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Guerra y paz
  • Текст добавлен: 5 октября 2016, 23:58

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Автор книги: Leon Tolstoi



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A pesar de todo, a eso de las nueve, como de costumbre, el príncipe, con su abrigo de terciopelo y cuello de cibelina, con gorro de la misma piel, salió a dar su paseo. Había nevado la tarde anterior. El sendero seguido por el príncipe Nikolái Andréievich hacia el invernadero estaba limpio; se veían sobre la nieve las huellas de la escoba, y una pala estaba hincada en la nieve, amontonada a la orilla del camino. El príncipe atravesó el invernadero, los patios y los servicios, ceñudo y silencioso.

–¿Se puede pasar con trineo?– preguntó al administrador, hombre respetable, que se parecía a su amo en el semblante y en sus maneras.

–La nieve es profunda, excelencia; ya he dado órdenes de limpiar la avenida.

El príncipe inclinó la cabeza y se acercó a la escalinata. “¡Gracias a Dios! —pensó el administrador—. Ha pasado la tormenta.”

–Era difícil pasar, Excelencia– agregó. —Han dicho que un ministro viene a visitar a Su Excelencia...

El príncipe se volvió al administrador y fijó en él una mirada colérica.

–¿Qué? ¿Un ministro? ¿Qué ministro? ¿Quién lo ordeno? dijo con voz dura y estridente. —No han limpiado el camino para mi hija, la princesa, y lo limpian para un ministro... ¡Aquí no hay ministros!

–Excelencia... yo pensaba...

–¡Tú pensabas!– gritó el príncipe, que hablaba cada vez más de prisa y con voz menos inteligible. —¡Tú pensabas!... ¡Bribones! ¡Canallas!... Ya te enseñaré yo a pensar.

Y levantando el bastón amenazó a Alpátich, y lo habría golpeado si el administrador no se hubiese apartado instintivamente.

–Tú pensabas!... ¡Bribones!—vociferó de nuevo.

Y aunque Alpátich, asustado de su atrevimiento por haber evitado el golpe, se acercaba a la escalinata con la calva cabeza gacha, o tal vez por eso precisamente, el príncipe siguió gritando:

–¡Bergantes...! ¡Que cubran inmediatamente de nieve el camino!

Pero no levantó otra vez el bastón, y entró corriendo en la casa.

A la hora de comer, sabiendo del mal humor del príncipe, la princesa María y mademoiselle Bourienne lo esperaban de pie. Mademoiselle Bourienne mostraba un rostro radiante que parecía decir: “No sé nada; soy la de siempre”, la princesa María estaba pálida, asustada, con los ojos bajos. Lo más penoso para la princesa María era saber que en estos casos había que portarse como mademoiselle Bourienne, pero no podía hacerlo. “Si finjo que no lo noto —se decía—, creerá que me es indiferente lo que él piensa; si me muestro triste o malhumorada, dirá, como otras veces, que tengo aspecto fúnebre.”

El príncipe miró el rostro asustado de su hija y soltó un bufido.

–¡Im... o tonta!– gruñó.

“Y la otra no ha venido... —pensó al notar que la pequeña princesa no estaba en el comedor—. Ya le habrán ido con el cuento.”

–¿Dónde está la princesa? ¿Se esconde?...– preguntó.

–No se encuentra bien– respondió mademoiselle Bourienne, con una alegre sonrisa. —No vendrá hoy... Es natural, en su estado.

–¡Hum! ¡Hum!...– masculló el príncipe mientras se sentaba a la mesa.

El plato no le debió de parecer suficientemente limpio; señaló una mancha y lo tiró. Tijón lo cogió al vuelo y lo entregó al camarero.

No es que la pequeña princesa estuviera enferma; pero tenía tal miedo del príncipe que, sabiendo su mal humor, había decidido no salir de sus habitaciones.

“Temo por el niño —decía a mademoiselle Bourienne—. Dios sabe lo que puede ocurrir si me asusto.”

La joven princesa vivía en Lisie-Gori en un estado de miedo perpetuo y de antipatía por el viejo príncipe, cosa esta última de la que apenas se daba cuenta, porque su temor predominaba tanto que ni siquiera podía percibirla. También por parte del príncipe existía antipatía, pero dominada por el desprecio.

