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Guerra y paz
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Автор книги: Leon Tolstoi



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–¡Dicen que hay orden de que nadie abandone su casa y se lleve algo!– comentó otro.

De pronto, un viejecillo se acercó furibundo a Dron:

–Le tocaba a tu hijo irse como soldado, pero tuviste lástima del tuyo y en vez de enviarlo a él alistaste a mi Vanka. ¡Ah, moriremos algún día!

–¡Eso es! ¡Moriremos!

–¡Eh! ¿Qué decís? Yo no me voy de la comunidad– dijo Dron.

–¡Claro que no! ¡Buena barriga has echado!...

Los dos campesinos altos hablaban de lo suyo.

Y cuando Rostov, acompañado por Ilín, Lavrushka y Alpátich, se acercó al grupo, Karp, metiendo los dedos en el cinturón, avanzó sonriendo levemente. Dron, por el contrario, retrocedió hasta las últimas filas; los demás se apretaron unos contra otros.

–¡Eh, vosotros!– gritó Rostov acercándose rápidamente a la muchedumbre. —¿Quién es el stárosta?

–¿El stárosta? ¿Para qué lo quiere?...– preguntó Karp.

Pero no tuvo tiempo de concluir cuando un fuerte bofetón le dobló la cabeza e hizo volar el gorro.

–¡Gorros fuera! ¡Traidores!– gritó a plena voz Rostov. —¿Dónde está el stárosta?– volvió a gritar fuera de sí.

–El stárosta...llama al stárosta. Dron Zajárich, lo llaman– dijeron algunos rápidamente; todos se descubrieron.

–No intentamos sublevarnos, cuidamos el orden– dijo Karp.

Y desde diversos puntos, muchas voces comenzaron a hablar al mismo tiempo.

–¡Lo habían decidido los viejos! Son ustedes muchos a mandar...

–¿Todavía tenéis ganas de hablar?... ¡Esto es una revuelta!... ¡Bribones! ¡Traidores!– gritó Rostov fuera de sí, cogiendo a Karp por el cuello de su caftán. —¡Atadlo! ¡Atadlo!– exclamó, aunque allí no había nadie para atar a Karp, excepto Lavrushka y Alpátich.

Lavrushka, sin embargo, corrió hacia Karp y le dobló los brazos a la espalda.

–¿Ordena que llamemos a los nuestros, que están al otro lado de la cuesta?– preguntó Lavrushka.

Alpátich se volvió a los campesinos y llamó a dos para atar a Karp. Los mujiks salieron dócilmente de las filas y se quitaron los cinturones.

–¿Dónde está el stárosta?– volvió a preguntar Rostov.

Dron, con el rostro ceñudo y pálido, salió de la muchedumbre.

–¿Eres tú el stárosta? ¡Átalo, Lavrushka!– gritó Rostov, como si esa orden no pudiera hallar obstáculos.

Y, efectivamente, otros dos campesinos salieron para maniatar a Dron, quien, como si quisiera ayudarlos, se quitó el cinturón y se lo entregó.

–¡Y vosotros, escuchadme!– dijo Rostov, volviéndose a los mujiks. —Idos inmediatamente a vuestras casas y que no vuelva a oír ni una sola voz.

–No hemos hecho nada malo a nadie... Fue una estupidez... una tontería... Ya decía yo que no estaba bien...– comentaron algunas voces reprochándose mutuamente.

–Ya os lo decía yo... ¡No está bien, muchachos!– dijo Alpátich, volviendo a sus funciones.

–¡Por nuestra tontería, Yákov Alpátich!– decía la gente.

Y el grupo de campesinos se fue dispersando. A los dos mujiks atados los condujeron al patio de los señores. Detrás iban los dos borrachos.

–¡Eh! ¡Te miro y no te veo!– dijo uno de ellos a Karp.

–¿Acaso se puede hablar así con los señores? ¿Qué te creías tú?

–Eres un imbécil– confirmó otro. —Lo que se dice un imbécil.

Dos horas después, los carros estaban preparados en el patio. Algunos campesinos, muy animados, sacaban de la casa y colocaban el equipaje de los señores, y Dron, puesto en libertad por deseo expreso de la princesa María, de pie en el patio, daba órdenes a los campesinos.

