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Guerra y paz
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Автор книги: Leon Tolstoi



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Poco después el príncipe cerraba los ojos y se dormía. Pero su sueño no duró mucho; se despertó inquieto y envuelto en un sudor frío.

Al tiempo de dormirse seguía pensando en todo cuanto lo preocupaba aquellos días: la vida y la muerte. Ella sobre todo. Se sentía más cercano a la muerte.

“El amor. ¿Qué es el amor?”, pensaba.

“El amor se opone a la muerte; el amor es vida. Todo lo que comprendo lo entiendo porque amo. Todo, todo existe únicamente porque amo. Todo está ligado por el amor únicamente. El amor es Dios; morir significa que yo, una partícula del amor, retorno al manantial común y eterno.” Eran pensamientos consoladores, así le pareció al menos. Pero no eran sino pensamientos.

Algo faltaba en ellos: eran unilaterales, personales, cerebrales, les faltaba evidencia. Y seguía la misma inquietud y confusión. Se quedó dormido.

En sueños se vio en la misma habitación donde realmente estaba, pero no herido, sino sano. Lo rodeaban muchas personas insignificantes e indiferentes. Hablaba con ellas y discutía de cosas inútiles. Se disponían a salir de viaje. El príncipe recordaba confusamente que todo era insignificante y que le esperaban tareas más importantes; pero seguía hablando, asombrando a sus oyentes con sus frases vacías, ingeniosas. Poco a poco, aquellos personajes desaparecen imperceptiblemente y sólo queda un problema: el problema de la puerta. Se levanta, se aproxima para correr el pestillo y cerrarla. Todo depende de que consiga cerrarla. Camina, se apresura, pero sus piernas no se mueven y él sabe que no tendrá tiempo de cerrarla; sin embargo tensa dolorosamente todas sus fuerzas. Un miedo espantoso se adueña de él. Y ese miedo es el miedo a la muerte: detrás de la puerta está ella. Pero en el mismo momento en que llega arrastrándose torpemente hacia ella, eso tan terrible empuja desde el lado opuesto, intentando pasar por la fuerza. Algo que no es humano —la muerte– pugna por entrar y es preciso detenerla. Él se aferra a la puerta, reúne sus últimas fuerzas; ya no puede cerrarla, pero sí detenerla al menos, aunque sus fuerzas son débiles, torpes, y la puerta presionada por lo terrible se abre y vuelve a cerrarse.

Otra presión desde allí. Sus esfuerzos sobrehumanos son vanos y las dos hojas de la puerta se abren silenciosamente. Ellaentra y ella es la muerte. Y el príncipe Andréi muere. Pero en el momento de morir, recordó que estaba durmiendo, hizo un esfuerzo y despertó.

“Sí, era la muerte. He muerto y he despertado. La muerte es el despertar.” Ese pensamiento ilumina de pronto su alma: se levantaba el velo que hasta entonces le había ocultado lo desconocido. Se sintió liberado de aquello que antes ataba su fuerza y experimentó esa extraña levedad que desde entonces no lo abandonó.

Cuando se despertó, envuelto en sudor frío, y se movió en el diván, Natasha se acercó a él para preguntarle qué le pasaba. El príncipe no contestó: no comprendía la pregunta y la miró con ojos extraños.

Esto era lo ocurrido dos días antes de que llegara la princesa María. Desde entonces, según el médico, la fiebre había adquirido mal cariz. Pero Natasha no mostraba interés alguno por cuanto decía el médico: veía todos aquellos terribles síntomas morales, indudables para ella.

Para el príncipe Andréi, con aquel despertar del sueño comenzó el alejamiento de la vida. Y en comparación con la duración de su existencia, no le parecía más lento que el despertar del sueño en relación con el tiempo que había durado el sueño.

Nada terrible ni violento había en ese despertar relativamente lento.