La princesa, en Lisie-Gori, había tomado especial cariño a mademoiselle Bourienne. Se pasaba con ella días enteros, le rogaba que durmiera en su propia habitación y con mucha frecuencia le hablaba de su suegro para criticarlo.

–Il nous arrive du monde, mon prince 203– dijo mademoiselle Bourienne, desplegando con sus manos pequeñas y rosadas la nívea servilleta. —Son Excellence le prince Kouraguine avec son fils, à ce que j’ai entendu dire?– dijo a manera de pregunta.

–Hum... Ese Excellence es un chiquillo... Yo mismo lo llevé al ministerio– respondió el príncipe ofendido. —¿Y por qué trae al hijo? No lo entiendo. Tal vez lo sepan la princesa Elizaveta Kárlovna y la princesa María... Yo no sé para qué trae al hijo. Yo no lo necesito para nada– y prosiguió, mirando a su hija, que iba enrojeciendo.

–¿No te sientes bien? ¿Acaso tienes miedo al ministro, como lo llamaba ahora ese imbécil de Alpátich?

–No, mon père.

Aunque mademoiselle Bourienne no había acertado a escoger el tema de conversación, no se detuvo y siguió parloteando sobre el invernadero, sobre la belleza de una nueva flor que se había abierto, y, así, el príncipe, después de la sopa, llegó a suavizarse un tanto.

Terminada la comida subió a ver a su nuera. La pequeña princesa estaba sentada ante una pequeña mesa y charlaba con la doncella Masha. Palideció cuando vio al príncipe.

Estaba muy cambiada. Más fea ahora que bella, sus mejillas caían fláccidas, tenía el labio superior más levantado y los ojos hundidos.

Sí, siento como una pesadez...– respondió a la pregunta del príncipe sobre su salud.

–¿No necesitas nada?

–No., merci, mon père.

–Está bien, está bien.

Salió de la estancia y pasó a la antesala. Allí estaba Alpátich con la cabeza gacha.

–¿Habéis echado nieve al camino?

–Sí, Excelencia. Perdóneme, por Dios; ha sido una estupidez...

El príncipe lo interrumpió y se echó a andar con su risa forzada.

–Está bien, está bien.

Le tendió la mano, que Alpátich besó, y pasó a su despacho.

El príncipe Vasili llegó al anochecer. Los cocheros y la servidumbre salieron a su encuentro en la avenida y entre grandes gritos condujeron los trineos hacia la puerta, por el camino cubierto intencionadamente de nieve.

Varias habitaciones habían sido reservadas para el príncipe Vasili y su hijo Anatole.

Anatole, en mangas de camisa y con las manos en las caderas, se había sentado frente a una mesa y con sus grandes y bellos ojos miraba distraídamente un ángulo del mueble. Toda la vida era para él una ininterrumpida fiesta que alguien, sin saber el motivo, se encargaba de proporcionarle. De la misma manera consideraba ahora el viaje a la casa de aquel viejo gruñón y de su fea y rica heredera. De acuerdo con sus ideas, todo aquello podía convertirse en una excelente y divertida aventura. “¿Por qué no casarme con ella, si es riquísima? El dinero nunca estorba”, pensaba Anatole.

Se afeitó y perfumó con la minuciosidad y el esmero acostumbrados, y con el aire conquistador y bondadoso que le era innato, irguió su espléndida cabeza y pasó a la habitación de su padre. Dos ayudas de cámara estaban vistiendo al príncipe Vasili. Éste miraba animadamente en torno, y cuando su hijo entró lo saludó alegre, como diciéndole: “Así, así es como tienes que presentarte”.

Y ahora, bromas aparte, padre. ¿De veras que es tan fea? preguntó Anatole en francés, como si reanudara una conversación corriente durante el viaje.

–¡No digas tonterías! Lo principal es que procures ser respetuoso y sensato con el viejo príncipe.

–Si me dice una inconveniencia, me voy– dijo Anatole. —Detesto a esos vejestorios.

–Recuerda que para ti de esto depende todo.

