Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
Жанр:
Классическая проза
сообщить о нарушении
Текущая страница: 73 (всего у книги 111 страниц)
Bilibin se encogió de hombros dando a entender que ni él mismo podía hacer nada contra tamaño dolor.
"Une maîtresse femme! Voilà ce qui s'appelle poser carrément la question. Elle voudrait épouser tous les trois à la fois”, pensó. 460
–Y su marido, ¿qué piensa de todo esto?– dijo, sin temer, gracias a la solidez de su reputación, perder algo de prestigio por semejante pregunta, tan ingenua. —¿Consiente?
–Ah! Il m'aime tant!– respondió Elena, quien, no se sabe por qué, creía también en el amor de Pierre. —Il fera tout pour moi.
Bilibin recogió los pliegues de la frente para subrayar lo que iba a decir:
–Même le divorce.
Elena rió.
Entre las personas que se permitían dudar de la legalidad del proyectado matrimonio estaba la madre de Elena, la princesa Kuráguina. Siempre había sentido celos de su hija; y ahora que el motivo de los celos la afectaba más, la princesa no podía admitir semejante idea. Consultó con un sacerdote ruso si era posible el divorcio y la boda viviendo el primer marido; el sacerdote le aseguró que era imposible y, con gran alegría por su parte, le hizo ver el texto del Evangelio donde se rechazaba categóricamente, según el parecer del sacerdote, la posibilidad de contraer matrimonio en vida del marido.
Armada de semejante argumento, que le parecía indiscutible, la princesa se dirigió muy de mañana a ver a su hija con intención de hablar a solas con ella.
Elena escuchó las objeciones de su madre y sonrió dulcemente con aire burlón:
–Ya ves, aquí se dice claramente: quien se case con una mujer divorciada...– dijo la vieja princesa.
–Ah! maman, ne dites pas de bêtises. Vous ne comprenez rien. Dans ma position j'ai des devoirs 461– dijo Elena, pasando del ruso al francés, porque le parecía que en lengua rusa su caso era siempre más complicado.
–Pero, querida...
–Ah! maman, comment est-ce que vous ne comprenez pas que le Saint-Père, qui a le droit de donner les dispenses?... 462
En aquel instante, la señorita de compañía de Elena entró para advertir de que Su Alteza estaba en la sala y deseaba verla:
–Non, dites-lui que je ne veux pas le voir, que je suis furieuse contre lui, parce qu'il m’a manqué de parole. 463
–Comtesse, à tout péché miséricorde 464– dijo entrando en la habitación un joven rubio de cara y nariz alargadas.
La vieja princesa se levantó respetuosamente e hizo una reverencia. El joven no reparó en ella. La princesa saludó con la cabeza a su hija y se dirigió hacia la puerta.
“Sí, tiene razón —pensó la vieja princesa, cuyas convicciones se derrumbaron a la vista de Su Alteza—. Tiene razón. Pero, ¿cómo es posible que nosotros, en nuestra irrecuperable juventud, no lo supiéramos? Y era tan sencillo...”
Y con estos pensamientos se acomodó en su coche.
A primeros de agosto el asunto de Elena estaba resuelto. Escribió a su marido (en cuyo gran amor creía) una carta anunciándole su intención de casarse con N. N. y notificándole su conversión a la única religión verdadera. Le pedía que cumpliera todas las formalidades requeridas para el divorcio, formalidades que se encargaría de explicarle el portador de la carta.
“Sur ce, je prie Dieu, mon ami, de vous avoir sous sa sainte et puissante garde. Votre amie, Hélène.” 465
Esta carta fue llevada a casa de Pierre cuando él se hallaba en el campo de Borodinó.
VIII
Hacia el final de la batalla de Borodinó, abandonando por segunda vez la batería de Raievski, Pierre se dirigió con grupos de soldados, andando por un barranco, a Kniazkovo, donde estaba el puesto de socorro. Pero al ver tanta sangre y escuchar los gritos y lamentos de los heridos se apresuró a seguir adelante, mezclado con los soldados.
Lo único que en aquellos momentos deseaba con toda su alma era alejarse lo antes posible de la espantosa impresión de aquel día; volver a sus condiciones de vida habituales, dormirse tranquilamente en su habitación y en su lecho. Estaba convencido de que si volvía a sus condiciones de vida habituales podría comprender cuanto había visto y experimentado. Pero esas condiciones habituales no existían en ninguna parte.
