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Guerra y paz
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Автор книги: Leon Tolstoi



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–Lo mejor de todo– comentaba uno, refiriéndose al fracaso de cierto colega diplomático, —lo mejor de todo es que el canciller le dijo francamente que su nombramiento para Londres era un ascenso y que él debía considerarlo como tal. ¡Imagínense su cara al oírlo!...

–Pero hay algo peor, señores; voy a descubrir el secreto de Kuraguin: ¡su compañero cae en desgracia y este terrible Don Juan se aprovecha de ello!

El príncipe Hipólito se había acomodado en una butaca, con las piernas cruzadas sobre el brazo de la misma.

–Parlez-moi de ça– dijo riendo. 170

–¡Oh, Don Juan! ¡Oh, serpiente!– exclamaron algunos.

–No sabe, Bolkonski– dijo Bilibin al príncipe Andréi, —que todos los horrores del ejército francés (casi digno del ruso) no son nada comparados con lo que este hombre hace entre las mujeres.

–La femme est la compagne de l’homme 171– comentó el príncipe Hipólito; y fijó los impertinentes en sus propias piernas, que colgaban del brazo de la butaca.

Bilibin y los nuestrosestallaron en una carcajada, mirando a Hipólito. El príncipe Andréi vio que aquel Hipólito, de quien casi había sentido celos (tenía que confesárselo), no era más que el bufón del grupo.

–Tengo que hacerle los honores de Kuraguin– dijo Bilibin en voz baja a Bolkonski. —Es delicioso cuando habla de política. ¡Hay que ver con qué seriedad lo hace!

Se sentó junto a Hipólito y, reuniendo las arrugas en la frente, comenzó a charlar de política con él. El príncipe Andréi y los demás los rodearon.

–Le cabinet de Berlin ne peut exprimer un sentiment d’alliance– comenzó Hipólito, mirando a todos con aire de importancia —sans exprimer... comme dans sa demiére note... vous comprenez... vous comprenez... et puis si Sa Majesté l’Empereur ne déroge pas au principe de notre alliance... Attendez, je n’ai pas fini– dijo al príncipe Andréi sujetándolo del brazo. —Je suppose que l’intervention sera plus forte que la non-intervention. Et...– guardó silencio —on ne pourra pas imputer à la fin de non-reçevoir notre dépêche du 28 octobre. Voilà comment cela finira. 172

Y soltó el brazo de Bolkonski, dando a entender así que lo había dicho todo.

–Démosthène, je te reconnais au caillou que tu as caché dans ta bouche d’or 173– dijo entonces Bilibin, y hasta sus cabellos se movieron de placer.

Todos rieron, e Hipólito más que nadie. La risa lo sofocaba, pero no podía dominar aquel estallido de hilaridad salvaje que distendía su rostro siempre inmóvil.

–Ea, señores– dijo Bilibin —Bolkonski es mi huésped en casa y aquí, en Brünn, y quiero ofrecerle todas las distracciones posibles de la vida local. En Viena habría resultado fácil, pero aquí, dans ce vilain trou morave 174hay mayores dificultades y tengo que pedirles ayuda a todos.

Il faut lui faire les honneurs de Brünn. Ustedes se encargarán del teatro, yo de la sociedad y usted, Hipólito, por supuesto, de las mujeres.

–Hay que presentarle a Amélie. ¡Es encantadora!– dijo uno de los nuestros, besándose las puntas de los dedos.

–En general– comentó Bilibin, —hay que imbuir a este sanguinario soldado de ideas más humanas.

–No sé si podré aprovechar su hospitalidad, señores; y ahora tengo que irme– dijo Bolkonski, mirando su reloj.

–¿Adonde?

–A ver al Emperador.

–¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!

–Bien, hasta la vista, Bolkonski. Hasta la vista, príncipe. Venga pronto a comer. Nos encargaremos de usted– dijeron los demás, despidiéndolo.

–Cuando hable con el Emperador procure alabar cuanto pueda el avituallamiento y el servicio de carreteras– dijo Bilibin, que acompañaba a Bolkonski.

–Bien quisiera, pero creo que no podré– respondió sonriendo Bolkonski.

–Cuanto más hable, mejor. El Emperador tiene debilidad por las audiencias; pero no le gusta hablar y, como verá, tampoco sabe hacerlo.