Mientras tanto, entre las mujeres no sólo se conocía la llegada del príncipe Vasili con su hijo Anatole, sino que se comentaban toda clase de detalles sobre ambos. La princesa María, sola en su estancia, se esforzaba en vano por dominar la propia emoción.

“¿Por qué me escribirían? ¿Por qué me habló de eso Lisa? ¡Si eso es imposible! —se decía, mirándose en el espejo– ¿Cómo voy a presentarme ahora en la sala? Aunque me gustara, no podría comportarme con naturalidad.” Sólo la idea de cómo la miraría su padre la llenaba de pavor.

La pequeña princesa y mademoiselle Bourienne habían recibido ya toda clase de informes por conducto de Masha: que el hijo del "ministro” era apuesto y joven y que tenía las cejas negras. Que el padre apenas pudo arrastrar los pies por la escalera y que Anatole, rápido como un águila, había subido las gradas de tres en tres. Poseedoras de estas noticias, la pequeña princesa y mademoiselle Bourienne, cuyas voces animadas se oían ya desde el pasillo, entraron en la habitación de la princesa María.

–Ils sont arrivés, Marie 204– dijo la pequeña princesa cayendo pesadamente sobre una butaca. —¿Lo sabe?

No llevaba ya la blusa sencilla que vestía por la mañana; se había puesto uno de sus mejores vestidos. Sus cabellos estaban cuidadosamente peinados y su rostro lleno de animación no lograba borrar, sin embargo, el cambio operado en sus facciones. Con aquel vestido que solía llevar en las fiestas de San Petersburgo se advertía todavía más cuánto se había afeado. Mademoiselle Bourienne, por su parte, había hecho algunos discretos arreglos en uno de sus trajes, lo que daba aún mayor seducción a su rostro fresco y bonito.

–Eh bien, et vous restez comme vous êtes, chère princesse?– dijo. —On va venir annoncer que ces messieurs sont au salon; il faudra descendre et vous ne faites pas un brin de toilette! 205

La pequeña princesa se levantó, llamó a la doncella y, con alegría presurosa, se puso a escoger un vestido para su cuñada. La princesa María se sentía ofendida en su dignidad por el hecho de que la llegada del pretendiente la turbase de aquella manera, y aún más porque la pequeña princesa y mademoiselle Bourienne supusieran que no podía ser de otro modo. Decirles que tenía vergüenza de sí misma y de ellas era traicionar su propia emoción; por otra parte, negarse a cambiar de vestido, como le decían, habría suscitado las bromas y la insistente porfía de ambas. Enrojeció, se apagaron sus bellos ojos, su cara se cubrió de manchas, y con la poco agradable expresión de víctima que en ella era la más frecuente se puso en manos de mademoiselle Bourienne y de su cuñada. Ambas estaban decididas sinceramentea embellecerla. Era tan fea que ninguna de las dos podía pensar siquiera en que pudiese competir con ellas; así pues, se dispusieron muy sinceramente a vestirla con esa seguridad ingenua y firme de que un bonito vestido puede hacer hermoso el rostro.

–No, no, ma bonne amie, este vestido no te va– decía Lisa mirando de lejos y de lado a la princesa. —No. Di que te traigan el rojo oscuro. De verdad te lo digo. Acaso se decida la suerte de tu vida. Éste es muy claro... No, no está bien.

Y no era el vestido lo que estaba mal, sino toda la figura de la princesa, empezando por su rostro. No lo veían así mademoiselle Bourienne y Lisa; les debía de parecer que poniendo una cinta azul entre los cabellos, recogidos hacia arriba, o bajando el chal azul sobre el vestido marrón, etcétera, todo iría bien. Olvidaban que era imposible cambiar aquel rostro asustado y todo el aspecto, y que, a pesar de todos los retoques del marco, la figura seguiría siendo lastimera y fea. Después de dos o tres pruebas, a las que la princesa se sometía dócilmente, y cuando estuvo peinada con el pelo recogido hacia arriba, que le transformaba y afeaba aún más el rostro, cuando estuvo con su vestido oscuro y el chal azul, la princesa Lisa dio dos vueltas alrededor de ella, ajustando con sus manos la falda, alisando aquí y allá el chal y mirando, con la cabeza inclinada, ya de un lado, ya de otro.

