Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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Otro de los que gritaba era un hombre de mediana estatura, de unos cuarenta años, al que Pierre había visto en ocasiones con los zíngaros y a quien conocía como jugador de mala fama, que también parecía muy cambiado por el uniforme. Se acercó a Pierre e interrumpiendo a Adraxin dijo:
–¡No es el momento de discutir! ¡Tenemos que actuar! La guerra está en Rusia. El enemigo avanza para destruir nuestra patria, para profanar las tumbas de nuestros mayores y llevarse a nuestras mujeres y nuestros hijos– y se golpeó el pecho con el puño. —¡Nos levantaremos todos como un solo hombre! ¡Iremos a la guerra, por nuestro padrecito el Zar!– gritó desorbitando los ojos inyectados en sangre.
En el grupo sonaron voces de aprobación.
–¡Somos rusos y no regatearemos nuestra sangre en defensa de la religión, el trono y la patria! ¡Hay que dejar los desvaríos, si es que somos verdaderos hijos de nuestra patria! ¡Demostraremos a Europa cómo Rusia se levanta en defensa de Rusia!– gritaba.
Pierre quería contestar, pero no pudo decir ni una sola palabra. Se daba cuenta de que el simple sonido de sus palabras, independientemente del pensamiento que expresaran, sería menos oído que cuanto dijera aquel enardecido noble.
Iliá Andréievich, detrás del grupo, aprobaba con la cabeza; algunos, al fin de cada frase, se volvían hacia el orador y decían:
–¡Eso es, eso está bien!
Pierre quería decir que no se oponía a entregar dinero, campesinos y la propia vida, pero que era menester conocer la situación para poner remedio. Mas no pudo decir nada. Muchas voces gritaban y hablaban al mismo tiempo, de manera que Iliá Andréievich no tenía tiempo de aprobar a todos; el grupo aumentaba, se deshacía, volvía a reunirse entre murmullos y se dirigía hacia el amplio salón donde estaba la mesa grande. Pierre no conseguía siquiera decir una palabra: lo interrumpían groseramente, lo apartaban y se separaban de él como de un enemigo común. Esa actitud no se debía a que estuvieran descontentos de sus palabras, que habían olvidado ya después de tantos discursos que las habían seguido; se debía a que la muchedumbre necesita un motivo tangible para sentir amor o sentir odio. Pierre era el objeto de ese odio. Muchos otros hablaron después del noble elocuente, y todos lo hicieron en el mismo tono. Algunos hablaban bien y con originalidad.
El director del Mensajero Ruso, Glinka, que había sido reconocido (“¡Un escritor! ¡Un escritor!”, gritaron varias voces), dijo que el infierno debía ser combatido con el infierno, que había visto a un niño que sonreía a la luz de un rayo y al fragor del trueno, pero que los rusos no serían como aquel niño.
–¡Sí, sí! ¡Al fragor del trueno!– repetían asintiendo en las últimas filas.
La muchedumbre se acercó a la gran mesa, ante la cual estaban sentados, con sus uniformes y condecoraciones, los viejos dignatarios septuagenarios, de pelo blanco o calvos, a los que Pierre solía ver en sus casas rodeados de bufones, o en el Club, en torno a las mesas de juego. El grupo llegó hasta la mesa sin cesar en su alboroto. Los oradores seguían hablando unos tras otros, sin interrupción, a veces dos a la vez, apretujados contra los altos respaldos de las sillas. Los que estaban detrás se percataban de lo omitido por el orador en el uso de la palabra y se apresuraban a exponerlo. Otros, en medio de aquel calor y aquellas apreturas, buscaban en sus cabezas una idea cualquiera y procuraban enunciarla rápidamente. Los viejos dignatarios, que Pierre conocía, permanecían quietos y se miraban tan pronto unos como otros; lo único que expresaban las caras de todos ellos era el calor excesivo.
