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Guerra y paz
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Автор книги: Leon Tolstoi



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Denísov seguía callado e inmóvil; de vez en cuando sus ojos brillantes y negros se fijaban en Rostov.

–Usted no ve más que su orgullo y no quiere presentar sus excusas– prosiguió el capitán; —pero nosotros, los antiguos, los viejos, los que hemos crecido y seguramente moriremos, si Dios quiere, en el regimiento, para nosotros el honor del regimiento es sagrado y Bogdánich lo sabe. ¡Vaya si es sagrado! Lo que usted hace no está bien. Tal vez no le guste oírlo, pero yo siempre digo la verdad. No está bien.

El capitán segundo se levantó y volvió la espalda a Rostov.

–¡Tiene razón, qué diablos!– gritó Denísov levantándose también. —Vamos, Rostov, vamos...

Rostov, tan pronto rojo como pálido, miraba ya a uno, ya a otro oficial.

–No, señores, no... No crean que... Lo comprendo muy bien y no deben pensar de mí que... Yo... para mí... yo siempre defenderé el honor del regimiento. Lo demostraré con hechos, y también el honor de la bandera... Ea, la verdad es que soy culpable...– los ojos se le llenaron de lágrimas. —¡Sí, soy culpable, culpable en todos los sentidos!... ¿Qué más quieren?

–¡Eso es hablar, conde! gritó el capitán segundo, y volviéndose a Rostov le palmeó la espalda con su ancha mano.

–¡Ya te decía yo que es un muchacho excelente!– gritó Denísov.

–Sí, sí, eso me parece mejor, conde– repitió Kirsten, dándole el título como en recompensa por su confesión.

Vaya y presente sus excusas... Excelencia.

–Señores, haré cuanto sea necesario; nadie oirá una palabra mía– suplicó Rostov. —Pero no puedo pedir excusas. ¡Se lo juro que no puedo! No puedo pedir perdón como si fuera un niño.

Denísov se echó a reír.

–Peor para usted. Bogdánich tiene buena memoria y pagará su terquedad– dijo Kirsten.

–Le aseguro que no es terquedad. No puedo explicarle lo que siento, no puedo...

–Eso es cosa suya– dijo el capitán. —¿Y dónde se ha metido ese canalla?– preguntó a Denísov.

–Dice que está enfermo. Mañana saldrá en la orden su baja– respondió Denísov.

–Se trata, sin duda, de una enfermedad, no puede haber otra explicación– dijo el capitán.

–Enfermo o no, que no se ponga a mi alcance, porque lo mato– añadió furibundo Denísov.

Zherkov entró en la habitación.

–¿Qué te trae por aquí?– le preguntaron los oficiales.

–En marcha, señores. ¡Mack se ha rendido con todo el ejército!

–¡Mientes!

–Lo he visto con mis propios ojos.

–¿Qué dices? ¿Que has visto a Mack en persona? ¿Con brazos y piernas?

–¡En marcha! ¡En marcha! La noticia merece una botella. ¿Y cómo estás aquí?

–Me han hecho volver al regimiento. La culpa es de ese demonio de Mack. Un general austríaco se quejó de mí. Lo había felicitado por la llegada de Mack... ¿Y qué te ocurre a ti, Rostov? Pareces recién salido del baño.

–Amigo, no sabes qué trifulca tenemos desde ayer.

El ayudante del coronel entró, confirmando la noticia traída por Zherkov. Acababa de recibirse la orden de ponerse en marcha al día siguiente.

–¡En marcha, señores!

–¡Gracias a Dios! Ya llevábamos demasiado tiempo aquí.

VI

Kutúzov se había retirado hacia Viena, destruyendo tras su paso los puentes sobre el Inn (en Braunau) y sobre el Traun (en Linz). El 23 de octubre el ejército ruso cruzó el río Enns en pleno día, desfilando en larga columna los convoyes, la artillería y la tropa.

