355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Leon Tolstoi » Guerra y paz » Текст книги (страница 89)
Guerra y paz
  • Текст добавлен: 5 октября 2016, 23:58

Текст книги "Guerra y paz"


Автор книги: Leon Tolstoi



сообщить о нарушении

Текущая страница: 89 (всего у книги 111 страниц)

Sólo Kutúzov empleaba todas sus fuerzas– no demasiado grandes para un general en jefe– en impedir el ataque.

No podía decirles lo que decimos hoy nosotros: ¿para qué presentar batalla, para qué interceptar caminos y perder soldados, para qué ese aniquilamiento inhumano de unos infelices? ¿Para qué todo eso, cuando ya de Moscú a Viazma, sin necesidad de combate, ha desaparecido la tercera parte de ese ejército? Les decía cuanto le dictaba su sabiduría de anciano, aquello que podían comprender; les hablaba del puente de plata, pero ellos se reían de él, lo calumniaban, intrigaban, se hacían los valientes ante la fiera muerta.

En las cercanías de Viazma los generales Ermólov, Milorádovich, Plátov y otros, que se encontraban cerca de los franceses, no pudieron resistir la tentación de separar y aniquilar dos cuerpos del ejército enemigo. Anunciaron su decisión a Kutúzov, pero en vez de enviarle un informe le mandaron un sobre con una hoja de papel en blanco.

Y a pesar de todos los esfuerzos de Kutúzov para detener la ofensiva, atacaron, con el intento de obstruir el camino a los franceses. Los regimientos de infantería —según cuentan– fueron al combate con bandas de música y redoble de tambores; mataron y perdieron miles de hombres.

Sin embargo, lo que se dice separar, no separaron ni aniquilaron a nadie. El ejército francés, cerrando aún más sus filas a causa del peligro, prosiguió, derritiéndose constantemente, su funesta marcha hacia Smolensk.

Tercera parte

I

La batalla de Borodinó, con la ocupación de Moscú y la subsiguiente huida de los franceses, sin nuevas batallas, es uno de los hechos más instructivos de la historia.

Todos los historiadores están de acuerdo en admitir que la actividad exterior de los Estados y los pueblos, en sus colisiones mutuas, se manifiesta en las guerras; y que la fuerza política de esos Estados y pueblos aumenta o disminuye en razón directa a sus mayores o menores éxitos militares.

Por extraños que parezcan los relatos de los historiadores que nos cuentan cómo un rey o emperador, en conflicto con otro emperador o rey, reúne su ejército, lucha con el enemigo, consigue una victoria y mata a tres, cinco o diez mil hombres, gracias a lo cual somete un Estado de millones de habitantes; por incomprensible que sea el hecho de que la derrota de un ejército, centésima parte de las fuerzas de todo un pueblo, lo obligue a someterse, todos los acontecimientos históricos (tal como los conocemos) confirman la exactitud de que los triunfos más o menos grandes del ejército de un pueblo contra otro son causa o, al menos, signos esenciales de que se incrementan o disminuyen las fuerzas de las naciones. El ejército consigue una victoria e inmediatamente aumentan los derechos del país victorioso, en detrimento del vencido. Un ejército sufre una derrota y en seguida, según su importancia, el pueblo se ve desprovisto de ciertos derechos; y si la derrota es completa, la sumisión también lo es.

Así viene ocurriendo —según la historia– desde los tiempos más remotos hasta nuestros días. Todas las guerras napoleónicas confirman esa regla: la derrota de las tropas austríacas hace que Austria se vea privada de sus derechos y, en cambio, aumentan los de Francia. La victoria de Francia en Jena y Auerstadt acaba con la existencia independiente de Prusia.