XII

A la salida de palacio, el emperador Francisco miró fijamente al príncipe Andréi, que estaba en el lugar señalado, entre un grupo de oficiales austríacos, y lo saludó con una inclinación de su alargada cabeza. Después el ayudante de campo de la víspera comunicó cortésmente a Bolkonski el deseo del Emperador de concederle audiencia. El emperador Francisco lo recibió de pie, en mitad del ala. Antes de dar comienzo a la conversación el príncipe Andréi quedo sorprendido al ver el embarazo del Emperador, quien parecía turbado, sin saber qué decir; su rostro había enrojecido.

–Dígame, ¿cuándo empezó la batalla?– preguntó precipitadamente.

El príncipe Andréi respondió. La primera pregunta fue seguida de otras igualmente superficiales. “¿Está bien Kutúzov? ¿Cuándo salió de Krems?”, etcétera. El Emperador hablaba como si su único objeto fuera hacer cierto número de preguntas, cuyas respuestas, como era más que evidente, no podían interesarlo.

–¿A qué hora comenzó el combate?– volvió a preguntar.

–No podría decir a Su Majestad a qué hora dio comienzo la batalla en el frente, pero en Dürrenstein, donde yo estaba, el ataque se inició a las seis de la tarde– dijo Bolkonski, animándose y creyendo que podría hacer la descripción verídica, tal como la llevaba preparada, de cuanto sabía y había visto.

Pero el Emperador lo interrumpió con una sonrisa.

–¿Cuántas millas?

–¿De dónde adonde, Majestad?

–De Dürrenstein a Krems.

–Tres millas y media, Majestad.

–¿Dejaron los franceses la orilla izquierda?

–Según la relación de los exploradores, los últimos cruzaron el río en balsas la noche pasada.

–¿Hay bastante forraje en Krems?

–No fue traído en cantidad suficiente...

Lo interrumpió el Emperador:

–¿A qué hora fue muerto el general Schmidt?

–Creo que a las siete.

–¿A las siete? Es muy triste, muy triste...

El Emperador le dio las gracias y saludó. El príncipe Andréi salió e inmediatamente se vio rodeado de cortesanos. Todos lo miraban con ojos cariñosos y le hablaban con palabras afables. El ayudante de campo de la víspera le reprochó que no hubiera quedado en palacio y le ofreció su casa. El ministro de la Guerra se acercó para felicitarlo: el Emperador acababa de concederle la orden de María Teresa, de tercer grado. El chambelán de la Emperatriz le comunicó que también ella deseaba verlo, lo mismo que la archiduquesa. Bolkonski no sabía a quién responder y, por unos segundos, se detuvo para orientarse. El embajador ruso lo condujo del brazo hacia una ventana para hablar con él.

Al contrario de lo que vaticinara Bilibin, las noticias que traía fueron acogidas con júbilo. Se había ordenado la celebración de un tedéum. A Kutúzov se le concedía la gran cruz de María Teresa, y para todo el ejército había distinciones. Bolkonski recibía una invitación tras otra y durante toda la mañana tuvo que visitar a los altos dignatarios austríacos. Pasadas las cuatro, cuando hubo concluido las visitas, volvió a la casa de Bilibin, meditando por el camino en la carta que escribiría a su padre sobre la batalla y su viaje a Brünn. Junto al portal de la casa de Bilibin había un carruaje, lleno a medias de objetos; Franz, el criado de Bilibin, apareció arrastrando con dificultad una maleta. (Antes de dirigirse a casa de Bilibin, el príncipe Andréi había entrado en una librería, en busca de libros para el tiempo de la campaña, y se había detenido allí demasiado tiempo.)

–¿Qué ocurre?– preguntó Bolkonski.

–Ach, Erlaucht– replicó Franz, subiendo con dificultad la maleta al coche. —Wir ziehen noch weiter. Der Bosewich ist schön wieder hinter uns her! 175

–¿Eh? ¿Qué dices?– preguntó el príncipe Andréi.

Bilibin salió a su encuentro. Su rostro, habitualmente tan tranquilo, parecía alterado.

–Non, non, avouez que c’est charmant, cette histoire du pont de Thabor. Ils l’ont passé sans coup férir 176– se refería al puente de Viena.

El príncipe Andréi seguía sin comprender nada.

–Pero ¿de dónde viene para no saber lo que saben ya todos los cocheros de la ciudad?

–Vengo de visitar a la archiduquesa. Allí no he oído nada de eso.

–¿Y no ha visto que en todas partes se preparan a partir?

–No... Pero ¿de qué se trata?– preguntó impaciente el príncipe Andréi.

–¿De qué se trata? Pues de que los franceses han pasado el puente defendido por Auersperg. El puente no fue volado y Murat corre ahora hacia Brünn. Hoy, lo más tarde mañana, estará aquí.

–¿Aquí? Pero ¿cómo no han hecho volar el puente si estaba minado?

–Eso mismo se lo pregunto yo a usted. Pero nadie lo sabe, ni siquiera Bonaparte.

Bolkonski se encogió de hombros.

–Pero si han atravesado el puente– dijo, —el ejército está perdido; quedará aislado.

–De eso se trata– respondió Bilibin. —Escúcheme. Como le dije, los franceses entraron en Viena. Hasta aquí muy bien. Pero al día siguiente, o sea ayer, los señores mariscales Murat, Lannes y Bélliard montan a caballo y se dirigen al puente. (Fíjese que los tres son gascones.) “Señores, dice uno, ya saben que el puente de Tabor está minado y contraminado, que delante hay una formidable tête de pont con quince mil hombres y la orden de volarlo todo e impedimos el paso. Pero como a nuestro emperador Napoleón le agradaría mucho que tomáramos ese puente, vamos a ir nosotros tres y lo conquistaremos.” “¡Vamos!", contestan los demás. Y van y toman el puente, lo pasan y ahora, con todo su ejército, están en esta parte del Danubio y avanzan hacia aquí, sobre nosotros, sobre usted y sus noticias.

–Déjese de bromas– dijo seria y tristemente el príncipe Andréi.

La nueva le resultaba penosa y agradable al mismo tiempo. Apenas supo la situación desesperada en que se encontraba el ejército ruso, pensó que le había sido reservada la suerte de salvarlo; que aquélla era su ocasión, era su Toulon que, de oficial desconocido, podría encumbrarlo por el gran camino de la gloria. Oyendo a Bilibin calculaba ya cómo, de vuelta al ejército, liaría ante el Consejo de Guerra la única propuesta capaz de salvar al ejército. Y se le confiaría a él solo la puesta en práctica de su plan.

–Déjese de bromas– dijo.

–No bromeo– prosiguió Bilibin. —Nada hay más triste y verdadero. Esos tres señores llegan al puente solos, agitan sus pañuelos blancos y aseguran que se ha firmado el armisticio y que ellos, los mariscales, vienen para hablar con el príncipe Auersperg. El oficial de guardia los deja pasar a la tête de pont y le cuentan un sinfín de gasconadas: dicen que la guerra ha terminado, que el emperador Francisco va a entrevistarse con Bonaparte y que ellos desean ver al príncipe Auersperg, etcétera. El oficial manda buscar a Auersperg. Esos señores abrazan a los oficiales, bromean, se sientan en los cañones y, entretanto, un batallón francés se acerca inadvertido, arroja al agua los sacos que contienen los explosivos y alcanza la tête de pont. Por último comparece el teniente general en persona, nuestro querido príncipe Auersperg von Mautern: “¡Querido enemigo, orgullo del ejército austríaco, héroe de las guerras turcas! La guerra ha terminado, podemos darnos la mano... El emperador Napoleón arde en deseos de conocer al príncipe Auersperg”. En una palabra, estos señores, que por algo son gascones, abruman de tal modo con cumplidos al príncipe Auersperg, completamente seducido por la rápida amistad de los mariscales franceses, tan deslumbrado por la capa y el penacho de plumas de avestruz de Murat, qu’il n'y voit que du feu et oublie celui qu’il devait faire sur l’ennemi. 177

A pesar de la vivacidad del discurso, Bilibin no descuido detenerse un momento después de ese mot, para dar tiempo a que el príncipe lo apreciara.

–El batallón francés irrumpe en la tête de pont, clava los cañones y el puente cae en sus manos. Pero, lo mejor– prosiguió, serenando su agitación por el interés de su propio relato, lo mejor es que el sargento colocado en el cañon que debía dar la señal de voladura, al ver a las tropas francesas correr hacia el puente, quería disparar, pero Lannes detuvo su mano. Ese sargento, por lo que se ve más listo que su general, se acercó a Auersperg y le dijo: “Príncipe, lo están engañando: los franceses están aquí". Murat se dio cuenta de que la cosa estaba perdida si el sargento seguía hablando. Entonces, con fingido estupor (como auténtico gascón), dijo a Auersperg: “¿Qué se ha hecho de la disciplina austríaca, tan famosa en todo el mundo? ¿Cómo permite que un inferior le hable así?”. C’est génial. Le prince d’Auersperg se pique d’honneur et fait mettre le sous-officier aux arrêts. Non, mais avouez que c’est charmant toute cette histoire du pont de Thabor. Ce n’est ni bêtise, ni lâcheté... 178

–C’est trahison, peu-être 179– dijo el príncipe, imaginándose muy a lo vivo los capotes grises, las heridas, el humo de la pólvora, los cañones y la gloria que le esperaba.

–Non plus. Cela met la cour dans de trop mauvais draps– prosiguió Bilibin. —Ce n’est trahison, ni lâcheté, ni bêtise; c’est comme à Ulm...– se detuvo buscando la expresión justa. —C’est... c’est du Mack. Nous sommes mackés– concluyó, consciente de que había dicho un motoriginal, un motque pronto habría de repetirse. 180

Las arrugas que le surcaban la frente durante todo el relato se relajaron entonces de gusto y con una ligera sonrisa se examinó las uñas.

–¿Adonde va?– preguntó al príncipe Andréi, que se había levantado y se dirigía a su habitación.

–Me voy.

–¿Adonde?

–Al ejército.

–Pero ¿no pensaba quedarse dos días más?

–Pero ahora me voy de inmediato.

Y el príncipe Andréi, después de haber dado las órdenes para la partida, se retiró a su habitación.

–Querido amigo– le dijo Bilibin reuniéndose con él. —He pensado en usted. ¿Por qué se marcha?

Y como para probar que sus razones eran indiscutibles, todas las arrugas de su rostro desaparecieron.

El príncipe Andréi miró inquisitivo a su interlocutor, pero no respondió nada.

–¿Por qué se va? Bien, lo sé... Cree que su deber es incorporarse al ejército cuando el ejército está en peligro. Lo comprendo, mon cher, c’est de l’héroïsme. 181

–Nada de eso– repuso el príncipe Andréi.

–Pero usted es un philosophe. Séalo hasta el fin, mire las cosas desde otro punto de vista y verá que su deber, por el contrario, está en guardar su persona. Deje eso a quienes no sirven para otra cosa... Nadie le ha ordenado que regrese y nadie le ha dado permiso para partir de aquí. Por lo tanto, puede quedarse e ir con nosotros hasta donde nos lleve nuestra desventurada suerte. Dicen que vamos a Olmütz, que es una bonita ciudad. Podemos ir tranquilamente los dos en mi coche.

–Basta de bromas, Bilibin– dijo Bolkonski.

–Le hablo francamente y como un amigo. Razonemos. ¿Adonde va y por qué se va ahora que puede quedarse aquí? Pueden ocurrir dos cosas– y la sien izquierda se le cubrió de arrugas: —una, que antes de llegar al ejército se haya firmado la paz; otra, la derrota y la vergüenza con todo el ejército de Kutúzov.

Y Bilibin distendió sus arrugas y sonrió complacido, advirtiendo la impecabilidad de su dilema.

–Yo no soy quién para discutir sobre esto– replicó fríamente el príncipe Andréi. Y añadió mentalmente: “Voy a salvar al ejército”.

–Vous êtes un héros, mon cher– dijo Bilibin. 182

XIII

Aquella misma noche, después de despedirse del ministro de la Guerra, Bolkonski partió para incorporarse al ejército, sin saber siquiera dónde podría encontrarlo y temiendo caer, en el camino de Krems, en manos de los franceses.

En Brünn toda la corte hacía sus maletas y enviaba los bagajes pesados a Olmütz. Cerca de Etzelsdorf, el príncipe Andréi salió al camino por el cual se retiraba el ejército ruso a grandes marchas y en el mayor desorden. Estaba tan embotellado de carros que era prácticamente imposible seguir adelante con el coche. El príncipe Andréi pidió al jefe de los cosacos un caballo y uno de sus hombres como escolta y, hambriento y cansado, prosiguió su marcha, adelantando los trenes regimentales en busca del comandante en jefe y su coche. Corrían por el camino los más alarmantes rumores sobre la suerte del ejército, y el aspecto de ese mismo ejército, que huía en desorden, confirmaba los rumores.

" Cette armée russe que l’or de l’Angleterre a transportée des extrémités de l’univers, nous allons lui faire éprouver le même sort (le sort de l’armée d’Ulm)", 183recordó las palabras de la proclama de Bonaparte a sus soldados al empezar la campaña, palabras que excitaban su admiración por el héroe genial, un sentimiento de orgullo herido y la esperanza de la gloria.

“¿Y si no quedara otra solución que morir? —se preguntaba—. Moriremos, si es necesario. Y sabré hacerlo no peor que los demás.”

El príncipe Andréi miraba con desdén la interminable hilera de vehículos, de carros, de parques, de piezas de artillería, de furgones y más furgones de todo género que se adelantaban unos a otros y que, de tres en tres o de cuatro en cuatro, se amontonaban cerrando el paso en el sucio camino. De todas partes, atrás y adelante, hasta donde podía oírse, llegaba un estrépito de ruedas, carros, armones y cascos de caballos, restallar de látigos, lamentos, juramentos de soldados, asistentes y oficiales. Se sucedían, a ambos lados del camino, caballos muertos, despellejados y sin despellejar, carros destrozados junto a los cuales, a la espera de quién sabe qué, se sentaban soldados solitarios; otros, separados de sus compañías, iban en tropel a las aldeas vecinas y volvían de ellas con gallinas, corderos, heno y sacos repletos de algo. En las subidas o descensos la muchedumbre se apiñaba más aún y ensordecía con su clamor ininterrumpido. Hundidos en el fango hasta la rodilla, los soldados empujaban cañones y carros; silbaban los látigos, resbalaban los caballos, se rompían las varas y los gritos parecían desgarrar los pechos. Los oficiales que dirigían la retirada pasaban entre los carros y apenas se escuchaban sus voces en medio del clamor general; o la expresión de sus rostros revelaba que desesperaban de poner término a tanto desorden.

“Voilà le cher ejército ortodoxo”, pensó Bolkonski, recordando las palabras de Bilibin.

Deseaba preguntar a alguno de aquellos hombres dónde era posible hallar al general en jefe, y con esa intención se acercó a un grupo de carros. Exactamente delante de él avanzaba un extraño vehículo arrastrado por un solo caballo —obra evidente del ingenio popular– que parecía algo intermedio entre carro, cabriolé y calesa. El vehículo iba conducido por un soldado y sentada bajo la capota había una mujer envuelta en chales. Se acercó el príncipe Andréi y ya se disponía a preguntar al soldado, cuando su atención fue atraída por los gritos desesperados que daba la mujer sentada en el vehículo. El oficial que iba a la cabeza de aquel grupo de carros golpeaba al soldado que conducía el coche de la mujer por haber intentado adelantarse a los demás. El látigo golpeaba la cubierta del extraño vehículo y la mujer lanzaba gritos desgarradores. Al ver al príncipe Andréi la mujer asomó la cabeza y, sacando las delgadas manos del chal, lo llamó agitándolas:

–¡Ayudante! ¡Señor ayudante!... En nombre de Dios... ¡Defiéndanos!... ¿Qué va a ser de mí?... Soy la esposa del médico del séptimo de cazadores... No nos dejan pasar... Nos hemos rezagado, hemos perdido a los nuestros...

–¡Te voy a hacer papilla! ¡Atrás!– gritaba el oficial, furioso, al soldado. —¡Vuelve atrás con tu zorra!

–¡Defiéndanos, señor ayudante! ¿Cómo es posible esto? gritaba la mujer del médico.

–Deje pasar este coche. ¿No ve que se trata de una mujer? dijo el príncipe Andréi, acercándose al oficial.

Éste lo miró sin contestar, y volviéndose de nuevo al soldado gritó:

–¡Tú vas a cobrar!... ¡Atrás!

–¡Le digo que los deje pasar!– volvió a decir el príncipe Andréi apretando los labios.

–Y tú ¿quién eres?– se le encaró el oficial ebrio de furia. —¿Quién eres? ¿Eres tú el que manda aquí? El que manda aquí soy yo, no tú– y subrayaba especialmente el "tú”. —¡Atrás!– repitió al soldado. —¡Te voy a hacer papilla.

Esta expresión parecía gustar al oficial.

–Bien le ha parado los pies al ayudantillo– comentó una voz a sus espaldas.

El príncipe Andréi se dio cuenta de que el oficial se hallaba en ese paroxismo de furor cuando los hombres no saben ya lo que dicen. Vio que su intervención a favor de la mujer del vehículo iba a desembocar en lo que él más temía en este mundo, aquello que se llama ridicule, pero su instinto le decía algo distinto. Antes de que el oficial concluyera sus últimas palabras, el príncipe Andréi, con el rostro desfigurado por la furia, se le acercó blandiendo la fusta:

–¡Ten-ga la bon-dad de de-jar-la pa-sar!

El oficial hizo un gesto con la mano y se alejó presuroso.

–Estos oficiales de Estado Mayor tienen la culpa de todo el desorden– gruñó. —Haga lo que quiera.

El príncipe Andréi, sin levantar los ojos, se alejó rápidamente de la mujer, que no dejaba de llamarlo su salvador, y repasando con repugnancia los menores detalles de aquella escena humillante galopó hacia la aldea donde, según le habían dicho, se encontraba el general en jefe.

Llegado al lugar, echó pie a tierra con la intención de descansar unos momentos, comer algo y ordenar el cúmulo de penosos, humillantes pensamientos que lo atormentaban. “Esto es una banda de canallas, no un ejército”, pensaba, próximo ya a la ventana de la primera casa, cuando sintió que lo llamaba una voz conocida.

Se volvió: en la pequeña ventana asomaba el bello rostro de Nesvitski que masticaba algo y lo llamaba agitando las manos.

–¡Eh, Bolkonski, Bolkonski! ¿Es que no oyes? ¡Ven, rápido!– gritaba.

El príncipe Andréi penetró en la casa donde comían Nesvitski y otro ayudante de campo. Se volvieron rápidamente hacia él, preguntando si sabía algo nuevo. En los rostros de aquellos hombres, a los que tan bien conocía, el príncipe Andréi leyó la turbación y la inquietud, visibles sobre todo en la cara habitualmente alegre de Nesvitski.

–¿Dónde está el general en jefe?– preguntó Bolkonski.

–Aquí, en aquella casa– respondió el ayudante.

–¿Es verdad que hemos capitulado y se firma la paz?– preguntó Nesvitski.

–Lo mismo les pregunto yo. No sé nada, salvo que he llegado hasta aquí con grandes dificultades.

–Pues aquí, amigo, la cosa es terrible. Me confieso culpable: nos burlábamos de Mack y ahora nos hallamos en una situación bastante peor que él– dijo Nesvitski. —Pero, siéntate; come algo.

–Ahora, príncipe, no encontrará ni coche ni nada; y su Piotr... ¡Dios sabe dónde estará!– dijo el otro ayudante de campo.

–¿Dónde se encuentra el Cuartel General?

–Pernoctamos en Znaim.

–Pues yo– continuó Nesvitski —he cargado cuanto necesitaba en dos caballos; me hicieron unos bastes magníficos. Como para escapar hasta por los montes de Bohemia. Esto va mal, amigo. Pero ¿qué te pasa? Debes de estar enfermo cuando tiemblas de ese modo– preguntó Nesvitski al advertir que el príncipe Andréi se estremecía como si hubiese tocado una botella de Leyden.

–No me pasa nada– respondió el príncipe Andréi. Había recordado su altercado con el oficial acerca de la mujer del médico.

–¿Qué hace aquí el general en jefe?– preguntó.

–No comprendo nada– dijo Nesvitski.

–Pues yo sólo comprendo una cosa: que todo es abominable, abominable y abominable– concluyó el príncipe Andréi, y salió hacia la casa donde se alojaba el general en jefe.

Dejando atrás el coche de Kutúzov, los agotados caballos del séquito y a los cosacos que charlaban en voz alta entre sí, el príncipe Andréi entró en el zaguán de la isba donde, según le dijeran, se hallaba Kutúzov. En efecto, allí estaba, con el príncipe Bagration y Weyrother, el general austríaco sustituto de Schmidt. En el zaguán el pequeño Kozlovski estaba en cuclillas delante de un escribiente, quien, con los papeles extendidos sobre un tonel, escribía a toda prisa, vueltas las mangas del uniforme. El rostro de Kozlovski denotaba agotamiento; era evidente que tampoco él había dormido aquella noche. Miró al príncipe Andréi y ni siquiera lo saludó con la cabeza.

–La segunda línea... ¿Has escrito?– seguía dictando. —El regimiento de granaderos de Kiev, el de Podolsk...

–Excelencia, no puedo escribir tan de prisa– dijo con poco respeto el escribiente, mirando enfadado a Kozlovski.

En aquel instante, tras la puerta, se oyó la voz descontenta y excitada de Kutúzov, a la que interrumpía otra voz desconocida. Del timbre de aquellas voces, de la negligencia con que lo había mirado Kozlovski, de la falta de respeto del fatigado escribiente, de la manera como uno y otro permanecían en el suelo tan cerca del general en jefe, junto a un barril, y aun de las fuertes risas de los cosacos que custodiaban los caballos bajo las ventanas de la isba, el príncipe Andréi dedujo que algo importante y nefasto estaba por ocurrir.

Bolkonski hizo insistentes preguntas a Kozlovski.

–En seguida, príncipe. Es la orden de operaciones para Bagration.

–¿Hay capitulación?

–No hay capitulación. Se han dictado órdenes para la batalla.

El príncipe Andréi se encaminó hacia la puerta de la que salían voces; pero cuando iba a abrirla, dejaron de sonar. Se abrió la puerta y apareció Kutúzov con su nariz de águila y su grueso rostro. El príncipe Andréi estaba delante de Kutúzov; pero por la expresión del único ojo del general en jefe se adivinaba que sus pensamientos y preocupaciones lo embargaban hasta tal punto que ni siquiera veía lo que tenía delante. Se quedó mirando a su ayudante de campo, sin reconocerlo.

–¿Qué, has terminado?– preguntó a Kozlovski.

–Ahora mismo, Excelencia.

Bagration, joven aún, delgado y de mediana estatura, de cara firme e inexpresiva de tipo oriental, apareció detrás del comandante en jefe.

–Tengo el honor de presentarme– repitió con voz bastante alta el príncipe Andréi, tendiendo un sobre.

–¿Ah, de Viena? Muy bien. Después, después...

Kutúzov se dirigió a la salida, seguido de Bagration.

–Bueno, príncipe, adiós– le dijo. —Que Cristo te acompañe. Llevarás mi bendición en esta gran empresa.

Y el rostro de Kutúzov se dulcificó inesperadamente. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Con la mano izquierda atrajo a Bagration y con la derecha, en la que se veía un anillo, con gesto ya habitual hizo sobre él la señal de la cruz; después le ofreció la gruesa mejilla, pero Bagration alcanzó a besarlo en el cuello.

–¡Que Cristo te acompañe!– repitió Kutúzov, y se dirigió hacia su coche. —Ven conmigo– dijo a Bolkonski.

–Excelencia, quisiera ser útil aquí, permítame que me quede a las órdenes del príncipe Bagration.

–Sube– mandó Kutúzov. Y notando la vacilación de Bolkonski, añadió: —También yo necesito buenos oficiales.

Subieron al coche. Siguió un silencio de varios minutos.

–Habrá otras muchas acciones– comentó Kutúzov con perspicacia senil, como si adivinara cuanto estaba ocurriendo en el ánimo de Bolkonski. —Si mañana regresa la décima parte de su destacamento, daré gracias a Dios añadió como hablando consigo mismo.

El príncipe Andréi miró a Kutúzov y así, a tan corta distancia, se fijó en los blancos contornos de la cicatriz que el general tenía en la sien, recuerdo de la bala que en Ismail le había atravesado el cráneo, vaciándole un ojo.

“Sí, él tenía derecho a hablar tan tranquilamente de la pérdida de esas vidas”, pensó Bolkonski.

–Precisamente por eso le pido que me envíe con esas tropas– dijo.

Kutúzov no respondió. Permanecía pensativo, como olvidado de cuanto dijera poco antes. Cinco minutos después, entre el suave balanceo de los blandos muelles del carruaje, Kutúzov se volvió hacia el príncipe Andréi. En su rostro no quedaba huella alguna de emoción. Pidió con fina ironía detalles de su entrevista con el Emperador, de cuanto se decía en la Corte sobre la acción de Krems y se interesó por alguna común amistad femenina.

XIV

El primero de noviembre Kutúzov recibió de su explorador una información según la cual el ejército a sus órdenes se hallaba en situación casi desesperada. Según ese informe, los franceses habían atravesado con gran número de fuerzas el puente de Viena y se dirigían hacia la línea de comunicación de Kutúzov con las tropas que llegaban de Rusia. Si Kutúzov se decidía a quedarse en Krems, los ciento cincuenta mil hombres del ejército de Napoleón le iban a cortar toda posibilidad de comunicación y el enemigo cercaría a sus exhaustos cuarenta mil hombres, colocándolos en la misma situación que a Mack en Ulm. Si se decidía a abandonar la línea de comunicación con las tropas provenientes de Rusia, debería penetrar en una comarca sin caminos y desconocida, en las montañas de Bohemia, defendiéndose contra un rival muy superior en número, y abandonar toda esperanza de reunirse con Buxhöwden. Por último, si Kutúzov se decidía a retroceder por el camino de Krems a Olmütz, para unirse a las tropas que llegaban de Rusia, corría el riesgo de que se le adelantasen los franceses que habían atravesado el puente de Viena y se vería obligado a combatir durante la marcha, con todos los bagajes e impedimenta, contra un ejército tres veces más numeroso que lo rodeaba por dos lados.

Kutúzov escogió lo último.

Los franceses, como anunciaban los exploradores, habían cruzado el río en Viena y se dirigían a marchas forzadas a Znaim, a más de cien kilómetros del camino por el que había de retroceder Kutúzov. Llegar a Znaim antes que los franceses constituía para los rusos una gran esperanza de salvación; dejar que los franceses llegasen antes equivalía, sin duda alguna, a poner al ejército ruso ante una vergüenza similar a la de Ulm, o a su aniquilamiento general. Pero adelantarse a los franceses con todo el ejército era imposible. El camino de los franceses desde Viena hasta Znaim era más corto y mejor que el de los rusos desde Krems.

La misma noche en que recibiera la noticia Kutúzov mandó que la vanguardia de Bagration, cuatro mil soldados, dejasen el camino de Krems a Znaim y tomasen el de Viena a Znaim, metiéndose directamente por las montañas. Bagration debía proseguir esa marcha sin detenerse, de cara a Viena y de espaldas a Znaim; y si conseguía adelantarse a los franceses, debería entretenerlos el mayor tiempo posible. Kutúzov, por su parte, con el grueso del ejército y la impedimenta, avanzaría hacia Znaim.

Después de haber cubierto en una noche tempestuosa, con soldados hambrientos y descalzos, cuarenta y cinco kilómetros a través de las montañas, por terrenos carentes de caminos, dejándose atrás un tercio de rezagados, Bagration alcanzó Hollbrün, en el camino de Viena a Znaim, horas antes que los franceses, que, desde la capital austríaca, avanzaban a su encuentro. Kutúzov tenía que marchar veinticuatro horas más con sus convoyes para llegar a Znaim. Para salvar al ejército, Bagration debía entretener con menos de cuatro mil hombres a todas las fuerzas enemigas en Hollbrün. Estos soldados rusos, hambrientos y exhaustos, debían retener durante veinticuatro horas el avance francés: cosa evidentemente imposible. Pero la caprichosa fortuna hizo que lo imposible fuera posible. El éxito de la estratagema que había puesto en manos de los franceses, sin lucha alguna, el puente de Viena indujo a Murat a tratar de engañar igualmente a Kutúzov. Al encontrarse con el grupo de Bagration en el camino de Znaim, Murat creyó que aquel destacamento era todo el ejército de Kutúzov. Para liquidar de un solo golpe al enemigo, decidió esperar la llegada de los rezagados que avanzaban por el camino de Viena y, en consecuencia, propuso un armisticio de tres días, a condición de que ambos ejércitos se mantuvieran en sus posiciones y no avanzaran un solo paso. Murat afirmaba que habían comenzado las negociaciones de paz y proponía el armisticio para evitar un inútil derramamiento de sangre. El general austríaco, conde Nostitz, que estaba en las primeras líneas, creyó en las palabras del emisario de Murat y retrocedió, dejando al descubierto el destacamento de Bagration. Otro emisario se dirigió hacia las tropas rusas llevando la misma noticia de la proximidad de la paz y proponiendo a las tropas rusas tres días de armisticio. Bagration respondió que no estaba autorizado para aceptar ni rechazar la tregua y envió a su ayudante de campo para informar a Kutúzov de la propuesta hecha.


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