–¡Así no! ¡Eso queda mal!– dijo un mujik muy alto de rostro redondo y alegre, cogiendo un cofrecillo de manos de una doncella. —Vale dinero, ¿eh? Si lo echas de cualquier manera o lo colocas debajo de una cuerda puede rozarse. Eso no me gusta. Todo tiene que quedar en orden; ponlo bajo la arpillera y cúbrelo con algo de paja. Así está bien.

–¡Cuántos libros!– exclamó el que sacaba las estanterías de la biblioteca del príncipe Andréi. —¡Cuántos libros! Tú, no te pongas en medio. Y vaya cómo pesan, muchachos.

–Sí, han escrito mucho, no se iban de juerga– comentó el mujik alto de cara redonda, haciendo un guiño y señalando los diccionarios que habían quedado encima.

Rostov, que no quería imponer su amistad a la princesa, prefirió quedarse en la aldea esperando que ella saliera. Cuando vio que el coche de la princesa abandonaba la casa, montó a caballo y la acompañó hasta el camino ocupado por las tropas rusas, a unos doce kilómetros de Boguchárovo; en la posada de Yánkovo se despidió respetuosamente de ella y por primera vez se permitió besarle la mano.

Cuando la princesa le manifestó su agradecimiento por haberla salvado, según ella decía, Rostov se ruborizó y dijo:

–¡Oh, no me avergüence usted! Cualquier policía habría hecho lo mismo. Si sólo tuviéramos que hacer la guerra a los mujiks, el enemigo no habría penetrado tan dentro de Rusia– añadió como avergonzado por algo, procurando cambiar de conversación. —Estoy encantado de haberla conocido. Adiós, princesa; le deseo felicidad y consuelo. Desearía verla en circunstancias más felices. Si no quiere ruborizarme, le suplico que no me agradezca nada.

Pero si no lo hizo más con palabras, la princesa manifestaba su agradecimiento con toda la expresión de su rostro, que resplandecía de gratitud y ternura. No podía creer que no hubiese motivos para estarle agradecida. Al contrario: para ella era indudable que, sin él, habría caído en manos de los campesinos sublevados y de los franceses y que él, para salvarla, se había expuesto a grandes y evidentes peligros; no cabía duda de que era un alma elevada y sensible que había sabido entender su situación y su dolor. Sus ojos nobles y bondadosos, humedecidos por las lágrimas cuando ella se echó a llorar contándole su desventura, no se apartaban de su imaginación.

Cuando se despidió de él y quedó sola, la princesa María notó que los ojos se le llenaban de lágrimas y entonces, y no por primera vez, se preguntó si lo amaba.

Por el camino hacia Moscú, aunque la situación de la princesa no era para mostrar alegría, Duniasha, que la acompañaba en el coche, notó que varias veces se asomaba a la ventanilla y sonreía alegre y tristemente por algo.

"¿Y qué si yo me hubiera enamorado de él?”, pensaba la princesa María.

Por mucha vergüenza que le costara reconocer que había sido la primera en querer a un hombre que, tal vez, nunca se enamoraría de ella, se consoló pensando que nadie lo sabría jamás y que no sería culpable si, ocultándolo a todos, amara a alguien hasta el fin de su vida por primera y única vez.

Recordaba a veces sus miradas, su interés, sus palabras, y toda esa dicha no le parecía tan imposible. Era entonces cuando Duniasha la veía asomarse sonriente a la ventanilla. “Y pensar que tenía que venir a Boguchárovo en aquel preciso momento, y que su hermana hubiera roto con el príncipe Andréi”, se decía la princesa viendo en todo aquello voluntad de la providencia.

Muy agradable fue la impresión que produjo la princesa María a Rostov. Se sentía alegre al recordarla, y cuando sus compañeros, conocedores de la aventura de Boguchárovo, bromeaban diciendo que había ido en busca de heno y había pescado a una de las herederas más ricas de Rusia, Rostov se enfadaba. Y se enfadaba porque muchas veces le venía a la mente la idea de casarse con la dulce y agradable princesa, dueña de una enorme fortuna, Personalmente, no podía desear una esposa mejor. Su boda colmaría la felicidad de su madre, arreglaría la situación económica de su padre y desde luego —Nikolái lo sentía– haría la felicidad de la misma princesa María.