Pierre, sin embargo, se sentía inquieto, y el deseo general de mostrar que para los rusos no había obstáculo (deseo que se manifestaba más en el tono de las voces y en la expresión de las caras que en el sentido de las palabras) se iba comunicando también a él. No es que hubiera renunciado a sus ideas, pero se sentía culpable de algo y deseaba justificarse.
–Yo sólo digo que nos sería más fácil hacer la oferta si conociéramos las necesidades– gritó, tratando de imponerse a las demás voces.
Un anciano, que estaba cerca de él, lo miró, pero lo distrajo al instante una voz que resonó en el otro extremo de la mesa.
–¡Sí, Moscú se abandonará! ¡Será la víctima expiatoria!– gritó alguien.
–¡Es el enemigo de la humanidad!– exclamó otro. —¡Señores! ¡Permítanme hablar!... ¡Señores, me están aplastando!... ¡Que me aplastan, señores!
XXIII
En aquel momento, el conde Rastopchin, con su uniforme de general, la banda que le cruzaba el pecho, su prominente barbilla y sus ojos vivaces, entró en el salón, avanzando entre los grupos que le abrían paso.
–El Emperador está al llegar– dijo. —Acabo de dejarlo. Creo que en las circunstancias actuales no hay mucho que discutir. El Emperador se ha dignado reunimos a nosotros y a los mercaderes, de donde saldrán los millones– y señaló la sala de los comerciantes; —nuestro deber es facilitar soldados y no regatear ni la propia vida... ¡Es lo menos que podemos hacer!
Los dignatarios sentados ante la mesa dieron comienzo a las deliberaciones. Hablaban en voz muy baja, que parecía triste después del intenso clamoreo de antes. Se oían voces seniles que decían: “Yo estoy de acuerdo”.
Y otros, para variar: “También soy del mismo parecer”, etcétera.
El secretario recibió la orden de escribir las decisiones de la nobleza moscovita; los moscovitas, igual que los de Smolensk, darían diez hombres por cada mil, completamente equipados.
Los dignatarios reunidos se levantaron aliviados, apartando con gran estrépito las sillas, deseosos de desentumecer las piernas, y se pusieron a pasear por la sala; algunos, conversando, iban del brazo de alguien.
–¡El Emperador! ¡El Emperador!
Esta palabra recorrió, de un extremo a otro, las salas; todos se precipitaron a la entrada. El Emperador atravesó el salón entre una doble hilera de nobles. Todos los rostros expresaban curiosidad, respeto y temor. Pierre estaba bastante alejado y no pudo oír bien las palabras del Soberano. Comprendió solamente que hablaba del peligro en que se hallaba el país y de las esperanzas que él tenía en la nobleza de Moscú. Otra voz contestó al Zar, explicando las decisiones tomadas por la nobleza.
–Señores dijo el Emperador con voz trémula. Un leve murmullo recorrió la muchedumbre, que se aquietó de nuevo, y Pierre pudo oír claramente la agradable y conmovida voz del Emperador. Decía: —Nunca he dudado del celo de la nobleza rusa, pero en este día ha superado mis esperanzas. Os doy las gracias en nombre de la patria. Señores: hay que actuar. El tiempo es precioso...
Alejandro guardó silencio: los nobles se agruparon más estrechamente a su alrededor y por todas partes resonaron aclamaciones entusiastas.
–Sí, lo más preciado... es la palabra del Zar– decía sollozando Iliá Andréievich, que no había oído nada pero comprendía todo a su manera.
De la sala de la nobleza el Emperador pasó a la de los mercaderes, donde permaneció unos diez minutos. Entre los demás, Pierre vio que al salir de aquella sala el Zar tenía los ojos llenos de lágrimas. Como después se supo, acababa de comenzar el Emperador su alocución a los mercaderes cuando los ojos se le arrasaron de lágrimas, y con voz temblorosa terminó su discurso. Cuando Pierre vio al Zar iba acompañado de dos mercaderes; Pierre conocía a uno de ellos, un contratista muy grueso; el otro era alcalde, de rostro amarillo y flaco y barbilla puntiaguda. Ambos lloraban; el mercader delgado tenía los ojos llenos de lágrimas, pero el otro sollozaba como un niño y repetía a cada momento:
–¡Tomad nuestras vidas y nuestros bienes, Majestad!
