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Guerra y paz
  • Текст добавлен: 5 октября 2016, 23:58

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Автор книги: Leon Tolstoi



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“Borís no quiere ayudarme y no pienso volver a pedírselo. Ya lo tengo decidido —pensaba Rostov—. Todo ha terminado entre nosotros, pero no me marcharé de aquí sin hacer cuanto pueda por Denísov y, sobre todo, sin entregar la solicitud al Emperador. ¡Al Emperador! ¡Está aquí, en esa casa!”, pensó, acercándose instintivamente a la casa que ocupaba Alejandro.

En las inmediaciones había varios caballos de silla y el séquito empezaba a reunirse preparándose, al parecer, para la salida del Emperador.

“Puedo verlo de un momento a otro —pensó Rostov—. Si me fuera posible entregarle directamente la súplica de gracia y contárselo todo... ¿Me arrestarían por ir con frac? ¡Imposible! El comprendería dónde está la justicia. Lo comprende todo, lo sabe todo. ¿Quién puede ser más justo y magnánimo que él? Y aunque me arrestaran por estar aquí, ¡qué importa! Hay personas que pasan —pensó al ver a un oficial que entraba en la casa del Emperador—. ¡Eh, acabemos con las tonterías! Iré yo mismo y le entregaré la carta. Tanto peor para Drubetskói que me obliga a proceder así." Y de pronto, con una decisión que él mismo no esperaba, comprobó si el sobre estaba en el bolsillo y se fue derecho a la casa donde vivía el Emperador.

“No, ahora no dejaré escapar la ocasión como en Austerlitz —se decía, pensando que en cualquier momento iba a ver al Emperador y sintiendo cómo le afluía la sangre al corazón—. Caeré a sus pies y le suplicaré. Me levantará, me escuchará y aun me agradecerá lo que hago.” “Me siento feliz cuando puedo hacer el bien, pero reparar la injusticia es la mayor de las alegrías”, imaginaba Rostov que iba a decirle. Con estas ideas pasó entre la gente, que lo miraba con curiosidad, estacionada a la entrada de la casa.

Desde el porche, una amplia escalera conducía al primer piso. A la derecha había una puerta cerrada; más abajo, junto a la escalera, otra puerta llevaba a las habitaciones del piso inferior.

–¿Qué desea?– le preguntó alguien.

–Deseo entregar una carta a Su Majestad; una petición de gracia– dijo Nikolái con voz temblorosa.

–¿Una súplica de gracia? Por aquí, al oficial de servicio– y le indicaron la puerta de abajo. —Pero no lo recibirán.

Al oír aquella voz indiferente, Rostov se asustó de lo que estaba haciendo. La idea de encontrar al Emperador de un instante a otro era tan seductora, y por eso tan terrible, que estuvo a punto de huir, pero el oficial de cámara le abrió la puerta del oficial de servicio y Rostov entró.

En la estancia había un hombre más bien bajo, corpulento, de unos treinta años, con pantalón blanco, botas de montar y camisa de batista recién puesta. El ayuda de cámara le abrochaba por detrás unos magníficos tirantes nuevos de seda que, sin saber por qué, atrajeron la atención de Rostov. Ese hombre hablaba con alguien que debía de estar en la habitación contigua:

–Bien faite et la beauté du diable 284– decía, y al ver a Rostov dejó de hablar y frunció el ceño.

–¿Qué desea? ¿Una súplica?

–Qu'est-ce que c'est?– preguntó alguien desde la habitación vecina.

–Encore un pétitionnaire 285– respondió el de los tirantes.

–Dígale que venga después. El Emperador va a salir en seguida y tenemos que irnos.

–Después, después, mañana... ahora es tarde.

Rostov dio la vuelta para salir, pero el de los tirantes lo detuvo.

–¿De parte de quién? ¿Quién es usted?

–De parte del mayor Denísov– respondió Rostov.

–¿Quién es usted? ¿Un oficial?

–Sí, teniente conde Rostov.

–¡Qué atrevimiento! Mándelo por conducto regular; déselo a sus superiores. Y usted váyase, váyase...– y se puso la guerrera que le presentaba el ayuda de cámara.