¿Pero Sonia? ¿Y la palabra que había dado? Por ese motivo se enfadaba Rostov cuando sus compañeros bromeaban acerca de la princesa Bolkónskaia.

XV

Cuando Kutúzov aceptó el mando de los ejércitos se acordó del príncipe Andréi y le ordenó que se presentara en el Cuartel General.

El príncipe Andréi llegó a Tsárevo-Záimishche el mismo día y el mismo momento en que Kutúzov revistaba por primera vez las tropas. Se detuvo en la aldea cerca de la casa del pope, donde se encontraba el carruaje del general en jefe, y se sentó en un banco junto al portalón esperando al Serenísimo, como todos llamaban ahora a Kutúzov. En el campo, al otro lado de la aldea, se oía tan pronto el sonido de la música militar como el rugido de una muchedumbre que gritaba “hurras” al nuevo general en jefe. A diez pasos del príncipe Andréi había dos asistentes, un mayordomo y un correo, que se aprovechaban de la ausencia de su señor y del buen tiempo. Un teniente coronel de húsares, de baja estatura, moreno, de gran bigote y largas patillas, llegó a caballo hasta el portalón y preguntó al príncipe Andréi si el Serenísimo se alojaba allí y si volvería pronto.

El príncipe Andréi contestó que no era del Estado Mayor del Serenísimo y que acababa de llegar. Entonces, el teniente coronel de húsares se dirigió a un asistente engalanado, quien, con ese peculiar desdén con que hablan a los oficiales los asistentes de los generales en jefe, contestó:

–¿Quién? ¿El Serenísimo? Sí, vendrá en seguida seguramente. ¿Qué desea usted?

El teniente coronel sonrió levemente bajo sus bigotes al escuchar aquel tono, echó pie a tierra, dio las riendas del caballo a su ordenanza y se acercó a Bolkonski con un ligero saludo. El príncipe le dejó sitio en el banco y el teniente coronel se sentó a su lado.

–¿También usted espera al general en jefe? Dicen que recibe a todo el mundo. ¡Gracias a Dios! Porque con los salchicheros todo iba de mal en peor. Por algo Ermólov ha pedido que lo promuevan a alemán. Tal vez ahora los rusos podamos hablar también. El demonio sabe lo que hacían. No sabían más que retroceder y retroceder. ¿Ha hecho usted la campaña?– preguntó.

–He tenido ese placer– replicó el príncipe Andréi; —no sólo de tomar parte en la retirada, sino de perder en ella todo cuanto tenía y me era más querido, sin hablar de las fincas y de la casa paterna... He perdido a mi padre, muerto de dolor. Soy de Smolensk.

–¡Ah!... ¿Es usted el príncipe Bolkonski? ¡Encantado de conocerlo! Soy el teniente coronel Denísov, más conocido por el nombre de Vaska.

Y Denísov estrechó la mano de Bolkonski, mientras examinaba su rostro con peculiar cordialidad:

–He oído hablar de la muerte de su padre...

Y tras un leve silencio, prosiguió:

–¡Ésta es una verdadera guerra de escitas! Todo eso está muy bien, pero no para quienes reciben los golpes... Conque usted es el príncipe Andréi Bolkonski– y movió la cabeza. —Me alegra muchísimo conocerlo– añadió y con una sonrisa triste volvió a estrecharle la mano.

El príncipe Andréi conocía a Denísov por lo que Natasha le había contado acerca de su primer pretendiente. Ese recuerdo lo trasladó, de un modo agradable y doloroso a la vez, a las penosas sensaciones olvidadas últimamente, aunque seguían existiendo en el fondo de su corazón. Los últimos días había experimentado tantas y tan dolorosas sensaciones (el abandono de Smolensk, su visita a Lisie-Gori y la reciente noticia de la muerte de su padre) que los antiguos recuerdos, si volvían a él, ya no tenían la fuerza de antaño.