En aquel instante Pierre no sentía más que un profundo deseo de mostrar que por su parte no había obstáculos y que estaba dispuesto a sacrificarlo todo. Se reprochaba su propio discurso de tendencia constitucional. Habiendo oído que el conde Mámonov proporcionaba un regimiento, Bezújov declaró inmediatamente al conde Rastopchin que él daría mil hombres equipados.
El viejo Rostov no pudo contar a su mujer sin lágrimas lo ocurrido, e inmediatamente consintió en el deseo de Petia y él mismo fue a alistarlo.
El Emperador salió de Moscú al día siguiente. Los nobles dejaron sus uniformes, volvieron a sus casas y al Club y, entre carraspeos, dieron órdenes a sus intendentes acerca del reclutamiento. Ellos mismos estaban sorprendidos de todo lo que habían hecho.
Segunda parte
I
Napoleón comenzó la guerra contra Rusia porque no podía dejar de ir a Dresde, no podía dejar de sentirse halagado por los honores tributados, no podía dejar de ponerse el uniforme polaco, ni no ceder al encanto de aquella mañana de junio, ni reprimir su estallido de cólera en presencia de Kurakin y más tarde de Bálashov.
Alejandro rechazó todas las negociaciones porque se sentía personalmente ofendido. Barclay de Tolly trataba de dirigir el ejército lo mejor posible para cumplir su deber y merecer la gloria de ser un gran jefe militar. Rostov se lanzó al ataque contra los franceses porque no pudo reprimir su deseo de galopar por un campo llano. Y de la misma manera, las innumerables personas que tomaban parte en aquella guerra actuaban según sus cualidades particulares, sus costumbres, de acuerdo con las condiciones y objetivos perseguidos. Todos ellos tenían sus temores, sus vanidades y sus alegrías, se indignaban y discutían, creyendo saber lo que hacían y convencidos de actuar por sí mismos, aunque eran un instrumento inconsciente de la Historia y llevaban a cabo una empresa oculta para ellos, pero comprensible para nosotros. Tal es la suerte inmutable de todos los hombres de acción que, en realidad, son menos libres cuanto más altos se hallan en la jerarquía humana.
Los hombres de 1812 desaparecieron hace mucho tiempo; sus intereses personales se borraron sin dejar rastro; ante nosotros tan sólo queda el resultado histórico de toda aquella época.
Admitamos, sin embargo, que los hombres de Europa, mandados por Napoleón, debían penetrar en Rusia y perecer en sus tierras, y toda la actividad contradictoria, insensata y cruel de los autores de aquella guerra se nos hace comprensible.
La providencia obligó a todos aquellos hombres, deseosos de conseguir sus fines personales, a contribuir a la realización de un resultado único e inmenso, del que ninguno de ellos (ni Napoleón, ni Alejandro, ni menos aún cualquiera de los que participaron en la contienda) tenía la menor idea.
Para nosotros es evidente ahora cuál fue la causa que determinó el desastre del ejército francés en 1812. Nadie negará que la causa de la derrota de Napoleón fue, por una parte, su comienzo demasiado tardío y sin preparación para la campaña de invierno en el interior de Rusia, y, por otra, el carácter que tomó la guerra después del incendio de las ciudades rusas y el odio que sentía el pueblo ruso hacia el enemigo. Pero entonces nadie podía prever —lo que hoy nos parece evidente– que eso sí iba a causar la pérdida de los ochocientos mil hombres del mejor ejército del mundo, dirigido por el mejor capitán, en el choque con el ejército ruso, dos veces más débil, inexperto, conducido por militares sin experiencia; no sólo nadie lo preveía, sino que todos los esfuerzos, por parte de los rusos, estuvieron constantemente encaminados a impedir aquello que podía salvar a Rusia; y por parte de los franceses, a pesar de la experiencia del así llamado genio militar de Napoleón, todos los esfuerzos se orientaban hacia Moscú con el fin de llegar allí a fines de verano, es decir, precisamente aquello que sería su perdición.