En el camino por el que ahora iba ya no silbaban las balas y granadas, pero todo lo demás era igual que en el campo de batalla: los mismos rostros dolorosos, atormentados, o a veces con una expresión de extraña indiferencia; la misma sangre, los mismos capotes de soldados y disparos de fusil que, pese a ser lejanos, seguían provocando horror. A todo ello se unía el calor y el polvo, que eran sofocantes.
Después de avanzar tres kilómetros por el camino de Mozhaisk, Pierre se sentó en un borde del camino.
El crepúsculo caía sobre la tierra y el tronar de los cañones había cesado. Pierre, apoyándose en el brazo, se tendió y permaneció largo rato en esa postura, contemplando las sombras de los que pasaban delante de él en la oscuridad. A cada instante se imaginaba que se le venía encima una granada con aquel espantoso silbido. Entonces se estremecía y se incorporaba. No se dio cuenta del tiempo que llevaba allí. Hacia medianoche tres soldados que habían arrastrado unas ramas secas se colocaron cerca de él y encendieron una hoguera, mirándolo con desconfianza.
Sobre el fuego pusieron una olla con trozos de pan seco y tocino. El grato olor de una comida grasienta se fundía con el olor a humo. Pierre se incorporó y suspiró. Los soldados comían sin prestar atención a Pierre y conversaban animadamente. De pronto uno le preguntó:
–¡Eh, tú! ¿Quién eres?
Con esa pregunta quería indudablemente expresar lo que se imaginó Pierre, es decir: si quieres comer, puedes acercarte; te basta con decirnos que eres hombre honrado.
–¿Yo?... ¿Yo?– dijo Pierre, que comprendía la necesidad de rebajar en lo más posible su posición social para acercarse a los soldados y ser comprendido mejor por ellos. —A decir verdad, soy un oficial de las milicias, pero mi destacamento no está aquí. Vengo de la batalla y he perdido a los míos.
–¡Vaya!– dijo un soldado.
Otro movió la cabeza.
–¡Bueno!– habló el primero de ellos. —Puedes comer, si quieres, nuestra bazofia.
Y pasó a Pierre una cuchara de madera después de haberla lamido bien.
Pierre se sentó junto al fuego y comenzó a comer de lo que había en la olla. Le pareció no haber probado nunca manjar tan exquisito. Mientras se inclinaba ávidamente sobre la marmita para sacar grandes cucharadas, que devoraba incansable, su rostro se iluminó con el fuego y los soldados lo examinaron en silencio.
–¿Y adonde vas ahora?– preguntó uno.
–A Mozhaisk.
–¿Eres entonces un señor?
–Sí.
–¿Y cómo te llamas?
–Piotr Kirílovich.
–Bien, Piotr Kirílovich, vamos; te llevaremos.
En medio de la profunda oscuridad, Pierre y los soldados se dirigieron a Mozhaisk.
Cantaban ya los gallos cuando llegaron a la población y comenzaron a subir la abrupta cuesta. Pierre iba con los soldados olvidando completamente que su posada estaba en el comienzo de la cuesta y la habían pasado ya. No se habría fijado en ello (tan distraído estaba) si a la mitad del camino no se hubieran encontrado con su caballerizo, que subió a buscarlo a la ciudad y ahora volvía a la posada.
El caballerizo reconoció a Pierre por su sombrero blanco, que se destacaba en la oscuridad.
–¡Excelencia!– dijo. —Estábamos ya desesperados. ¿Por qué viene a pie? ¿Adonde va? Por favor, venga.
–¡Ah, sí!– dijo Pierre.
Los soldados se detuvieron.
–¡Vaya!... ¿Has encontrado por fin a los tuyos?– preguntó uno.
–Ea, adiós, Piotr Kirílovich, ¿no es así?
–Adiós, Piotr Kirílovich– repitieron los demás.
–Adiós– dijo Pierre.
Y en compañía del caballerizo se dirigió a la posada.
“Convendría darles algo —pensó Pierre llevándose la mano al bolsillo—. No, no debes hacerlo”, le respondió una voz interior.