–No, imposible– dijo resueltamente, dando unas palmadas de nuevo. —Non, décidément, Marie, cela ne vous va pas. Je vous aime mieux dans votre petite robe grise de tous les jours. Non, de grâce, faites cela pour moi 206– y se volvió a la doncella: —Katia, trae el vestido gris de la princesa. Ya verá, mademoiselle Bourienne, cómo arreglo esto– dijo con una sonrisa de anticipada complacencia estética.

Pero cuando Katia trajo su vestido gris, la princesa María, inmóvil delante del espejo, mirándose en él, notó que sus ojos estaban llenos de lágrimas y que la boca le temblaba presta a sollozar.

–Voyons, chère princesse, encore un petit effort– dijo mademoiselle Bourienne. 207

Lisa tomó el vestido de manos de la doncella y se acercó a la princesa María.

–Ahora lo dejaremos todo sencillo y agradable.

Su voz, la de mademoiselle Bourienne y la de Katia, que se reía de algo, se fundían en un alegre balbuceo, parecido al gorjeo de pájaros.

–Non, laissez-moi– dijo la princesa. 208

Su voz denotaba tal gravedad y sufrimiento que el gorjeo cesó instantáneamente. Vieron en sus ojos, grandes, hermosos y profundos, llenos de lágrimas, una expresión tan llena de súplica que comprendieron que habría sido inútil y hasta cruel insistir.

–Au moins, changez de coiffure– dijo Lisa. —Je vous le disais bien– volviéndose con tono de reproche a mademoiselle Bourienne. Marie a une de ces figures auxquelles ce genre de coiffure ne va pas du tout. Mais du tout, du tout. Changez, de grâce. 209

—Non, laissez-moi, laissez-moi, tout ça m’est parfaitement égal– su voz a duras penas dominaba sus lágrimas. 210

La princesa María, así arreglada, estaba muy fea, peor que siempre, y tanto la pequeña princesa como mademoiselle Bourienne tuvieron que reconocerlo. Pero ya era tarde. Ella las miraba con aquella expresión que ya conocían, pensativa y triste, que no inspiraba temor —la princesa María nunca inspiraba semejante sentimiento—, pero sabían que cuando esa expresión aparecía en su rostro las decisiones tomadas eran irrevocables, aunque apenas si hablaba de ellas.

–Vous changerez, n’est-ce pas?– preguntó Lisa. 211

La princesa María no contestó y Lisa salió de la cámara.

La princesa quedó sola. No atendió el deseo de Lisa, no cambió su peinado y ni siquiera miró el espejo. Con los brazos caídos y los ojos bajos, quedó sumida en sus pensamientos. Se imaginaba a su esposo, a un hombre, un ser fuerte de incomprensible atractivo, que de improviso la llevaba a su mundo, a un universo del todo distinto y lleno de felicidad. Después se veía con suprimer hijo, junto a su pecho, un niño como el que había visto la víspera en casa de la hija de su nodriza. El marido miraba tiernamente a la madre y al hijo. Y pensó: “Es imposible; soy demasiado fea”.

Detrás de la puerta sonó la voz de la doncella:

–El té está servido y el príncipe va a salir.

Volvió en sí y se horrorizó de sus pensamientos. Antes de bajar se acercó al oratorio y fijando sus ojos en una gran imagen negra del Salvador, alumbrada por una lamparilla, juntó las manos y se recogió así unos momentos. Una duda punzante atormentaba el alma de la princesa María. ¿Le estaba reservada la alegría del amor, del amor terrenal por un hombre? Pensando en el matrimonio, la princesa María soñaba con la felicidad familiar, los hijos, pero su sueño principal, el más intenso y oculto, era el amor terrenal. Ese sentimiento era tanto mayor cuanto más trataba de ocultarlo a los demás o aun a sí misma. “Dios mío, ¿cómo arrojar del corazón estos pensamientos del demonio? ¿Cómo alejar las malvadas tentaciones para siempre, para cumplir tranquilamente tu voluntad?” Y apenas lo hubo preguntado le pareció que Dios contestaba en el fondo de su propio corazón: “No desees nada para ti, no busques nada, no te inquietes, no tengas envidia. El porvenir de los hombres y tu destino deben serte desconocidos, pero vive siempre preparada para todo. Si Dios quiere probarte con los deberes del matrimonio, debes estar dispuesta a cumplir su voluntad”. Con este pensamiento tranquilizador —pero también con la esperanza de su sueño terrenal prohibido– la princesa María, suspirando, se persignó y salió de allí sin pensar más en el vestido ni en el peinado, ni en cómo se presentaría o en qué había de decir. ¡Qué podía importar todo ello en comparación con los designios de Dios, sin cuya voluntad no cae ni un solo pelo de la cabeza del hombre!