Rostov salió de nuevo al vestíbulo y vio que en el portal había ya muchos oficiales y generales con uniforme de gala, entre los cuales debía pasar.

Maldiciendo su audacia, asustado por la posibilidad de encontrar al Emperador y ser detenido y avergonzado ante él, comprendió Rostov cuán incorrecta era su conducta y se arrepintió de ella. Sin atreverse a levantar los ojos, salió de la casa en medio del brillante séquito cuando una voz conocida lo llamó y una mano lo detuvo.

–¿Qué hace usted aquí, amiguito, vestido con frac?– preguntó alguien con voz grave.

Era un general de caballería, antiguo jefe de la división a la que pertenecía Rostov, quien en la última campaña había merecido el particular favor del Emperador.

Rostov, asustado, empezó a justificarse; pero viendo el rostro risueño y bondadoso del general lo llevó aparte, le contó lo que sucedía y le pidió que intercediera en favor de Denísov, a quien conocía. El general lo escuchó atentamente y movió preocupado la cabeza.

–Lástima. Lástima de ese valiente. Dame la carta.

Acababa Rostov de entregar la carta al general y de ponerlo al corriente de todo cuando oyó un ruido de espuelas y presurosas pisadas que descendían por la escalera; el general se apartó de él, volviendo al porche. Los oficiales del séquito bajaban rápidamente para dirigirse a sus caballos. El mismo palafrenero a quien Rostov había visto en Austerlitz hizo avanzar el caballo de Su Majestad, y en la escalera se oyeron unos pasos rápidos que Rostov no había olvidado. Sin pensar en el peligro de ser reconocido, Rostov se acercó con algunos otros curiosos al porche y una vez más, después de dos años, vio aquel rostro que adoraba: la misma mirada, idénticos ademanes, la misma unión de majestad y dulzura... En el alma de Rostov renació con todo el vigor de antes el sentimiento de entusiasmo y de amor hacia el Soberano, quien, con el uniforme del regimiento Preobrazhenski, calzón blanco, botas altas y una condecoración que Rostov no conocía (era la Légion d’Honneur), descendió con el sombrero bajo el brazo poniéndose el guante. Se detuvo y miró en derredor iluminándolo todo. Dijo algunas palabras a uno de los generales; reconoció al antiguo jefe de la división de Rostov, le sonrió y lo llamó.

Todo el séquito se retiró y Rostov vio que el general hablaba largamente con el Emperador.

El Zar le dijo algo y avanzó hacia el caballo. De nuevo, la muchedumbre del séquito y de los curiosos (entre los que se hallaba Rostov) se acercó al Soberano; el Emperador, disponiéndose a montar, se volvió al general de caballería y dijo en alta voz, con el evidente deseo de que todos lo oyeran:

–No puedo, general; y no puedo porque la ley es más fuerte que yo.

Y puso el pie en el estribo. El general inclinó respetuosamente la cabeza. El Emperador montó a caballo y se alejó al galope a lo largo de la calle. Rostov, loco de entusiasmo, corrió detrás de él entre la muchedumbre.

XXI

En la plaza, adonde el Emperador se había dirigido, se encontraban, frente a frente, a la derecha el batallón de Preobrazhenski y a la izquierda el de la Guardia francesa, con sus gorros de piel de oso.

Mientras el Emperador se acercaba a un flanco de los batallones, que le presentaban armas, al otro flanco llegaba un grupo de jinetes, al frente de los cuales venía uno en quien Rostov reconoció a Napoleón. No podía ser otro. Llevaba un sombrero pequeño, la banda de San Andrés le cruzaba el pecho encima del uniforme azul abierto sobre un chaleco blanco. Montaba un magnífico caballo árabe gris, pura sangre, con una gualdrapa carmesí recamada en oro. Iba al galope; cuando se acercó al Zar, alzó el sombrero y en aquel gesto el ojo experto de Rostov percibió que Napoleón no se mantenía muy seguro en la silla. Los batallones gritaron: “¡Hurra!” y “Vive l'Empereur!”. Napoleón dijo unas palabras a Alejandro. Los dos Emperadores echaron pie a tierra y se estrecharon las manos. En el rostro de Napoleón apuntaba una sonrisa falsa y desagradable. Alejandro, con expresión cordial, le decía algo.