Pero en 1812 los franceses obtienen una victoria y conquistan Moscú; después, sin nuevas batallas, no es Rusia la que deja de existir, sino todo un ejército de seiscientos mil hombres y, con él, toda la Francia de Napoleón. Resulta imposible acomodar estos hechos a las reglas de la historia y decir que después de la batalla de Borodinó el campo queda en poder de Rusia, ni que tras la ocupación de Moscú hubiera combates de los que salió destruido el ejército napoleónico.

A partir de la victoria francesa en Borodinó no hubo una sola batalla campal, ni siquiera de cierta importancia; y, sin embargo, el ejército francés dejó de existir. ¿Qué significa eso? Si se tratase de la historia de China, diríamos que no es un fenómeno histórico (acostumbrado recurso de los historiadores cuando algo no se ajusta a sus reglas). Si hubiera sido una guerra breve, con participación de pocas tropas, podríamos aceptar el hecho como una excepción. Pero el acontecimiento se produjo a la vista de nuestros padres, para quienes se decidía entonces la vida o la muerte de la patria, y se trataba de la guerra más grande de todas las conocidas...

El período de la campaña de 1812, desde la batalla de Borodinó hasta la expulsión de los franceses, prueba que una batalla ganada no condiciona, ni de lejos, la conquista, ni siquiera es un indicio permanente de la conquista. Demuestra que la fuerza que decide la suerte de los pueblos no hay que buscarla en los conquistadores, ni siquiera en los ejércitos o en las batallas, sino en algo distinto.

Cuando los historiadores franceses describen la situación en que se encuentran las tropas francesas antes de abandonar Moscú, afirman que todo estaba en orden en el Gran Ejército, a excepción de la caballería, la artillería y la intendencia, y que también faltaba forraje para los caballos y el ganado. Nada podía remediar esa falta, puesto que los mujiks de los contornos quemaban su heno antes que entregarlo a los franceses.

La batalla ganada no dio los habituales resultados, porque los mujiks Karp y Vlas, después de la entrada de los franceses en Moscú, llegaban con sus carros para saquear la ciudad y no mostraban, en general, sentimientos personales demasiado heroicos, tal como un número infinito de mujiks, semejantes a ellos, no llevaban el heno a Moscú ni siquiera a cambio del buen precio que se les ofrecía, sino que preferían quemarlo.

Imaginémonos a dos hombres que, de acuerdo con todas las reglas de la esgrima, se baten en duelo a espada; el combate se prolonga; de pronto, uno de los adversarios, al sentirse herido, comprende que no se trata de un juego, sino de su vida, y abandona entonces la espada, empuña el primer garrote que encuentra a mano y comienza a usarlo contra su enemigo. Imaginémonos ahora que el contrincante herido, quien, juiciosamente, elige el medio más sencillo y eficaz para acabar con su enemigo, fuese fiel a las tradiciones de la caballería y en su deseo de ocultar la realidad insistiese en haber vencido con la espada de acuerdo con todas las reglas de la esgrima. ¡Es fácil imaginar la confusión y el desconcierto que habría producido semejante descripción del duelo!

Francia era el adversario que exigía una lucha de acuerdo con las reglas de la esgrima; Rusia fue quien sustituyó la espada por el garrote. Y quienes tratan de explicarlo todo según las reglas de la esgrima son los historiadores que han descrito aquellos acontecimientos.

Después del incendio de Smolensk comenzó una guerra que no tiene parangón posible con ninguna otra de las conocidas hasta entonces. El incendio de ciudades y aldeas, la retirada después de los combates, la batalla de Borodinó seguida de un nuevo repliegue, el incendio de Moscú y la caza de merodeadores, la intercepción de los convoyes, la guerra de guerrillas, todo se hacía al margen de las reglas.