Para Denísov el nombre de Bolkonski evocó el recuerdo de un pasado lejano y poético cuando él, después de la cena y las canciones de Natasha, se había declarado a una chiquilla de quince años, sin saber, a ciencia cierta, lo que hacía. Sonrió rememorando aquellos tiempos y su amor a Natasha, y al momento volvió a lo que ahora lo preocupaba de modo exclusivo y apasionado: un plan de campaña ideado por él mientras servía en los puestos avanzados de la retaguardia. Había presentado ese plan a Barclay de Tolly y ahora deseaba proponérselo a Kutúzov. Su proyecto se basaba en el hecho de que la línea enemiga se extendía demasiado y que, en vez de atacar de frente, cerrando el paso a los franceses, había que actuar cortando sus comunicaciones.

Empezó a exponer su proyecto al príncipe Andréi.

–Es imposible que defiendan toda esa línea. No pueden hacerlo. Yo respondo de que la romperé si me dan quinientos hombres. Que la rompo es cosa segura. No hay más que un sistema: la guerra de guerrillas.

Denísov se puso en pie y ayudándose de gestos explicó su proyecto a Bolkonski.

Estaba en plena exposición cuando gritos indistintos, incoherentes, más extendidos, mezclándose con la música y las canciones, llegaron hasta ellos desde el lugar de la revista. Toda la aldea se llenó de gritos y el trote de caballos.

–¡Es él en persona!– exclamó un cosaco que hacía la guardia a la entrada de la casa.

Bolkonski y Denísov se acercaron al portalón donde había un pequeño grupo de soldados —la guardia de honor– y vieron a Kutúzov, que sobre un caballo bayo de escasa alzada avanzaba por el camino. Lo acompañaba un nutrido séquito de generales. Barclay iba casi a su lado. Una muchedumbre de oficiales corría detrás y a los lados, gritando “¡hurra!”.

Los ayudantes de campo, adelantándose, entraron al galope en el patio. Kutúzov espoleaba impaciente el caballo, que avanzaba con cierta lentitud bajo su peso, inclinaba sin cesar la cabeza y llevaba continuamente la mano a su gorro blanco de caballero de la Guardia (con ribete encarnado y sin visera). Cuando llegó junto a la guardia de honor, que le presentó armas, compuesta por gallardos granaderos, casi todos condecorados, los miró durante unos instantes en silencio, con atenta mirada, y se volvió hacia el grupo de generales y oficiales que lo rodeaban. De pronto, su rostro adquirió una expresión socarrona y encogió los hombros con gesto de extrañeza.

–¡Retroceder! ¡Retroceder siempre con hombres como éstos!– dijo. —Bueno, hasta la vista, señores– y dirigió su caballo hacia el portalón, pasando por delante del príncipe Andréi y Denísov.

–¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!– gritaron a sus espaldas.

Desde la última vez que el príncipe Andréi lo viera, Kutúzov había engordado más, estaba más adiposo e inflado; pero su ojo blanco, la cicatriz y la expresión de cansancio en su rostro y en toda su figura, que él conocía tan bien, seguían siendo los mismos. Llevaba su levita de uniforme (de una delgada bandolera pendía la fusta) y se balanceaba pesadamente sobre su bravo caballito.

–Uf... uf... uf...– resopló quedamente al entrar en el patio. Se leía en su rostro la alegría del hombre que piensa descansar después de las fatigas de la parada militar. Sacó el pie izquierdo del estribo y pasó con dificultad la pierna sobre la silla, basculando todo su cuerpo y arrugado el rostro por el esfuerzo; dobló la rodilla, carraspeó y se apoyó en los brazos de los cosacos y ayudantes que lo sujetaban.

Se ajustó la levita, miró en derredor con los ojos entornados, que detuvo en el príncipe Andréi sin reconocerlo al parecer, y se encaminó con su paso desigual hacia la entrada.

–Uf... uf... uf...– resopló de nuevo y miró una vez más al príncipe Andréi. Al cabo de unos segundos, la vista de aquel rostro debió unirse al recuerdo de su persona (como es frecuente en los ancianos). —¡Hola, príncipe! ¿Qué tal? ¡Bienvenido, querido! Vamos...– dijo con aire cansado, sin dejar de mirar en derredor; y subió los peldaños del zaguán, que rechinaron bajo su peso.