Era una jomada cálida y lluviosa de otoño. Desde las alturas donde se instalaron las baterías rusas que cubrían el puente se descubría un extenso panorama, ya oculto por un velo de lluvia oblicua, ya inesperadamente límpido, hasta el punto de poderse distinguir, precisos a la luz del sol, los objetos lejanos como si estuviesen revestidos de laca. En un nivel inferior se veía la ciudad con sus casas blancas de techumbre roja, la catedral y el puente, por ambos lados del cual se movían, apretujándose, las fuerzas rusas. En un recodo del Danubio, justamente en la desembocadura del Enns, se divisaban las embarcaciones, la isla y el castillo con su parque rodeado de agua; también era visible la rocosa orilla izquierda del Danubio, cubierta de pinares que se perdían en una misteriosa lejanía de cimas verdes y desfiladeros azulencos. A un lado asomaban las torrecillas de un monasterio, detrás de un pinar que parecía selvático, y más lejos todavía, enfrente, sobre la montaña, al otro lado del río, se veían las patrullas enemigas.

En medio de los cañones, emplazados en la altura, estaba el general que comandaba la retaguardia, que, acompañado de un oficial de su séquito, examinaba todo aquello con ayuda de un anteojo; un poco detrás, Nesvitski, enviado a la retaguardia por el general en jefe, permanecía sentado en la cureña de un cañón. El cosaco que lo acompañaba le había entregado un pequeño morral y una botella; Nesvitski obsequiaba a los otros oficiales con pastelillos y auténtico Kümmel doble. Los oficiales lo rodeaban alegremente, unos de rodillas y otros sentados a la turca sobre la hierba húmeda.

–Desde luego, no era un estúpido el príncipe austríaco que construyó aquí su castillo. ¡Bonito sitio! Pero ¿por qué no comen, señores?– decía Nesvitski.

–Gracias, príncipe– respondió uno de los oficiales, encantado de poder hablar con un personaje tan importante del Estado Mayor. —Un sitio excelente. Cuando pasamos delante del parque vimos a dos ciervos; y también la casa es magnífica.

–Mire, príncipe– dijo otro, que tenía deseos de comer un pastelillo más y no se atrevía, fingiendo por ello contemplar el paisaje. —Mire, nuestros soldados ya están allí abajo; en el prado pasado el pueblo se ven tres que arrastran algo. Van a vaciar el palacio– dijo con un gesto de visible aprobación.

–Pues sí...– dijo Nesvitski. —Pero ahora lo que más me gustaría– prosiguió, mientras hacía desaparecer otro pastelillo entre sus labios húmedos y bien moldeados —es llegar allí.

Indicaba el monasterio cuyas torrecillas asomaban en lo alto de la montaña. Sonrió, relucieron sus ojos medio cerrados.

–Sería estupendo, ¿verdad, señores?

Los oficiales rieron.

–¡Siquiera fuese por dar un susto a las monjas! Dicen que hay allí unas italianas jovencitas. Daría cinco años de vida.

–Además, están aburridas– rió el oficial más audaz.

Entretanto, el oficial del séquito, que estaba delante de los demás, señalaba algo al general. Este miró con el anteojo.

–Sí, sí... Eso es dijo enfadado, apartando el anteojo y encogiéndose de hombros. —Eso es, atacaron el puente. Pero ¿por qué se entretienen tanto allí?

En la otra parte, y a simple vista, se veía al enemigo y el emplazamiento de una batería, de la que salió un penacho de humo blanco lechoso. Al humo siguió un estampido lejano. Pudo verse cómo las tropas rusas se apresuraban a cruzar el puente.

Nesvitski se levantó, resopló y se acercó sonriendo al general.

–¿No quiere tomar algo, Excelencia?

–Mal se ponen las cosas– comentó el general sin contestarle. —Los nuestros se entretienen mucho.

–¿Me acerco, Excelencia?– preguntó Nesvitski.

–Sí, haga el favor de acercarse– respondió el general. Y repitió la orden dada ya con todo detalle: —Diga a los húsares que crucen los últimos y quemen el puente, como se les ordenó; y que inspeccionen otra vez los materiales inflamables.

–Perfectamente– dijo Nesvitski.

Llamó al cosaco que tenía su caballo, le hizo recoger el morral y la cantimplora y subió con agilidad su pesado cuerpo sobre la silla.