Así lo sintió Napoleón; y desde que, al detenerse en Moscú, en la actitud correcta del esgrimidor, se encontró con el garrote levantado en vez de la espada del adversario, no dejó de lamentarse ante Kutúzov y el emperador Alejandro de que la guerra se hacía contra todas las reglas (como si existiesen reglas para matar a los hombres). A pesar de las quejas de los franceses por la no observancia de las reglas, y a pesar de que algunos rusos de superior condición creyeran vergonzoso —no se sabe por qué– atacar con garrotes, partidarios de pelear según las normas en quarteo en tiercey tirar hábilmente a fondo en prime, etcétera, el garrote de la guerra popular siguió levantándose y abatiéndose con toda su fuerza terrible y majestuosa; y sin tener en cuenta gustos y reglas, con ingenua sencillez pero con total racionalidad y sin pararse a pensar en nada, siguió golpeando a los franceses hasta acabar con el invasor.

¡Loado sea el pueblo que, no como los franceses de 1813 que saludaban según todas las reglas del arte, volviendo la espada y entregándola por la empuñadura a su magnánimo vencedor, loado sea ese pueblo que en el momento de prueba, sin preguntarse cómo procederían otros según las reglas en caso semejante, agarra sin dudar el primer garrote que tiene a mano y golpea al enemigo hasta que el sentimiento de ofensa y venganza deja paso en su alma al desprecio y la piedad!

II

Una de las más evidentes y ventajosas desviaciones de las llamadas reglas de la guerra es la acción de hombres aislados contra masas compactas. Acciones de esta clase se manifiestan siempre en las guerras de índole popular. Consisten en lo siguiente: en vez de enfrentarse multitud contra multitud, los hombres se dispersan, atacan aisladamente y huyen en cuanto los atacan fuerzas mayores, para recomenzar su ataque a la primera ocasión que se presente. Eso hicieron los guerrilleros en España; eso hicieron los montañeses del Cáucaso y los rusos en 1812.

Se ha llamado, a ese tipo de guerra, guerra de guerrillas, y se cree que ese nombre explica ya su importancia. Sin embargo, esa manera de luchar no sólo no corresponde a regla alguna sino que es absolutamente contraria a la conocida regla táctica, que todos admiten como infalible. Según esa regla, el que ataca debe concentrar todas sus tropas a fin de ser, en el momento del combate, más fuerte que el adversario.

La guerra de guerrillas (siempre afortunada, como lo demuestra la Historia) contradice directamente esa regla.

Semejante contradicción obedece a que la ciencia militar identifica la fuerza de las tropas con su número. La ciencia militar dice que cuantos más hombres participan en la lucha, mayor es su fuerza. Les gros bataillons ont toujours raison. 603

Con semejante afirmación, la ciencia militar se parece a la mecánica que estudia los cuerpos en movimiento basándose tan sólo en su relación con sus masas, afirmando que sus fuerzas son iguales o no según sean iguales o no sus masas.

La fuerza (cantidad de movimiento) es el producto de la masa por la velocidad.

En el orden militar, la fuerza del ejército es también el producto de la masa, pero por algo distinto, por una xdesconocida.

La ciencia militar, al encontrar en la Historia infinitos ejemplos demostrativos de que la masa de las tropas no coincide con su fuerza y que pequeños destacamentos vencen a otros superiores en número, acaba por admitir a regañadientes la existencia de ese factor desconocido y procuran descubrirlo bien en la disposición geométrica, bien en el armamento o en el genio de los jefes militares, siendo esto lo más frecuente. Sin embargo, la aportación de este coeficiente a uno de los factores no consigue resultados coincidentes con los hechos históricos.

Bastaría, no obstante, renunciar a la falsa opinión, admitida para contentar a los héroes, sobre la eficacia de las disposiciones tomadas por el alto mando durante la guerra para encontrar la desconocida x.

La incógnita xes la moral del ejército; es decir, el mayor o menor deseo que tienen de combatir y exponerse al peligro todos los hombres que lo componen, sin importarles el hecho de saber si lucharán mandados por genios o no, en tres o dos líneas, con garrotes o fusiles de treinta disparos por minuto. Los que tienen mayor deseo de pelear se colocan siempre en las más ventajosas posiciones para la batalla.