A los historiadores franceses que han investigado los acontecimientos de 1812 les encanta decir que Napoleón intuía el peligro que significaba la prolongación de sus líneas, que buscó la batalla decisiva y que sus mariscales le aconsejaban que se detuviese en Smolensk, y aducen otros argumentos para probar que ya entonces se presentía el gran peligro de aquella campaña. Por su parte, los historiadores rusos se complacen aún más en asegurar que desde el principio de las operaciones existía un plan de guerra que consistía en atraer a Napoleón al interior de Rusia; unos atribuyen ese plan a Pfull, otros a un francés, otros a Toll, y otros, en fin, al mismo Alejandro. Y se citan notas, proyectos y cartas en las que, realmente, se hallan alusiones a ese modo de orientar la campaña. Pero todas esas indicaciones de lo que iba a ocurrir, sea por parte de los franceses, sea por la de los rusos, se exponen ahora porque los acontecimientos lo han justificado. De no haber sido así, dichas alusiones yacerían en el olvido, como lo están miles y millones de hipótesis y opiniones contradictorias de moda en aquel tiempo, pero que no se vieron justificadas. Hay siempre tantas suposiciones sobre cada suceso que nunca falta alguien que asegure: “Ya dije yo entonces que esto sucedería así", olvidando por completo que entre las innumerables suposiciones las había absolutamente contradictorias.
Por ejemplo: la suposición de que Bonaparte era consciente del peligro de extender sus líneas y la de que los rusos planearan atraer a los franceses a las profundidades del país pertenecen evidentemente a esa categoría, y sólo forzando mucho los argumentos pueden los historiadores atribuir tales consideraciones a Napoleón y a sus mariscales y tales proyectos a los jefes rusos. Todos los hechos contradicen totalmente tales hipótesis. Durante la guerra, los rusos no sólo no mostraron deseo alguno de atraer al enemigo al interior de Rusia, sino que hicieron todo lo posible por detenerlo desde que pisó su tierra; y Napoleón no sólo no tuvo miedo alguno de alargar sus líneas, sino que cada avance lo alegraba como si fuera un triunfo y, al revés de lo hecho en las demás campañas, puso muy poco empeño en buscar la confrontación.
Al comienzo mismo de la guerra, los ejércitos rusos se vieron divididos, y se aspiraba —como único objetivo– a volver a unirlos, aunque para retroceder y atraer al enemigo hacia el interior de Rusia no había necesidad de esa unión. El Zar está en el ejército para infundirle ánimos, defender cada pulgada de territorio ruso, no para retroceder. Se construye el enorme campamento de Drissa, según el plan de Pfull, y ello significa que no se puede retroceder un palmo más. El Zar reprocha al general en jefe cada retroceso. No sólo el incendio de Moscú, sino ni siquiera la llegada del enemigo a Smolensk cabe en la imaginación de Alejandro y cuando los ejércitos vuelven a unirse muestra su indignación por el incendio de Smolensk y porque no se haya dado ante sus muros la batalla decisiva.
Así pensaba el Zar, pero los jefes militares y todos los rusos en general se indignan todavía más cuando se enteran de que sus ejércitos retroceden hacia el interior del país.
Después de dividir al ejército ruso, Napoleón avanza hacia el interior de Rusia y deja escapar algunas ocasiones de presentar batalla. En agosto llega a Smolensk y no piensa más que en avanzar, aunque, como ahora vemos, ese movimiento es funesto para él.