–¡De verdad os digo que visitaré a las monjas!– gritó a los oficiales, que lo miraban sonriendo; y se alejó cuesta abajo por el sinuoso sendero de la montaña.

–Bueno, capitán; vamos a ver hasta dónde llega– dijo el general, volviéndose al capitán de artillería. —Diviértase un poco para olvidar el aburrimiento.

–¡Artilleros, a las piezas!– ordenó el oficial.

En un abrir y cerrar de ojos, los servidores dejaron las hogueras, corrieron a sus puestos y cargaron el cañón.

–¡Número uno!– gritó el oficial.

La pieza número uno dio un rápido respingo. Ensordecedor, con ruido metálico, atronó el disparo y, sobre las cabezas de los soldados rusos esparcidos bajo la montaña, la granada pasó silbando hasta caer muy lejos del enemigo, señalando el lugar de su explosión con una gran humareda.

Los rostros de los soldados y oficiales parecieron alegrarse al oír ese ruido; se pusieron todos en pie para observar los movimientos de las tropas rusas, visibles como si estuvieran sobre la palma de la mano, y los del enemigo que se acercaba. En aquel mismo instante asomó definitivamente el sol entre las nubes y el hermoso sonido de aquel solitario cañonazo se fundió con el esplendor radiante de la luz en una sensación de bravura y de júbilo.

VII

Dos granadas enemigas habían pasado sobre el puente, donde reinaba gran confusión. El príncipe Nesvitski, de pie en la mitad del puente, había sido empujado contra el pretil. De vez en cuando se volvía sonriente al cosaco que permanecía atrás llevando los dos caballos por la brida. Cada vez que el príncipe Nesvitski quería avanzar, los soldados y los carros volvían su grueso cuerpo contra el pretil; pero la sonrisa no lo abandonaba.

–¡Eh, amigo!– dijo el cosaco a un soldado que guiaba un furgón y metía ruedas y caballos sobre las aglomeraciones de la infantería. —¡Cómo eres! ¿No puedes esperar? ¿No ves que el general quiere pasar?

Pero el conductor del furgón, sin hacer caso al título de “general”, gritó a los soldados que le impedían el paso:

–¡Eh, paisanos! ¡Echaos hacia la izquierda!

Pero los paisanos, hombro con hombro, seguían avanzando como una masa compacta entre una confusión de bayonetas enganchadas entre sí. El príncipe Nesvitski miró desde el pretil del puente las aguas del Enns, que, pequeñas, rápidas y tumultuosas, contorneaban los pilotes y volvían, adelantándose unas a otras. Pero cuando miraba hacia el puente veía soldados, parecidos unos a otros, gorros, quepis, mochilas, bayonetas, largos fusiles y, bajo los quepis, rostros —con mejillas hundidas y anchos pómulos que expresaban cansancio y despreocupación, pies que se movían en el pegajoso fango amontonado en las tablas del puente. De vez en cuando se destacaba sobre la masa soldadesca algún oficial con capa, de rostro diferente del de los demás, como una salpicadura de blanca espuma. A veces, las olas de la infantería se llevaban por el puente, igual que gira una astilla en las aguas, a un húsar a pie, un ordenanza o un vecino del pueblo; en otras ocasiones era el carruaje de la compañía o de algún oficial, lleno hasta los topes y tapado con pieles, el que cruzaba el puente rodeado de agua por todas partes, igual a un tronco rodeado por el río.

–Es como si se hubiera roto un dique– dijo el cosaco, deteniéndose desesperado. —¿Quedáis todavía muchos?

–Un millón menos uno– respondió burlón un soldado que pasaba cerca con el capote roto, guiñándole un ojo.

Detrás venía otro soldado ya viejo.

–Si el enemigo empieza a disparar ahora sobre el puente– comentó volviéndose con aire sombrío a un compañero no te quedarán ganas de rascarte.

También este soldado viejo pasó. Detrás, sobre una carreta, venía otro.

–¿Dónde demonios habrás metido los peales?– preguntaba un asistente que corría tras la carreta y buscaba en las bolsas traseras.

También ellos pasaron.

Venían después unos soldados alegres, evidentemente bebidos.