A pesar de que los caballos de los gendarmes franceses echaban atrás a la muchedumbre, Rostov seguía cada movimiento de los soberanos. Lo asombraba el hecho inesperado de que Alejandro tratara a Bonaparte como a un igual y que Bonaparte se mostrara tan a sus anchas en compañía del Zar ruso, como si esa familiaridad fuese para él algo natural y acostumbrado.

Alejandro y Napoleón, acompañados por la larga cola de su séquito, se acercaron al flanco derecho del batallón Preobrazhenski casi arrollando a la muchedumbre, la multitud se vio tan cerca de los emperadores que Rostov, por encontrarse en las primeras filas, tuvo miedo de ser reconocido.

–Sire, je vous demande la permission de donner la Légion d'Honneur au plus brave de vos soldats 286– dijo una voz cortante y precisa, enfatizando cada palabra.

El que hablaba era Bonaparte, de corta estatura, que se quedó mirando fijamente a Alejandro de abajo arriba. Alejandro escuchó con atención, sonrió amablemente y asintió con una señal de la cabeza.

–À celui qui s'est le plus vaillamment conduit dans cette dernière guerre 287– añadió Napoleón, recalcando siempre cada palabra, con una calma y una tranquilidad que ofendieron a Rostov, mientras volvía sus ojos hacia las filas de soldados rusos, que seguían presentando armas con los ojos clavados en el rostro de su Emperador.

–Votre majesté me permettra-t-elle de demander l'avis du colonel? 288– dijo Alejandro, y dio unos pasos rápidos hacia el príncipe Kozlovski, comandante del batallón.

Bonaparte, entretanto, empezó a quitarse un guante de la blanca y pequeña mano; el guante se desgarró y lo arrojó al suelo, de donde fue recogido en seguida por uno de los ayudantes de campo.

–¿A quién se lo daremos?– preguntó en voz baja y en ruso el Emperador a Kozlovski.

–A quien Su Majestad ordene.

El Emperador, descontento, frunció el ceño y dijo:

–Es preciso responder algo.

Kozlovski, con aire decidido, inspeccionó las filas y en su mirada apresó también a Rostov.

“¿Y si fuera yo?”, pensó Rostov.

–¡Lázarev– ordenó el coronel, fruncido el rostro, y el primer soldado de la fila avanzó con aire gallardo.

–¿Adonde vas? Espera ahí– susurraron algunas voces a Lázarev, que no sabía adonde dirigirse.

Lázarev se detuvo, mirando asustado al coronel; su rostro se estremecía, como suele ocurrir a los soldados llamados fuera de filas.

Napoleón volvió ligeramente la cabeza e hizo un ademán con su mano regordeta, como si quisiera coger algo. Los de su séquito comprendieron en seguida de qué se trataba; hablaron rápidamente unos con otros, haciendo pasar algo de mano en mano; un paje, el mismo que Rostov había visto en casa de Borís, avanzó hacia Napoleón, se inclinó respetuosamente ante la mano tendida y, sin hacerla esperar ni un instante, puso en ella la condecoración con cinta roja. Napoleón, sin mirar, apretó los dedos y la condecoración quedó entre ellos. Seguidamente se acercó a Lázarev, quien, desorbitados los ojos, seguía mirando fijamente a su Emperador. También Napoleón miró a Alejandro, demostrando así que lo hacía por su aliado. La pequeña mano blanca con la condecoración rozó un botón de la guerrera del soldado Lázarev. Napoleón parecía saber que aquel soldado sería para siempre feliz y se consideraría bien recompensado y distinguido entre todos los hombres del mundo si él, con su mano —la mano de Napoleón—, se dignara tocarlo. Se limitó a llevar la medalla al pecho de Lázarev como suponiendo que se quedaría prendida en el uniforme, como así fue; apartó la mano y se volvió hacia Alejandro.

Manos diligentes, rusas y francesas, se apresuraron a sujetar la condecoración y fijarla en la guerrera de Lázarev, quien miró sombríamente al pequeño hombre de blancas manos, que había hecho algo en su pecho, y continuó inmóvil, presentando armas, con la vista fija de nuevo en Alejandro, como preguntándole si debía seguir así, volver a su puesto o hacer alguna otra cosa. Pero no le mandaron nada y durante largo rato se mantuvo inmóvil en la misma posición.