Los hechos demuestran que Napoleón no previo los peligros de un movimiento hacia Moscú y que ni Alejandro ni sus generales pensaron un solo instante en atraerlo al interior. Pensaban lo contrario. Atraer a Napoleón al interior de Rusia no fue el resultado de un determinado plan (nadie lo creía posible), sino de un complicadísimo juego de intrigas, objetivos y deseos de cuantos participaban en la guerra, incapaces de adivinar que en eso y sólo en eso estaba la única salvación de Rusia.
Todo ocurre por casualidad. Los ejércitos quedan divididos al comienzo de la campaña. Los rusos procuran reunirlos para dar la batalla y detener la invasión enemiga, pero evitan al mismo tiempo el encuentro con un enemigo más fuerte y retroceden involuntariamente, en ángulo agudo, atrayendo al ejército francés a Smolensk. Pero además de retroceder en ángulo agudo, porque los franceses avanzan entre ambos ejércitos, el ángulo se hace cada vez más agudo y los rusos se alejan más y más, porque Barclay de Tolly, un escocés impopular, aborrecido por Bagration, subordinado suyo que manda el segundo ejército y procura retrasar la unión con Barclay para no colocarse bajo su mando. Durante mucho tiempo Bagration evita la unión de las tropas (aun cuando ése sea el objetivo de todos los jefes), porque le parece que esa marcha pondría a las suyas en peligro, y le resulta más conveniente retroceder hacia la izquierda y hacia el sur, molestando al enemigo por el flanco y la retaguardia y reforzando su ejército en Ucrania. Todo esto parece ser una estratagema de Bagration para no estar subordinado al alemán Barclay, a quien odia y que le es inferior en graduación.
El Zar permanece junto al ejército con intención de infundirle ánimos; pero su presencia y la indecisión para adoptar una medida u otra, unidas al incalculable número de consejeros y planes, merman energías al primer ejército, que acaba por retroceder.
Se considera oportuno detenerse en el campamento de Drissa; pero, inesperadamente, Paolucci, que aspira a ser general en jefe, influye sobre Alejandro, y todos los proyectos de Pfull quedan abandonados, al tiempo que la dirección de la campaña se le confía a Barclay. Sin embargo, el poder de Barclay queda limitado porque no inspira confianza.
Los ejércitos están fragmentados, no hay unidad de mando, Barclay no es popular. De toda esa confusión, de la división del ejército y la impopularidad de Barclay, resulta, por una parte, la indecisión, el temor a dar la batalla (cosa inevitable si los ejércitos hubieran estado unidos y si el jefe no hubiera sido Barclay) y, por otra, el creciente odio a los alemanes, acompañado de una verdadera exaltación del espíritu patriótico.
Por último, el Zar abandona el ejército con un pretexto único y cómodo: infundir ánimos a la población de las capitales para excitarla a una guerra nacional. El viaje de Alejandro a Moscú triplica las fuerzas del ejército ruso.
El Zar abandona el ejército para no cohibir la acción del comandante en jefe y confía en que tome medidas decisivas. Pero la situación del comandante en jefe es cada vez más confusa y débil. Bennigsen, el gran duque y el enjambre de generales ayudantes de campo permanecen en el ejército para seguir de cerca sus movimientos e infundirle mayor energía. Pero Barclay se siente aún menos libre bajo todas aquellas miradas que son también las del Zar; eso lo lleva a ser más prudente con respecto a las acciones decisivas y a evitar la batalla.
Barclay se inclina a la prudencia. El gran duque heredero habla de traición y exige una batalla campal. Lubomirski, Branicky, Wlocky y otros como ellos atizan tanto estos rumores que Barclay, con pretexto de remitir algunos escritos al Zar, envía a San Petersburgo a los generales ayudantes de campo polacos y se enfrenta abiertamente a Bennigsen y al gran duque.
Por fin, a pesar de toda la oposición de Bagration, los ejércitos se unen en Smolensk.