–¡Menudo golpe le dio el amigo con la culata en la boca!– decía alegremente un soldado que, con el capote muy subido, agitaba una mano.

–Parece que sepa lo bien que sabe el jamón– replicó el otro riendo.

Y pasaron tan rápidamente que Nesvitski no pudo saber a quién habían golpeado en la boca ni qué significaba lo del jamón.

–¡Vaya prisa que llevan! Han disparado con cartuchos de fogueo y pensáis que os van a matar a todos– ahora hablaba un suboficial, que reprochaba enfadado a sus hombres.

–Cuando la granada pasó tan cerca, abuelo, me quedé medio muerto– comentaba un joven soldado de enorme boca, conteniendo a duras penas la risa. —Te juro que me asusté de veras– y parecía jactarse de su propio miedo.

También éste pasó. Detrás venía un carro distinto de los demás. Era un carro alemán tirado por dos caballos y parecía llevar dentro una casa entera. Tras el carro, conducido por un alemán, iba una vaca de ubres enormes. Dentro del carro, sentadas sobre un edredón, iban una mujer con un niño de pecho, una anciana y una robusta muchacha alemana de rubicundo rostro. Estos paisanos habían conseguido evidentemente un permiso especial para pasar con las tropas. Los ojos de todos los soldados estaban fijos en las mujeres, y mientras el carro avanzaba despacio, paso a paso, todos sus comentarios se referían a ellas.

En todos los rostros vagaba la misma sonrisa, suscitada por los licenciosos pensamientos que provocaba la mujer.

–¡Mira! También se va el salchicha.

–¡Véndeme a la madre!– dijo, subrayando la última palabra, un soldado al alemán, quien, con los ojos en el suelo, avanzaba a grandes pasos, lleno de cólera y de miedo.

–¡Diablos! ¡Qué bien vestida va!

–Debías alojarte en su casa, Fedótov.

–Ya he visto muchas, amigo.

–¿Adonde van?– preguntó un oficial de infantería, que mordisqueaba sonriente una manzana sin dejar de mirar a la hermosa muchacha.

El alemán cerró los ojos para dar a entender que no comprendía.

–¿La quieres? ¡Tómala!– dijo el oficial, tendiendo la manzana a la joven. Ella sonrió y la cogió.

Nesvitski, como todos cuantos estaban en el puente, no apartó los ojos de las mujeres mientras pasaban; luego vinieron otros soldados, con las mismas conversaciones, y poco después todo se detuvo. Como suele ocurrir, a la salida del puente se habían puesto tozudos los caballos de un carro de compañía y todos hubieron de esperar.

–¿Por qué se detienen ahora? ¡No hay orden!– gritaban los soldados. —¿Por qué empujas? ¡Diablo! ¿No puedes esperar? Peor será cuando incendien el puente. ¡Estáis aplastando a un oficial!– gritaban desde diversas partes, mirándose unos a otros y empujando todos hacia la salida del puente.

Nesvitski se había vuelto para mirar las aguas del Enns cuando oyó de pronto un sonido nuevo para él, de algo voluminoso, que se acercaba rápidamente... y cayó chapoteando en el agua.

–¡Mira adonde apuntan!– dijo muy serio un soldado que estaba cerca, volviéndose hacia el lugar del ruido.

–¡Nos animan para que pasemos antes!– comentó, inquieto, otro.

La muchedumbre se puso en marcha de nuevo. Nesvitski comprendió que era un disparo de cañón.

–¡Eh, cosaco! ¡El caballo!– gritó. —Vosotros, apartaos, apartaos, ¡paso!

Llegó con gran esfuerzo hasta su caballo y, sin dejar de gritar, avanzó entre los soldados. Éstos se apretaban para abrirle camino, pero de nuevo volvían a empujarlo; sintió dolor en una pierna; y no tenían la culpa los más próximos, que a su vez eran apretujados con mayor fuerza aún por los que venían detrás.

–¡Nesvitski! ¡Nesvitski! ¡Oye, jeta fea!– gritó a sus espaldas una bronca voz.

