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Guerra y paz
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Автор книги: Leon Tolstoi



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XVIII

Cuando el príncipe Bagration y su séquito alcanzaron el punto más alto del flanco derecho iniciaron el descenso hacia el lugar donde se oía fuego graneado y el humo de la pólvora impedía ver nada. Cuanto más se acercaban al barranco, menor era la visibilidad y más notoria se hacía la proximidad del verdadero campo de batalla. Comenzaron a encontrar heridos; dos soldados llevaban a otro, cogido por los brazos, con la cabeza ensangrentada. Escupía y emitía roncos bramidos. La bala debía de haberle entrado por la boca o el cuello; otro caminaba solo, con paso resuelto y sin fusil; se quejaba a gritos y el dolor le hacía agitar el brazo, del que manaba abundante sangre sobre su capote. En su rostro había más susto que sufrimiento; acababa de ser herido. Atravesaron el camino y echaron cuesta abajo por una rápida pendiente; allí yacían algunos hombres. Se cruzaron con un grupo de soldados; alguno de ellos no estaba herido. Los soldados subían con gran fatiga y, a pesar de la presencia del general, siguieron hablando a grandes voces, moviendo mucho los brazos. Delante, entre el humo, vieron capotes grises alineados y el oficial, al darse cuenta de la presencia de Bagration, corrió gritando hacia los soldados que subían en tumulto y les ordenó que volvieran. Bagration se aproximó a las filas donde se sucedían los disparos, ahogando las voces de mando del oficial. Todo el aire estaba impregnado del humo de la pólvora. Los rostros de los soldados, ennegrecidos, parecían animados. Algunos limpiaban sus fusiles con las baquetas; otros echaban la pólvora y sacaban las cargas de su cartuchera; algunos disparaban. Pero nadie sabía sobre quién disparaban; era imposible ver al enemigo a causa del humo que ningún viento dispersaba. Era frecuente el silbido agradable y el zumbido de los proyectiles. “¿Qué significa esto? —pensó el príncipe Andréi al acercarse a un grupo de soldados—. No es una avanzada en orden abierto, porque están amontonados. No puede ser un ataque, puesto que no avanzan; tampoco están formados, porque no están en orden."

El comandante del regimiento, un viejecillo flaco, débil en apariencia, de párpados caídos que casi le tapaban la mitad de los ojos seniles, dotando a su mirada de cierta dulzura, acercó su caballo al de Bagration y lo recibió cariñosamente, como recibe el dueño de la casa a un querido huésped. Informó al príncipe de que los franceses habían lanzado la caballería sobre su regimiento; que el ataque había sido rechazado, pero que la mitad de los soldados cayeron muertos o heridos. El comandante decía que el ataque había sido rechazado, aplicando ese término militar a cuanto había sucedido en su regimiento; pero en realidad él mismo ignoraba lo ocurrido en aquella media hora en las tropas confiadas a él, ni podía decir con seguridad si el ataque había sido rechazado o si el ataque había destrozado a su regimiento. Sólo sabía que, al comienzo, proyectiles y granadas habían caído sobre el regimiento y matado a bastantes hombres; que luego alguien gritó: “¡La caballería!”, y sus soldados habían comenzado a disparar. Todavía disparaban, pero no sobre la caballería, que había desaparecido, sino sobre los infantes franceses que desde el barranco tiraban sobre los rusos. El príncipe Bagration inclinó la cabeza, dando a entender que todo estaba como él deseaba y suponía. Se volvió a un ayudante de campo y le dio órdenes de que hiciera bajar de la montaña los dos batallones del 6.° de cazadores ante los que acababa de pasar poco antes. El príncipe Andréi quedó impresionado por el cambio operado en el rostro de Bagration: ahora expresaba la decisión concentrada y feliz del hombre que, en un día caluroso, a punto de echarse al agua, toma rápidamente el último impulso. Ya no tenía la acostumbrada mirada soñolienta ni ojos inexpresivos, ni el gesto fingidamente reflexivo. Sus ojos redondos, resueltos, ojos de gavilán, miraban hacia delante con entusiasmo y un tanto despectivos sin detenerse en nada, pero sus movimientos conservaban la lentitud uniforme de antes.