Bagration llega en su carruaje a la casa ocupada por Barclay, quien se pone la banda, sale a su encuentro y lo informa como a superior suyo. Bagration, en un alarde de generosidad, a pesar de ser superior en graduación, se pone a las órdenes de Barclay, pero sigue en desacuerdo absoluto con él. Por mandato del Zar, Bagration le envía informes personales y escribe a Arakchéiev:
El Zar decidirá, pero yo no puedo seguir con el ministro(se refiere a Barclay). Por Dios, mándeme a cualquier otro sitio, deme aunque sea el mando de un regimiento, pero no me mantenga aquí. El Cuartel General está lleno de alemanes, hasta tal punto que para un ruso es imposible vivir. No existe orden alguno. Yo pensaba que servía lealmente al Zar y a la patria, pero en realidad a quien sirvo es a Barclay. Y confieso que no quiero hacerlo.
El enjambre de los Branicky, los Wintzingerode y los demás acaba por envenenar las relaciones de ambos generales, que empeoran cada vez más. Se hacen preparativos para atacar a los franceses delante de Smolensk. Es enviado un general para inspeccionar las posiciones. Este general aborrece a Barclay, visita a un amigo, comandante de cuerpo de ejército, con él pasa el día, vuelve al Cuartel General de Barclay y hace una crítica completa del futuro campo de batalla, que no ha visto. Y mientras se discute y se intriga acerca del futuro campo de batalla, mientras se busca a los franceses, equivocándose en cuanto a sus posiciones, éstos tropiezan con la división de Neverovski y llegan a los muros de Smolensk.
Para salvar las comunicaciones es preciso aceptar junto a Smolensk una batalla inesperada. Mueren miles de hombres de una y otra parte.
Smolensk es abandonado, en contra de la voluntad del Zar y de todo el pueblo. Sus propios habitantes incendian la ciudad y, engañados por el gobernador, dando ejemplo a todos los rusos, salen hacia Moscú, no pensando más que en su propia ruina y contagiando a todos su odio hacia el enemigo. Napoleón avanza; el ejército ruso retrocede, y así se consigue lo que había de vencer a Napoleón.
II
Al día siguiente de la marcha de su hijo, el príncipe Nikolái Andréievich llamó a la princesa María a su despacho.
–Ahora estarás contenta, ¿verdad?– le dijo. —Has hecho que me enfade con mi hijo. Es lo que deseabas, ¿eh? ¿Estás contenta?... Es penoso... muy penoso para un hombre viejo y débil como yo. Es lo que tú querías. Puedes alegrarte, puedes alegrarte...
Después de aquella entrevista, la princesa María no vio a su padre en una semana. Estaba enfermo y no salía de su despacho.
A la princesa María la sorprendió observar que tampoco admitía en sus habitaciones a mademoiselle Bourienne. El único que lo cuidaba era Tijón.
Pasada aquella semana, el príncipe salió de su despacho y reanudó su vida de siempre, preocupándose con gran celo de sus obras y jardines. Sus anteriores relaciones con mademoiselle Bourienne quedaron interrumpidas. Su manera de tratar a la princesa y su frialdad parecían decir: “¿Lo ves? Has inventado cosas contra mí; has mentido a tu hermano acerca de mis relaciones con la francesa y me has indispuesto con él; ahora ya ves que no necesito a ninguna de las dos”.
La princesa se pasaba la mitad del día con Nikólenka, dirigiendo sus estudios; le enseñaba ruso, música y conversaba con Dessalles. El resto del día lo dedicaba a sus libros, a la anciana niñera y a los peregrinos que acudían a verla por la escalera de servicio.
Pensaba sobre la guerra lo mismo que todas las mujeres; temía por su hermano, que estaba en el ejército, y sentía profundo horror ante la incomprensible crueldad de los hombres, que se mataban unos a otros, pero no comprendía lo que significaba; pensaba que era como todas, a pesar de que Dessalles, su constante interlocutor, apasionadamente interesado por el curso de las operaciones militares, procuraba explicarle sus puntos de vista; a pesar de que la gente de Dios contaba horrorizada, cada uno a su modo, los rumores que circulaban entre el pueblo sobre el advenimiento del Anticristo; a pesar de que Julie —ahora princesa Drubetskaia– había reanudado su correspondencia con ella y le escribía desde la capital cartas muy patrióticas.
Escribo en ruso, querida amiga, porque odio a los franceses, lo mismo que su idioma, que ni puedo oír hablar... En Moscú todos seguimos entusiasmados con nuestro adorado Zar.
Mi pobre marido pasa fatigas y hambre en posadas judías, pero las noticias que me envía sirven para animarme más.
Seguramente habrá oído hablar de la hazaña heroica de Rayevski, quien abrazando a sus dos hijos exclamó: «¡Prefiero morir con ellos antes que retroceder!». Y aunque el enemigo era mucho más fuerte, no vacilaron. Por lo demás, pasamos el tiempo como podemos; en la guerra como en la guerra. Las princesas Alina y Sophie están conmigo días enteros; las tres, como desdichadas viudas de maridos vivos, mantenemos preciosas conversaciones y preparamos hilas.
Sólo falta usted, mi amiga querida..., etcétera.
La razón principal por la que la princesa María no entendiera aquella guerra era que el viejo príncipe no quería admitirla; nunca hablaba de ella y, durante las comidas, se mofaba de Dessalles, que comentaba los acontecimientos bélicos. El tono del príncipe era tan tranquilo y seguro que su hija, sin pararse a pensar, creía en todo cuanto decía.
El viejo príncipe estuvo muy emprendedor y hasta animado durante todo el mes de julio. Hizo plantar un nuevo jardín y construir otro pabellón para los criados. No obstante, lo que inquietaba a la princesa María era lo poco que su padre dormía: había abandonado la costumbre de acostarse en su despacho; cada día variaba el lugar de su lecho. Ya ordenaba que le preparasen en la galería su cama de campaña, bien se echaba en el diván, bien se quedaba en una butaca del salón, dormitando sin desvestirse, mientras que un muchacho llamado Petrushka, y no mademoiselle Bourienne, le leía algún libro. Otras veces pasaba la noche en el comedor.
La segunda carta del príncipe Andréi llegó el primero de agosto. Poco después de su partida se había recibido la primera, en la cual el príncipe pedía humildemente perdón a su padre por cuanto se había atrevido a decirle y le suplicaba que no le negara su cariño. A esa primera carta el viejo príncipe había contestado cariñosamente, y a partir de entonces alejó de su lado a la francesa. La segunda carta del príncipe Andréi, escrita en las cercanías de Vítebsk, después de la entrada de los franceses en la ciudad, describía a grandes rasgos la campaña; el príncipe añadía un plano dibujado en la carta y una serie de juicios sobre la marcha de la guerra. El príncipe Andréi exponía a su padre los inconvenientes de vivir tan cerca del teatro de las operaciones, en la misma línea del movimiento de las tropas, y le aconsejaba que se fueran a Moscú.
Durante la comida, cuando Dessalles comentó los rumores sobre la caída de Vítebsk, el viejo príncipe se acordó de la carta de su hijo.
–He recibido hoy una carta del príncipe Andréi. ¿No la has leído?– preguntó a la princesa María.
–No, mon père– respondió asustada.
No podía haber leído una carta cuya existencia ignoraba.
–Habla de esta guerra– continuó el príncipe, con la sonrisa despectiva habitual en él siempre que se refería a ese tema.
–Debe de ser muy interesante– dijo Dessalles. —El príncipe puede conocer...
–¡Ah, es muy interesante!– comentó mademoiselle Bourienne.
–Vaya a buscarla– dijo el viejo príncipe a mademoiselle Bourienne. —La dejé en la mesa pequeña, debajo del pisapapeles.
Mademoiselle Bourienne se levantó alegremente.
–¡Ah, no!– gritó el viejo frunciendo el ceño. —Ve tú, Mijaíl Ivánovich.
Mijaíl Ivánovich se levantó y se dirigió al despacho. Mas tan pronto salió, el viejo príncipe, mirando inquieto en derredor, arrojó sobre la mesa su servilleta y lo siguió.
–No saben hacer nada; lo confunden todo.
Mientras estuvo fuera, la princesa María, Dessalles, mademoiselle Bourienne y el propio Nikóleñka se miraban en silencio. El viejo príncipe volvió con paso presuroso, acompañado por Mijaíl Ivánovich; traía el plano del nuevo pabellón y la carta de su hijo, que puso a su lado, sin permitir que se leyera durante la comida.
Cuando pasaron al salón entregó la carta a la princesa María; después extendió el plano de la nueva construcción, fijó en ella los ojos y ordenó que se leyera en voz alta. Cuando la princesa hubo terminado, levantó los ojos hacia su padre. Éste miraba el plano, evidentemente abstraído en sus pensamientos.
–¿Qué piensa usted, príncipe, de lo que dice?– se permitió preguntar Dessalles.
–¿Yo?... ¿Yo?...– dijo el viejo príncipe, como despertando malhumorado, sin apartar los ojos del plano.
–Es muy posible que el teatro de operaciones se acerque tanto aquí...
–¡Ja, ja, ja! ¡El teatro de operaciones!– dijo el príncipe. —Ya he dicho y repito ahora que el teatro de operaciones está en Polonia y que el enemigo no pasará nunca el Niemen.
Dessalles miró asombrado al príncipe, que hablaba del Niemen cuando el enemigo se hallaba en el Dniéper. Pero la princesa María, que no recordaba la posición geográfica del Niemen, estaba convencida de que su padre tenía razón.
–Cuando empiece el deshielo se hundirán en los pantanos de Polonia. Sólo ellos son incapaces de verlo– dijo el príncipe, pensando sin duda en la campaña de 1807, que debía de parecerle muy reciente. —Bennigsen tendría que haber entrado en Prusia antes; entonces, la campaña habría tomado otro cariz...
–Pero, príncipe– objetó tímidamente Dessalles, —en la carta se habla de Vítebsk...
–¿En la carta? ¡Ah, sí!– dijo el príncipe disgustado. —Sí... sí– su rostro se oscureció y quedó en silencio un instante. —Sí, dice que los franceses han sido vencidos en... pero, ¿en qué río?
Dessalles bajó los ojos.
–El príncipe no dice nada de eso– repuso en voz baja.
–¿No dice eso? Pues no lo inventé yo.
Se hizo un largo silencio.
–Sí, sí... Ea, Mijaíl Ivánovich– dijo de pronto, alzando la cabeza y mostrando el plano de las obras. —Explícame cómo quieres reformar todo esto.
Mijaíl Ivánovich se acercó al plano; el príncipe habló un rato con él acerca del nuevo pabellón, miró malhumorado a la princesa María y a Dessalles y se fue a sus habitaciones.
La princesa María había observado la mirada confusa y asombrada del preceptor; tampoco se le había pasado por alto su silencio ni el hecho de que su padre hubiera olvidado la carta del hijo sobre la mesa de la sala. Pero temía no sólo hablar y preguntar a Dessalles la causa de su turbación y silencio, sino meramente pensar en ello.
Por la tarde Mijaíl Ivánovich pidió a la princesa María, de parte del príncipe, la carta olvidada en la sala. La princesa se la entregó y, aunque no le gustaba hacerlo, preguntó a Mijaíl Ivánovich qué hacía su padre.
–Sigue trabajando– dijo Mijaíl Ivánovich con una sonrisa entre respetuosa y burlona que hizo palidecer a la princesa. —Lo preocupa mucho el nuevo pabellón. Ha leído un rato y ahora– añadió bajando la voz —está en el escritorio; seguramente se ocupa del testamento.
(Últimamente, una de las ocupaciones favoritas del príncipe era examinar los papeles que debía dejar para después de su muerte; aquellos papeles eran lo que él llamaba su testamento.)