La moral del ejército es el factor que, multiplicado por la masa, produce la fuerza.

La misión de la ciencia consiste precisamente en determinar y expresar la importancia de esa moral, de ese factor desconocido.

Tal problema no se resolverá hasta que dejemos de sustituir arbitrariamente la x incógnita con las condiciones en las cuales se manifiesta, es decir: las órdenes del jefe militar, el armamento, etcétera, considerándolas como la expresión del valor del multiplicador; y tomemos en cambio a éste en su integridad, es decir, como la voluntad mayor o menor de batirse y exponerse al peligro. Sólo entonces, una vez puestos en la ecuación los hechos históricos conocidos, podremos esperar definir la incógnita x, comparando caso por caso sus valores relativos.

Diez hombres, diez batallones, diez divisiones, que combaten contra quince hombres, batallones o divisiones, los vencen, o sea, han hecho prisioneros o dado muerte a todos sus componentes y a su vez han perdido cuatro. Es decir, un bando ha perdido cuatro, y el otro, quince: por tanto, 4 es igual a 15, es decir: 4x= 15y, de donde x:y =15:4. Esta ecuación no nos da el valor de la incógnita, sino la relación entre dos incógnitas. Si la aplicamos a las diversas unidades históricas tomadas aisladamente —batallas, campañas, períodos de guerras—, obtendremos series de números en las cuales deben existir leyes que pueden ser descubiertas.

La regla táctica, según la cual se debe actuar con las masas para el ataque y en orden disperso para la retirada, confirma, sin querer, la verdad de que la fuerza de un ejército depende de su moral. Para llevar a unos hombres bajo las balas se necesita mayor disciplina que para defenderse de un ataque, disciplina que siempre es el resultado de un movimiento de masas. Pero esta norma, en la que no se toma en cuenta la moral del ejército, resulta casi siempre falsa, y contradice sobre todo la realidad cuando la moral del ejército está en alza o en depresión, como ocurre en todas las guerras nacionales.

Al retirarse los franceses en 1812, aunque, de acuerdo con la táctica, habrían debido defenderse en grupos dispersos, se apretaron en masas compactas siguiendo las reglas de la táctica, porque la moral del ejército era tan baja que sólo la masa podía sostenerlos. Por el contrario, los rusos, según la misma norma, habrían debido atacar en masa, cuando en realidad se dispersaron, porque su moral era tan alta que los individuos aislados no necesitaban órdenes para batir a los franceses ni tenían que ser obligados para exponerse al sufrimiento y al peligro.

III

La así llamada guerra de guerrillas comenzó con la entrada del enemigo en Smolensk.

Antes de que esa guerra fuera oficialmente aceptada por el gobierno ruso, miles de enemigos —merodeadores rezagados, patrullas destacadas en busca de forraje– habían muerto a manos de los cosacos y campesinos, que mataban a aquellos hombres instintivamente, lo mismo que los perros acaban con un perro rabioso.

Denís Davídov, con su instinto ruso, fue el primero en comprender la importancia de aquella terrible arma que, sin cuidarse de las reglas del arte militar, aniquilaba a los franceses. A él corresponde la gloria de haber realizado los primeros intentos de regular ese método de guerra.

El primer destacamento guerrillero de Davídov fue instituido el 24 de agosto, y a continuación se organizaron otros muchos. Conforme avanzaba la campaña, tanto mayor se hacía el número de aquellos destacamentos.

Los guerrilleros aniquilaban al gran ejército por partes. Recogían las hojas que se desprendían del árbol seco del ejército francés y no pocas veces sacudían el tronco. En octubre, cuando los franceses corrían hacia Smolensk, se contaban ya por cientos las partidas, de importancia y características diversas. Algunas habían adoptado todos los métodos de un ejército regular, con infantería, artillería, Estado Mayor y ciertas comodidades posibles en la vida de campaña. Otras eran cuerpos especiales de cosacos y caballería; existían pequeños grupos mixtos, de infantes y jinetes, o los formados por campesinos y terratenientes, a los que nadie conocía. Cierto sacristán convertido en jefe de una de esas partidas hizo a lo largo de un mes cientos de prisioneros; y la mujer de un stárosta, llamada Vasilisa, mató a centenares de franceses.

