, hablando en serio replicó el príncipe Andréi, y sin jactancias, podemos asegurar que es algo mejor que lo de Ulm...

–¿Por qué no han hecho prisionero a un mariscal, a uno por lo menos?

–Porque no todo sale como se presupone y las cosas no resultan en el campo como en una parada militar. Ya le decía, contábamos con ocupar la retaguardia enemiga a las siete de la mañana y no llegamos ni a las cinco de la tarde.

–¿Y por qué no llegaron a las siete de la mañana? Su obligación era llegar puntualmente– sonrió Bilibin. —Era necesario llegar a las siete de la mañana.

–¿Y por qué no sugirió a Bonaparte por vía diplomática que más le valdría abandonar Génova?– preguntó con el mismo tono el príncipe Andréi.

–Ya sé– interrumpió Bilibin, —usted piensa que es muy fácil capturar mariscales cuando se está sentado en un diván, junto a la chimenea. Es verdad; y sin embargo, ¿por qué no lo apresaron? Y no se admire si no sólo el ministro de la Guerra sino también el augusto emperador y rey Francisco no se sienten muy felices por su victoria; yo mismo, pobre secretario de la embajada rusa, no experimento ninguna particular alegría...

Miró fijamente al príncipe Andréi y distendió de pronto la piel arrugada de su frente.

–Ahora, amigo mío, me llega el turno de los “porqués"– dijo Bolkonski. —Le confieso que no comprendo; puede que existan sutilezas diplomáticas superiores a mi débil inteligencia, pero no comprendo. Mack pierde todo un ejército, los archiduques Fernando y Carlos no dan señales de vida y cometen error tras error; sólo Kutúzov alcanza, por fin, una victoria real, destruye el charme de los franceses y el ministro de la Guerra no siente el menor interés por conocer detalles.

–Precisamente por eso, querido amigo. Voyez-vous, mon cher. ¡Hurra por el Zar, por Rusia, y por la fe! Tout ça est bel et bon, 158pero ¿qué puede importarle a la Corte austríaca la noticia de vuestras victorias? Si hubiese traído cualquier buena noticia sobre la victoria de los archiduques Fernando o Carlos (un archiduc vaut l’autre, 159como usted sabe) sobre una compañía de bomberos de Bonaparte, sería otra cosa; entonces atronarían los cañones. Pero sus noticias parecen traídas a propósito para irritarlos. El archiduque Carlos no hace nada; Fernando se cubre de oprobio. Ustedes abandonan Viena sin defenderla, comme si vous nous disiez: 160Dios está con nosotros y allá Dios con vosotros, con vuestra capital. Llevan a la muerte a Schmidt, un general a quien aquí todos queríamos, y vienen a damos el parabién por la victoria... Reconozca que no se puede inventar nada más irritante que esa noticia que usted ha traído. C’est comme un fait exprés, 161comme un fait exprés. Por otra parte, aunque hubiesen logrado una victoria realmente brillante, o aun si el vencedor fuera el mismo archiduque Carlos, ¿qué cambiaría esto en el curso de las cosas? Es ya demasiado tarde cuando Viena está ocupada por las tropas francesas.

–¿Ocupada? ¿Viena ocupada?

–No sólo ocupada, sino que Bonaparte se encuentra en Schcenbrünn, y el conde, nuestro querido conde Wrbna, va allí a recibir órdenes.

Bolkonski, después de la fatiga y las impresiones del viaje, de la acogida austríaca y, sobre todo, después de la cena, advertía su incapacidad para comprender la trascendencia de esas palabras. Bilibin prosiguió:

–Esta mañana estuvo aquí el conde Lichtenfels; me mostró una carta en la que se cuentan detalles del desfile de los franceses en Viena. Le prince Murat et tout le tremblement... 162Ya ve que su victoria no es una novedad grata y que usted no puede ser recibido como un salvador...

–En realidad, todo me da igual, absolutamente todo– dijo el príncipe Andréi, quien comenzaba a comprender que la victoria de Krems era muy poca cosa en comparación con acontecimientos tan graves como la ocupación de la capital de Austria por los franceses. —¿Cómo ha caído Viena? ¿Y el puente? ¿Y la famosa tête de pont? 163¿Y el príncipe Auersperg? Nos habían llegado rumores de que el príncipe Auersperg defendía Viena.

–El príncipe está a este lado del río y sigue defendiéndonos; creo que lo hace muy mal, pero nos defiende. Y Viena se encuentra al otro lado. No, el puente no ha caído aún y espero que no caiga, porque está minado, y se dio la orden de hacerlo volar. Si no fuese por eso, hace tiempo que estaríamos ya en las montañas de Bohemia y usted y su ejército pasarían un mal cuarto de hora entre dos fuegos.

–Pero eso no quiere decir que la campaña esté concluida– dijo el príncipe Andréi.