El comandante del regimiento suplicó al príncipe Bagration que se alejara de aquel sitio demasiado peligroso. “Se lo suplico en nombre de Dios, Excelencia”, decía, y miraba pidiendo ayuda a un oficial del séquito, que procuraba apartarse de él. “¡Mire!”, y le hacía notar las balas que incesantemente zumbaban, cantaban y silbaban en derredor. Hablaba con la voz suplicante y reprobatoria de un carpintero cuando ve al amo manejando el hacha: “Nosotros ya estamos acostumbrados, pero a usted le saldrán callos en las manos”. Hablaba como si las balas no pudieran matarlo a él y los ojos entornados añadían a sus palabras mayor persuasión. El oficial de Estado Mayor unió sus propias exhortaciones a las del comandante del regimiento, pero el príncipe Bagration no respondió; se limitó a ordenar el cese del fuego y que dejasen sitio a los dos batallones que ya se acercaban. Mientras hablaba, un viento inesperado, como una mano invisible, arrastró, de derecha a izquierda, la cortina de humo, dejando al descubierto el barranco y la montaña opuesta con tropas francesas en movimiento. Todos los ojos se fijaron a la vez en la columna francesa que avanzaba hacia las líneas rusas, serpeando entre los salientes del terreno. Podían distinguirse ya los gorros de piel de los soldados y los uniformes de los oficiales; también era visible la bandera, que ondeaba al aire.

–Marchan bien– comentó alguien en el séquito de Bagration.

La cabeza de la columna enemiga bajaba ya al barranco. El choque debía producirse en aquella parte de la pendiente...

Los restos del regimiento ruso formaron rápidamente y se apartaron hacia la derecha. Detrás, abriéndose paso por entre los rezagados, llegaban en perfecto orden los dos batallones del 6.° de cazadores. No habían alcanzado aún el lugar donde estaba Bagration, pero ya se oían los pasos cadenciosos, pesados y fuertes de aquella masa de hombres. A la izquierda del flanco izquierdo, muy cerca «le Bagration, pasó un jefe de compañía, hombre bien plantado, de rostro redondo y expresión estúpida y dichosa, el mismo que había salido precipitadamente de la chabola de oficiales. Era evidente que en aquel momento sólo pensaba en desfilar bravamente ante su jefe.

Con la satisfacción del buen militar desfiló marcialmente, moviendo las musculosas piernas como si nadase; se erguía sin esfuerzo alguno y esta ligereza lo distinguía del pesado paso de los soldados, que avanzaban tratando de ajustar su marcha a la del comandante. Llevaba pegado a la pierna el sable desenvainado (un pequeño sable curvo, que se parecía muy poco a un arma) y mirando ya al jefe, ya a sus soldados, sin perder el paso, volvía con agilidad su vigoroso cuerpo, como concentrando todas las potencias de su alma para desfilar delante del general en jefe con la mayor marcialidad. Y sintiendo que lo hacía bien era feliz. “Un, dos...; un, dos...; un, dos...”, parecía decirse a cada paso. Y al compás de esa cadencia, la masa de soldados, con el peso de las mochilas y los fusiles, avanzaba y al marcar el paso parecía repetirse mentalmente: “Un, dos...; un, dos...”. Un comandante grueso pasó jadeando, sin acertar a marcar el paso y evitando cada matojo que encontraba en el camino; se adelantó corriendo un rezagado, respirando con fatiga y con el temor de la falta cometida dibujada en el semblante. Un proyectil de cañón, hendiendo el aire con su silbido, pasó por encima de la cabeza del príncipe Bagration y su séquito y, al compás, de “un, dos...; un, dos...”, cayó sobre la columna. “¡Cerrad las filas!”, gritó con voz animosa el comandante de la compañía. Los soldados siguieron adelante, procurando rodear el sitio donde había estallado el proyectil. Un suboficial condecorado con la cruz de San Jorge, que se había detenido en el sitio en que quedaron los muertos, se unió a la tropa, cambió el paso y cuando lo hubo hecho volvió la cabeza enfadado. “Un, dos...; un dos...”, parecía oírse en aquel silencio amenazador sobre la cadencia de los pies que golpeaban rítmicamente la tierra.

–¡Bravo, muchachos!– exclamó el príncipe Bagration.

–¡A la..., oh, oh, oh, oh!...– gritaron en las filas. Un soldado de expresión sombría, que desfilaba a la izquierda, miró a Bagration como diciendo: “Ya lo sabemos”. Otro, sin volverse, como por temor a perder el paso, también gritaba al pasar.

Se dio la orden de parar y quitarse las mochilas.

Bagration pasó revista a las filas y se apeó del caballo. Entregó las bridas a un cosaco, se quitó la capa, estiró las piernas y enderezó el gorro. La columna francesa, con sus oficiales al frente, se hizo visible al pie de la montaña.

–¡Con Dios!– gritó Bagration con voz resuelta y clara.

Por un instante se volvió hacia sus soldados, agitó levemente los brazos y con el paso torpe del jinete, aparentemente dificultoso, avanzó el primero por el terreno desigual. El príncipe Andréi notó que una fuerza irresistible lo empujaba adelante y experimentaba una felicidad inmensa.

Los franceses estaban ya cerca. El príncipe Andréi, que avanzaba junto a Bagration, distinguía bien los correajes, las rojas charreteras y aun los rostros de los soldados. Vio claramente a un viejo oficial francés que con las piernas embutidas en sus polainas subía fatigosamente por la montaña agarrándose a las matas. El príncipe Bagration no daba nuevas órdenes y, silenciosamente, seguía avanzando al frente de sus hombres. Inesperadamente, en el campo francés sonó un tiro, seguido de otro y un tercero...; las desordenadas líneas del enemigo se cubrieron de humo y comenzaron las descargas de fusilería; cayeron algunos hombres, y entre ellos el oficial del rostro redondo que tan alegre y marcialmente desfilara. En el mismo momento en que sonó el primer disparo, Bagration se volvió a las tropas y gritó: “¡Hurra!”.

Un “¡hurra!” prolongado le respondió por todas las filas. Y dejando atrás al príncipe Bagration y adelantándose unos a otros, rota la formación, pero llenos de ánimo y de júbilo, los soldados rusos se lanzaron rápidos sobre los franceses, cuyas filas habían quedado descompuestas.

XIX

El ataque del 6ºde cazadores aseguró la retirada del flanco derecho. En el centro, la acción de la olvidada batería de Tushin, que había conseguido incendiar la aldea de Schoengraben, detuvo el movimiento de las tropas francesas. Los franceses tuvieron que extinguir el incendio, propagado por el viento, y dieron así tiempo a organizar la retirada, realizada en el centro, a través del barranco, con precipitación y ruido, aunque las tropas se replegaban en buen orden; pero en el flanco izquierdo, constituido por los regimientos de infantería de Azov y Podolsk y por los de húsares de Pavlograd, las armas rusas habían sido atacadas y rebasadas por fuerzas francesas muy superiores, al mando de Lannes, y su situación era muy crítica. Bagration envió a Zherkov al general comandante del flanco izquierdo con la orden de retroceder inmediatamente.

Zherkov, sin separar la mano de la visera, espoleó animosamente el caballo y partió al galope. Mas, a poco de alejarse de Bagration, lo abandonaron las fuerzas, lo invadió un miedo invencible y le fue imposible avanzar hacia el peligro.

Al llegar a la altura de las tropas del flanco izquierdo no siguió hacia donde sonaba la fusilería, sino que se dedicó a buscar al general y a los mandos en sitios en que no podían encontrarse, y por eso no le fue posible comunicar la orden que llevaba.

El mando del ala izquierda correspondía por antigüedad al comandante del regimiento al que Kutúzov había revistado en Braunau y en el cual Dólojov servía como simple soldado, pero la punta extrema del ala izquierda había sido encomendada al jefe del regimiento de Pavlograd, donde servía Rostov, lo que originó un malentendido. Ambos jefes estaban en extremo disgustados entre sí, y, mientras en el flanco derecho hacía tiempo que se combatía y los franceses habían empezado ya el ataque, perdían el tiempo en recriminaciones mutuas con el único fin de ofenderse recíprocamente. Tanto el regimiento de caballería como el de infantería estaban poco preparados para la acción. Todos, desde el soldado hasta el general, parecían muy ajenos a una batalla que no esperaban y se entretenían en asuntos bien pacíficos: los de caballería, en dar el pienso a las bestias, y los de infantería, en cortar leña.

–Es superior a mí en graduación– dijo, enrojeciendo, el coronel alemán de húsares al ayudante de campo que le enviaban. —Que haga lo que quiera pero yo no puedo sacrificar a mis húsares. ¡Corneta! ¡Toca a retirada!

Pero la cosa se iba poniendo seria. Las descargas de fusilería y los cañonazos se confundían atronando en la derecha y en el centro, y los capotes franceses de los tiradores de Lannes atravesaban ya el dique del molino y formaban a la otra parte, a dos tiros de fusil. El coronel de infantería, con paso nervioso, se acercó al caballo, montó y haciéndose de pronto muy alto se dirigió erguido hacia el comandante del regimiento de Pavlograd. Ambos jefes se encontraron y saludaron correctamente, disimulando su cólera.

–Coronel, se lo repito; no puedo dejar la mitad de mis hombres en el bosque– dijo el general. —Le ruego, le ruego– repitió —ocupar la posicióny preparar el ataque.

–Y yo le ruego que no se meta en lo que no le importa– replicó el coronel, cada vez más acalorado. —Si fuese usted de caballería...

–No soy de caballería, coronel; pero soy un general ruso, para su conocimiento...

–Lo sé muy bien, Excelencia– gritó de pronto el coronel, con el rostro rojo como la grana, picando al caballo.

–Venga a las avanzadas y comprobará que esta línea no sirve de nada. Yo no haré destrozar mi regimiento para darle gusto.

–No sabe lo que dice, coronel. Yo no estoy aquí por mi gusto y no le permito que me diga eso.

El general aceptó la invitación del coronel para aquel torneo de valor; con el pecho erguido y el ceño fruncido fue con él a inspeccionar la línea, como si todas sus divergencias fuesen a desaparecer allá abajo, en las avanzadas, bajo el fuego de las descargas. Llegados a las avanzadas, varias balas silbaron sobre sus cabezas; los dos jefes se detuvieron en silencio. No había nada que mirar, porque desde el sitio donde estuvieron antes se advertía ya bien claramente que en aquel terreno, entre matorrales y barrancos, era imposible que pudiese maniobrar la caballería. Y que los franceses rebasaban el ala izquierda. El general y el coronel se miraron con aire grave y severo, como dos gallos que se preparan a la lucha, esperando en vano un indicio de cobardía del rival. Ambos salieron airosos de la prueba. Como no tenían nada que decirse y ni uno ni otro deseaba proporcionar al contrario un pretexto para decir que fue el primero en eludir las balas, habrían permanecido así largo tiempo, probándose mutuamente el valor, si en aquel instante, en el bosque, casi a sus espaldas, no hubieran sonado disparos de fusil y algunos gritos confusos. Los franceses habían atacado a los soldados que recogían leña. Los húsares ya no podían retroceder con la infantería. A la izquierda, la retirada estaba cortada por las avanzadas enemigas. Ahora, a pesar de las dificultades del terreno, había que atacar para abrirse paso.

El escuadrón de Rostov, que apenas había tenido tiempo para montar en los caballos, se vio detenido por el enemigo. De nuevo, como en el puente de Enns, no había nada entre el escuadrón y los franceses; nada excepto aquella terrible raya de lo desconocido y del miedo, semejante a la frontera que separa a los vivos de los muertos. Todos sentían esa raya y a todos inquietaba una misma pregunta: ¿podrán o no podrán pasarla, y cómo la pasarían?

El coronel se acercó a su tropa, respondió airado a las preguntas de los oficiales y, como un hombre que sigue aferrado a su idea, dio una orden. Nadie decía nada concreto, pero en el escuadrón se difundió el rumor de un ataque inminente. Se dio la orden de formar; después se oyó el ruido de los sables al ser desenvainados. Pero nadie se movía aún. Las tropas del flanco izquierdo, lo mismo la infantería que los húsares, se daban cuenta de que los mismos jefes no sabían qué hacer y su indecisión acabó por contagiar a los subalternos.

“¡Cuanto antes, cuanto antes!”, pensaba Rostov, sintiendo que, por fin, había llegado el instante de probar las gratas emociones del ataque, de las que tanto le habían hablado sus camaradas, los húsares.

–¡Muchachos! ¡Con la ayuda de Dios!...– resonó la voz de Denísov. —¡Al trote! ¡March!...

En la primera fila ondularon las grupas de los caballos. Grachiktiró de las riendas y él mismo se puso en marcha.

A la derecha, Rostov veía las primeras líneas de sus húsares y, un poco más adelante, una franja oscura que no podía definir bien, pero que le parecía ser el enemigo. Se oían disparos, pero a lo lejos.

–¡Trote largo!– ordenó la voz de mando. Rostov sintió que Grachikrecogía las ancas y se lanzaba al galope.

Presentía los movimientos de su caballo y eso lo alegraba cada vez más. Advirtió por delante un árbol solitario. Primero, ese árbol le pareció puesto en medio de la raya que él creyera tan terrible. Y cuando la dejó atrás se dio cuenta de que no era nada terrible, sino que todo se hacía cada vez más alegre y animado. “¡Oh, cómo atacaré al primero que encuentre!”, pensó Rostov, apretando la empuñadura del sable.

–¡Hu-rra-aa!– atronaron las voces.

“¡Bien! ¡Ahora que caiga bajo mis manos quien sea!”, pensaba Rostov clavando las espuelas a Grachik, que, a todo galope, pasó a los demás. Delante ya se veía al enemigo. Inesperadamente, algo como una inmensa escoba azotó al escuadrón. Rostov levantó el sable, presto a herir, pero en ese momento el soldado Nikítenko, que galopaba delante, se separó de él y Rostov sintió, como en un sueño, que seguía corriendo con inusitada rapidez y, sin embargo, no se movía del lugar en que estaba. Un húsar conocido, Bandarchuk, se le vino encima y lo miró con enfado. El caballo de Bandarchuk se hizo a un lado y siguió adelante.

“Pero ¿qué me ocurre? ¿Por qué no avanzo? He debido caer... debo de estar muerto”, se preguntó y respondió en un instante Rostov. Estaba solo en mitad del campo. En vez de caballos a la carrera y espaldas de los húsares, no veía en derredor más que la tierra inmóvil y los rastrojos. Debajo de él brotaba una sangre tibia. “No, estoy herido y han matado a mi caballo." Grachikintentó erguirse sobre las patas delanteras y volvió a caer, aprisionando la pierna del jinete. Fluía la sangre de su cabeza y la pobre bestia se debatía sin poderse levantar. También quiso ponerse en pie Rostov, pero volvió a caer; su bolsa de cuero quedó enganchada en la silla. No sabía dónde estaban los suyos, ni tampoco los franceses. Alrededor no había nadie.

Consiguió sacar la pierna y se levantó. "¿Por dónde queda ahora la raya que separaba tan claramente a los dos ejércitos?”, se preguntaba sin poder responderse. “Algo malo me ha sucedido... ¿Y qué debe hacerse en estos casos?”, se preguntó mientras se incorporaba; en ese momento advirtió que algo pesado le tiraba del brazo izquierdo: estaba insensible. Le parecía que no era suyo.

Lo examinó, pero no halló trazas de sangre. “¡Oh!, ahí viene alguien... Me ayudarán”, pensó con alivio, viendo que corrían hacia él varios hombres. Por delante iba un soldado uniformado con un extraño chacó y capote azul, de cara bronceada y nariz aguileña. Detrás lo seguían otros dos y después un grupo más numeroso. Uno de ellos habló en un lenguaje extraño, que no era ruso. Entre aquellos hombres, todos con el mismo chacó, iba un húsar ruso. Lo tenían sujeto por los brazos; detrás llevaban a su caballo.

“Sin duda es uno de los nuestros, prisionero... Sí... También a mí pueden apresarme. ¿Qué gente es ésa?”, pensaba Rostov sin dar crédito a lo que veía. Miraba a los franceses que se le acercaban, y a pesar de que unos segundos antes avanzaba para alcanzarlos y descargar su sable sobre ellos, su proximidad le parecía ahora algo tan terrible que no podía creer a sus ojos. “¿Quiénes son? ¿Por qué corren así? ¿Para matarme? ¿A mí, a quien tanto quieren todos?" Recordó el cariño de su madre, de la familia, los amigos, y la intención de los enemigos, de matarlo, le pareció imposible. “¡Tal vez vengan para matarme!” Estuvo más de diez segundos inmóvil sin comprender las circunstancias en que se hallaba. El francés de la nariz aguileña, el primero del grupo, se encontraba ya tan próximo que era fácil ver la expresión de su rostro. Y ese rostro encendido, extraño, del hombre que con la bayoneta calada y conteniendo la respiración avanzaba sin esfuerzo hacia él lo asustó. Sacó la pistola y en vez de disparar la tiró contra el francés y salió corriendo cuanto pudo hacia los matorrales. No corría ahora con aquel sentimiento de incertidumbre y deseos de lucha que experimentara en el puente de Enns, sino con el de la liebre acosada por los perros. Tan sólo el temor por su vida joven y feliz llenaba todo su ser; saltando aquí y allá entre los linderos con la rapidez con que corría cuando en su infancia jugaba al escondite, parecía volar sobre el campo, volviendo de vez en cuando su rostro pálido, bondadoso y juvenil; un escalofrío de terror le recorría el cuerpo. “Es mejor no volverse para mirar”, pensó. Pero al llegar junto a los arbustos se volvió una vez más. Los franceses habían quedado atrás y, precisamente en el momento en que Rostov miraba, el que conducía el grupo había pasado del trote al paso y se volvía para gritar unas palabras a otro que lo seguía. Rostov se detuvo. “No, no... es imposible que quieran matarme.” El brazo izquierdo seguía pesándole como si llevase suspendida una carga de treinta kilos. No podía ir más lejos. El francés se detuvo también y disparó. Rostov cerró los ojos y se agachó. Una bala y después otra pasaron por encima zumbando. Entonces, con un supremo esfuerzo, Rostov se sujetó el brazo izquierdo con la mano derecha y corrió hasta los arbustos. Entre los arbustos había un grupo de fusileros rusos.

XX

Los regimientos de infantería, sorprendidos por el enemigo, huían del bosque y las compañías, mezcladas unas con otras, retrocedían en gran desorden. Un soldado, presa de pánico, gritó una frase sin sentido, pero terrible en la guerra: “¡Estamos copados!”, y la frase, unida a un sentimiento de terror, corrió por toda la tropa.

–¡Estamos copados! ¡Nos han cortado la retirada! ¡Estamos perdidos!– gritaban los que huían.

Cuando el jefe del regimiento oyó aquellos gritos y los disparos de los fusiles, comprendió que algo terrible estaba ocurriendo en su regimiento; y la idea de que él, oficial modelo, con tantos años de servicio sin haberse hecho acreedor a reproche alguno pudiera ser culpable ante sus superiores de negligencia o falta de iniciativa lo abrumó de tal manera que, olvidando en aquel instante al indómito coronel de caballería y la prestancia que debe guardar un general, y olvidando por completo el peligro y el instinto de conservación, aguijoneó al caballo y galopó hacia sus hombres entre una lluvia de balas que pasaban sobre él, sin herirlo afortunadamente. Sólo deseaba una cosa: saber qué sucedía, ayudar a sus soldados y corregir a toda costa el error que habría podido cometer, para conservar su nombre de oficial modelo que servía en el ejército sin tacha desde hacía veintidós años.

Sorteando afortunadamente a los franceses, se acercó al campo, detrás del bosque por el que corrían los rusos, que, sin prestar oído a las voces de mando, descendían cuesta abajo. Había llegado ese minuto de vacilación moral que decide la suerte de una batalla. ¿Obedecería aquella muchedumbre de soldados desordenada la voz de su jefe o bien, volviéndose para mirarlo, huirían más lejos aún? A pesar de los desesperados gritos del general, antes tan temibles para los soldados, a pesar de su rostro enrojecido, furioso, desencajado, y del modo como agitaba su sable, los soldados siguieron corriendo, gritando y disparando al aire, sin obedecer sus órdenes. Esa vacilación moral que decide la suerte de una batalla se inclinaba evidentemente en favor del miedo.

El general, ronco de tanto gritar y ahogado por el humo de la pólvora, se detuvo desesperado. Todo parecía perdido. Pero en aquel instante, los franceses que avanzaban sobre los rusos empezaron a retroceder sin causa aparente, y al poco tiempo desaparecían de los confines del bosque, dejando paso a los tiradores rusos. Era la compañía de Timojin que, sola en el bosque, había permanecido en orden y que, escondida en las quiebras detrás de los árboles, atacaba a los franceses de manera absolutamente imprevista.

Timojin se lanzó sobre el enemigo con gritos tan salvajes y con tan loca audacia, armado solamente de su sable, que los franceses, antes de poder recobrarse, arrojaron sus armas y se dieron a la fuga. Dólojov, que corría junto a Timojin, mató a un francés y agarró por el cuello a un oficial que se rendía. Volvieron los fugitivos, se reorganizaron los batallones, y los franceses, que habían dividido en dos sus tropas del ala izquierda, quedaron de momento rechazados. Las reservas consiguieron reunirse y los fugitivos se detuvieron. El jefe del regimiento estaba junto al puente con el comandante Ekonómov observando el paso de las compañías en retirada, cuando se le acercó un soldado, tiró del estribo de su caballo y casi se recostó en él. El soldado, con la cabeza vendada, llevaba un capote de paño azul, pero no tenía ni chacó ni mochila; cruzándole el pecho, le colgaba una cartuchera francesa; de la misma procedencia era la espada de oficial que empuñaba. El soldado estaba muy pálido, sus ojos azules miraban atrevidos al jefe mientras sus labios sonreían. Aunque el comandante del regimiento estaba ocupado en dar órdenes, no pudo por menos de fijarse en aquel soldado.

–Excelencia, dos trofeos– dijo Dólojov, mostrando la espada francesa y la cartuchera. —Hice prisionero a un oficial y detuve a la compañía.

Dólojov respiraba con fatiga; sus frases salían entrecortadas.

–Toda la compañía puede atestiguarlo. ¡Le ruego que lo tenga presente, Excelencia!

–Bien, bien– dijo el jefe del regimiento; y se volvió al comandante Ekonómov.

Pero Dólojov no se alejaba. Se quitó el pañuelo que llevaba en la cabeza y mostró la sangre reseca en los cabellos.

–Es una herida de bayoneta. Pero he permanecido en filas... Recuérdelo, Excelencia.

Quedó olvidada la batería de Tushin, y sólo hacia el final de la batalla, como seguían oyéndose los cañonazos en el centro, el príncipe Bagration envió al oficial de Estado Mayor de servicio y luego al príncipe Andréi para ordenar que retiraran la batería lo antes posible. Los soldados que cubrían los cañones de Tushin habían sido retirados en plena batalla. Pero la batería seguía disparando y no había caído en manos de los franceses porque el enemigo no podía imaginarse que cuatro cañones, sin defensa alguna, tuvieran la audacia de disparar. Por el contrario, a juzgar por el enérgico fuego de aquella batería, el enemigo supuso que allí, en el centro, se habían concentrado las principales fuerzas de los rusos; por dos veces trató de conquistar aquel punto y las dos fue rechazado por la metralla de los cuatro cañones, solitarios en el lugar.

Poco después de la marcha de Bagration, Tushin consiguió incendiar Schoengraben.

–¡Vaya! ¡Cómo se mueven! ¡Qué humo! ¡Bravo! ¡Están ardiendo! ¡Cuánto humo, cuánto humo!– comentaban animadamente los artilleros.

Todos los cañones, sin esperar órdenes, disparaban hacia el lugar del incendio. Los soldados de la batería gritaban a cada disparo: “¡Bravo! ¡Así, así! ¡Más cerca!... ¡Eso es! ¡Estupendo!”. El incendio, atizado por el viento, se extendía rápidamente. Las columnas francesas, que habían salido de la aldea, retrocedieron; pero, como para vengarse del revés, el enemigo colocó diez cañones a la derecha del villorrio y empezó a disparar sobre la batería de Tushin.

A causa del júbilo infantil que despertaba en ellos la vista del incendio y el entusiasmo por el éxito contra los franceses, los artilleros rusos no se dieron cuenta de la batería emplazada por el enemigo hasta que dos proyectiles, y a continuación otros cuatro, cayeron entre los cañones de Tushin, matando a dos caballos y dejando sin una pierna a uno de los sirvientes. El entusiasmo, una vez desatado, no se debilitó por eso, cambió tan sólo de carácter. Los caballos muertos fueron sustituidos por otros del tiro de reserva, se retiró a los heridos y Tushin volvió sus cuatro cañones contra los diez de la batería francesa. Un oficial, camarada de Tushin, cayó muerto al comienzo de la batalla, diecisiete de los cuarenta servidores de la batería fueron dados de baja, pero los artilleros seguían animados y contentos. Por dos veces observaron que abajo, no lejos de ellos, aparecían franceses y disparaban metralla sobre ellos.

El pequeño oficial de movimientos inciertos y torpes se volvía sin cesar a su asistente, pidiendo otra pipa en recompensay, dispersando en el aire el fuego, corría hacia adelante para observar a los franceses, haciendo pantalla con su pequeña mano.

–¡Duro con ellos, muchachos!– gritaba, y él mismo ayudaba a colocar en posición las piezas, empujando las ruedas y desenroscando los tornillos.

Rodeado de humo, ensordecido por los continuos disparos, que lo estremecían cada vez, Tushin, sin abandonar su pipa, corría de un cañón a otro, ya apuntando, ya contando las cargas, ya dando orden de sustituir los caballos muertos o heridos; daba siempre las órdenes con su voz fina, suave e indecisa. Su rostro se animaba cada vez más. Solamente cuando alguno de sus hombres era muerto o herido fruncía el ceño y, apartándose del caído, gritaba enfadado a los soldados, que, como siempre, no se daban prisa en retirarlo. Los soldados, en su mayoría buenos mozos (y, como suele ocurrir entre los artilleros, anchos de hombros y dos palmos más altos que su jefe), lo miraban como niños en una situación embarazosa, y la expresión del rostro de Tushin se reflejaba siempre en los suyos.

El terrible ruido, los gritos y la necesidad de estar siempre atento y activo hacían que Tushin no experimentara el menor miedo; ni siquiera pensaba que pudieran matarlo o herirlo; por el contrario, se sentía cada vez más contento. Le parecía que había pasado mucho tiempo desde que viera al enemigo e hiciera el primer disparo, y que aquel pequeño trocito de tierra en que se hallaba le era muy conocido y familiar. Aunque lo recordase y lo calculase todo e hiciese cuanto pudiera haber hecho en su lugar el mejor oficial, se hallaba en un estado semejante al delirio febril o a la embriaguez.


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