Los últimos días de octubre fueron los más intensos en esa guerra de guerrillas. Había pasado ya aquel primer período en que los propios guerrilleros, asombrados de su audacia, temían a cada instante caer en manos del enemigo, ser rodeados por él y se ocultaban en los bosques, sin casi apearse de sus caballos. La campaña había adquirido ya perfiles más claros y todos sabían perfectamente lo que se podía hacer contra los franceses y hasta qué límite debían arriesgarse. Ahora, sólo los jefes de destacamentos importantes que, con sus Estados Mayores, según las reglas, se tenían a distancia y perseguían a los franceses creían aún imposibles muchas cosas. En cambio, los pequeños grupos guerrilleros que desde hacía tiempo se habían lanzado al campo y seguían al enemigo muy de cerca encontraban muy factible aquello que los jefes de los destacamentos grandes no se atrevían siquiera a pensar. Y los cosacos y campesinos, que husmeaban entre los franceses, lo creían ya todo posible.

El 22 de octubre, Denísov, jefe de un grupo de guerrilleros, se hallaba con todo su destacamento en lo más agitado de la campaña. Desde la mañana estaba con su partida en marcha, a través de los bosques que bordeaban el camino, en seguimiento de un gran convoy francés con caballería y prisioneros rusos. Este convoy se había separado del resto del ejército y, con fuerte escolta —según noticias de exploradores y prisioneros—, se dirigía hacia Smolensk. No sólo Denísov, sino Dólojov (que figuraba también como comandante de una pequeña partida), que seguía de cerca a Denísov así como otros jefes de destacamentos grandes, con Estado Mayor, tenían puesta la vista en aquel convoy. Todos conocían su existencia y, como decía Denísov, estaban al acecho.

Dos jefes de destacamentos grandes, uno polaco y el otro alemán, cada uno por su parte y casi al mismo tiempo, propusieron a Denísov que se uniese a ellos para atacar el convoy.

–No, amigos, nos arreglaremos solos– se dijo Denísov después de leer la invitación.

Y escribió al alemán que, a pesar de su vivo deseo de hallarse bajo las órdenes de tan glorioso y célebre general, se veía obligado a rechazar tal honor puesto que se encontraba ya bajo el mando del general polaco. Al polaco escribió lo mismo, diciéndole que ya estaba a las órdenes del alemán.

Denísov tenía la intención, sin informar de ello a sus jefes superiores, de unirse a Dólojov para atacar y conquistar el convoy con sus reducidas fuerzas. El convoy había salido el 22 de octubre desde la aldea de Mikúlino rumbo a la de Shámshevo. A la izquierda había grandes bosques, que a veces llegaban al borde mismo del camino y otras se separaban más de un kilómetro. Ya internándose en la espesura, ya apareciendo en sus lindes, Denísov avanzó durante todo el día con sus hombres sin perder de vista a los franceses.

Por la mañana, no lejos de Mikúlino, en un lugar donde el bosque se acercaba al camino, los cosacos del grupo de Denísov se habían apoderado de dos furgones franceses atascados en el barro. Estaban cargados de sillas de montar y los llevaron al bosque. Después de eso, hasta la tarde, el grupo siguió, sin atacar a los franceses. Había que dejarlos llegar a Shámshevo sin asustarlos. Allí se unirían a Dólojov, que debía llegar hacia el atardecer para cambiar impresiones en la casa del guardabosque (a un kilómetro del poblado); al amanecer pensaban lanzarse inesperadamente sobre los franceses, por ambos flancos, hacer prisioneros y retirarse de una vez.