Los emperadores montaron de nuevo en sus caballos y se fueron. Los soldados rusos de Preobrazhenski y los franceses de la Guardia se sentaron mezclados en las mesas preparadas para ellos.

Lázarev ocupó el sitio de honor, oficiales rusos y franceses lo abrazaron y estrecharon su mano felicitándole. Gran número de oficiales y curiosos se acercaban para verlo. El rumor de las risas y conversaciones en francés y ruso llenaba la plaza en torno a las mesas. Dos oficiales sonrientes y alegres, de caras enrojecidas, pasaron junto a Rostov.

–¡Vaya banquete, amigo! ¡Todo el servicio de plata!– comentó uno. ¿Has visto a Lázarev?

–Sí, lo vi.

–Dicen que los soldados de Preobrazhenski ofrecerán mañana un banquete a los franceses.

–¡Qué suerte la de ese hombre! Mil doscientos francos de pensión vitalicia.

–¡Esto sí que es un gorro, muchachos!– gritaba un soldado, poniéndose el morrión de piel de oso de un francés.

–¡Una maravilla y no un gorro!

–¿Conoces el santo y seña?– preguntó un oficial de la Guardia a otro. —Anteayer era Napoleón, France, bravoure; ayer, Alexandre, Russie, grandeur. Un día lo da nuestro Soberano y otro Napoleón. Mañana, el emperador Alejandro concederá la cruz de San Jorge al más valiente de los soldados franceses. ¡Es obligado! Debemos corresponder.

También Borís y su compañero Gilinsky se acercaron a ver el banquete. Al marcharse, Borís advirtió la presencia de Rostov, parado en la esquina de una casa.

–¡Hola, Rostov! ¡No nos hemos visto!– le dijo; y no pudo por menos de preguntarle qué le había ocurrido: tan sombrío y descompuesto estaba su rostro.

–Nada, no es nada– replicó Rostov.

–¿Vendrás luego?

–Si, iré.

Rostov permaneció bastante tiempo en la esquina, mirando de lejos a los asistentes al banquete. Su mente se debatía en pensamientos dolorosos que no terminaba de conciliar. Terribles dudas lo asaltaban. Tan pronto se acordaba de Denísov, de su rostro tan cambiado y su docilidad, de todo el hospital de piernas y brazos amputados, de aquella suciedad y sufrimientos —percibía tan a lo vivo el olor a hospital y muerte que se volvió instintivamente para ver de dónde procedía—; tan pronto recordaba al jactancioso Napoleón con su blanca manita, a quien ahora respetaba y quería el emperador Alejandro. ¿Para qué, pues, aquellas piernas y aquellos brazos amputados, para qué tantos muertos? Lázarev condecorado y Denísov castigado y desestimada su petición de gracia. Lo sorprendían aquellos pensamientos tan extraños y tuvo miedo.

El olor del banquete y el hambre que sentía lo sacaron de aquel estado. Tenía que comer algo antes de partir. Fue al hotel que había visto por la mañana, pero había tanta gente, tantos oficiales de paisano, como él, que a duras penas consiguió que lo sirvieran. Dos oficiales de su división se le unieron; la conversación, naturalmente, giró en torno al tema de la paz. Los camaradas de Rostov, como la mayoría del ejército, estaban descontentos de la paz firmada después de Friedland. Aseguraban que, resistiendo aún cierto tiempo, Napoleón se habría visto perdido porque su ejército carecía de víveres y de municiones. Nikolái comía en silencio, y sobre todo bebía. Él solo consumió dos botellas de vino. Sus dudas y vacilaciones interiores, sin solución, lo atormentaban. Temía abandonarse a sus ideas, pero no podía apartarse de ellas. De pronto, al oír decir a un oficial que era irritante ver a los franceses, Rostov comenzó a gritar con tan injustificado ardor que asombró grandemente a los circunstantes.

–¿Cómo puede juzgar qué habría sido mejor?– su rostro se encendía a cada palabra. —¿Cómo puede juzgar los actos del Emperador? ¿Qué derecho tenemos a razonar? ¡Nosotros no podemos comprender ni los fines ni los actos de Su Majestad!

–Yo no he dicho ni una sola palabra sobre el Emperador– se justificó el oficial, sin explicarse la cólera de Rostov, a no ser por su estado de embriaguez.

Pero Rostov no lo escuchaba.

–Nosotros no somos funcionarios diplomáticos. Somos soldados y nada más– prosiguió. —Si nos dan la orden de morir, hay que morir; y si nos castigan es porque somos culpables. No nos toca juzgar. Si al Emperador le place reconocer a Bonaparte como emperador y firmar con él una alianza, es que así debe ser. ¡Pero si nos metemos a discutir y a razonar, nada será sagrado para nosotros! Por ese camino llegaremos a la negación de Dios, a negarlo todo gritaba Rostov, golpeando la mesa con el puño sin venir a cuento, según creían sus compañeros, pero muy lógicamente dentro de la trayectoria de sus propios pensamientos. —Nuestra misión es cumplir con nuestro deber y no pensar: eso es todo.

–Y beber– replicó uno de los oficiales, que no deseaba meterse en querellas.

–Sí, y beber– confirmó Nikolái. —¡Eh, tú! ¡Otra botella!– gritó.

Tercera parte

I

En 1808 el emperador Alejandro acudió a Erfurt para entrevistarse nuevamente con Napoleón. En la alta sociedad de San Petersburgo se habló mucho de la importancia de aquella solemne entrevista.

En 1809 la amistad de los dos Soberanos del mundo, como se llamaba a Napoleón y Alejandro, era tan grande que, cuando Napoleón declaró la guerra a Austria, un cuerpo de ejército ruso salió al extranjero para sostener al antiguo enemigo, Bonaparte, contra el anterior aliado, el Emperador austríaco. Esa amistad era tan estrecha que en las altas esferas se hablaba de un posible matrimonio entre Napoleón y una de las hermanas del emperador Alejandro. Pero además de la situación política exterior, las reformas interiores entonces emprendidas, que abarcaban todas las esferas de la administración, constituían la comidilla de la sociedad rusa.

Entretanto, la vida seguía adelante; la verdadera vida de los hombres, con sus intereses sustanciales de salud y enfermedad, de trabajo y descanso; con sus inquietudes intelectuales por la ciencia, la poesía y la música, el amor, la amistad, el odio, las pasiones. Esa vida seguía como siempre, independientemente y al margen de la amistad política o de la hostilidad hacia Napoleón Bonaparte y de todas las reformas posibles.

Hacía dos años que el príncipe Andréi vivía sin salir del campo. Todas las iniciativas tomadas por Pierre en sus posesiones, sin resultado alguno, pasando sin cesar de un proyecto a otro, las había llevado a buen término el príncipe Andréi sin decírselo a nadie, sin esfuerzo alguno aparente.

Para ello poseía, en el más alto grado, la tenacidad práctica que le faltaba a Pierre; sabía realizar esos proyectos sin sobresaltos y sin excesivo trabajo.

Una de sus propiedades, de trescientos campesinos, fue registrada como propiedad de labradores libres (fue uno de los primeros casos de ese género en Rusia); en otras, la prestación personal fue sustituida por el pago en especies. Hizo llevar a Boguchárovo a una comadrona pagada por él para ayudar a las parturientas y pasaba un sueldo al sacerdote para que enseñara a leer y escribir a los hijos de los mujiks y a los criados de la casa.

El príncipe Andréi pasaba la mitad del tiempo en Lisie-Gori, con su padre y su hijo, confiado aún a las niñeras; la otra mitad, en la cartuja de Boguchárovo, nombre que su padre daba a esta aldea. Pese a la indiferencia manifestada a Pierre sobre todos los acontecimientos exteriores del mundo, los seguía con gran atención, recibía muchos libros y observaba asombrado que las gentes que lo visitaban o venían a ver a su padre desde San Petersburgo, del centro de toda aquella vorágine, estaban peor informadas que él de todo cuanto se refería a política interior y exterior, a pesar de que él no salía del campo.

Además del cuidado de sus bienes y de la lectura de los libros más diversos, el príncipe Andréi se ocupaba por aquel entonces de analizar con espíritu crítico las dos últimas campañas rusas, tan desastrosas, y redactar un proyecto de reforma de los códigos y reglamentos militares.

En la primavera de 1809 tuvo que ir a la provincia de Riazán para visitar las propiedades de su hijo, del que era tutor.

Sentado en su coche y al calor del apacible sol primaveral, contemplaba las primeras hierbas, las hojas nuevas de los abedules y las primeras nubes blancas que corrían bajo el claro cielo azul. No pensaba en nada y se conformaba con mirar alegre y despreocupado a ambos lados.

El coche dejó atrás la barca donde había dialogado con Pierre el año anterior, la aldea sucia, las eras, los campos verdes, la bajada con nieve todavía junto al puente, la subida por el camino de arcilla fangosa, las sementeras alternadas con matorrales, y después entró en un bosque de abedules que bordeaba los dos lados del camino. El calor era allí más intenso por la ausencia casi total de viento. Los abedules, con sus hojas verdes y pegajosas, no se movían; y en el suelo, entre las hojas del año anterior, surgían, levantándolas, tallos de verde hierba y las primeras florecillas liláceas. Dispersos entre los abedules, pequeños abetos, con su tosco verde perenne, eran un recuerdo desagradable del invierno. Los caballos resoplaron al entrar en el bosque y se cubrieron de sudor. Piotr, el lacayo, dijo unas palabras al cochero, a las que éste respondió afirmativamente; pero el asentimiento del cochero no debía bastar a Piotr, porque desde el pescante se volvió hacia su amo:

–¡Qué bien se respira aquí, Excelencia!– dijo, sonriendo respetuosamente.

–¿Cómo?

–Que se respira muy bien, Excelencia.

“¿Qué dirá? —pensó el príncipe Andréi—. ¡Ah, sí! Hablará de la primavera seguramente —y miró en derredor—. Pues sí, está todo verde... ¡qué pronto! Los abedules, los cerezos silvestres, los alisos empiezan también... Pero no se ve el roble... ¡Ah, sí, ahí está!”

En el borde del camino se erguía un roble, quizá diez veces más viejo que todos los abedules del bosque, diez veces más grueso y el doble de alto que cualquier abedul. Era un roble gigantesco de dos brazas de circunferencia, de ramas rotas desde hacía mucho tiempo; el tronco, de corteza quebradiza en diversos puntos, cubierto de viejas y abultadas excrecencias. Con sus brazos enormes y retorcidos, dedos asimétricos y divergentes, parecía, entre los sonrientes abedules, un viejo monstruo ceñudo y desdeñoso. Sólo él no quería someterse al encanto de la estación y no quería ver ni el sol ni la primavera.

"La primavera, el amor, la felicidad... —parecía decir el roble—. ¿Cómo no os fatiga ese engaño estúpido e insensato de siempre? ¡Todo es lo mismo y todo es engaño! No hay primavera, ni sol, ni felicidad. Mirad esos abetos ahogados y muertos, siempre solitarios; miradme a mí, extiendo mis dedos torcidos, rotos, tal como han nacido de mi espalda, de mis costados han crecido, y aquí estoy sin creer en vuestras esperanzas y engaños.”

El príncipe Andréi miró varias veces ese roble, durante su recorrido por el bosque, como si de él esperara algo. Las flores y las hierbas crecían a sus pies, pero el roble sombrío e inmóvil, deforme y obstinado, se mantenía erguido entre ellas.

"Sí, el roble tiene razón —pensó el príncipe Andréi, —mil veces razón—. Que los demás, los jóvenes, caigan de nuevo en ese engaño; pero nosotros conocemos la vida, ¡nuestra vida ha terminado!” Y en el alma del príncipe Andréi ese roble hizo surgir nuevas ideas carentes de esperanza, pero gratamente tristes. Durante el resto del viaje pareció pasar de nuevo revista a toda su vida para llegar a la conclusión de antes, consoladora y resignada, de que no debía comenzar nada; debía vivir así hasta el fin de sus días, sin hacer daño, ni inquietarse, sin desear nada.