Sus últimos días y horas fueron sencillos y apacibles. La princesa María y Natasha, que no se apartaban de él, así lo sentían. Ya no lloraban ni sufrían; y en los últimos días se daban cuenta de que no pensaban tanto en él (que ya no existía y las había abandonado) como en su recuerdo más cercano: su cuerpo. En ambas era tan intenso ese sentimiento, que el aspecto externo y terrible de la muerte no influía en ellas y consideraban inútil avivar su dolor. No lloraban delante de él ni fuera de su presencia, y tampoco hablaban de él entre sí. Estaban convencidas de no poder expresar con palabras todo cuanto comprendían.

Las dos veían cómo, alejándose de ellas, se hundía cada vez con mayor profundidad, lenta y tranquilamente, no se sabía dónde, pero sabían que tenía que ser así y que esto estaba bien.

El príncipe Andréi recibió los últimos sacramentos; todos se acercaron para despedirse de él. Cuando le llevaron a su hijo puso los labios en su frente y se volvió, no porque le resultara penoso ni por piedad (la princesa y Natasha lo comprendían), sino porque suponía que era aquello cuanto de él exigían. Y cuando le pidieron que lo bendijese, lo hizo, y miró en derredor como preguntando si debía hacer alguna cosa más.

La princesa y Natasha estuvieron presentes durante las últimas contracciones del cuerpo abandonado por su espíritu.

–¿Ya se fue?– dijo la princesa María, cuando el cuerpo inmóvil, tendido ante ellas, comenzaba a enfriarse.

Natasha se acercó, miró los ojos sin vida y se apresuró a cerrarlos. Pero no los besó, aunque acercó los labios a lo que era su más próximo recuerdo.

“¿Dónde ha ido? ¿Dónde está ahora?.."

Cuando pusieron aquel cuerpo, lavado y vestido, en el féretro, sobre una mesa, todos se acercaron, llorando, para darle el último adiós.

Nikóleñka lloró movido por el doloroso estupor que desgarraba su corazón. La condesa y Sonia lloraban pensando en Natasha y en que él ya no existía. El viejo conde lloró porque sentía que pronto también a él le tocaría dar ese terrible paso.

También la princesa María y Natasha lloraron ahora; pero no a causa de su propio dolor; lloraron por la fervorosa conmoción que colmaba sus almas ante aquel simple y solemne misterio de la muerte que acababan de presenciar.

Segunda parte

I

La razón humana no puede comprender el conjunto de las causas que originan cada fenómeno, pero la necesidad de conocerlas es inherente a la naturaleza del hombre. Y la razón humana, sin ahondar en la infinitud y complejidad de las condiciones del fenómeno, cada una de las cuales, por separado, puede concebirse como causa del mismo, se acoge a la primera semejanza, que suele ser la más inteligible, y dice: ésta es la causa.

En los acontecimientos históricos (en los cuales el objeto de observación son los actos humanos) es la voluntad de los dioses la que se presenta como causa primera; y después la voluntad de los hombres que ocupan un lugar relevante en la historia, a los que llamamos héroes. Pero basta con ahondar en cada acontecimiento histórico —es decir, en la actuación de toda la masa humana que participa en él– para convencerse de que la voluntad de los héroes, lejos de dirigir las acciones de la masa, es casi siempre dirigida. Podría parecer que no tiene valor alguno comprender el significado de los acontecimientos históricos de una u otra manera; pero entre quien afirma que los pueblos de Occidente avanzan hacia Oriente porque así lo quiso Napoleón y el que sostiene que semejante suceso ocurrió porque así debía suceder hay la misma diferencia que entre quienes afirmaban que la Tierra permanece inmóvil y todos los planetas giran en derredor de ella y los que decían que no saben en qué se apoya la Tierra pero saben que existen leyes que rigen sus movimientos y los de los demás astros.

No existen ni pueden existir causas de un acontecimiento histórico, excepto la causa única de todas ellas; pero existen leyes que gobiernan los acontecimientos, unas desconocidas y otras cuyo sentido empezamos a comprender.