IV

Cuando la princesa María entró en la sala ya estaban allí el príncipe Vasili y su hijo, que charlaban animadamente con la pequeña princesa Lisa y mademoiselle Bourienne. Cuando se aproximó María con su andar pesado, apoyándose en los talones, los hombres y mademoiselle Bourienne se levantaron y la pequeña princesa dijo:

–Voilà Marie!

La princesa María vio a todos con detalle. Vio el rostro del príncipe Vasili, quien por un instante quedó serio a la vista de la princesa, pero sonrió en seguida. Vio a la pequeña princesa, quien, con curiosidad, leía en el rostro de los hombres la impresión que les hacía su cuñada. Vio a mademoiselle Bourienne, con su cinta y su cara bonita, y los ojos, más animados que de costumbre, fijos en él, pero a élno lo pudo ver. Vio solamente algo grande, luminoso y bello que salía a su encuentro cuando ella entró en la sala. El príncipe Vasili se le acercó primero; la princesa besó aquella cabeza calva que se inclinaba ante su mano y respondió a sus palabras diciendo que se acordaba muy bien de él. Después se acercó Anatole. La princesa María siguió sin verlo. Sintió una mano suave que estrechaba con fuerza la suya; apenas rozó su frente blanca, sobre la que resaltaban sus hermosos cabellos rubios brillantes de pomada. Al mirarlo quedó sorprendida por su belleza. Anatole, con el pulgar de la mano derecha tras un botón abrochado del uniforme, abombado el pecho, recta la espalda, movía una pierna algo separada y miraba alegremente a la princesa, un tanto ladeada la cabeza, sin decir nada, y era evidente que para nada pensaba en ella. Anatole no era ingenioso ni vivaz, ni elocuente en la conversación, pero en cambio poseía una virtud preciosa en la sociedad: la calma y un aplomo imperturbable. Si un hombre tímido calla al ser presentado a alguien por primera vez, y comprendiendo que su silencio es inoportuno, busca y se esfuerza por hallar algo que decir, ese hombre fracasa. Pero Anatole callaba y balanceaba la pierna, observando alegremente el peinado de la princesa. Era evidente que podía guardar silencio durante mucho tiempo y permanecer tranquilo. “Si resulta embarazoso ese silencio para alguien, hablen, yo no siento la necesidad de hacerlo”, parecía decir su aspecto. Además, en sus relaciones con las mujeres, Anatole poseía lo que más inspira la curiosidad femenina, su temor y hasta su amor: la conciencia despectiva de su superioridad. Todo él parecía decir: “Os conozco, os conozco bien, ¿qué interés puedo tener en estar con vosotras? ¡No poco os alegraríais!”. Acaso no pensaba así en su trato con las mujeres (y muy probablemente no, puesto que pensaba poquísimo), pero sus modales y su apariencia parecían decirlo. La princesa lo sintió así y, como deseando darle a entender que no se había atrevido a pensar en la posibilidad de interesarlo, se volvió al viejo príncipe. La conversación era general y animada, gracias a la voz de Lisa y a su pequeño y sombreado labio, que se levantaba sobre los dientes blancos. Había acogido al príncipe Vasili con el modo alegre que con frecuencia usan las personas locuaces, consistente en suponer que entre la persona a quien se dirige y ella misma ya existen desde hace tiempo bromas y una relación divertida que no todos conocen y recuerdos placenteros, cuando la verdad es que no hay nada de eso: tal era el caso de la pequeña princesa y el príncipe Vasili. Éste se prestó gustoso a ese tono. La pequeña princesa hizo que participase en la evocación de aquellos hechos amenos que jamás habían existido; también Anatole, a quien apenas conocía. Mademoiselle Bourienne compartía tales recuerdos comunes y hasta la princesa María participaba con placer en la divertida evocación.