II

Con relación a la tutela de las posesiones de Riazán, el príncipe Andréi debía entrevistarse con el mariscal de la nobleza del distrito: el conde Iliá Andréievich Rostov. El príncipe Andréi fue a verlo a mediados de mayo.

Habían comenzado los calores de la primavera. El bosque estaba todo verde y hacía tanto calor que la vista del agua suscitaba el deseo de bañarse.

El príncipe Andréi, taciturno y preocupado por lo que debía resolver con el mariscal de la nobleza, avanzaba en su coche por la avenida del jardín de la casa de los Rostov en Otrádnoie. A la derecha, tras los árboles, oyó un alegre grito de mujer; un grupo de muchachas corría al encuentro de su coche. Delante de todas corría una chiquilla delgada, extraordinariamente delgada, de ojos y cabellos negros, con vestido de satén amarillo y un pañuelo blanco de bolsillo anudado en la cabeza, del que escapaban guedejas rebeldes, que llegó cerca del carruaje. Gritaba algo, pero al ver a un desconocido, sin pararse a mirarlo, volvió riendo sobre sus pasos.

El príncipe Andréi se sintió dolido de pronto. El día era hermoso, el sol brillaba espléndido; todo respiraba alegría alrededor. Pero aquella muchacha delgada y bonita que no conocía ni quería conocer su existencia se sentía feliz y contenta con su propia vida, seguramente estúpida, pero alegre y dichosa. “¿Por qué está tan contenta? ¿En qué piensa? Desde luego no será en los reglamentos militares ni en los campesinos de Riazán... ¿En qué piensa? ¿Qué la hace tan feliz?", se preguntó con curiosidad el príncipe Andréi.

En 1809, el conde Iliá Andréievich vivía en Otrádnoie como siempre, es decir, recibiendo en su casa a casi toda la provincia, entre cacerías, teatros, banquetes y conciertos. Como le ocurría con cada visita, se mostró encantado por la llegada del príncipe Andréi y casi a la fuerza lo obligó a pasar allí la noche.

Durante el día aburrido, en cuyo transcurso se ocuparon de él los viejos dueños de la casa y los más respetables de sus invitados, que, con motivo del próximo santo, lo llenaban todo, el príncipe Andréi miró varias veces a Natasha, que reía siempre alegre entre la divertida gente joven. “¿En qué piensa? ¿Por qué está tan contenta?", seguía preguntándose.

Por la noche, solo en aquel ambiente desconocido, le costó conciliar el sueño. Leyó un rato; después apagó la luz, pero tuvo que volverla a encender. Hacía calor en aquella estancia con las ventanas cerradas. Estaba enfadado con el viejo estúpido (llamaba así al conde Rostov) que lo había obligado a quedarse en su casa por no haber recibido aún de la ciudad los papeles que necesitaba. No podía perdonarse el haber aceptado la invitación.

El príncipe Andréi se levantó para abrir la ventana. La luz clara de la luna, como si estuviese esperando desde hacía mucho tiempo aquel instante, irrumpió en la habitación. La noche era fresca, llena de quietud y claridad. Ante la ventana del príncipe había una fila de árboles podados, negros por un lado y plateados por el otro; al pie de los troncos crecía una vegetación exuberante, húmeda, rizosa, con lustrosas hojas y tallos; más allá, pasados otros árboles negros, brillaba un tejado cubierto de rocío; a la derecha, otro gran árbol, muy frondoso, de ramas y tronco casi blancos y, sobrepasándolo, la luna, casi en su plenitud, en un cielo primaveral con muy pocas estrellas. El príncipe Andréi se acodó en la ventana y sus ojos se detuvieron en ese cielo.

La habitación del príncipe Andréi estaba entre dos pisos. En las estancias que tenía encima tampoco dormían aún. Hasta él llegaba una conversación entre mujeres:

–Otra vez... sólo una vez más– dijo una voz que el príncipe Andréi reconoció en seguida.

–Pero, ¿cuándo vas a dormir?– replicó otra.

–No dormiré. No puedo. ¿Qué quieres que haga? Vaya, la última vez...

Y las dos voces entonaron una frase musical que era el final de algo.

–¡Oh, qué bien! Y ahora a dormir, se acabó.

–Duerme tú; yo no puedo– dijo la primera voz, acercándose a la ventana. Debía de haberse asomado por completo, porque se oyó el susurro de su vestido y hasta su respiración.