El descubrimiento de esas leyes sólo es posible si renunciamos por completo a buscar las causas en la voluntad de un solo hombre, igual que el descubrimiento de las leyes que rigen el movimiento de los planetas no fue posible hasta que los hombres renunciaron a la idea de la inmovilidad de la Tierra.

Después de la batalla de Borodinó, de la ocupación de Moscú por el enemigo y el incendio de la ciudad, los historiadores consideran que el episodio fundamental de la guerra de 1812 fue el paso del ejército ruso del camino de Riazán al de Kaluga, y desde allí al campo de Tarútino, denominado como la marcha oblicua de Krasnia Pajrá. Los historiadores atribuyen la gloria de este hecho genial a diversos personajes y discuten a quién corresponde el mérito en realidad. También los historiadores extranjeros, hasta los mismos franceses, reconocen el genio de los jefes militares rusos cuando hablan de esta marcha. Pero, ¿por qué todos los escritores dedicados a estos temas, y con ellos los demás, admiten que esa marcha fue una iniciativa genial y profunda de una sola persona, que salvó a Rusia y perdió a Napoleón? Es muy difícil entenderlo. Ante todo, es difícil comprender en qué consiste la genialidad y profundidad de ese movimiento, pues no se precisa gran esfuerzo intelectual para darse cuenta de que la mejor posición de un ejército (cuando no se lo ataca) es la que está más próxima a los aprovisionamientos. Y cualquiera, hasta un niño de trece años, no demasiado inteligente, comprendería fácilmente que en 1812 la posición más ventajosa del ejército, después de la retirada de Moscú, estaba en el camino de Kaluga. Por tanto, no puede comprenderse, en primer lugar, qué razonamientos han llevado a los historiadores a ver la profunda genialidad en esta maniobra. Segundo, todavía resulta más difícil comprender cómo los historiadores ven en ella la salvación de los rusos y la derrota de los franceses, puesto que semejante marcha, realizada en las circunstancias que la precedieron, coincidieron, y prosiguieron, pudo haber sido tan peligrosa para el ejército ruso como providencial para el francés. Y si, a partir de ese movimiento, la suerte de los rusos comienza a mejorar, de ningún modo cabe deducir que ese movimiento fuera la causa.

Esa marcha de flanco, lejos de ofrecer ventajas, pudo causar la perdición de todo el ejército ruso y la salvación del ejército francés si no hubieran concurrido otras circunstancias. ¿Qué habría ocurrido sin el incendio de Moscú? ¿Qué, si Murat no hubiese perdido de vista a los rusos? ¿Qué, si Napoleón no hubiera permanecido inactivo? ¿O si, en Krasnia Pajrá, el ejército ruso, siguiendo el consejo de Bennigsen y Barclay, hubiese presentado batalla? ¿Y si los franceses hubieran atacado a los rusos cuando éstos retrocedían más allá de Pajrá? ¿Y si Bonaparte, acercándose a Tarútino, hubiese atacado a los rusos aunque sólo fuera con la décima parte de la energía que desplegó en Smolensk? ¿Y si los franceses se hubieran dirigido a San Petersburgo?... En todos estos casos, el éxito de la marcha oblicua habría podido convertirse en un desastre.

En tercer lugar, lo que menos se comprende es que los hombres que estudian la historia no quieran ver, intencionadamente, que no puede atribuirse a una sola persona dicha maniobra, que nadie había previsto jamás, y que ella —igual que el retroceso en Fili– de hecho no fue concebida en su conjunto por nadie, sino realizada paso a paso, uno después de otro, minuto por minuto, desarrollada a lo largo de una incalculable serie de las más distintas circunstancias; y sólo cuando se realizó en toda su integridad se convirtió en un hecho pretérito.

En el consejo de Fili, la idea dominante de los jefes rusos era, como algo que se sobrentendía, la retirada hacia atrás en línea recta, es decir, por el camino de Nizhni-Nóvgorod. Prueba de ello es la mayoría de votos que esa idea obtuvo en el consejo y la conocida conversación, después del consejo, entre el general en jefe y Lanski, jefe de los servicios de intendencia. En su informe al Serenísimo, Lanski comunicó que los aprovisionamientos del ejército se habían acumulado sobre todo a lo largo del Oka, en las provincias de Tula y Kazán, y que, en el caso de retirada hacia Nizhni-Nóvgorod las reservas de víveres quedarían separadas del ejército por el ancho caudal del río Oka, por el cual, sobre todo a principios de invierno, el transporte resulta imposible. Ése fue el primer indicio de la necesidad de apartarse de la línea recta, que antes parecía la mejor hacia Nizhni-Nóvgorod. El ejército se orientó hacia el sur, por el camino de Riazán, buscando la proximidad a las reservas de provisiones. Más tarde, la inactividad de los franceses, que llegaron a perder de vista al ejército ruso, la preocupación por defender la fábrica de Tula y, sobre todo, la ventaja de mantenerse cerca del avituallamiento obligaron al ejército a descender aún más al sur, al camino de Tula. Después de haber pasado, en un desesperado movimiento, desde Pajrá al camino de Tula, los jefes del ejército ruso pensaron detenerse en Podolsk y nadie imaginó tomar posiciones en Tarútino, pero un número infinito de circunstancias y la aparición de los franceses, que antes habían perdido de vista a los rusos, los planes de batalla y, sobre todo, la abundancia de provisiones en Kaluga obligaron al ejército ruso a desviarse más al sur y pasar al centro de sus vías de aprovisionamiento, del camino de Tula al de Kaluga, hacia Tarútino.

Así como no es posible contestar a la pregunta de cuándo fue abandonado Moscú, nadie puede saber en qué momento preciso y por quién se decidió pasar a Tarútino. Sólo cuando llegó el ejército a Tarútino, debido a las incontables diferencias numéricas, la gente empezó a creer que era lo que deseaba desde mucho tiempo antes.

II

La célebre marcha oblicua se limitó a lo siguiente: el ejército ruso, retrocediendo siempre en sentido contrario al de la invasión, una vez que el avance de los franceses hubo cesado, se apartó de la línea recta seguida al principio y, al no sentirse perseguido, se dirigió como era natural hacia donde abundaban las provisiones.

Si nos imaginamos al ejército ruso desprovisto, no ya de jefes geniales, sino simplemente como tropas sin jefes, ese ejército no podía hacer otra cosa que volver de nuevo hacia Moscú, describiendo un gran arco por los lugares donde había mayor aprovisionamiento y regiones más fértiles.

El paso del camino de Nizhni-Nóvgorod a los de Riazán, Tula y Kaluga era hasta tal punto lógico que los merodeadores del ejército ruso seguían esa misma dirección, y desde San Petersburgo exigían que Kutúzov llevara sus tropas a ese mismo camino. En Tarútino, Kutúzov recibió casi una censura del Emperador por haber desviado las tropas al camino de Riazán y se le señaló la posición frente a Kaluga, en la que ya se hallaba cuando llegó la orden imperial.

Reculando en la dirección del empuje recibido durante toda la campaña, comprendida la batalla de Borodinó, cuando la fuerza de ese empuje —sin recibir otros nuevos– desapareció, el grueso del ejército ruso tomó la posición que le era natural.

El mérito de Kutúzov no estriba en la realización de maniobras geniales, de esas que se llaman estratégicas, sino en haber comprendido, solamente él, el significado de los acontecimientos que se iban sucediendo. Fue el único en comprender la importancia de la inactividad francesa, y tan sólo él siguió afirmando que la batalla de Borodinó fue una victoria; él, únicamente él, que en su condición de general en jefe debía haberse mostrado propicio al ataque, empleó todos sus recursos para impedir que el ejército ruso fuese utilizado en batallas inútiles.

La fiera herida en Borodinó yacía en alguna parte de aquellos parajes donde la dejara el cazador, que se había retirado. Pero ignoraba si estaba viva o muerta o simplemente emboscada. Y, de pronto, se oyeron los gemidos de esa fiera.

El gemido de la fiera herida, del ejército francés, el grito que denunciaba su derrota, era el envío de Lauriston al campamento de Kutúzov con la misión de proponer la paz.

Napoleón, siempre persuadido de que lo bueno no era lo bueno, sino aquello que a él se le ocurría, escribió a Kutúzov lo primero que le vino a la cabeza, por más que no tuviera sentido alguno:

Señor príncipe Kutúzov: Le envío a un general ayudante de campo mío para exponerle algunos asuntos interesantes. Deseo que Su Alteza dé crédito a cuanto él le diga, sobre todo cuando le exprese los sentimientos de estima y particular consideración en que hace tiempo lo tengo. No tiene otro objeto esta carta. Ruego a Dios, señor príncipe Kutúzov, que lo tenga en su santa y digna protección.

Moscú, 3 de octubre de 1812

Firmado: Napoleón

—La posteridad me maldeciría si me considerara promotor de un arreglo cualquiera. Éste es el espíritu actual de mi nación– respondió Kutúzov.

Y siguió esforzándose por impedir la ofensiva del ejército.

Durante el mes en que el ejército francés saqueaba Moscú y las tropas rusas permanecían estacionadas tranquilamente en Tarútino, se produjo un cambio en la relación de fuerzas (en espíritu y número), en virtud del cual la preponderancia pasó a los rusos. A pesar de que los rusos desconocían la posición del ejército francés y la cuantía de sus efectivos, en cuanto cambió esa relación de fuerzas se hizo evidente la necesidad de la ofensiva en incontables indicios: el envío de Lauriston, la abundancia de provisiones en Tárútino, las noticias que desde todas partes llegaban sobre la inactividad y el desorden de las tropas francesas, los reclutas incorporados a los regimientos rusos para cubrir bajas, el buen tiempo, el prolongado descanso de los soldados rusos y la impaciencia que habitualmente surge en las tropas después de un descanso por llevar a cabo aquello para lo que han sido reunidas; a todo ello se sumaba la curiosidad por saber lo que en el ejército francés ocurría, ya que habían perdido el contacto con él hacía mucho tiempo, la audacia con que las avanzadillas se movían junto a los franceses situados cerca de Tarútino, las noticias sobre fáciles victorias logradas contra el enemigo por mujiks y guerrilleros, la envidia provocada por esos hechos, el anhelo de venganza que bullía en el alma de cada persona mientras los franceses permanecían en Moscú y sobre todo la conciencia, vaga pero existente en cada soldado, de que la relación de fuerzas había cambiado y la ventaja estaba ahora del lado de los rusos. Todo eso hacía necesaria la ofensiva.

Y con la misma exactitud de un reloj, cuyo carillón empieza a tocar cuando la aguja da una vuelta completa a la esfera, también en las instancias superiores el cambio de la situación produjo un movimiento acelerado, susurros y sones de carillón.

III

El ejército ruso estaba dirigido por Kutúzov y su Estado Mayor y, desde San Petersburgo, por el emperador Alejandro. Antes de que llegara la noticia del abandono de Moscú se había preparado en San Petersburgo un detallado plan de toda la campaña, que fue enviado a Kutúzov para que lo pusiera en práctica. A pesar de que el proyecto descansaba en la idea de que Moscú seguía en manos rusas, el Estado Mayor lo aprobó y puso en ejecución. El Serenísimo se limitó a sugerir que las actuaciones subversivas a gran distancia son siempre difíciles de ejecutar. Para vencer las dificultades existentes fueron enviadas nuevas órdenes y nuevas personas encargadas de vigilar la actuación del general en jefe y de informar al respecto.

Además, todo había cambiado en los mandos del ejército. Hubo necesidad de sustituir a Bagration, muerto en combate, y a Barclay, que se había retirado ofendido. Con la mayor seriedad se deliberaba si sería mejor poner a A en el puesto de B; a B sustituyendo a D, o, al contrario, a D en lugar de A, etcétera, como si de todo ello pudiera resultar otra cosa que no fuera la satisfacción de A y de B.

Eran mayores que nunca las intrigas en los diversos partidos, por la hostilidad que Kutúzov mostraba hacia Bennigsen, su jefe de Estado Mayor, y la presencia de personas de confianza enviadas por el Emperador y las repetidas sustituciones. A minaba el terreno a B; éste el de C, etcétera, en todos los cambios y combinaciones posibles. La causa principal, pero no única, de esas intrigas y actuaciones de zapa era la campaña militar, que todos ellos se imaginaban dirigir. Pero la campaña seguía adelante independientemente de ellos, tal como debía desarrollarse, es decir, sin coincidir nunca con lo que discurrían los hombres, sino como una consecuencia de la actuación de las masas. Todas aquellas combinaciones se entrecruzaban y confundían, siendo en opinión de las altas esferas una imagen exacta de lo que debía hacerse.

Príncipe Mijaíl Ilariónovich —escribió el 2 de octubre el Emperador en una carta que llegó a su destino después de la batalla de Tarútino—: Desde el 2 de septiembre Moscú está en poder del enemigo. Sus últimos partes son del día 20; desde esa fecha no sólo no se ha hecho nada contra el enemigo para liberar nuestra vieja capital sino que, según sus últimos informes, usted ha seguido retrocediendo: Sérpujov ocupado por un destacamento enemigo, y Tula, con su fábrica tan famosa y tan necesaria para el ejército, se encuentra en peligro. Según me comunica el general Wintzingerode, un cuerpo de ejército enemigo de diez mil hombres avanza por el camino de San Petersburgo; otro cuerpo, también numeroso, marcha hacia Dmítrovo. Un tercero avanza hacia Vladímir, y un cuarto, de bastante importancia, se encuentra entre Ruza y Mozhaisk. En cuanto a Napoleón, el día 25 estaba en Moscú. De acuerdo con todos esos informes, cuando el enemigo ha dividido sus fuerzas y Napoleón, con su Guardia, se encuentra todavía en Moscú, ¿es posible que las fuerzas francesas que están frente a usted sean tan numerosas que no le permitan emprender la ofensiva? Al contrario, es probable que el enemigo lo persiga con destacamentos o todo lo más con un cuerpo bastante inferior al ejército que usted tiene a sus órdenes. Parece que, aprovechando semejantes circunstancias, podría usted atacar y aniquilar al enemigo más débil que usted o, por lo menos, obligarlo a retroceder y conservar en nuestras manos una importante parte de las provincias que él ocupa, alejando así el peligro de Tula y otras ciudades del interior. Usted será responsable si el enemigo logra enviar fuerzas importantes a San Petersburgo para amenazar esta capital, donde no han quedado muchas tropas teniendo en cuenta que con el ejército que se le ha confiado tiene usted todos los medios para evitar esa nueva desgracia, si procede con decisión y diligencia. Recuerde que ante la patria ofendida aún debe responder usted de la pérdida de Moscú. Ya sabe por experiencia hasta qué punto estoy siempre dispuesto a recompensarlo, y le aseguro que ese deseo no disminuirá; pero yo y Rusia tenemos el derecho de esperar de usted el celo, la firmeza y los éxitos que promete su inteligencia, su talento militar y el valor de las tropas que dirige.

Antes de que llegara esa carta, que probaba que en San Petersburgo había repercutido ya el cambio producido en ambos ejércitos, Kutúzov ya no pudo contener a sus tropas de la ofensiva y la batalla se produjo.

El 2 de octubre un cosaco llamado Shapoválov, que iba en servicio de reconocimiento, mató una liebre e hirió a otra; en seguimiento del animal herido, se adentró en el bosque y tropezó con el ala izquierda del ejército de Murat, que había acampado allí sin precaución alguna. Shapoválov contó alegremente a sus compañeros que había estado a punto de caer en manos de los franceses. El abanderado de los cosacos oyó su relato e informó a su comandante.