Todas las habitaciones de la posada estaban ocupadas. Pierre pasó al patio y se refugió en su coche, tapándose todo entero, hasta la cabeza, con un capote.
IX
En cuanto puso la cabeza sobre el almohadón sintió que se dormía. Mas, de pronto, con una claridad semejante a la realidad misma, oyó el ruido de los proyectiles, los gemidos, los gritos, el estallido de los granadas; sintió el olor de la sangre y la pólvora y se apoderó de él un sentimiento de horror y de miedo a morir. Abrió asustado los ojos y levantó la cabeza. En el patio todo estaba tranquilo; un asistente pasó por delante del portón y cambió unas palabras con el guarda. Encima de Pierre, bajo el oscuro envés del sobradillo, algunas palomas rebulleron inquietas por el ruido que hizo al incorporarse. Por todo el patio se extendía el pacífico olor de la posada, en aquel instante tan grato para Pierre: a heno, estiércol y alquitrán. Entre los dos negros cobertizos se veía un cielo puro y estrellado.
“Gracias a Dios que ha pasado todo —pensó cubriéndose de nuevo la cabeza—. ¡Oh! ¡Qué terrible es el miedo y cómo fui dominado por él! ¡Qué vergüenza! Y ellos... ellos, todo el tiempo, hasta el fin, permanecieron firmes y serenos.”
Ellos, en la mente de Pierre, eran los soldados, los de la batería, los que lo habían invitado a comer y los que rezaban ante el icono. Ellos, esos seres extraños a los que nunca había conocido hasta entonces, se diferenciaban claramente del resto de las personas.
“Ser soldado, un simple soldado —pensó Pierre volviéndose a dormir—, participar plenamente en esta vida común, es lo que los hace ser así. Pero ¿cómo librarse de la carga superflua y diabólica de esta apariencia exterior? Hubo un tiempo en que pude ser como ellos. Pude huir de mi padre, como yo quería. Y más tarde, tras el duelo con Dólojov, pude ser enviado como soldado a un regimiento.” Recordó Pierre el banquete en el Club, durante el cual había provocado a Dólojov, y a su bienhechor en Torzhok. Vio en su imaginación una solemne reunión de la logia, que se celebraba en el Club Inglés. Alguien muy conocido y querido estaba sentado a un extremo de la mesa. ¡Era él! El bienhechor. “Pero él ha muerto —pensó Pierre—. Sí, ha muerto... Pero no sabía que hubiera vuelto a la vida. ¡Cómo sentí su muerte y qué alegría siento de verlo vivo de nuevo!” A un lado de la mesa estaban sentados Anatole, Dólojov, Nesvitski, Denísov y otros como ellos. (En sueños Pierre definía claramente la categoría de estos últimos, lo mismo que la de los otros a los que llamaba ellos.) Esos hombres, Anatole, Dólojov, gritan y cantan. Pero a través de sus gritos se oye la voz del bienhechor que habla sin descanso, y el sentido de sus palabras tiene la misma importancia y es tan permanente como el fragor del campo de batalla, pero su voz es grata y consoladora. Pierre no comprende lo que dice el bienhechor, pero sabe (tan claras eran las ideas en el sueño) que habla del bien, de la posibilidad de ser lo que son ellos. Por todas partes, ellos, con rostros sencillos, bondadosos y enérgicos rodeaban al bienhechor. Mas, aunque son buenos, no miran a Pierre; no lo conocen. Pierre quiere atraer su atención y hablar. Se incorpora... y en ese mismo instante se le enfrían las piernas: las tiene desnudas.
Siente vergüenza y cubre sus piernas con la mano, descubiertas por la caída, en aquel momento, del capote.
Mientras se tapaba, abrió los ojos y vio los sobradillos, los postes, el patio de la posada; pero lo vio todo azulado, claro, brillante por las gotas de rocío y la escarcha.
"Amanece —pensó Pierre—. Pero no se trata de eso: tengo que escuchar y comprender las palabras del bienhechor." Se cubrió de nuevo con el capote; pero ya no volvieron ni la logia ni el bienhechor. No quedaban más que ideas claramente expresadas con palabras, ideas que alguien exponía o él mismo formulaba.