–Pues yo creo que lo está. Y lo mismo piensan los personajes importantes de aquí, aunque no se atreven a decirlo. Sucederá lo que yo vaticiné al principio de la campaña: que no va a ser su échauffourée 164de Dürrenstein ni la pólvora lo que decida el asunto, sino quienes la inventaron– dijo lentamente Bilibin repitiendo uno de sus motsy desarrugando el entrecejo. —Ahora la cuestión está en saber qué va a resultar de la entrevista de Berlín entre el emperador Alejandro y el rey de Prusia. Si Prusia entra en la alianza, on forcera la main à l’Autriche 165y habrá guerra; si no, la cosa se reduce a ponerse de acuerdo sobre dónde redactar los preliminares de un nuevo Campo Formio.

–¡Es un genio extraordinario!– exclamó de pronto el príncipe Andréi apretando su pequeño puño y descargándolo sobre la mesa. —¡Y qué suerte tiene ese hombre!

—¿Buonaparte?– preguntó Bilibin, arrugando la frente y dejando presentir uno de sus mots. —¿Buonaparte?– añadió, acentuando especialmente la “u”. —Me parece que il faut lui faire grâce de l’u, 166ahora que dicta leyes a Austria desde Schoenbrünn. Estoy dispuesto a aceptar la novedad y llamarlo Bonaparte tout court. 167

–Bromas aparte– dijo el príncipe Andréi. —¿Cree en realidad que la campaña ha concluido?

–Le diré lo que pienso: Austria se cree burlada, no está acostumbrada a ello y se vengará. Y quedó burlada, porque las provincias están en la ruina (on dit que el ejército ortodoxo ruso est terrible pour le pillage 168). El ejército está destrozado y la capital ocupada por el enemigo; y todo pour les beaux yeux de su majestad el rey de Cerdeña. Por eso, entre nous, mon cher, me huelo que nos están engañando; me huelo que hay relaciones con Francia y proyectos de una paz secreta, al margen de Rusia.

–¡Imposible! Sería demasiado vil– exclamó el príncipe Andréi.

–Qui vivra, verra 169– dijo Bilibin, distendiendo de nuevo las arrugas de su frente en señal de que daba por terminada la conversación.

Cuando el príncipe Andréi se vio en la habitación que le habían preparado, con un lecho de sábanas nuevas y limpias, y se acostó sobre un colchón de plumas apoyando su cabeza en la almohada tibia y perfumada, sintió que cada vez estaba más lejana la sensación de la batalla cuyas nuevas había traído a Brünn. Lo preocupaba la alianza prusiana, la traición de Austria, el nuevo triunfo de Bonaparte, la parada militar y la audiencia que al día siguiente iba a concederle el emperador Francisco.

Cerró los ojos, pero en ese mismo instante resonaron en sus oídos los cañonazos, la fusilería, el ruido de las ruedas del coche; una vez más veía a los fusileros descendiendo de las montañas, mientras los franceses disparaban; el príncipe Andréi sintió que su corazón palpitaba con fuerza, se acercaba a la primera línea al lado del general Schmidt y las balas silbaban alegremente en derredor; experimentaba el intenso sentimiento de alegría por vivir como no lo recordaba desde su infancia.

Se despertó.

–Sí... Todo eso ha sido...– dijo con júbilo, sonriéndose como un niño; y volvió a dormirse con sueño profundo y juvenil.

XI

Se despertó tarde. Trató de rehacer sus impresiones del día anterior y recordó ante todo que debía presentarse al emperador Francisco. Pensó en el ministro de la Guerra, en el cortés ayudante de campo austríaco, en Bilibin y la conversación de la noche pasada. Para acudir a palacio se puso el uniforme de gran gala, que hacía tiempo no había llevado. Fresco, animado y apuesto, con una mano vendada, penetró en el despacho de Bilibin. Allí había cuatro caballeros del cuerpo diplomático. Bolkonski conocía ya al príncipe Hipólito Kuraguin, secretario de la embajada. Bilibin le presentó a los demás.

Los diplomáticos, hombres de mundo, jóvenes, ricos y alegres, constituían en Viena y en Brünn un círculo aparte al que Bilibin —que era su cabeza– llamaba los nuestros, les nôtres. Este círculo, integrado casi exclusivamente por diplomáticos, no se interesaba en absoluto por la guerra o la política, sino por las personas de la alta sociedad, por ciertas relaciones femeninas y el papeleo de las oficinas. Con extraordinaria solicitud acogieron en su círculo al príncipe Andréi como suyo(honor que no solían prodigar). Por cortesía, y para entrar en conversación, le hicieron algunas preguntas sobre el ejército y la batalla, pero muy pronto comenzaron las bromas y los chismes, todo ello sin ningún orden ni concierto.


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