Se volvió Nesvitski y vio a quince pasos de sí, entre la masa de la infantería en movimiento, a Vaska Denísov, colorado, negro, con el pelo revuelto, la gorra sobre la nuca y el dormán echado al desgaire sobre un hombro.

–¡Manda a esos demonios que dejen pasar!– gritaba enfurecido Denísov; sus ojos inquietos brillaban, negros como el carbón; con su pequeña mano, roja igual que la cara, agitaba el sable envainado.

–¡Eh, Vaska! ¿Qué le pasa?– respondió alegremente Nesvitski.

–El escuadrón no puede pasar vociferó Vaska Denísov, mostrando rabiosamente sus blancos dientes y espoleando a su hermoso potro negro, Beduino, que, entre empujones y bayonetas, movía las orejas y golpeaba con los cascos la madera del puente, bufando y salpicando de espuma a cuantos lo rodeaban, dispuesto a saltar el pretil si su dueño se lo hubiese consentido.

–¿Qué es esto? ¡Parecen borregos, verdaderos borregos! ¡Fuera!... ¡Paso!... ¡Quieto ahí, carro del demonio! ¡Voy a acabar con todos a sablazos!– gritaba Denísov. Y sin esperar más, desenvainó el sable y empezó a blandirlo por encima de los soldados.

Éstos, asustados, se apretujaron más aún y Denísov pudo unirse a Nesvitski.

–¿Cómo es que no estás borracho hoy?– preguntó Nesvitski cuando tuvo cerca a Denísov.

–No te dan tiempo ni para beber– respondió Vaska Denísov. —Todo el día está el regimiento de acá para allá. Si hay que luchar, empecemos; porque así ni el diablo sabe lo que hacemos.

–¡Qué elegante estás hoy!– comentó Nesvitski mirando el dormán nuevo de Denísov y los arreos de su caballo.

Denísov sonrió; sacó de la bolsa un pañuelo perfumado y lo acercó a la nariz de Nesvitski.

–¿Qué quieres que haga? Voy al combate; ya lo ves, me he afeitado, me he limpiado los dientes y me he perfumado.

El aspecto imponente de Nesvitski, acompañado de su cosaco, y la energía de Denísov, que seguía gritando y blandiendo el sable, hicieron tal efecto que pudieron llegar al término del puente y detener la infantería. Junto a la salida, Nesvitski encontró al coronel a quien debía comunicar las órdenes; y una vez hecho esto, volvió sobre sus pasos.

Ya despejado el camino, Denísov se detuvo a la entrada del puente. Sujetó sin esforzarse al potro que relinchaba impaciente por acercarse a los suyos y miró al escuadrón que venía a su encuentro. El ruido metálico de los cascos resonó sobre las tablas del puente, como si algunos caballos avanzaran al galope, y el escuadrón, con sus oficiales al frente y los hombres en filas de a cuatro, se extendió sobre el puente y comenzó a salir.

Los de infantería, obligados a detenerse, apretujados sobre el revuelto fango de las tablas, miraban a los húsares apuestos, limpios, elegantes, que desfilaban gallardos, con ese sentimiento de animadversión, lejanía y burla tan frecuente cuando se encuentran distintas armas del ejército:

–¡Mira qué elegantes van esos muchachos!– comentaban. —Como si estuvieran pasando revista.

–Éstos sirven para poco. Los llevan para exhibirlos tan sólo– decía otro.

–¡Eh, infantería, no levantéis polvo!– bromeó un húsar cuyo caballo salpicó de barro a un infante cercano.

–¡Tendrías que hacer dos marchas con la mochila al hombro! ¡Ya verías en qué quedaba tanta presunción!– respondió el soldado, limpiándose con la manga el barro de la cara. —¡Fijaos en él, no es un hombre, es un pájaro!

–¡Si tú montases, Zikin, estarías precioso!– bromeó un cabo dirigiéndose a un soldado flaco que avanzaba encorvado bajo el peso de la mochila.

–Si te pones un palo entre las piernas tendrás caballo– terció el húsar.