Recordando más tarde aquellas ideas, aunque provocadas por los acontecimientos de la jomada, Pierre estaba convencido de que alguien, que no era él, se las decía. Tenía la impresión de que nunca habría podido, ni en estado de vigilia, pensar y expresar así semejantes pensamientos.
"La guerra es la sumisión más difícil de la libertad del hombre a la ley de Dios —decía la voz—. La simplicidad es la obediencia a Dios. Es imposible apartarse de Él. Y ellosson sencillos. Ellosno hablan, actúan. La palabra dicha es plata; la no pronunciada, oro. El hombre no puede ser dueño de nada mientras tenga miedo a la muerte. Quien no tiene miedo a la muerte lo posee todo. El hombre no conocería sus propios límites, no se conocería a sí mismo sin el sufrimiento. Lo más difícil —continuaba, pensando o escuchando mientras dormía—, lo más difícil consiste en saber unir en uno mismo el significado de todo."
Ensamblarlas, eso es lo que hace falta. ¡Sí, engancharlas unas a otras, enganchar! —repetía Pierre maravillado, sintiendo que esas palabras, sólo esas palabras expresaban lo que quería decir y resolvían el dilema que lo atormentaba.
–¡Sí, hay que enganchar!...
–¡Ya es hora de enganchar, Excelencia! Hay que enganchar– repetía una voz, —ya es hora de hacerlo...
Era la voz del caballerizo, que despertaba a su dueño.
El sol caía sobre el rostro de Pierre. Miró al patio, lleno de basura, en cuyo centro, junto al pozo, varios soldados daban de beber a sus caballos. Algunos carros empezaban a salir. Pierre, asqueado, volvió la cabeza y, cerrando los ojos, se dejó caer de nuevo sobre el asiento del coche. “¡No! ¡No quiero eso...! ¡No quiero ver ni comprender eso! ¡Quiero comprender lo que se me ha revelado durante el sueño! ¡Un segundo más y lo habría comprendido todo...! Pero ¿qué debo hacer? Ensamblar, pero ¿cómo ensamblarlo todo?” Y Pierre advirtió con horror que se derrumbaba todo cuanto había visto y pensado en sueños.
El caballerizo, el portero y el cochero contaron a Pierre que acababa de llegar un oficial anunciando que los franceses avanzaban hacia Mozhaisk y que las tropas rusas se retiraban.
Pierre se levantó, ordenó que engancharan y se reunieran con él más adelante y salió a pie a través de la ciudad.
Las tropas se replegaban dejando cerca de diez mil heridos, que se veían en los patios y ventanas de las casas; otros se aglomeraban en las calles. Junto a los carros que debían llevar a los heridos se oían gritos, juramentos y golpes. Pierre acomodó en su carruaje a un general herido, a quien conocía, e hizo en su compañía el viaje hasta Moscú. En el camino supo de la muerte de su cuñado y de la del príncipe Andréi.
X
El día 30 Pierre regresó a Moscú. Casi en las mismas puertas de la ciudad se encontró con un ayudante del conde Rastopchin.
–¡Y nosotros buscándolo por todas partes!– le dijo el ayudante. —El conde necesita verlo sin falta. Le ruego que vaya ahora mismo. Se trata de un asunto muy importante.
Pierre, sin pasar por su casa, tomó un coche de punto y se dirigió a la residencia del general gobernador.
El conde Rastopchin había llegado aquella misma mañana de su villa de Sokólniki. En la antesala y en la sala de recibir se agrupaban los funcionarios, unos que habían sido llamados y otros que acudían a pedir órdenes. Vasílchikov y Plátov habían visto ya al conde y le habían explicado que era imposible la defensa de Moscú y que la ciudad iba a ser entregada. Aunque la noticia se ocultaba a la población, los funcionarios y jefes de las diversas administraciones sabían que Moscú iba a ser abandonada al enemigo, igual que lo sabía el conde Rastopchin; todos ellos, para eludir responsabilidades, acudían a preguntar al general gobernador qué debían hacer con los servicios encomendados.
Cuando Pierre entraba en la sala de recibir, un correo del ejército salía del despacho del conde.
A las preguntas que le hicieron se limitó a contestar con un gesto desesperado y cruzó la sala.
Mientras esperaba, Pierre miró con ojos cansados a los funcionarios, jóvenes y viejos, militares y civiles, importantes y poco importantes, que allí aguardaban. Todos parecían disgustados e inquietos. Pierre se acercó a un grupo de funcionarios entre los que había un conocido suyo. Lo saludaron y siguieron conversando.
–Exiliarlo y hacerlo volver no sería una desgracia, pero en estas condiciones no se puede responder de nada.
–Pero fíjese en lo que escribe...– dijo uno, enseñando un papel impreso que tenía en la mano.
–Eso es otra cosa. Es necesario para el pueblo– replicó el primero.
–¿Qué es?– preguntó Pierre.
–Mire: un nuevo pasquín.
Pierre lo tomó y se puso a leer:
El Serenísimo, para unirse lo antes posible a las tropas que van a su encuentro, ha pasado Mozhaisk, ocupando una fuerte posición que el enemigo no podrá conquistar tan fácilmente.
De aquí se le han enviado cuarenta y ocho cañones con munición, y el Serenísimo anuncia que defenderá Moscú hasta la última gota de sangre y que está dispuesto, si es necesario, a luchar en las calles. No importa, hermanos, que las oficinas públicas hayan cerrado sus puertas; había que ponerlas a salvo; nosotros mismos con nuestros propios medios, acabaremos con los malhechores. Cuando sea preciso necesitaré valientes de la ciudad y del campo. Los llamaré dos días antes. Ahora callo, porque no hace falta. Vendrá bien el hacha, un venablo y, lo mejor de todo, la horquilla de tres dientes.
Un francés no pesa más que una gavilla de trigo. Mañana, después de la comida, acompañaré a Nuestra Señora de Iverisk al Hospital de Catalina para visitar a los heridos. Bendeciremos el agua y así curarán antes. También yo he curado: tenía un ojo malo y ahora tengo ojo avizor.
—Pues algunos militares me han dicho que es imposible luchar aquí y que las posiciones...– comenzó Pierre.
–De eso precisamente hablábamos– lo interrumpió el primer funcionario.
–¿Qué quiere decir eso de “tenía un ojo malo y ahora tengo ojo avizor”?– preguntó Pierre.
–El conde tenía un orzuelo– sonrió el ayudante de campo —y se inquietaba mucho cuando le decía que la gente se preocupaba y venía a verlo. ¿Y bien, conde?– se volvió inesperadamente a Pierre. —He oído que tiene disgustos de familia. Dicen que la condesa, su esposa...
–No sé nada– dijo Pierre con indiferencia. —¿Qué ha oído usted?
–Ya sabe, conde, que se inventan muchas cosas. Le decía que había oído...
–¿Qué ha oído?
–Dicen —respondió con la misma sonrisa el ayudante —que la condesa se dispone a salir para el extranjero. Seguramente son invenciones...
–Puede ser– dijo Pierre, mirando distraído en derredor.
–¿Quién es?– preguntó señalando a un anciano más bien bajo, que vestía una limpia blusa azul, de barba y cejas blancas como la nieve y rostro sonrosado.
–¿Aquél? Un mercader, mejor dicho, posadero, Vereschaguin... Habrá oído usted hablar de la historia con proclama, ¿verdad?
–¡Ah, es Vereschaguin!– dijo Pierre, fijándose en el viejo y buscando en su cara firme y tranquila una señal que delatara su traición.
–No, no se trata de él... Es el padre del que escribió la proclama– aclaró el ayudante. —El hijo está en el calabozo y creo que acabará mal.
Un viejo con una condecoración y un funcionario alemán, que llevaba una cruz al cuello, se acercaron al grupo.