Todo estaba en silencio, como petrificado; también la luna y su luz en las sombras. El príncipe Andréi tuvo miedo de moverse para no traicionar su involuntaria presencia.

–¡Sonia! ¡Sonia!– dijo de nuevo la primera voz. —¿Cómo puedes dormir? ¡Contempla esta noche tan bella! ¡Despiértate, Sonia!– dijo casi llorando. —Te aseguro que jamás hubo una noche así, una noche tan maravillosa como ésta.

Sonia respondió algo de mala gana.

–¡Oh, mira qué luna!... ¡Es una maravilla! Ven, ven aquí, querida, corazón mío... ¿la ves? Me sentaría así, en cuclillas, estrechando las rodillas contra el pecho, bien apretadas, hay que apretar con mucha fuerza, y me echaría a volar. ¡Así!

–¡Ea, basta, que puedes caerte!

Se oyó una breve lucha y la voz disgustada de Sonia:

–¡Ya es más de la una!

–¡Vete, vete! ¡Siempre me lo echas todo a perder!

Y de nuevo la noche se llenó de silencio. El príncipe Andréi sabía que ella seguía allí; oía unas veces el leve movimiento de su cuerpo; otras, la oía suspirar.

–¡Dios mío, Dios mío! ¡Pero bueno!...– exclamó de pronto. —Si hay que dormir, ¡durmamos!– y cerró la ventana.

“Nada le importa mi existencia —pensó el príncipe Andréi mientras escuchaba su voz, esperando y temiendo, sin saber la razón, que dijese algo de él—. ¡De nuevo ella! ¡Como a propósito!”, pensaba.

Despertó en su ánimo tan inesperada confusión de pensamientos y esperanzas juveniles, en contradicción con toda su vida, que, sintiéndose incapaz de explicarse aquel estado de ánimo, inmediatamente se quedó dormido.

III

Al día siguiente, el príncipe Andréi, después de haberse despedido solamente del conde, partió sin aguardar la salida de las damas.

Eran ya los primeros días de junio cuando, de regreso a su casa, atravesó los mismos lugares, el mismo bosque de abedules donde aquel viejo y retorcido roble le llamara tanto la atención. Los cascabeles de los caballos sonaban ahora más sordamente que a la ida, mes y medio antes. Había vida por doquier en aquella umbría; hasta los jóvenes abetos, dispersos aquí y allá, armonizaban con la belleza del conjunto, luciendo el tierno verdor de sus esponjosos brotes.

Fue un día de calor y la tormenta debía ir fraguándose a lo lejos; pero sólo una pequeña nube dejó caer algunas gotas en el polvo del camino y en las hojas satinadas. La parte izquierda del bosque estaba en sombras; pero la otra, mojada por la lluvia, brillaba al sol con destellos cegadores y un viento muy débil movía apenas las hojas. Toda la naturaleza estaba en flor; lejos y cerca trinaban, emulándose, los ruiseñores.

“Sí, aquí, en este bosque se alzaba el roble con el cual estaba de acuerdo —pensó el príncipe Andréi—. Pero, ¿dónde está?”, se preguntó mirando a la izquierda del camino.

Y sin él mismo saberlo, sin reconocerlo, admiraba el árbol buscado. El viejo roble transformado por completo, desparramadas en cúpula sus ramas de un verde oscuro, se esponjaba gozoso a la luz del sol vespertino. Ya no se veían meciéndose levemente sus dedos deformes, ni sus excrecencias, ni la desconfianza y el dolor de antes. Hojas jóvenes, jugosas, de tierno verdor, sin nudos, se habían abierto paso a través de su dura corteza centenaria. Parecía imposible que de aquella ruina germinase esa nueva vida. “Sí, es el mismo roble”, pensó el príncipe Andréi, y sin causa alguna se sintió inundado de un súbito sentimiento de alegría y renovación. Recordó en un instante todos los minutos decisivos de su vida: Austerlitz y su alto cielo, el rostro de reproche de su mujer muerta, Pierre en la barca y la niña entusiasmada por la belleza de la noche, y aquella noche y la luna: todo lo recordó de pronto.


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