Se desabrochó la levita y tomó asiento en el banco que había en el porche.

–Dime, ¿cómo está tu padre?

–Ayer supe que había muerto– respondió brevemente el príncipe Andréi.

Kutúzov miró al príncipe Andréi con ojos asustados y muy abiertos; después se descubrió e hizo la señal de la cruz.

–¡Dios lo tenga en su gloria! ¡Que se cumpla su voluntad con todos nosotros!– suspiró profundamente. Después guardó silencio. —Lo quería y estimaba, y comparto tu dolor con toda mi alma.

Abrazó al príncipe Andréi, estrechándolo fuertemente contra su orondo pecho, y lo retuvo así mucho tiempo. Cuando volvió a separarse de él, Bolkonski notó que los inflados labios de Kutúzov temblaban y brillaban lágrimas en sus ojos. Suspiró y se apoyó con ambas manos en el banco para levantarse.

–Vamos, vamos adentro y hablaremos– dijo.

Pero en aquel instante, Denísov, que se arredraba tan poco ante los jefes como ante el enemigo, subió decididamente los peldaños del zaguán, con ruido de espuelas, a pesar de que varios ayudantes trataran con severos susurros de impedírselo. Kutúzov, con las manos apoyadas en el banco, miró con disgusto a Denísov, quien se presentó y manifestó que debía comunicar a Su Excelencia algo de gran importancia para el bien de la patria. Kutúzov lo miró con ojos cansados y con un gesto de contrariedad, retiró las manos del banco y cruzándolas sobre el vientre repitió:

–¿Por el bien de la patria? Bien, ¿qué es? Habla.

Denísov se ruborizó como una muchacha (resultaba extraño ver sonrojado aquel rostro bigotudo, maduro y propenso a la bebida). Comenzó a exponer con decisión su proyecto de cortar la línea enemiga de operaciones entre Smolensk y Viazma. Denísov había vivido mucho tiempo en aquella región y la conocía bien. Su plan parecía indiscutiblemente bueno, gracias sobre todo a la convicción con que lo exponía. Kutúzov miraba hacia sus pies y de vez en cuando echaba alguna ojeada hacia el patio de la isba vecina, como si de allí esperara algo desagradable. Y de la isba a la que Kutúzov miraba mientras Denísov exponía su proyecto salió, en efecto, un general con una cartera bajo el brazo.

–¿Qué, ya está terminado? —preguntó Kutúzov interrumpiendo a Denísov en medio de su exposición.

–Sí, Alteza Serenísima– respondió el general.

Kutúzov sacudió la cabeza, como diciendo: "¿Cómo puede un hombre solo hacer tanto?”, y siguió escuchando a Denísov.

–Doy mi palabra de honor de oficial ruso– decía Denísov —de que cortaré las comunicaciones de Napoleón.

–¿Es pariente tuyo el jefe de intendencia Kiril Andréievich Denísov?– lo interrumpió Kutúzov.

–Es mi tío, Alteza.

–¡Vaya! Éramos amigos– comentó alegremente Kutúzov. —Bueno, bueno, querido; quédate aquí, en el Estado Mayor, y mañana hablaremos.

Despidió con un movimiento de cabeza a Denísov, se volvió y alargó la mano hacia los documentos que le traía Konovnitsin.

–¿No se dignaría Su Alteza entrar en la habitación– dijo el general de servicio con aire descontento. —Hay que examinar los planos y firmar algunos documentos.

Un ayudante de campo que acababa de salir informó de que en la casa todo estaba dispuesto; pero, al parecer, Kutúzov quería entrar en su casa después de haber resuelto todo; frunció el ceño.

–No; di, querido, que pongan una mesita y aquí lo veré– dijo. —Tú no te vayas– agregó dirigiéndose al príncipe Andréi.

El príncipe Andréi se quedó en el porche, escuchando al general de servicio.

Durante el informe el príncipe Andréi entrevió al otro lado de la puerta un bisbiseo de mujeres y el crujido de unas faldas de seda. Miró varias veces hacia allí y vio a una hermosa mujer gruesa, sonrosada, vestida con un traje de seda rosa y un pañuelo violeta en la cabeza, que sostenía una bandeja y esperaba evidentemente la entrada del general en jefe. En voz baja, el ayudante de Kutúzov explicó a Bolkonski que aquella mujer era la dueña de la casa, la mujer del pope, que tenía intención de ofrecer a Kutúzov el pan y la sal. Su marido había salido al encuentro del Serenísimo con la cruz, en la iglesia, y ella lo recibía en casa. “Es muy guapa”, añadió el ayudante con una sonrisa. Kutúzov se volvió al oír estas palabras. Escuchaba el informe del general de servicio (que versaba sobre lo crítico de las posiciones de Tsárevo-Záimishche), igual que había escuchado a Denísov, como escuchara siete años atrás las decisiones del Consejo Superior de Guerra en vísperas de Austerlitz. Escuchaba por la sencilla razón de que tenía orejas y porque, a pesar del algodón que le taponaba una, no podía por menos de oír; pero resultaba evidente que nada de cuanto pudiera exponer el general de servicio podía sorprenderlo o interesarlo, puesto que ya conocía todo lo que iba a decirle. Escuchaba porque no podía hacer otra cosa, como no podía evitar asistir a un tedéum en acción de gracias.

Cuanto había dicho Denísov era justo y sensato. Cuanto ahora decía el general de servicio era aún más justo y sensato; pero Kutúzov, evidentemente, despreciaba los conocimientos y la inteligencia y sabía que algún otro factor iba a decidir el éxito de la campaña, algo al margen de la inteligencia y el saber.

El príncipe Andréi observaba atentamente la expresión del rostro del general en jefe; pero pudo ver tan sólo aburrimiento y curiosidad por lo que significaban los susurros de las mujeres detrás de la puerta, y el deseo de guardar las apariencias. Era notorio que Kutúzov despreciaba la inteligencia, el saber y hasta el sentimiento patriótico expresado por Denísov, pero no los despreciaba con la inteligencia, ni el saber, ni con el sentimiento (ya que ni siquiera intentaba expresarlos), sino por un motivo distinto. Los despreciaba por sus años y su experiencia de la vida. La única orden que dio por su cuenta durante el informe se refería a los actos de merodeo llevados a cabo por las tropas rusas. Al término del informe, el general de servicio presentó al Serenísimo un escrito para indemnizar, a petición de un terrateniente, por permitir a los soldados segar en sus campos avena verde, haciendo responsables de estos hechos a los jefes militares.

Kutúzov chasqueó los labios y sacudió la cabeza al escuchar aquel asunto.

–¡Al fuego! ¡Échalo al fuego! Y de una vez por todas te lo digo, amigo mío; echa al fuego todos los escritos que se refieran a eso. Que sieguen el trigo, que quemen la leña y les sirva de provecho. No lo ordeno ni lo autorizo, pero tampoco puedo castigarlo. No puede ser de otro modo: cuando se corta leña ya se sabe que vuelan astillas.

Miró de nuevo el escrito y añadió, sin dejar de mover la cabeza:

–¡Oh, ese formulismo alemán!

XVI

—¡Bueno! ¡Ya está todo!– exclamó Kutúzov mientras firmaba el último documento.

Se levantó pesadamente; alisó las arrugas de su cuello grueso y blanco. Después, con el rostro alegre, se dirigió a la puerta.

La mujer del pope, muy colorada, agarró la bandeja, que, a pesar de los largos preparativos, no pudo presentar a tiempo. Con una profunda reverencia se la ofreció a Kutúzov. El general en jefe entornó los ojos y acarició la barbilla de la mujer.

–¡Qué guapísima eres!– le dijo. —¡Gracias, gracias, querida!

Sacó de un bolsillo del pantalón algunas monedas de oro y las dejó en la bandeja.

–¿Y qué, cómo vivís?– preguntó Kutúzov mientras se dirigían a la habitación que le habían destinado.

La mujer del pope, con una sonrisa que aumentaba los hoyuelos de sus coloradas mejillas, lo acompañó hasta la habitación. El ayudante de campo salió en busca del príncipe Andréi, que se había quedado en la terraza, y lo invitó a comer. Media hora después Kutúzov lo hizo llamar de nuevo. El general en jefe, tumbado en un diván, seguía con la guerrera desabrochada. En una mano tenía un libro francés, que cerró al ver a Bolkonski, poniendo como señal el cortapapeles. Les chevaliers du Cygne, obra de Mme de Genlis, pudo leer el príncipe Andréi en la cubierta.