–Es una historia muy embrollada– dijo el ayudante. —La proclama apareció hace ya dos meses y en seguida lo pusieron en conocimiento del conde, quien ordenó que se abriera una investigación, lo que hizo Gavrilo Ivánich. La proclama pasó exactamente por sesenta y tres manos. En cuanto le llegaba a alguno, se procedía al interrogatorio: "¿Quién te la dio?”. "Me la dio fulano de tal.” Se dirigían, entonces, al fulano de tal con la misma pregunta, y de ese modo acabaron por dar con Vereschaguin... un mercader de poca categoría, sin estudios, simpático él...– explicaba el ayudante sonriendo. —Le preguntaron: "¿Quién te la dio?”. Lo importante es que sabían quién se la había proporcionado. No podía haberla recibido más que del jefe de Correos; pero, evidentemente, estaban de acuerdo. Vereschaguin respondía: "Nadie. La he escrito yo”. No valieron ni amenazas, ni ruegos, seguía en sus trece y mantenía lo dicho. Se lo dijeron al conde y éste lo hizo llamar. "¿Quién te ha dado esa proclama?”. "Yo la escribí.” Bueno– continuó el ayudante con una sonrisa alegre y orgullosa, —ya conocen ustedes al conde. Se enfureció terriblemente; así que... imagínense cómo se pondría con tanta insolencia, mentira y obstinación...
–Comprendo– dijo Pierre. —El conde necesitaba que denunciase a Kliuchárov.
–Nada de eso– dijo el ayudante, asustado. —Kliuchárov era culpable aun sin eso. Por eso se lo deportó. Pero el conde estaba muy indignado. Le preguntó: “¿Cómo has podido escribirla tú?”. Tomó de la mesa él Diario de Hamburgo. “¡Aquí la tienes! Tú no la has escrito. ¡La has traducido y, por cierto, bastante mal, imbécil, porque ni siquiera sabes francés!” ¿Y qué creen ustedes? El chico contestó: “No, no he leído ningún periódico. ¡La he inventado yo!”. “Pues entonces eres un traidor. Te mandaré a los tribunales y te ahorcarán. Dime de una vez quién te la dio”. “No he visto ningún periódico. La escribí yo.” Y así quedó la cosa. El conde hizo llamar al padre. El joven insistió y fue a parar a los tribunales; creo que lo han condenado a trabajos forzados. Ahora el padre viene a interceder por él. Es un mal chico; uno de esos hijos de mercader, presumido y conquistador. Ha debido de oír algunas conferencias y ahora se cree superior a todos. ¡Así es el chico! Su padre tiene una posada cerca del puente de Piedra. Al parecer, en la posada hay una gran imagen de Dios Todopoderoso con el cetro en una mano y el mundo en la otra. Pues él se llevó el cuadro a casa por unos días, se buscó a un pintor, un canalla que...
XI
A la mitad de esta historia, Pierre fue llamado por el gobernador.
Pierre entró en el despacho del conde Rastopchin, quien, con el rostro contraído, se frotaba con la mano la frente y los ojos. Un hombre de mediana estatura le estaba hablando; se calló cuando llegó Pierre, y se retiró de la estancia.
–¡Ah! ¡Buenos días, gran guerrero!– dijo Rastopchin cuando el otro hubo salido. —¡Ya he oído hablar de sus prouesses! 466Pero ahora no se trata de eso. Mon cher, entre nous, ¿es usted masón?– dijo el conde Rastopchin con tono severo como si en ello hubiera algo malo que deseaba perdonar. —Mon cher, je suis bien informé. Pero sé que hay masones y masones, y espero que usted no sea de aquellos que, con el pretexto de salvar la humanidad, maquinan la ruina de Rusia.
–Sí, soy masón– respondió Pierre.
–Pues ya ve, querido mío. Creo que no ignora que los señores Speranski y Magnitski han sido llevados a lugar conveniente. Lo mismo le ha ocurrido al señor Kliuchárov y a otros que, con el pretexto de construir el Templo de Salomón, tratan de destruir el de su patria. Usted comprenderá que existen razones serias y que yo no habría hecho deportar al jefe de Correos de no haberse tratado de un hombre peligroso. Sé que usted le envió su coche para salir de la ciudad y que además se ha encargado de guardar sus papeles. Lo estimo a usted y no quiero su mal; en atención a los muchos años que le llevo, le aconsejo, como un padre, que corte toda clase de relaciones con esa gente y se vaya de aquí lo antes posible.
–Pero ¿qué delito ha cometido Kliuchárov, conde? —preguntó Pierre.
–A mí me incumbe saberlo y a usted no preguntar– gritó Rastopchin.
–No está probada la acusación de haber difundido las proclamas de Napoleón– dijo Pierre, sin mirar a Rastopchin, —y Vereschaguin...
–Nous y voilà 467– interrumpió Rastopchin frunciendo el ceño y levantando aún más la voz. —¡Vereschaguin es desleal y un traidor que recibirá lo que merece!– añadió el general gobernador con la cólera violenta de las personas que recuerdan un insulto. —Pero no lo he llamado para discutir mis asuntos; lo he hecho venir para darle un consejo o una orden, si le parece. Le pido que rompa toda relación con hombres como Kliuchárov y se vaya de aquí. Yo acabaré con las estupideces de esos hombres, sean quienes sean.
Y dándose cuenta, probablemente, de que no tenía por qué gritar a un hombre que aún no era culpable de nada, le apretó amistosamente el brazo y continuó:
–Nous sommes à la veille d'un désastre public, et je n'ai pas le temps de dire des gentillesses à tous ceux qui ont affaire à moi. A veces pierde uno la cabeza... Eh bien, mon cher, qu'est-ce que vous faites, vous personnellement? 468
–Mais rien– replicó Pierre, sin alzar los ojos ni cambiar su expresión pensativa.
Rastopchin frunció el ceño.
–Un conseil d'ami, mon cher. Décampez et au plus tôt, c'est tout ce que je vous dis. À bon entendeur, salut! ¡Adiós, amigo mío! ¡Ah, sí! 469– gritó ya, desde la puerta. —¿Es verdad que la condesa ha caído en las patitas des saints pères de la Société de Jésus?
Pierre no respondió y abandonó, sombrío y disgustado como jamás se lo había visto, la casa de Rastopchin.
Anochecía ya cuando volvió a casa. Habían acudido a verlo unas ocho personas: el secretario del Comité, el coronel de su regimiento, su administrador, el mayordomo y algunos solicitantes. Todos querían exponerle asuntos que él debía resolver. Pierre no comprendía nada de esos asuntos ni le interesaban, y sólo por librarse de las visitas respondió a las preguntas que le hacían. Por último, al quedarse solo, abrió y leyó la carta de su mujer.
“Ellos, los soldados de la batería... El príncipe Andréi muerto... El viejo... La simplicidad es la obediencia a Dios. Hay que sufrir... ensamblarlo todo... Mi mujer se casa... Debo olvidar y comprender...” Sin desnudarse, se dejó caer en la cama y se durmió en seguida.
A la mañana siguiente, al despertarse, el mayordomo le anunció que había venido un policía de parte del conde Rastopchin para enterarse de si había salido de Moscú o pensaba hacerlo.
En el salón había unas diez personas esperándolo: todos necesitaban hablar con él. Pierre se vistió rápidamente y en vez de recibir a las visitas salió a la calle por la puerta de servicio.
Ninguno de los familiares de Bezújov logró verlo hasta después del incendio de Moscú; nadie supo dónde se hallaba, a pesar de todas las búsquedas que se hicieron.
XII
Hasta el 1 de septiembre, es decir, hasta la víspera de la entrada del enemigo en Moscú, los Rostov no se movieron de la capital.
Desde que Petia ingresara en el regimiento de cosacos de Obolenski y su partida a Biélaia-Tzérkov (donde se formaba el regimiento), el miedo se apoderó de la condesa. La idea de que sus dos hijos estaban en la guerra, habían abandonado el hogar y que un día u otro podrían morir, como había ocurrido con los tres hijos de una amiga suya, la asaltó por primera vez durante el verano con brutal claridad. Intentó lograr el regreso de Nikolái e ir personalmente a Biélaia-Tzérkov para conseguir el traslado de Petia a San Petersburgo. Pero las dos cosas eran imposibles. Petia no podía volver sino con su regimiento o trasladándose a otra unidad del ejército de operaciones. Del paradero de Nikolái no se sabía nada, ni habría habido más noticias de él desde su última carta, en la cual contaba con todo detalle su encuentro con la princesa María. La condesa pasaba noches enteras sin dormir; y cuando lograba adormecerse soñaba que sus hijos habían muerto. Tras muchos conciliábulos y conversaciones, el conde halló la manera de tranquilizar a su esposa; pidió el traslado de Petia al regimiento de Bezújov, que se estaba formando cerca de Moscú. Aun cuando Petia continuara en el ejército, la condesa podría consolarse teniendo a uno de sus hijos cerca de sí, con la esperanza de arreglar las cosas de manera que Petia no pudiera de ningún modo salir de allí y tenerlo siempre en sitios alejados del campo de batalla. Cuando era sólo Nikolái quien estaba en peligro, la condesa creyó que tenía cierta preferencia por él (y hasta llegó a reprochárselo); pero desde que el menor, aquel muchacho revoltoso y mal estudiante que no hacía más que romper cosas y molestar a todos en casa, aquel Petia de nariz chata y alegres ojos negros, de rostro sonrosado y mejillas en las que ya apuntaba el vello, se había ido con aquellos hombres grandes, temibles y crueles, que combatían y tanto placer hallaban en la lucha, le pareció que lo amaba mucho, muchísimo más que a los otros hijos. Conforme se acercaba el instante del regreso de Petia a Moscú, la inquietud de la condesa iba en aumento. Creía que ese momento feliz no llegaría nunca. La presencia de Sonia y aun la de su predilecta Natasha y la de su marido la irritaban. “¿Qué me importan ellos? —pensaba—. No necesito a nadie, sino a Petia.”
A finales de agosto los Rostov recibieron otra carta de Nikolái. Escribía desde la provincia de Vorónezh, adonde fue para adquirir caballos. La carta no tranquilizó a la condesa. Sabiendo que uno de sus hijos estaba alejado del peligro se incrementaron aún más sus inquietudes por Petia.
Aun cuando desde el 20 de agosto casi todas las amistades de los Rostov se habían ido de Moscú, a pesar de que todos instaban a la condesa a que salieran lo antes posible de la capital, no quiso saber nada de ello hasta que viniera su tesoro, su adorado Petia, quien se presentó el 28 de agosto. La apasionada y enfermiza ternura con que lo recibió su madre no agradó al oficial de dieciséis años. Por más que la condesa ocultara sus intenciones de retenerlo a su lado, Petia las comprendió y por temor a enternecerse y afeminarse (eso pensaba él) se mostró frío con ella; la evitaba y durante su estancia en Moscú buscó exclusivamente la compañía de Natasha, por la cual sentía un cariño fraterno especial, casi amoroso.
Gracias a la habitual negligencia del conde, el día 28 casi nada estaba preparado para la partida; sólo el 30 llegaron los carros pedidos a las fincas de Riazán y de Moscú para recoger de la casa todos los bienes.
Del 28 al 31 todo Moscú estuvo en constantes preparativos y movimientos. Cada día entraban en la ciudad por la puerta de Dorogomílov miles de heridos en la batalla de Borodinó; y miles de carros, con bienes y familias, salían por otras puertas. A pesar de los pasquines de Rastopchin o tal vez al margen, consecuencia de ellos, corrían por la ciudad los más extraños y contradictorios rumores. Unos aseguraban que estaba prohibido salir de Moscú. Otros que habían retirado los iconos de las iglesias y obligaban a que todos se fueran de la ciudad. Decían, asimismo, que tras la batalla de Borodinó hubo otra, en la cual los franceses habían sido derrotados; algunos replicaban que era el ejército ruso el destrozado en esa batalla. Había quien creía que todo el clero de Moscú saldría con las milicias a combatir en Tri Gori y muchos contaban en voz baja que se había prohibido al metropolitano Agustín abandonar la ciudad, que todos los traidores estaban detenidos, que los campesinos se habían sublevado y saqueaban a los que se iban, etcétera. Se decía eso y mucho más, pero en realidad, tanto los que se iban como los que se quedaban (aun cuando no se hubiera celebrado todavía el Consejo de Fili, donde se decidió el abandono de Moscú) presentían que la capital iba a ser entregada al enemigo y que era mejor huir lo antes posible y salvar los propios bienes. Todos estaban convencidos de que de pronto iba a estallar algo capaz de cambiar el curso de las cosas; pero hasta el día 1 de septiembre no ocurrió nada. Como un criminal que, conducido al patíbulo, sabe que va a morir y, sin embargo, mira una y otra vez en derredor y se endereza el gorro que lleva mal puesto, así Moscú, involuntariamente, seguía su vida ordinaria, aun cuando supiera que se aproximaba el momento en que iban a desaparecer las convencionales condiciones de vida a las que estaba acostumbrada.