Detrás, a dos kilómetros de Mikúlino, donde el bosque bordeaba el camino, dejaron un grupo de seis cosacos encargados de avisar inmediatamente si aparecían nuevas columnas francesas.

De la misma manera, delante de Shámshevo, Dólojov reconocería el camino para saber a qué distancia se encontraban las otras tropas enemigas.

Se suponía que eran mil quinientos los hombres que custodiaban el convoy. Denísov contaba con doscientos y Dólojov podría tener otros tantos. Pero a Denísov no lo inquietaba la superioridad numérica del contrario. Lo único que aún necesitaba saber era con qué tropas iba a encontrarse. Para ello necesitaba capturar una lengua(es decir, alguien de la columna enemiga). En el ataque de la mañana, para desatascar dos furgones, todo se había hecho tan rápidamente que no quedó vivo ni un solo francés: sólo un muchacho, un tambor, salvó la vida, pero nada podía decir en concreto sobre las tropas que formaban la columna.

Denísov creía peligroso atacar por segunda vez; no era oportuno inquietar a toda la columna; por esta razón envió a Shámshevo a un mujik de su grupo, Tijón el Mellado, para que capturara, si era posible, a cualquiera de los aposentadores franceses destacados en el pueblo.

IV

Era un día tibio y lluvioso de otoño. El cielo y el horizonte presentaban el mismo color de agua turbia. A veces parecía descender la niebla; a veces llovía con grandes gotas oblicuas. Denísov, con su burkay su chorreante gorro caucasiano de piel, montaba un flaco caballo de raza, de flancos hundidos. Lo mismo él que su caballo —que torcía la cabeza y contraía las orejas– se encogían bajo la lluvia. Denísov miraba preocupado hacia delante. Su adelgazado rostro, cubierto por una barba negra, espesa y corta, parecía enfadado. A su lado cabalgaba, también con burkay gorro caucasiano, en un fuerte y bien nutrido potro del Don, un capitán de cosacos, compañero de Denísov.

El tercer jinete, el capitán de cosacos Lavaiski, igualmente vestido, era un hombre alto, liso como una tabla, rubio, de rostro blanco, ojos pequeños y claros. Lo mismo su fisonomía que toda su persona y apostura poseían una expresión de calma y satisfacción propia. Aun cuando resultara imposible definir cuál era la peculiaridad del jinete y de su caballo, a primera vista se advertía que Denísov se sentía incómodo y molesto por el agua. Era un hombre que se había subido a un caballo. El capitán cosaco, por el contrario, se mostraba tan tranquilo y satisfecho como siempre. Era un hombre que formaba un todo con su cabalgadura, un ser único de fuerza duplicada.

Delante de ellos, calado hasta los huesos, marchaba el guía, un mujik que vestía caftán gris y gorro blanco.

Algo atrás, sobre un flaco caballo kirguiz de larga cola, largas crines y belfo ensangrentado, avanzaba un joven oficial con el capote azul del ejército francés.

A su lado iba un húsar, que llevaba a la grupa a un muchacho francés, con el uniforme roto y un gorro de dormir blanco. Con las manos ateridas de frío, el muchacho se agarraba al húsar, movía los pies descalzos para entrar en calor y miraba en torno sorprendido, con las cejas enarcadas. Era el tambor que habían apresado aquella mañana.

Detrás, sobre el camino húmedo e irregular del bosque, avanzaban en filas de a tres o de a cuatro los húsares, seguidos de los cosacos; algunos llevaban burka; otros vestían capote francés, y no pocos se tapaban las cabezas con gualdrapas. Los caballos, tanto los bayos como los alazanes, parecían negros por la lluvia. Sus flancos despedían vaho y, bajo las crines empapadas, los cuellos parecían extraordinariamente delgados. Tanto las ropas como las sillas y bridas estaban mojadas y viscosas como la tierra y las hojas caídas que cubrían el camino. Los hombres, encogidos, procuraban no moverse, para templar el agua que los empapaba, evitando que la nueva, fría, que corría bajo sus sillas, sus rodillas y cuello, entrara dentro de la ropa. Entre los cosacos avanzaban dos furgones, tirados por caballos franceses con aparejos cosacos, que hacían crujir las ramas y hundían, chapoteando, sus ruedas en los charcos.