VIII

El resto de la infantería atravesó el puente deprisa apretándose en cuña hacia la entrada. Pasaron por fin todos los carros, las apreturas cedieron y el último batallón pudo entrar en el puente. Al otro lado, frente al enemigo, solo quedaban los húsares de Denísov. Los franceses eran visibles desde la montaña de enfrente, pero no desde el puente, ya que desde la cañada por donde corría el río, el horizonte estaba limitado a medio kilómetro de distancia por una colina. Se extendía delante un espacio desierto, en el que se movían patrullas de cosacos. De pronto, en las alturas opuestas del camino, aparecieron tropas vestidas con capote azul, y artillería. Eran los franceses. La patrulla descendió al trote. Todos los oficiales y soldados del escuadrón de Denísov, por más que pretendieran distraerse hablando de cosas ajenas a lo que sucedía y mirando hacia otra parte, no cesaban de pensar en lo que había en la colina y volvían una y otra vez los ojos hacia las manchas que aparecían en el horizonte y que identificaban como tropas enemigas. Hacia las doce el cielo se había aclarado de nuevo y el sol brillaba limpio sobre el Danubio y las oscuras montañas que lo rodeaban. Todo estaba en calma, y desde la otra montaña llegaban de vez en cuando los sones de las trompetas y los gritos del enemigo. Entre los franceses y el escuadrón no había nadie, salvo algunas patrullas aisladas. Los separaba un vacío de unos seiscientos metros que permanecía desierto. El enemigo había cesado el tiroteo y podía percibirse mejor aquella línea terrible, amenazadora, rigurosa e imperceptible que dividía a dos ejércitos enemigos.

"Un paso más allá de esa línea, que recuerda la divisoria entre los vivos y los muertos, y se cae en lo desconocido, en el dolor y en la muerte. ¿Y qué hay allí, quién está detrás de ese campo, de aquel árbol, de aquella techumbre iluminada por el sol? Nadie lo sabe, pero querrían saberlo. Es terrible cruzar esa raya, pero querrían hacerlo. Nadie ignora que tarde o temprano habrá que cruzarla y conocer entonces lo que hay más allá, en la otra parte de la divisoria; lo mismo que algún día habrá que saber fatalmente qué hay más allá, al otro lado de la muerte. Y a pesar de todo uno se siente fuerte, sano, alegre y excitado rodeado por otras personas que se sienten también fuertes, alegres y excitadas.” Si no lo piensa, así siente, al menos, todo hombre a la vista del enemigo, y esa sensación infunde un brillo especial y una jubilosa rudeza a cuantas impresiones se suceden en esos instantes.

Una nubecilla blanca surgió de la colina donde estaba el enemigo y un proyectil pasó silbando sobre las cabezas del escuadrón de húsares. Los oficiales que permanecían juntos se separaron para ocupar sus puestos; los húsares alinearon rápidamente los caballos. En el escuadrón se hizo un gran silencio. Todos miraban delante de sí al enemigo y al jefe del escuadrón, cuyas órdenes esperaban. Se sucedieron un segundo y un tercer disparos. Evidentemente estaban tirando sobre los húsares; pero los proyectiles, con su silbido uniforme, pasaban por encima del escuadrón y caían a sus espaldas. Los húsares, de rostros parecidos y muy distintos, no se volvían, pero a cada nuevo silbido, como obedeciendo a una orden, contenían la respiración mientras volaba el proyectil, se erguían sobre los estribos y después se dejaban caer. Los soldados, sin volver la cabeza, se miraban de reojo, curiosos del efecto producido en sus compañeros. En todas las caras, desde Denísov hasta el trompeta, era fácil observar, junto a los labios y el mentón, un rasgo común: espíritu combativo, tensión nerviosa y emoción. El suboficial de alojamiento fruncía el ceño mirando a los soldados, como amenazándolos con algún castigo. El cadete Mirónov se inclinaba al paso de cada proyectil. Rostov, en el flanco izquierdo, montado sobre su Grachik, que, a pesar de la fatiga, conservaba su bella estampa, mostraba el aire radiante de un escolar llamado a examen ante un gran público y seguro de distinguirse en la prueba. Miraba a todos con clara y serena expresión como pidiendo que se fijasen en lo tranquilo que estaba ante el estallido de los obuses. Pero en su boca aparecía, muy a su pesar, un nuevo gesto de gravedad.