–Bueno, siéntate. Siéntate aquí y hablemos– dijo Kutúzov. —Es triste, muy triste. Pero recuerda, amigo, que yo soy para ti un padre, un segundo padre...

El príncipe Andréi contó a Kutúzov lo que sabía de los últimos momentos de su padre y lo que había visto al pasar por Lisie-Gori.

–¡A qué situación... nos han llevado!– dijo de pronto Kutúzov con voz conmovida; el relato del príncipe Andréi le recordaba sin duda con especial claridad la situación en que se hallaba Rusia. —¡Que den tiempo, tiempo!– añadió con expresión iracunda. Y no deseando proseguir aquella conversación que lo emocionaba, añadió: —Te hice llamar para tenerte junto a mí.

–Gracias, Alteza– respondió el príncipe Andréi, —pero no creo que sea útil para los Estados Mayores– dijo con una sonrisa que no pasó desapercibida.

Kutúzov lo miró interrogativamente.

–Y sobre todo– siguió el príncipe Andréi, —me he acostumbrado a mi regimiento. Estimo a los oficiales y me parece que la gente me quiere. Sentiría tener que abandonar el regimiento. Si no acepto el honor de estar junto a usted, créame...

El grueso rostro de Kutúzov adquirió una expresión inteligente, bonachona y levemente maliciosa al mismo tiempo. Interrumpió a Bolkonski.

–Lo siento; me eres necesario, pero tienes razón, tienes razón. No es aquí donde necesitamos hombres. Siempre sobran los consejeros, pero los hombres auténticos faltan. Las unidades no serían lo que son si todos los consejeros sirvieran en los regimientos como haces tú. Me acuerdo de ti desde Austerlitz... Sí, sí, te recuerdo bien, con la bandera.

La alegría encendió el rostro de Bolkonski al oír esas palabras. Kutúzov tiró de su mano y le tendió la mejilla para que se la besara; una vez más el príncipe Andréi vio lágrimas en los ojos del anciano. Y aunque el príncipe Andréi sabía que Kutúzov tenía las lágrimas fáciles y si lo trataba con tanto cariño era por el deseo de mostrar su condolencia en su dolor, el recuerdo de Austerlitz le resultó muy grato y lisonjero.

–Sigue tu camino y que Dios te acompañe: sé que vas por el camino del honor– calló un momento. —¡Cómo te eché de menos en Bucarest! Necesitaba mandar a alguien...

Y, cambiando de tema, Kutúzov se refirió a la guerra con Turquía y a la paz concertada.

–Sí, me han criticado, y no poco, por la guerra y por la paz... Pero todo llega a su tiempo. Tout vient à point à qui sait attendre. 395Y, sin embargo, allí no había menos consejeros que aquí...– y continuó, volviendo a un tema que evidentemente lo preocupaba. —¡Oh, los consejeros, los consejeros! Si hubiéramos escuchado a todos allá en Turquía, no habríamos logrado la paz ni habríamos terminado la guerra. Se quiere hacer todo de prisa y la prisa va para largo. Kámenski, de no haberse muerto, estaría perdido. Asaltaba las fortalezas con treinta mil hombres. Conquistar una fortaleza no es difícil: lo difícil es ganar la campaña, y para eso no es preciso ni asaltar ni atacar, lo único que se necesita es paciencia y tiempo. Kámenski envió a los soldados contra Ruschuk; y yo, sólo con tiempo y paciencia, he conquistado más fortalezas que él y he obligado a los turcos a comer carne de caballo.

Sacudió la cabeza.

–Y créeme, a los franceses les ocurrirá lo mismo– dijo Kutúzov animándose y golpeándose el pecho. —Les obligaré a comer carne de caballo.

De nuevo brillaron lágrimas en sus ojos.

–Pero habrá que aceptar batalla, ¿no?– preguntó el príncipe Andréi.