–Al menos ahora, querido príncipe, podemos gozar completamente de su compañía– dijo Lisa, en francés, como de costumbre, dirigiéndose al príncipe Vasili. No como en las veladas de Annette, de las que siempre se escapaba. ¿Se acuerda de cette chère Annette?

–¡Oh! Supongo que no me hablará de política, como Annette.

–¿Y nuestra mesa de té?

–Ah, sí.

–¿Por qué no iba nunca a las veladas de Annette?– preguntó la princesa Lisa a Anatole. —Ya lo sé, ya lo sé– continuó guiñando un ojo. —Su hermano Hipólito me ha hablado de ciertas travesuras– y lo amenazó con el dedo. —¡Conozco hasta sus aventuras en París!

–¿Y no le ha contado Hipólito?– dijo el príncipe Vasili, tomando la mano de la pequeña princesa, como si ella tratara de escapar y quisiera retenerla. —¿No le ha dicho cómo él mismo se consumía de amor por una encantadora princesa y ella le mettait à la porte?... 212—Oh! C’est la perle des femmes, princesse– añadió volviéndose a María. 213

Mademoiselle Bourienne, por su parte, no dejó de recordar mil cosas cuando la conversación trató de París.

Se permitió preguntar a Anatole si hacía tiempo que había abandonado París y qué impresión le había producido la ciudad. Anatole, sonriendo, respondió gustosamente a la pregunta, y sin apartar la vista de la bonita mademoiselle Bourienne, siguió hablando con ella de su patria. Solamente con verla, Anatole comprendió que tampoco se aburriría en Lisie-Gori. “No está mal —pensaba mirándola—, no está nada mal esta mademoiselle de compagnie. 214Espero que cuando la otra se case conmigo, la lleve con ella. La petite est gentille.”

El viejo príncipe se vestía sin prisas en su cuarto, ceñudo y meditando en lo que debía hacer. Lo contrariaba la llegada de los huéspedes. “¿Qué me importan a mí el príncipe Vasili y su hijito? El príncipe es hombre vanidoso y superficial, y su hijo debe de ser por el estilo.” Lo contrariaba que su llegada viniera a plantearle un problema latente que en su fuero interno no estaba todavía maduro, un problema acerca del cual el viejo príncipe siempre trataba de engañarse a sí mismo: ¿Se decidiría alguna vez a separarse de la princesa María y darle un marido? El príncipe no se atrevía nunca a plantearse claramente esa pregunta, porque de antemano sabía que su respuesta sería justa y la justicia iba en contra, en este caso, más que de su sentimiento, de todas las posibilidades mismas de su vida. Para el príncipe Nikolái Andréievich —aunque pareciese que quería poco a su hija– la vida resultaba incomprensible sin la princesa María. “¿Qué necesidad tiene de casarse? —pensaba—. Sería infeliz seguramente. Ahí están Lisa y Andréi (y me parece que ahora es difícil encontrar un marido mejor que él), ¿y acaso está contenta Lisa con su suerte? Además, ¿quién va a casarse con María por amor? Es fea y desgarbada. Se casarán con ella por su posición y su dinero. ¿Es que no puede vivir siendo soltera? Más feliz aún.” Así reflexionaba, mientras acababa de vestirse, el príncipe Nikolái Andréievich; pero la pregunta, siempre soslayada, exigía una respuesta inmediata. El príncipe Vasili traía a su hijo con el evidente propósito de pedir la mano de María y tal vez aquel mismo día o al siguiente habría que dar una respuesta definitiva. “Tiene nombre y buena posición en sociedad. Y bien, yo no pondré obstáculos —se dijo el príncipe—, pero tiene que ser digno de ella. Eso es lo que queda por ver.”

–Eso es lo que queda por ver– dijo en voz alta. —Lo que queda por ver.

Y, como siempre, entró en la sala con paso resuelto, abarcó con rápida mirada a todos; advirtió el vestido nuevo de la pequeña princesa, la cinta de Bourienne y el horrible peinado de su hija, las sonrisas de mademoiselle Bourienne y de Anatole y el aislamiento de su hija en la conversación general. “¡Ataviada como una estúpida! pensó, mirando a su hija con cólera—. No tiene vergüenza. Y él ni siquiera se digna prestarle atención.”

Se acercó al príncipe Vasili:

–Buenas tardes, buenas tardes. Estoy muy contento de verte.

–No hay distancias cuando se trata de ver a un buen amigo– dijo el príncipe Vasili rápidamente, con la firmeza y familiaridad de siempre. —Este es mi hijo menor. Le ruego que lo trate con simpatía y benevolencia.

La mirada escrutadora del príncipe se posó en Anatole. —Buen mozo, buen mozo. Vaya, ven a darme un beso– y le ofreció la mejilla.

Anatole besó al anciano y lo miró con tranquila curiosidad, tal vez esperando una de aquellas excentricidades de que su padre le había hablado.

El príncipe Nikolái Andréievich se sentó en su sitio de siempre, en el rincón del diván, acercó un sillón destinado al príncipe Vasili y, señalándoselo, le pidió informes y noticias sobre la situación política. Parecía prestar atención a las palabras del príncipe Vasili, pero no dejaba de mirar a la princesa María.

–¿Conque ya escriben de Potsdam?– repitió las últimas palabras del príncipe Vasili, y, diciendo así, de improviso se levantó para acercarse a su hija.

–¿Así te has arreglado para recibir a nuestros huéspedes? ¡Estás guapa, muy guapa! Para la visita te has peinado de un modo nuevo, y delante de ellos te advierto que en adelante no vuelvas a hacerlo sin mi permiso.

–La culpa es mía, mon père– dijo enrojeciendo Lisa.

–Usted, usted es libre– dijo el príncipe Nikolái Andréievich haciendo una reverencia a su nuera, —pero ella no necesita desfigurarse; ya de por sí es fea.

Y se volvió a su sitio, sin preocuparse de su hija, que estaba a punto de llorar.

–Pues yo creo que ese peinado le sienta muy bien– intervino el príncipe Vasili.

El príncipe Nikolái Andréievich se volvió a Anatole:

–Bueno, amigo, joven príncipe... ¿Cómo se llama? Ven, ven aquí... Charlaremos un poco para conocernos.

“Ahora es cuando empieza la diversión”, pensó Anatole; y sonriendo, se sentó junto al viejo príncipe.

–Bien, querido. Dicen que se ha educado en el extranjero. No le ha pasado como a nosotros, a su padre y a mí, que aprendimos las letras con un sacristán. Dígame, querido, ¿sirve en la Guardia montada?– preguntó el príncipe mirando a Anatole fijamente y de cerca.

–No, he pasado al Ejército– repuso Anatole, que apenas podía contener la risa.

–¡Vaya! ¡Eso está bien! Así pues, quiere servir al Emperador y a la patria... Estamos en guerra y un buen mozo así debe servir... ¿Está en servicio activo?

–No, príncipe. Mi regimiento ya está en campaña, pero yo estoy agregado... ¿A qué estoy agregado, papá?– preguntó Anatole riendo al príncipe Vasili.

–¡Pues sí que sirve bien! ¿A qué estoy agregado? ¡Ja, ja, ja!– rió el príncipe Nikolái Andréievich.

Anatole se echó a reír con más fuerza todavía. De pronto el príncipe Nikolái Andréievich frunció el ceño:

–Bien, puedes irte– dijo a Anatole.

Y Anatole se volvió de nuevo hacia las damas con una sonrisa en los labios. El viejo Bolkonski se dirigió al príncipe Vasili.

–Los has educado en el extranjero, ¿verdad?

–Hice cuanto pude, y puedo decirle que allá la educación es mucho mejor que aquí, en nuestro país.

–Sí, hoy, ya se sabe: todo es distinto, todo es nuevo. ¡Un bravo mozo! ¡Un bravo mozo! Y ahora vamos a mi despacho– tomó al príncipe Vasili del brazo y salió con él.

En cuanto se vieron solos, el príncipe Vasili expuso al príncipe Bolkonski sus deseos y esperanzas.

–¿Qué piensas?– dijo ásperamente el viejo Bolkonski.

–¿Crees que la retengo, que no puedo separarme de ella? Eso es lo que se imaginan– gruñó. —Por mí, puede marcharse mañana mismo– añadió con cólera. —Únicamente le diré que deseo conocer mejor a mi futuro yerno. Ya conoces mis principios: las cartas boca arriba. Mañana, en tu presencia, preguntaré a mi hija si consiente en casarse; entonces, que él se quede aquí unos días; que se quede; así yo veré– el príncipe soltó un bufido. —¡Que se casen! ¡A mí me da lo mismo!– gritó con el mismo tono estridente con que había despedido a su hijo.

–Sinceramente se lo digo, príncipe: usted conoce bien a los hombres– dijo el príncipe Vasili como si estuviera convencido de la inutilidad de la astucia ante la perspicacia de su interlocutor. —Anatole no es un genio, pero es un buen muchacho y un hijo ejemplar.

–Bien, bien, ya lo veremos.

Como sucede siempre que las mujeres viven aisladas sin compañía masculina, la aparición de Anatole hizo comprender a las tres mujeres de la casa de Nikolái Adréievich que su vida hasta entonces no había sido vida. En un instante se multiplicó en ellas la facultad de pensar, de sentir y observar; aquella común existencia, hasta entonces sumida en una penumbra, pareció llenarse de improviso de una nueva luz vivificante, plena de sentido.

La princesa María ya no pensaba en su rostro ni en su peinado, los había olvidado. El rostro bello y sincero de aquel hombre que podía llegar a ser su marido atrajo toda su atención. Le parecía bueno, valeroso, resuelto, viril y magnánimo. Estaba convencida de ello. Miles de sueños en torno a una futura vida de familia surgían incansablemente en su imaginación. Pero los apartaba y procuraba ocultarlos.

"¿No me habré mostrado demasiado fría con él? —pensaba. Intento dominarme porque en lo profundo del alma me siento ya demasiado próxima a él. Pero él no sabe todo lo que yo pienso y puede imaginarse que me es desagradable.”

Y la princesa María intentaba y no sabía mostrarse amable con el joven.

“La pauvre fille! Elle est diablemente laide!”, pensaba Anatole. 215

También mademoiselle Bourienne, excitada al máximo por la llegada de Anatole, se abocaba a pensar, pero de manera diversa. Joven y hermosa, sin posición definida, sin parientes, sin amigos y hasta sin patria, no pensaba dedicar toda su vida al servicio del príncipe Nikolái Andréievich, a leerle libros y a contentarse con la amistad de la princesa María. Mademoiselle Bourienne esperaba desde hacía tiempo a que un príncipe ruso capaz de apreciar su evidente superioridad sobre las princesas rusas, feas, mal vestidas, desgarbadas, se enamorase de ella y se la llevase. Y ese príncipe ruso, por fin, había llegado. Mademoiselle Bourienne conocía una historia que había oído de joven a una tía suya y que ahora completaba con su propia imaginación, complaciéndose en repetirla mentalmente. Era la historia de una joven seducida, a la que se presentaba su pobre madre – sa pauvre mere– para reprobarle el haberse entregado a un hombre sin casarse con él. Mademoiselle Bourienne se emocionaba hasta el punto de llorar contando, en su imaginación, esta historia a él, al seductor. Y ahora ese él, un verdadero príncipe ruso, acababa de aparecer. La llevaría consigo, vendría después ma pauvre merey acabarían casándose. Así se imaginaba mademoiselle Bourienne su historia futura mientras charlaba con él de París. No era el cálculo lo que la guiaba (apenas si reflexionó un instante en lo que debía hacer); pero todo estaba dispuesto desde mucho antes en ella y ahora convergía hacia Anatole, a quien quería y procuraba gustar lo más posible.


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