Al evitar un charco, el caballo de Denísov se acercó tanto a un árbol que el jinete se dio un golpe en la rodilla.

–¡Diablos!– exclamó Denísov furioso, mostrando los dientes, y descargó tres fustazos sobre la bestia, salpicándose de barro y manchando a sus camaradas.

Denísov estaba de mal humor por la lluvia y el hambre (nadie había comido desde la mañana) y, sobre todo, porque no tenía noticia alguna de Dólojov ni había regresado el hombre que saliera en busca de un francés.

“Es poco probable que tengamos una ocasión como ésta para apoderarnos del convoy. Atacar solos es arriesgar demasiado; y si lo dejamos para otro día, cualquier partida grande nos puede arrebatar el botín en nuestras mismas narices”, pensaba sin dejar de mirar hacia delante, con la esperanza de ver al enviado de Dólojov.

Al llegar a un claro, en un punto donde se podía ver una extensa superficie a la derecha, Denísov se detuvo.

–¡Alguien viene!– dijo.

El capitán de cosacos miró en la dirección que Denísov indicaba.

–Son dos: un oficial y un cosaco. Pero no creo en la plausibilidadde que sea el teniente coronel– dijo el capitán, amigo de utilizar palabras desconocidas para los cosacos.

Los jinetes desaparecieron en un declive, mas no tardaron en reaparecer. Delante iba un oficial de cabello revuelto, calado hasta los huesos, que fustigaba su montura para que mantuviera el galope y traía los pantalones recogidos por encima de las rodillas. Lo seguía un cosaco, que trotaba erguido sobre los estribos. El oficial era muy joven, casi un niño, tenía el rostro colorado y ancho, de ojos vivos y alegres. Se acercó a Denísov y le tendió un sobre mojado.

–De parte del general– dijo. —Perdone el estado en que viene...

Denísov, frunciendo el ceño, tomó el sobre que le entregaba el joven oficial y lo abrió.

–Decían que era peligroso... peligroso– dijo el oficial volviéndose al capitán mientras Denísov leía el mensaje. —Aunque Komarov y yo– y señaló al cosaco —íbamos dispuestos. Llevamos cada uno dos pisto... ¿Quién es?– preguntó, al ver al joven tambor francés. —¿Un prisionero? ¿Han entrado ya en batalla? ¿Puedo hablarle?

–¡Rostov! ¡Petia!– gritó Denísov, que acababa de leer la misiva. —Pero ¿por qué no me has dicho que eras tú?– y, con una sonrisa, le tendió la mano.

El oficial era, en efecto, Petia Rostov.

Durante todo el camino venía pensando en el modo de comportarse delante de Denísov como correspondía a un adulto y a un oficial, sin aludir para nada a la amistad de otro tiempo. Pero en cuanto Denísov se volvió a él sonriente, su rostro se iluminó, enrojeció de alegría y olvidó el tono oficial que había decidido mostrar. Contó cómo había logrado pasar junto a los franceses, lo feliz que se sentía por haber recibido esa misión y que había intervenido ya en una batalla, en las cercanías de Viazma, en la cual se había distinguido cierto húsar.

–¡Encantado de verte!– lo interrumpió Denísov, cuyo rostro recobró su actitud pensativa.

–Mijaíl Feoklítich– se volvió al capitán. —Es otra vez el alemán. Él está a su servicio.