–¿Quién saluda por ahí? Eso no está bien, Mirónov. ¡Mírame a mí!– gritó Denísov, que no podía estarse quieto e iba y venía en su caballo delante del escuadrón.

Vaska Denísov, con su cabeza de cabellos negros, su pequeña nariz chata y su bien proporcionada figura, empuñando con la mano surcada de venas, de cortos y velludos dedos, el sable desenvainado, estaba tan arrogante como solía estarlo siempre, sobre todo al atardecer, después de haber bebido un par de botellas. Estaba, sí, un poco más colorado que de costumbre, y su cabeza de abundante pelo se erguía como la de los pájaros cuando beben. Hincó sin piedad las espuelas en los costados de su noble Beduinoy, como cayendo hacia atrás, se dirigió al otro flanco del escuadrón para gritar con voz ronca a sus hombres que revisaran bien las pistolas. Se acercó a Kirsten. El capitán segundo se aproximó al paso sobre su grande y pesada yegua. Con sus mostachos poderosos, Kirsten permanecía serio y grave como siempre, aunque sus ojos brillaban más de lo acostumbrado.

–¿Qué hay?– dijo a Denísov. —No llegaremos a las manos. Ya verás como nos mandan volver.

–¡El diablo sabe lo que hacen!– gruñó Denísov. —¡Hola, Rostov!– se volvió al joven al ver lo alegre que estaba. —Por fin entras en fuego.

Y sonrió con gesto de aprobación, evidentemente feliz por la alegría del cadete. Rostov se sintió plenamente dichoso. En aquel instante apareció sobre el puente un general. Denísov galopó hacia él.

–¡Excelencia! ¿Me permite que los ataque? Los haré retroceder.

–¡Para ataques estamos!– dijo el general con voz aburrida, haciendo muecas como si tratara de sacudirse una mosca inoportuna. —¿Por qué está aquí? ¿No ve que los flanqueadores se están retirando? Vuelva atrás con el escuadrón.

El escuadrón, en efecto, volvió a cruzar el puente hasta colocarse fuera del radio de acción de los proyectiles, sin sufrir una sola baja. Seguidamente, pasó un segundo escuadrón, que estaba en cadena, y salieron los últimos cosacos.

Dos escuadrones del regimiento de Pavlograd, después de atravesar el puente uno tras otro, se dirigieron hacia la montaña. El coronel Karl Bogdánich Schubert se acercó al escuadrón de Denísov y puso su caballo al paso, no lejos de Rostov, al que no dirigió ni una sola mirada aunque se veían por primera vez después de la discusión originada por el robo de Telianin. Y ahora Rostov, que allí en las filas se sentía bajo el poder de aquel hombre ante el cual se consideraba culpable, no dejaba de mirar su espalda atlética, su rubia cabeza y su cuello rojo. A veces le parecía que el coronel Bogdánich fingía no reparar en él pero que su objetivo era probar el valor del cadete; entonces, se enderezaba orgulloso y miraba alegremente a su alrededor; otras, pensaba que Bogdánich se había aproximado para mostrarle su propio valor, que emprendería un desesperado ataque sólo para castigarlo a él; o que, tras el ataque, del que saldría herido, el coronel se le acercaría para tenderle la mano, con un magnánimo gesto de reconciliación.

La silueta de Zherkov, de hombros muy erguidos, bien conocida por los húsares (había causado baja recientemente en el regimiento), se acercó al coronel. Al verse fuera del Estado Mayor hizo por marcharse también del regimiento; no era tan estúpido, según decía, como para pasar fatigas en el frente cuando en los Estados Mayores se ganaban más condecoraciones sin tanto trabajo; y así logró hacerse nombrar oficial de órdenes del príncipe Bagration. Ahora llegaba hasta su antiguo superior con una orden del jefe de la retaguardia.

–Mi coronel– dijo con grave seriedad al enemigo de Rostov, mirando a sus compañeros. —Traigo la orden de parar e incendiar el puente.

–¿Quién mandar?– preguntó sombríamente el coronel.

–No sé, mi coronel, quién mandar– replicó Zherkov con la misma seriedad, —pero el príncipe me dijo: “Ve y di al coronel que los húsares se retiren pronto y prendan fuego al puente”.

Detrás de Zherkov, un oficial de escolta se acercó al coronel de húsares con la misma orden. Y sobre un caballo cosaco que a duras penas podía con él, llegó a galope el corpulento Nesvitski.

–Pero ¿qué ocurre, mi coronel?– gritó antes aún de frenar —Le dije que incendiara el puente. Y ahora alguien ha confundido las órdenes. Allá arriba todos están locos y nadie se entiende.

El coronel detuvo sin prisas al regimiento y se volvió a Nesvitski:

–Me habló de material inflamable– dijo, —pero no me ha dicho nada de incendiar el puente.

–Cómo, padrecito– dijo Nesvitski, quitándose la gorra y alisándose con su regordeta mano los cabellos humedecidos por el sudor, —¿no le dije que era necesario quemar el puente una vez puestas las materias inflamables?

–¡Yo no ser “padrecito” suyo, señor oficial de Estado Mayor, y usted no me dijo nada de quemar puente! Conozco bien mis obligaciones y tener costumbre de cumplir estrictamente las órdenes que recibo. Usted dijo que “se pegaría fuego al puente”, pero ¿quién debía hacerlo? Yo no soy Espíritu Santo para saberlo todo...

–Siempre lo mismo– dijo Nesvitski, y encogiéndose de hombros se volvió a Zherkov: —¿Cómo estás aquí?

–Vine para lo mismo. Pero tú estás empapado... Ven, que te escurra.

–Usted decir, señor oficial...– prosiguió el coronel con tono ofendido.

–Mi coronel– interrumpió el oficial de la escolta, —hay que darse prisa; si no, el enemigo adelantará sus cañones a tiro de metralla.

El coronel miró en silencio al oficial de la escolta, al grueso oficial de Estado Mayor, a Zherkov y frunció el ceño.

–Yo incendiar puente– dijo con voz solemne, como queriendo expresar que, a despecho de todos los disgustos que le habían causado, él haría cuanto fuera preciso.

Y espoleando al caballo con sus largas y musculosas piernas, como si la culpa de cuanto ocurría fuese del animal, el coronel se dirigió a la cabeza del segundo escuadrón, en el cual servía Rostov bajo el mando de Denísov, y dio orden de regresar al puente.

“Así es —pensó Rostov—. Quiere probarme.”

Se le oprimió el corazón y la sangre afluyó a su rostro.

“Bien, que vea si soy cobarde o no.”

De nuevo apareció en los rostros animados de los soldados la misma expresión de gravedad de cuando estaban bajo el fuego de los cañones. Rostov miraba fijamente a su enemigo, el coronel, con el deseo de encontrar confirmadas, en aquel rostro, sus propias suposiciones. Pero el coronel no se volvió ni una sola vez hacia Rostov y, como siempre que estaba en su puesto al frente de las tropas, miraba con severa solemnidad.

–Deprisa, deprisa– gritaron cerca de él algunas voces.

Los húsares echaron pie a tierra con un enredo de bridas y sables y gran alboroto de espuelas, sin saber a ciencia cierta qué debían hacer; se santiguaron. Rostov ya no miraba al coronel, ni tenía tiempo para eso. Sentía miedo, su corazón latía apresurado por el temor de quedar rezagado de los húsares. Su mano temblaba cuando entregó el caballo al caballerizo, y sintió cómo afluía la sangre a su corazón. Denísov, echado hacia atrás, pasó a caballo delante de él, gritando. Rostov no veía ya sino a los húsares que corrían por un lado y por otro, enganchándose con las espuelas y provocando un gran estrépito con los sables.

–¡Una camilla!– gritó a sus espaldas una voz.

Rostov no pensó en lo que significaba la petición de una camilla; corría sólo con la idea de ser el primero en llegar. No miraba al suelo, y ya cerca del puente dio un paso en falso y cayó de bruces en el fango pegajoso. Los demás siguieron adelante.

–Por ambas partes, capitán– oyó la voz del coronel, quien, a caballo, avanzó hasta las inmediaciones del puente, con rostro triunfante y jubiloso.


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