–Sí, será necesario si lo quieren todos. No habrá otro remedio... Créeme, querido: no hay nadie más fuerte que esos dos guerreros: la paciencia y el tiempo. Ellos lo harán todo. Pero los consejeros n'entendent pas de cette oreillelà, voilà le mal. 396Unos quieren y otros no. ¿Qué puede hacerse?– preguntó, esperando, al parecer, una respuesta. —¿Qué harías tú?– repitió, y sus ojos brillaron con profunda e inteligente expresión. —Yo te lo diré– añadió, porque el príncipe Andréi no decía nada. —Te diré lo que hay que hacer y lo que yo hago. Dans le doute, mon cher, abstiens-toi 397– y calló un instante. —Abstiens-toi– dijo pausadamente. —Bueno... ¡Adiós, querido!, recuerda que siento tu pérdida con toda mi alma y que para ti no soy ni Serenísimo, ni príncipe, ni comandante en jefe, sino un padre. Si necesitas algo, ven directamente a mí. Adiós, querido.

Lo abrazó y besó de nuevo. Y casi antes de que hubiese salido el príncipe Andréi, Kutúzov suspiró sosegado y volvió a tomar Les chevaliers du Cygne, de Mme de Genlis.

Sin poder explicarse cómo y por qué, el príncipe Andréi regresó a su regimiento, después de la entrevista con Kutúzov, tranquilo sobre la situación general y sobre las personas en quienes se había confiado. Cuantos menos rasgos personales observaba en aquel anciano, quien conservaba el hábito de la pasión y en lugar de la inteligencia (que une hechos y deduce consecuencias) poseía la capacidad de contemplar tranquilamente la sucesión de fenómenos, tanto más tranquilo estaba con respecto a los acontecimientos futuros. “No tendrá nada suyo. No inventará nada nuevo, ni emprenderá nada —pensaba el príncipe Andréi—, pero escuchará todo, lo recordará todo, o pondrá todo en el puesto que le corresponda. No impedirá nada que sea útil ni permitirá nada dañoso. Comprende que hay algo más fuerte e importante que su voluntad: el inevitable curso de los acontecimientos, y sabe verlo, advertir su importancia, y, considerando esta importancia, sabe abstenerse de intervenir en esos acontecimientos, prescindir de su propia voluntad, orientada en otra dirección. Y sobre todo, uno cree en él, porque es ruso, a pesar de que lea a Mme de Genlis y cite proverbios franceses; y porque su voz tembló al decir: «¡Hasta dónde nos han llevado!», y porque se emocionó al asegurar que obligaría al enemigo a comer carne de caballo"

Ese mismo sentimiento —en oposición a consideraciones cortesanas—, compartido más o menos vagamente por todos, era la base del apoyo popular al nombramiento de Kutúzov.

XVII

Cuando el Emperador salió de Moscú, la vida de la ciudad volvió a su ritmo habitual, tan parecido al de siempre que resultaba difícil recordar las jornadas pasadas de entusiasmo patriótico; era difícil creer que Rusia estaba en verdadero peligro y que los socios del Club Inglés, además de serlo, fueran hijos de la patria dispuestos a todo sacrificio. Lo único que se recordaba de aquellos días de general entusiasmo patriótico durante la estancia del Zar en la capital era la exigencia de hombres y dinero, que después de las ofertas había adquirido rápidamente forma legal y oficial, haciéndose inevitable.

Al acercarse el enemigo, la opinión de los moscovitas sobre su propia situación, lejos de hacerse más seria, cobró, por el contrario, frivolidad, como sucede siempre a las personas que ven un gran peligro. Cuando el peligro se va aproximando, dos voces hablan en el corazón del hombre con la misma fuerza: una pide, muy razonablemente, que se reflexione sobre la naturaleza del peligro y la manera de evitarlo. La otra, con más razón todavía, dice que es demasiado penoso, demasiado torturante pensar en el peligro cuando el hombre no puede prevenirlo todo y salvarse, de manera que es mucho mejor volver la espalda a las cosas penosas, hasta que éstas lleguen, y pensar en las agradables. Si está solo, el hombre escucha casi siempre la primera voz; en cambio, cuando se encuentra en sociedad, sigue la segunda. Y eso era lo que sucedía a los habitantes de Moscú. Nunca se había divertido tanto la gente como aquel año.


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