Y le explicó el contenido de la carta que Petia Rostov le acababa de traer: el general alemán insistía en que se unieran para atacar el convoy.

–Si no lo hacemos mañana, nos lo quitarán en nuestras propias narices.

Mientras Denísov conversaba con el capitán, Petia, un tanto confuso por su tono frío, que atribuía a sus pantalones arremangados, trató de bajárselos por debajo del capote, de manera que nadie lo viese, y procurando tener el aspecto más marcial posible.

–¿Tiene su Excelencia alguna orden para mí?– preguntó a Denísov llevándose la mano a la visera, volviendo al juego del ayudante y el general, para el que se había preparado. —¿O deberé quedarme en su destacamento?

–¿Ordenes...?– dijo pensativo Denísov. —¿Podrías quedarte aquí hasta mañana?

–¡Oh, por favor!... ¿Puedo quedarme con usted?– exclamó Petia.

–Pero, ¿te ordenó el general que volvieras en seguida?– preguntó Denísov. Petia se ruborizó.

–No me ordenó nada. Creo que puedo quedarme– respondió Petia en tono interrogativo.

–Bueno, de acuerdo– dijo Denísov.

Y volviéndose a sus subordinados ordenó que el destacamento fuera al lugar fijado en el bosque para el descanso, donde pasaría la noche; al oficial del caballo kirguiz (que hacía de ayudante) lo envió en busca de Dólojov, para saber dónde se encontraba y si acudiría aquella noche. Mientras tanto, él, acompañado de Petia y el capitán, se acercaría al lindero del bosque, por la parte de Shámshevo, con objeto de reconocer las posiciones de los franceses, a los que atacarían a la mañana siguiente.

–¡Ea, barbudo!– dijo al campesino que hacía de guía. —Llévanos a Shámshevo.

Denísov, Petia y el capitán, seguidos de algunos cosacos y del húsar que llevaba al prisionero, torcieron a la izquierda, cruzaron un barranco y se dirigieron a la linde del bosque.

V

Había dejado de llover, descendía la niebla y de las ramas de los árboles caían gotas de agua. Denísov, el capitán de cosacos y Petia seguían en silencio al mujik guía, quien, con gorro de dormir, calzado con lapti, pisaba ligero y sin ruido sobre las ramas y las hojas mojadas conduciéndolos al lindero del bosque.

Llegados al borde de un declive, el mujik se detuvo con sus piernas torcidas, miró en torno, se dirigió hacia un grupo de árboles bastante espaciados; paró junto a un gran roble cubierto aún de verde y con aire misterioso llamó con la mano a los oficiales.

Denísov y Petia se acercaron. Desde el lugar donde se detuvo el mujik eran visibles los franceses. A continuación del bosque, sobre una pequeña colina, se extendía un campo de centeno. A la derecha, al otro lado de un empinado barranco, se veía una pequeña aldea con su casita señorial, de techumbre derruida. Por todas partes —en la pequeña aldea, en la casita señorial, en el jardín, junto a los pozos y al estanque, y en todo el camino que iba del puente a la aldea, a una distancia que no pasaría de quinientos metros– podía verse entre la niebla a una muchedumbre de hombres. Se oían claramente los gritos proferidos en lengua extraña para estimular a los caballos que subían con los carros cuesta arriba y las llamadas de unos a otros.

–Traed al prisionero– dijo Denísov, en voz baja, sin separar los ojos de los franceses.

El cosaco echó pie a tierra, sujetó al muchacho y se acercó con él a Denísov, quien, señalando a los franceses, preguntó qué tropas eran. El muchacho, con las manos ateridas en los bolsillos, arqueó las cejas y miró asustado a Denísov. A pesar de su evidente deseo de decir todo cuanto sabía, se confundía en las respuestas y se limitaba a confirmar lo que se le preguntaba. Denísov, con el ceño fruncido, se apartó del muchacho y, volviéndose al capitán, le hizo saber su opinión.


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю