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Guerra y paz
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Автор книги: Leon Tolstoi



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Después de haber leído aquella carta, como hacía con todas las de su marido, Natasha, a pesar del dolor que le producía su ausencia, le propuso que fuera a San Petersburgo. Concedía, aun sin entenderlo, gran importancia a toda la actividad intelectual y abstracta de su marido y temía siempre ser un obstáculo para ella. A la mirada interrogadora y tímida de Pierre, después de leer aquella carta, Natasha contestó pidiéndole que partiera, aunque fijó exactamente el día de su regreso: Pierre obtuvo un permiso de cuatro semanas.

Desde que caducó el permiso, dos semanas atrás, Natasha se hallaba en un estado permanente de tristeza, temor e irritación.

Denísov, general retirado y muy a disgusto con la situación política de aquellos tiempos, llegado a Lisie-Gori hacía dos semanas, contemplaba a Natasha con estupor y tristeza, creía ver el retrato de un ser amado en otros tiempos, al que no se le parecía en nada. Lo único que veía y oía de la hechicera de antes eran miradas tristes y preocupadas, respuestas fuera de propósito y conversaciones sobre los niños.

Durante todo ese tiempo Natasha se mostraba triste e irascible, sobre todo cuando su madre, su hermano, Sonia o la condesa María buscaban alguna disculpa al retraso de Pierre.

–No son sino tonterías, bagatelas– decía Natasha. —Todas sus ideas no conducen a nada. Lo mismo que esas tontas sociedades– decía refiriéndose a los asuntos en cuya importancia creía tan firmemente. Y se iba a la habitación de los niños para dar el pecho a Petia, su único varón.

Nadie podía proporcionarle tanta serena tranquilidad como aquel pequeño ser de tres meses que estrechaba contra su pecho, cuando sentía los movimientos de su boquita y los resoplidos de su pequeña nariz. Aquella criatura parecía decirle: “Te enfadas, estás celosa, querrías vengarte, tienes miedo, pero yo soy él, yo soy él...”. Y no había nada que objetar a esa verdad. Era algo más que una verdad.

Tanto recurrió durante aquellas dos semanas a su hijo para serenarse, tanto se ocupó de él, lo amamantó tantas veces, que el niño cayó enfermo. Natasha quedó aterrada ante la enfermedad; pero, al mismo tiempo, era algo que necesitaba. Mientras cuidaba al pequeño soportaba más fácilmente la inquietud por el marido.

Cuando el coche de Pierre se detuvo con estrépito en el portal de Lisie-Gori, una niñera, que sabía cómo alegrar a su señora, entró resplandeciente en la habitación con pasos rápidos y silenciosos.

–¿Ha llegado?– preguntó Natasha, sin hacer el menor movimiento por miedo a despertar al pequeño que estaba durmiendo en sus brazos después de haber mamado.

–Ha llegado, madrecita– susurró la niñera.

La sangre afluyó al rostro de Natasha; no pudo dominar el movimiento que hicieron sus piernas; pero era imposible ponerse en pie y correr. El niño abrió los ojos y la miró. “¿Estás aquí?”, parecía decirle; y chasqueó perezosamente los labios.

Natasha lo separó suavemente del pecho, acunándolo en los brazos; dio el pequeño a la niñera y, con rápidos pasos, se dirigió a la puerta. Allí se detuvo, como si tuviera remordimiento por su alegría y por abandonar tan pronto al niño. Volvió la cabeza. La niñera, con los brazos en alto para no rozar la barandilla, trasladó al pequeño a su cuna.

–Váyase, váyase, mamita, puede estar tranquila– susurró, sonriendo con esa familiaridad que suele existir entre la niñera y su señora.

Natasha corrió con paso ligero al pasillo.

Denísov, que con su pipa en la boca salía del despacho a la sala, reconoció por primera vez a la antigua Natasha. De su rostro transfigurado fluían raudales de luz resplandeciente y jubilosa.

–¡Ya ha llegado!– dijo sin dejar de correr.

Y Denísov se sintió entusiasmado de que hubiera regresado Pierre, a quien tenía muy poca simpatía. Cuando Natasha entró corriendo en el pasillo vio una figura muy alta, con pelliza de piel, que estaba desenrollando la bufanda.

“¡Él! ¡Él! ¡Es cierto! Ya está aquí —se decía a sí misma, y se precipitó hacia él, lo abrazó, estrechó su cabeza en el pecho de Pierre y después, apartándose, contempló el rostro sonrosado, cubierto de escarcha y feliz de su marido—. Sí, es él, feliz, contento...”

Y recordó de pronto todos los sufrimientos de aquellas dos semanas de espera. Desapareció la alegría que iluminaba su rostro; frunció el ceño y sobre Pierre cayó un torrente de reproches y palabras de censura.

–Sí, sí, tú lo has pasado bien, estás muy contento, te has divertido... ¿Y yo? Debías haber pensado por lo menos en los niños. Estoy criando y se me ha estropeado la leche... Petia estuvo a la muerte. Sí, pero tú te has divertido... lo has pasado muy bien...

Pierre sabía que no era culpable, porque le había sido imposible volver antes; sabía que aquel estallido de cólera era injusto, que dos minutos después habría pasado por completo; sabía, sobre todo, que se sentía alegre y contento. Quería sonreír, pero no se atrevió ni a pensarlo; adoptó un aire lastimero, asustado, y se agachó.

–No podía volver, te lo juro... Dime, ¿cómo está Petia?

–Ya pasó. Vamos. Debería darte vergüenza. Si vieras cuando no estás conmigo lo que...

–¿Te encuentras bien?

–Vamos, vamos– decía ella, sin soltar a Pierre.

Y se dirigieron a sus habitaciones.

Cuando Nikolái y su mujer fueron en busca de Pierre, él estaba en la habitación de los niños y sostenía en la enorme palma de su mano derecha al hijo recién despierto con quien jugueteaba y cuya redonda carita, con la boca abierta, sin dientes, se ensanchaba en una alegre sonrisa. La tempestad se había calmado hacía mucho y un sol luminoso y alegre brillaba en el rostro de Natasha, que miraba con ternura al marido y al hijo.

–¿Estás contento de las conversaciones con el príncipe Fiódor?– preguntaba Natasha.

–Sí, fue muy bien.

–Mira cómo la sostiene– Natasha se refería a la cabeza de su hijo. —¡Qué miedo he pasado!... ¿Viste a la princesa? ¿Es cierto que está enamorada de ese...?

–Sí, imagínatelo...

En aquel momento entraron Nikolái y la condesa María. Pierre, sin abandonar a su hijo, se inclinó para besarlos y contestó a sus preguntas. Pero era evidente que, a pesar de las muchas cosas interesantes que podía contar, la cabecita vacilante del niño, cubierta con un gorrito, atraía ahora toda su atención.

–¡Qué precioso está!– dijo la condesa María mirando y jugueteando con el niño. —No comprendo, Nicolás– añadió, dirigiéndose a su marido, —cómo es posible que no veas el encanto de estas preciosas maravillas.

–No lo entiendo, no puedo entenderlo– dijo Nikolái mirando al niño con frialdad. —Un pedazo de carne. Vamos, Pierre.

–Y, sin embargo, es un padre tan cariñoso...– siguió la condesa María justificando a Nikolái. —Pero le gustan cuando ya tienen un año o así...

–En cambio Pierre los cuida maravillosamente– dijo Natasha. —Dice que tiene la mano hecha a la medida de su trasero, fijaos.

–Vaya, pero no para eso– rió Pierre.

Y devolvió el pequeño a la niñera.

XII

Lo mismo que en toda familia auténtica, en Lisie-Gori se reunían varios mundos muy diferentes, cada uno de los cuales conservaba sus peculiaridades y hacía concesiones a los demás, formando así un todo armonioso. Cualquier acontecimiento que sucediera en la familia, triste o alegre, era igualmente importante para todos; pero cada uno de esos mundos tenía sus motivos particulares y propios para alegrarse o entristecerse.

El regreso de Pierre fue un motivo de alegría general y así se reflejó en todos.

Los criados, que suelen ser los mejores jueces de sus amos, porque los juzgan por sus actos y su manera de vivir y no por sus palabras y la expresión de sus sentimientos, se alegraron de la llegada de Pierre porque sabían que, con él en casa, Nikolái no se pasaría el día recorriendo la finca, estaría más alegre y benévolo, y también porque todos recibirían buenos regalos con motivo de la fiesta.

Los niños y las institutrices se alegraban de la llegada de Pierre porque nadie se preocupaba como él de incorporarlos a la vida común. Sólo Pierre sabía interpretar al clavicordio una escocesa (la única pieza que conocía) a cuyos sones, como él decía, podían bailarse toda suerte de bailes. Además, habría traído, seguramente, regalos para todos.

Nikóleñka, que tenía ya quince años y era un muchacho inteligente, de aspecto enfermizo y delgado, rubio, de cabellos rizados y bellísimos ojos, se alegraba de la llegada de su tío Pierre, así lo llamaba siempre, porque sentía por él una admiración entusiasta y un cariño apasionado. Nadie había inculcado en él ese cariño especial por Pierre, al que sólo de vez en cuando veía. La condesa María, encargada de educarlo, procuraba por todos los medios que amara a su marido como ella lo amaba. El muchacho quería a su tío, sí, pero en ese afecto había un ligero matiz despectivo. En cambio a Pierre lo adoraba. No quería ser húsar ni caballero de San Jorge como el tío Nikolái, sino instruido, inteligente y bueno como Pierre. En su presencia, el rostro de Nikóleñka se iluminaba, se ruborizaba, se atragantaba siempre que Pierre le dirigía la palabra. No dejaba pasar nada de lo que Pierre decía. No perdía ni una sola de sus palabras y después, a solas, o con Dessalles, recordaba y razonaba el significado de cada frase. El pasado de Pierre, sus desdichas hasta 1812 —sobre las cuales tenía una idea vaga y poética, basada en lo que había oído—, sus aventuras en Moscú, el cautiverio, la historia de Platón Karatáiev (de quien Pierre había hablado), su amor por Natasha —a la que también él quería especialmente– y, sobre todo, la amistad que había unido a Pierre con su padre, al que Nikóleñka no recordaba, convertían a Pierre ante sus ojos en un héroe y en una persona digna de veneración.

Por ciertas medias frases que había oído acerca de su padre y Natasha, por la emoción con que Pierre hablaba del difunto, por la precavida y ferviente ternura con que Natasha lo recordaba y porque entonces comenzaba Nikóleñka a comprender lo que era el amor, se había hecho la idea de que su padre amó a Natasha y, al morir, se la había confiado a su amigo. Se imaginaba a su padre como una especie de divinidad imposible de concebir y en quien pensaba siempre con el corazón emocionado y los ojos llenos de lágrimas, entusiasmo y tristeza. Por todo ello, Nikóleñka se sentía feliz con la llegada de Pierre.

Los invitados se alegraban porque Pierre era un hombre capaz de animar cualquier reunión y mantener un ambiente amistoso entre todos.

Los adultos de la familia, sin contar a Natasha, estaban satisfechos de su presencia, porque con Pierre la vida era más tranquila y fácil.

Las señoras viejas se alegraban por los regalos traídos y porque Natasha se animaría de nuevo.

Pierre sentía las esperanzas puestas en él, por aquellos diversos mundos, procuraba satisfacerlas, se apresuraba a dar a cada uno lo que esperaba.

Siendo el hombre más distraído y olvidadizo de la tierra, había comprado todas aquellas cosas de acuerdo con la lista preparada por su mujer, sin olvidar los encargos de la vieja condesa, ni el corte de vestido para Bielova, ni los juguetes para los sobrinos, ni los encargos de su cuñado. Al principio de su matrimonio le extrañaba la exigencia de su mujer de que cumpliera y no olvidara los encargos que le hacían. Y al regreso de su primer viaje se quedó asombrado al ver el disgusto de Natasha por haberse olvidado de todos sus encargos. Después se fue acostumbrando. Sabía que su mujer no encargaba nada para sí misma y únicamente pedía para los demás cuando él mismo se ofrecía. Pierre experimentaba ahora una infantil satisfacción al comprar regalos para toda la familia y nunca olvidaba nada. Si ahora Natasha le reprochaba algo, era el haber comprado demasiadas cosas y muy caras. A todos sus defectos, en opinión de la mayoría, y cualidades, en opinión de Pierre —su descuido en el vestir, la despreocupación por su aspecto—, Natasha había añadido la avaricia.

Desde que Pierre empezó a vivir con su familia en una casa grande que requería importantes sumas de dinero, se dio cuenta, con gran asombro suyo, de que gastaba dos veces menos que antes y que su situación financiera, algo precaria últimamente (en particular por las deudas de su primera esposa), comenzaba a mejorar.

Vivir costaba menos porque era una vida regulada. Pierre ya no llevaba, ni deseaba llevar, aquel lujoso y caro nivel de vida que podía cambiar en todo momento. Sabía que su modo de vivir estaba determinado para siempre, hasta su muerte, y que él no podía modificarlo, y por ello ese género de vida resultaba barato.

Satisfecho y sonriente, Pierre enseñaba sus compras.

–No está mal, ¿verdad?– dijo, desdoblando, como lo haría un vendedor, un corte de tela.

Natasha, sentada enfrente de su marido con la mayor de sus hijas sobre las rodillas, miraba con ojos brillantes ya a Pierre, ya las cosas que él iba sacando.

–¿Es para Bielova? ¡Perfecto! Te habrá costado a rublo la vara, ¿no?– preguntó, palpando la tela.

Pierre dijo el precio.

–Es caro– observó Natasha. —¡Cómo se van a alegrar los niños y maman! Pero no valía la pena que me compraras eso– añadió sin contener una sonrisa y admirando una peineta de oro y perlas, que entonces empezaban a estar de moda.

–Fue Adèle quien insistió que te lo comprara– explicó Pierre.

–¿Cuándo podré ponérmela?– y se la puso en la trenza. —Tal vez cuando Máshenka empiece a frecuentar la sociedad se vuelvan a llevar. Bien, vamos.

Tomaron los regalos y se dirigieron primero a la habitación de los niños y después en busca de la condesa.

Cuando Pierre y Natasha entraron en la sala, con los paquetes bajo el brazo, la condesa estaba con la señora Bielova y hacía un solitario, según su costumbre.

La condesa había pasado ya de los sesenta y sus cabellos eran totalmente blancos; una pequeña cofia enmarcaba su arrugado rostro; tenía hundido el labio superior y los ojos apagados.

Después de la muerte de Petia, casi seguida por la de su marido, se sentía un ser sin objeto ni razón, olvidado por casualidad en este mundo. Comía, bebía, hablaba, pero no vivía. La vida no le proporcionaba emoción alguna. No pedía más que tranquilidad, y esa tranquilidad podía encontrarla solamente en la muerte. Pero entretanto había que vivir, es decir, aplicar en algo las fuerzas vitales. Se advertía en ella —en su grado más alto– lo que suele darse en niños muy pequeños y en personas muy viejas: la carencia de toda razón externa; era evidente, sin embargo, que necesitaba ejercitar sus diversas inclinaciones y facultades. Necesitaba comer, dormir, pensar, hablar, llorar, entretenerse con algo, enfadarse, etcétera, porque tenía un estómago, un cerebro, músculos, nervios e hígado. Hacía todas las cosas sin un estímulo externo, no como lo hacen los hombres en la plenitud de su vida, cuando el objetivo a que aspiran oculta otro: la aplicación de sus fuerzas. Hablaba porque físicamente tenía necesidad de hacer funcionar sus pulmones y su lengua; lloraba como una niña porque necesitaba sonarse, etcétera. Aquello que para las personas en la plenitud de sus energías era un objetivo en ella no pasaba de ser un pretexto.

Así, por la mañana, sobre todo si la víspera había cenado algo grasiento, necesitaba enfadarse, y tomaba como pretexto inmediato la sordera de la señora Bielova.

Desde el otro extremo del cuarto empezaba a decir en voz baja:

–Me parece, querida, que hoy hace más calor– murmuraba. Y cuando la señora Bielova contestaba: “Pues sí, han llegado”, ella gruñía enfadada: —¡Dios mío! ¡Qué sorda y estúpida es!

Otro pretexto para su mal humor era el rapé, al que encontraba seco, húmedo o mal triturado. Después, su rostro se ponía bilioso; y sus doncellas de servicio sabían por indicios ciertos cuándo la señora Bielova volvería a estar sorda, el rapé húmedo y el rostro de la condesa amarillo verdoso. Del mismo modo que debía dar curso a su bilis, sentía a veces la necesidad de usar el resto de su capacidad de pensar y la empleaba en hacer solitarios. Cuando necesitaba llorar hablaba del difunto conde. Cuando tenía necesidad de inquietarse por algo el pretexto era Nikolái y su salud; cuando quería hablar sarcásticamente, el pretexto escogido solía ser la condesa María; cuando necesitaba ejercitar los órganos vocales —cosa que por lo general ocurría hacia las siete de la tarde, después de haber hecho la digestión en su habitación, a oscuras– el pretexto eran siempre las mismas historias contadas a idénticos oyentes.

Todos los familiares comprendían el estado de la anciana, aunque nadie jamás lo mencionara; todos se esforzaban por satisfacer esas necesidades suyas. Sólo las miradas sonrientes y tristes a un tiempo que a veces intercambiaban Nikolái, Pierre, Natasha y la condesa María daban a entender que se daban perfecta cuenta de su situación.

Pero esas miradas decían además otra cosa: querían decir que la anciana había cumplido su papel en este mundo, que no era en realidad como ahora se la veía, que todos llegarían a estar como ella y que era motivo de satisfacción someterse a sus deseos, saber contenerse ante aquella persona, antes querida, convertida ahora en un ser lastimero. Memento mori, decían esas miradas.

Entre las personas de casa, sólo los niños y la gente de malos sentimientos o estúpida no alcanzaban a comprenderlo y se alejaban de ella.

XIII

Cuando Pierre y su mujer entraron en la sala la condesa sentía la necesidad —habitual para ella– de una actividad cerebral y hacía solitarios; y aunque, por pura costumbre, pronunciara las palabras que siempre decía a la vuelta de su yerno o su hijo: “Ya es hora, querido, llevamos esperándote mucho tiempo, pero ya estás aquí, etcétera. ¡Bendito sea Dios!”, y aunque añadiera al recibir los regalos otras palabras habituales: “No es el regalo lo que me agrada, querido: gracias por acordarte de esta vieja”, era evidente que en ese momento la llegada de Pierre no le agradaba, porque la distraía del solitario aún no concluido.

Sólo cuando hubo terminado el juego se puso a examinar los regalos que le traía Pierre. Consistían en un estuche para los naipes, magníficamente trabajado, una taza de Sèvres azul oscuro, con su tapadera, donde estaban dibujadas unas pastorcillas, y una tabaquera de oro con el retrato del conde, encargado por Pierre a un miniaturista de San Petersburgo (la condesa deseaba tenerlo hacía tiempo). En aquel momento no tenía deseos de llorar y por eso miró el retrato con indiferencia y dedicó más atención al estuche.

–Gracias, querido, todo me ha gustado mucho. Pero lo mejor es que hayas vuelto tú mismo. Ya puedes regañar a tu mujer; sin ti se pone como loca; no ve ni recuerda nada– dijo, como siempre hacía en circunstancias semejantes. —Mira, Anna Timoféievna, qué estuche nos ha traído mi hijo.

La señora Bielova admiró el regalo y se mostró entusiasmada con la tela que traían para ella.

Aunque Pierre, Natasha, Nikolái, la condesa María y Denísov tenían muchas cosas que contarse, no podían hablar delante de la condesa; no porque le ocultaran nada sino porque se trataba de asuntos de los que ella no estaba al corriente, y si comenzaban a hablar en su presencia habrían debido contestar a preguntas que no venían a cuento, repetir cosas ya archisabidas sobre alguien que había muerto o sobre otro que se había casado, cosas todas que la condesa había oído antes y que era incapaz de recordar. Sin embargo, como de costumbre, se reunieron en el salón en torno al samovar, y Pierre contestó las inútiles preguntas de la condesa, que no interesaban ni a ella ni a nadie, acerca de que el príncipe Vasili había envejecido, de que la condesa María Alexéievna la recordaba y mandaba sus saludos, etcétera.

Esta conversación, que no interesaba a ninguno, pero necesaria, prosiguió mientras tomaban el té. En torno a la mesa redonda, junto al samovar, estaba sentada Sonia y se habían reunido todos los mayores de la familia. Los niños, las institutrices y los preceptores habían tomado ya su té y sus voces se oían en la sala vecina. Cada uno ocupaba su puesto de siempre: Nikolái junto a la estufa, ante una mesita donde le servían el té; la vieja perra Milka, hija de la primera Milka, echada a su lado en un sillón, con el hocico totalmente canoso en el cual se destacaban aún más sus grandes ojos negros; Denísov, con sus cabellos rizados, patillas y bigotes casi blancos, desabrochada su guerrera de general, permanecía junto a la condesa María. Pierre estaba entre su mujer y la vieja condesa. Contaba cuanto a su juicio podía interesarle y ser comprendido por ella, lo que había oído de personas que frecuentaban antes la casa de los Rostov y formaban antaño un círculo real, vivo, peculiar, y ahora se habían dispersado como ella en este mundo y terminaban sus vidas, también como ella, recogiendo las últimas espigas de lo que antes habían sembrado. Pero esas personas, coetáneos suyos, parecían a la vieja condesa el verdadero mundo serio y real. Por la animación de Pierre, Natasha comprendía que su viaje había sido interesante, que deseaba contar muchas cosas, pero no se atrevía a hacerlo delante de la condesa. Denísov, que no era miembro de la familia, no entendía la prudencia de Pierre, y disgustado, además, por la situación política, se interesaba mucho por cuanto ocurría en San Petersburgo y le preguntaba sin cesar acerca de lo sucedido en el regimiento Semiónovski, o sobre Arakchéiev o la Sociedad Bíblica. A veces Pierre se dejaba arrastrar y hablaba de esas cosas, pero Nikolái y Natasha lo enderezaban de nuevo al tema de la salud del príncipe Iván y de la condesa María Antónovna.

–¿Y toda aquella locura de Gosner y la señora Tatárinova?– preguntó Denísov. —¿Es posible que todavía siga?

–¿Cómo si sigue? ¡Y más que antes!– exclamó Pierre con máxima fuerza. —La Sociedad Bíblica es ahora todo el gobierno.

–¿Qué es eso, mon cher ami?– preguntó la condesa, que ya había bebido el té y parecía buscar ahora un pretexto para irritarse. —¿Qué dices? ¿El gobierno? No entiendo.

–Sí, sabe, maman– intervino Nikolái, que sabía cómo traducir las cosas al lenguaje de su madre. —Es el príncipe Alexandr Nikoláievich Golitsin, que ha fundado una sociedad. Dicen que ahora goza de gran influencia.

–Arakchéiev y Golitsin son ahora todo el gobierno– repitió imprudentemente Pierre. —¡Y qué gobierno! Ven conjuras por todas partes. Tienen miedo de todo.

–Pero, ¡cómo! ¿De qué es culpable el príncipe Alexandr Nikoláievich? Es un hombre muy respetable. Solía verlo en casa de María Antónovna– dijo la condesa con tono irritado; y más ofendida aún por el silencio que siguió a sus palabras, añadió: —Hoy se critica a todo el mundo. ¿Una sociedad evangélica? ¿Y qué tiene eso de malo?

Se levantó. Todos hicieron lo mismo. La condesa, con gesto severo, se encaminó a su mesa de la sala de divanes.

En medio de aquel triste silencio llegaron desde la habitación vecina los gritos y risas de los niños. Era evidente que entre ellos ocurría algo muy alegre.

–¡Ya está! ¡Ya está!– se oían los chillidos jubilosos de la pequeña Natasha, que dominaba las demás voces.

Pierre miró a la condesa María y a Nikolái (a Natasha la veía siempre) y sonrió feliz.

–¡Qué música tan maravillosa!– dijo.

–Debe de ser que Anna Makárovna ha terminado el calcetín– dijo la condesa María.

–¡Oh, iré a verlo!– dijo Pierre poniéndose en pie de un salto. —¿Sabéis por qué me gusta tanto esa música?– añadió deteniéndose junto a la puerta. —Porque ellos son los primeros en hacerme saber que todo va bien. Cuando vuelvo a casa, cuanto más me acerco, mi temor se acrecienta siempre. Pero en cuanto entro en el vestíbulo y oigo las risas de Andriusha, sé que todo va bien...

–También a mí me ocurre lo mismo– confirmó Nikolái. —Pero yo no puedo entrar, porque los calcetines que está haciendo son una sorpresa para mí.

Pierre entró y los gritos y risas infantiles subieron de tono.

–¡Y bien, Anna Makárovna!– se oyó la voz de Pierre. —Venga aquí, al centro de la habitación, y cuando yo diga tres... Tú, aquí; a ti te cogeré en brazos... A ver, uno... dos...– todos callaron. —¡Tres...!– y de nuevo estallaron las voces entusiastas de los niños.

–¡Dos! ¡Son dos!– gritaban.

Eran los dos calcetines que Anna Makárovna hacía, por un procedimiento secreto, al mismo tiempo. Cuando acababa su labor, siempre sacaba solemnemente ante los niños un calcetín dentro del otro.

XIV

Poco después, los niños entraban a dar las buenas noches y a besar a todos los mayores. Las institutrices y los preceptores saludaron también. Dessalles, que había permanecido en el salón con Nikóleñka, lo invitó en voz baja a salir.

–Non, monsieur Dessalles, je demanderai à ma tante de rester 630– replicó el muchacho, también en voz baja; y se acercó a su tía: —Ma tante, permite que me quede.

La cara del muchacho expresaba súplica, emoción y entusiasmo. La condesa María lo miró y se volvió a Pierre.

–Cuando está usted aquí no hay manera de que se vaya.

Pierre tendió la mano al preceptor.

–Je vous le ramènerai tout à l'heure, monsieur Dessalles, bonsoir. 631

Y mirando con una sonrisa a Nikóleñka, añadió:

–Apenas nos hemos visto. Se va pareciendo mucho a su padre, ¿verdad, Mary?– agregó dirigiéndose a la condesa.

–¿A mi padre?– preguntó el muchacho enrojeciendo, mientras contemplaba a Pierre de abajo arriba con sus ojos brillantes y llenos de entusiasmo.

Pierre contestó afirmativamente con la cabeza y prosiguió la conversación que habían interrumpido los niños. La condesa María estaba ocupada en su labor: bordaba en cañamazo; Natasha no separaba los ojos de su marido; Nikolái y Denísov, de pie, fumaban sus largas pipas, tomaban té que Sonia, sentada melancólicamente junto al samovar del que no se apartaba, les servía, y hacían constantes preguntas a Pierre. Nikóleñka, con su aspecto enfermizo, sus cabellos rizados y ojos brillantes, se había colocado en un rincón donde pasaba inadvertido; vuelta hacia Pierre la cabeza, de cuello delgado que emergía de su camisa, se estremecía de cuando en cuando y murmuraba algo, como si sintiera una emoción intensa y nueva.

La conversación tenía por tema el comadreo actual procedente de las altas esferas que la mayoría de la gente considera como la cuestión más importante de la política interior. Denísov, descontento del gobierno a causa de sus reveses en el servicio, se alegraba especialmente al enterarse de las estupideces que, a su parecer, se cometían en San Petersburgo y salpicaba lo que decía Pierre con observaciones enérgicas y duras.

–Antes era necesario ser alemán; ahora hay que bailar con la Tatárinova o Mme Krüdner y leer a... Eckarthausen y compañía. ¡Ah! ¡Qué bien vendría que soltaran de nuevo a nuestro bravo Bonaparte! Acabaría con tanta tontería. ¿Cómo es posible que hayan dado a ese soldado Schwartz el mando del regimiento Semiónovski?– gritaba Denísov.

Aunque Nikolái no participaba de la opinión de Denísov, quien aseguraba que todo iba mal, también creía digno e importante juzgar al gobierno. Consideraba que el hecho de que A hubiese sido nombrado ministro y B general gobernador, que el Emperador hubiera dicho aquello o lo otro y el ministro lo de más allá eran cosas importantísimas. Y pensaba que era necesario interesarse por todo ello y preguntar a Pierre acerca de esas cosas. Así, dado el interés de ambos interlocutores, la conversación mantuvo el carácter habitual del chismorreo sobre las altas esferas gubernativas.

Pero Natasha, que conocía hasta los más pequeños gestos e ideas de su marido, comprendía que Pierre deseaba cambiar de tema hacía tiempo y expresar lo que realmente era para él motivo de preocupación, lo que lo había movido a ir a San Petersburgo para entrevistarse con el príncipe Fiódor, su nuevo amigo, y lo ayudó preguntando:

–¿Cómo han ido las cosas con el príncipe Fiódor?

–¿De qué se trata?– preguntó Nikolái.

–De lo mismo de siempre– contestó Pierre mirando en derredor. —Todos se dan cuenta de que las cosas van tan mal que no pueden seguir así, y todo hombre honrado tiene la obligación de oponerse en la medida de sus fuerzas.

–Pero ¿qué pueden hacer los hombres honrados?– preguntó Nikolái frunciendo ligeramente el ceño. —¿Qué pueden hacer?

–Pues verás...

–Vamos a mi despacho– dijo Nikolái.

Natasha, que sabía desde hacía tiempo que la iban a llamar, al oír la voz de la niñera salió para la habitación de los niños. La condesa María la acompañó. Los hombres pasaron al despacho y Nikóleñka, sin que su tío lo advirtiera, se introdujo también allí y se sentó en la sombra, junto a la ventana, al lado del escritorio.

–Bueno, ¿qué puedes hacer tú?– preguntó Denísov.

–¡Las fantasías de siempre!– comentó Nikolái.

Pierre quedó en pie; unas veces paseaba, otras se detenía, ceceaba y hacía rápidos gestos, mientras iba diciendo:

–La situación en San Petersburgo es la siguiente: el Emperador no interviene en nada; se ha entregado totalmente al misticismo.

Pierre, en ese entonces, no perdonaba el misticismo.

–Sólo le interesa su propia tranquilidad, que no pueden proporcionarle más que hombres sans foi ni loi, 632que oprimen y persiguen a diestro y siniestro: Magnitski, Arakchéiev y tutti quanti... Supongo que estarás de acuerdo en que si tú mismo no te ocuparas de la explotación de tus fincas y buscases solamente tu tranquilidad, entonces, cuanto más cruel fuese tu administrador, más rápidamente conseguirías tu objetivo, ¿no?– preguntó a Nikolái.

–Sí, pero ¿a qué viene todo eso?

–Y así, todo está podrido. La corrupción y el latrocinio reinan en los tribunales; el palo es la única ley en el ejército, además de las marchas y deportaciones. Ahogan la instrucción y tiranizan al pueblo. Persiguen todo lo que es joven y honrado. Todos ven que esto no puede seguir así. La cuerda está demasiado tensa y no tardará en estallar– añadió Pierre (desde que existen gobiernos, todos los hombres que examinan sus actos han hablado así). —En San Petersburgo lo dije así.

–¿A quién?– preguntó Denísov.

–Ya sabéis a quién– dijo Pierre mirándolos de reojo con aire significativo. —Al príncipe Fiódor y a los demás: ayudar a la instrucción y a las obras de beneficencia está muy bien, sin duda, es un objetivo magnífico; pero en las circunstancias actuales hay que hacer más.

En aquel instante advirtió Nikolái la presencia de su sobrino. Su rostro se ensombreció.


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