Llamaron a Shapoválov y lo interrogaron. Los oficiales cosacos querían aprovechar la ocasión para capturar algunos caballos; pero uno de ellos, que tenía conocidos en el alto mando, contó el hecho a un general de Estado Mayor, donde últimamente la situación era muy tirante. Días antes Ermólov había rogado a Bennigsen que influyera en el Serenísimo para pasar a la ofensiva.

–Si no lo conociera a usted pensaría que no desea lo que me pide– contestó Bennigsen. —Basta que yo le aconseje algo, para que el Serenísimo haga lo contrario.

La noticia traída por los cosacos y confirmada por las patrullas de reconocimiento demostró que los acontecimientos habían madurado definitivamente. La cuerda tensa había saltado, vibraron los relojes y sonaron los carillones. A pesar de su aparente poder, de su inteligencia, su experiencia y conocimiento de los hombres, Kutúzov, tomando en consideración el informe de Bennigsen —que estaba facultado para dirigirse personalmente al Emperador—, el unánime deseo de los generales, que según se suponía era también del Soberano, así como los informes de los cosacos, ya no pudo contener el movimiento inevitable: ordenó que se hiciera lo que él consideraba inútil y perjudicial, bendiciendo el hecho consumado.

IV

El informe de Bennigsen sobre la necesidad de la ofensiva y las noticias referentes al descubierto flanco izquierdo de los franceses fueron los últimos indicios de la necesidad de ordenar la ofensiva, que se fijó para el 5 de octubre.

El día 4 de octubre, por la mañana, Kutúzov firmó la orden. Toll leyó la orden a Ermólov y le propuso que se ocupara de tomar las medidas oportunas.

–Bien, bien, ahora no tengo tiempo– dijo Ermólov, y salió de la isba.

La orden de operaciones, redactada por Toll, era excelente; como la de Austerlitz, aunque no estaba escrita en alemán:

“Die erste Colonne marschirt... en esa y aquella dirección; die zweite Colonne marschirt... 585en esa y aquella dirección”, etcétera. Y en el papel, todas aquellas columnas llegaban a sus puestos a la hora fijada y destruían al enemigo. Como en todas las órdenes de operaciones, las cosas estaban muy bien previstas, y como siempre ocurre, ninguna columna llegó a tiempo al lugar señalado.

Cuando se hubieron preparado bastantes ejemplares de la orden, se llamó a un oficial, que fue enviado a Ermólov para que éste se encargara de distribuirla y vigilar su cumplimiento. El joven teniente de caballería de la Guardia, oficial de órdenes de Kutúzov, contento con aquella importante misión que se le confiaba, partió hacia el cuartel de Ermólov.

–No está– le dijo un asistente.

El oficial se dirigió al puesto de mando de un general a quien Ermólov solía visitar con frecuencia.

–No está. Y el general tampoco.

El oficial montó a caballo y se dirigió a otro sitio.

–No está; ha salido.

“¡Qué fastidio! ¡A ver si me hacen responsable del retraso!”, pensó el oficial.

Dio la vuelta a todo el campamento. Unos le decían que habían visto pasar a Ermólov con otros generales; otros opinaban que ya estaría de vuelta.

El oficial, sin comer, siguió buscando hasta las seis de la tarde; pero Ermólov no aparecía por ninguna parte y nadie daba razón de dónde podía encontrarse. Tomó rápidamente un bocado en la tienda de un compañero y volvió a la vanguardia en busca de Milorádovich, pero tampoco estaba. Le dijeron allí que había ido a un baile que daba el general Kikin, donde, seguramente, se hallaría también Ermólov.

–¿Y dónde es eso?

–Allí, en Echkino– dijo un oficial de cosacos, señalando una casa señorial que se divisaba a lo lejos.

–¡Cómo! ¡Si está más allá de las avanzadas!

–Se han enviado dos regimientos para guardar la línea. ¡Tienen una verdadera juerga! ¡Dos orquestas y tres coros!

El oficial rebasó las avanzadas y se dirigió a Echkino. Ya de lejos, al acercarse a la casa, pudo oír los alegres y afinados sones de una canción de soldados.

Acompañadas de silbidos y batir de platillos llegaban a sus oídos las palabras: “En los pra... dos... en los pra... dos...”, ahogadas a veces por los gritos. Todo aquel bullicio alegró al oficial, aunque, al mismo tiempo, sintió temor de que lo acusaran de retrasar la entrega de la importante orden que se le había confiado. Ya habían dado las ocho. Echó pie a tierra y entró en la gran casa señorial, que se conservaba intacta entre el campo de los rusos y los franceses.

Los criados iban y venían por los pasillos con bandejas de manjares y vinos. Los cantantes estaban situados bajo las ventanas. Cuando el oficial fue introducido en la sala vio de pronto a los generales más famosos del ejército, entre los que sobresalía Ermólov por su gran estatura. Reunidos en semicírculo, con el uniforme desabrochado y el rostro encendido por la animación, reían a carcajadas. En medio de la sala un guapo general, más bien bajo y con el rostro también enardecido, danzaba hábilmente el trepak.

–¡Ja, ja, ja! ¡Vaya con Nikolái Ivánovich! ¡Ja, ja, ja!

El oficial comprendió que entrar en aquel momento con una orden importante era hacerse doblemente culpable y decidió esperar. Pero uno de los generales advirtió su presencia y enterado de la causa de su venida se lo dijo a Ermólov. Éste, con gesto malhumorado, se acercó al oficial y, después de oírlo, tomó el pliego sin hacer comentarios.

–¿Crees que fue casual su desaparición?– dijo aquella noche al oficial un compañero del Estado Mayor, refiriéndose a Ermólov. —No, lo hizo a propósito, para fastidiar a Konovnitsin. ¡Ya verás el lío que se va a armar mañana!

V

Al día siguiente el ya achacoso Kutúzov se levantó muy temprano. Rezó sus oraciones, se vistió y, con la desagradable sensación de tener que dirigir una batalla que no aprobaba, subió a su coche y salió de Letáshevka, a cinco kilómetros de Tarútino, lugar donde debían reunirse todas las columnas. Durante el viaje Kutúzov se adormilaba y despertaba a cada momento, atento a si se oían disparos a la derecha, a si la acción había o no empezado. Todo estaba en calma absoluta. Despuntaba el alba de un día de otoño húmedo y gris. Al acercarse a Tarútino Kutúzov vio algunos jinetes que atravesaban el camino, llevando al abrevadero sus caballos. Hizo detener su coche y les preguntó de qué regimiento eran. Los soldados pertenecían a una columna que debía encontrarse ya muy lejos de allí, en una emboscada. “Tal vez sea un error", pensó el viejo general en jefe. Pero más adelante encontró varios regimientos de infantería con los fusiles dispuestos en pabellón y los soldados, a medio vestir, cortando leña y comiendo. Hizo llamar a un oficial, quien le informó de que no habían recibido orden alguna de ponerse en marcha.

–Pero, cómo...– comenzó a decir Kutúzov.

Calló, sin embargo, e hizo llamar al jefe. Descendió del coche y con la cabeza baja, respirando dificultosamente, se puso a caminar en silencio de un lado a otro. Cuando llegó el jefe, que era el general Eichen, del Estado Mayor, Kutúzov enrojeció furioso, no porque el oficial fuera culpable, sino porque tenía sobre quién descargar su cólera. Temblaba, parecía ahogarse en el paroxismo de aquella furia que a veces lo llevaba a revolcarse por el suelo. Se lanzó sobre Eichen con el puño amenazador y lo cubrió de los más groseros insultos. Otro oficial, el capitán Brozin, que de nada era culpable y se encontraba casualmente en el camino, sufrió idéntica suerte.


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