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Guerra y paz
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Автор книги: Leon Tolstoi



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Exaltados por aquella lectura, los invitados de Anna Pávlovna comentaron durante largo rato la situación de la patria, haciendo diversas suposiciones acerca del éxito de la batalla que habría de librarse uno de aquellos días.

–Vous verrez 552cómo mañana, cumpleaños del Emperador, nos llegan buenas noticias. Lo presiento– dijo Anna Pávlovna.

II

El presentimiento de Anna Pávlovna se justificó. Al día siguiente, durante la acción de gracias en palacio para conmemorar el cumpleaños del emperador Alejandro, se avisó en la iglesia al príncipe Volkonski que había llegado un parte de Kutúzov. Era el informe escrito por el Serenísimo en la aldea de Tatárinovo, el mismo día de la batalla. Kutúzov escribía que los rusos no habían retrocedido ni un paso, que las pérdidas francesas eran superiores a las propias y que escribía aquel informe urgentemente en el campo de batalla, sin conocer aún los últimos datos. Eso suponía la victoria. Y en seguida, sin salir del templo, se dieron las gracias al Creador por su ayuda.

El presentimiento de Anna Pávlovna se había cumplido y durante toda la mañana reinó en la ciudad un alegre ambiente de fiesta. Todos consideraban la victoria como cosa hecha y hablaban ya de la captura del mismísimo Napoleón, de su destronamiento y de la elección de un nuevo jefe para los franceses.

Lejos del campo de batalla y en aquel ambiente de vida cortesana, era difícil que los sucesos se vieran en toda su plenitud y fuerza. Los acontecimientos generales se agrupan involuntariamente en torno a un hecho particular. El principal placer de los cortesanos consistía no tanto en el hecho de la victoria como en la coincidencia de que la noticia hubiera llegado en el día del cumpleaños del Soberano. Todo era como una sorpresa bien lograda. En el informe de Kutúzov se hacía también referencia a pérdidas rusas: Tuchkov, Bagration, Kutáisov. Ese era el lado triste del acontecimiento que, en el mundo petersburgués, se concentraba en torno a un suceso: la muerte de Kutáisov. Todos lo conocían, el Emperador lo quería, era joven y atractivo.

Aquel día se decían todos al encontrarse:

–¡Qué maravillosa coincidencia! ¡Precisamente en la ceremonia de acción de gracias! ¡Y qué pérdida la de Kutáisov! ¡Qué lástima!

–¿Qué les decía yo de Kutúzov?– comentaba ahora el príncipe Vasili con orgullo de profeta. —Siempre he sostenido que sólo él sería capaz de vencer a Napoleón.

Pero al día siguiente no se recibieron noticias del ejército y la gente empezó a inquietarse. Los cortesanos sufrían por la incertidumbre en que se hallaba el Emperador.

–¡En qué situación se encuentra el Emperador!– decían. Y ya no ensalzaban, como la víspera, sino que maldecían a Kutúzov, responsable de la ansiedad imperial.

Aquel día el príncipe Vasili no se vanaglorió de su protegeKutúzov. Cuando alguien hablaba del general en jefe, el príncipe guardaba silencio. Por si esto fuera poco, en la tarde de aquel mismo día todo pareció conjurarse para mantener a los habitantes de San Petersburgo en la confusión y la inquietud. Se difundió otra terrible noticia: la condesa Elena Bejúzov había muerto repentinamente, fulminada por aquella horrible enfermedad cuyo nombre era tan agradable pronunciar. Oficialmente se decía que la condesa Bezújov había muerto de un ataque agudo de angine pectorale; pero en los círculos más íntimos se contaba que le médecin intime de la Reine d’Espagnehabía proporcionado a la bella Elena pequeñas dosis de cierto medicamento para provocar un determinado resultado; pero que ella, atormentada por las sospechas del viejo conde y la falta de respuesta de su marido (aquel desgraciado y disoluto Pierre), que no había respondido a sus cartas, tomó una gran dosis de la medicina prescrita y había muerto entre atroces sufrimientos antes de que nadie pudiera acudir en su ayuda. Se decía que el príncipe Vasili y el viejo conde quisieron emprender una acción contra el italiano, pero que él había mostrado cartas tan comprometedoras para la desventurada difunta que optaron por dejarlo inmediatamente en paz.

Así pues, la conversación general giraba en torno a tres acontecimientos tristes: la falta de noticias del Emperador, la muerte de Kutáisov y la de Elena.

Al tercer día después de haberse recibido el informe de Kutúzov, llegó a San Petersburgo un terrateniente de Moscú y por toda la ciudad cundió la noticia de que Moscú había sido abandonada y ocupada. ¡Era espantoso! ¡En qué situación se hallaba el Emperador! Kutúzov era un traidor, y el príncipe Vasili, durante las visites de condoléancecon motivo del fallecimiento de su hija, aseguraba que no se podía esperar otra cosa de Kutúzov, aquel viejo ciego y depravado al que tanto había glorificado poco antes (se le podía perdonar el olvido de lo que hasta entonces había sostenido en atención al dolor por la muerte de su hija).

–Lo único que me asombra es que se haya podido confiar la suerte de Rusia a un hombre semejante– decía.

Como la noticia no era todavía oficial, se podía poner en duda, pero al día siguiente llegaba un informe de Rastopchin:

Un ayudante del príncipe Kutúzov trae un mensaje pidiéndome oficiales de policía para acompañar al ejército al camino de Riazán. Asegura que abandona Moscú con pena. Majestad: El acto de Kutúzov decide la suerte de la capital y de vuestro imperio. Rusia se estremecerá al conocer el abandono de la ciudad en la cual se concentra la grandeza de Rusia y donde reposan las cenizas de vuestros mayores. Seguiré al ejército. He hecho evacuar todo. No me queda más que llorar la suerte de mi patria.

Recibido ese informe, el Emperador envió, por medio del príncipe Volkonski, el siguiente rescripto a Kutúzov:

Príncipe Mijaíl Ilariónovich: Desde el día 29 de agosto no he tenido ningún informe de usted.

Sin embargo, el 1 de septiembre el general gobernador de Moscú me comunicó, desde Yaroslav, la triste noticia de que usted, con el ejército, había decidido abandonar Moscú. Puede imaginar el efecto que me ha producido semejante nueva y su silencio aumenta aún más mi asombro. El general ayudante de campo, príncipe Volkonski, portador del presente rescripto, tiene orden de que usted lo informe de la situación en que se encuentra el ejército y de las razones que lo han impulsado a una decisión tan triste.

III

Nueve días después de la caída de Moscú llegaba a San Petersburgo el enviado de Kutúzov con la noticia oficial del abandono. Este enviado era el francés Michaux, que ignoraba el idioma ruso pero que, quoique étranger(como él mismo decía), era Russe de coeur et dâme. 553

El Emperador recibió inmediatamente al enviado en su propio despacho del palacio de Kámmeni Ostrov. Michaux, que jamás había estado en Moscú antes de la campaña y que ignoraba el ruso, se sintió conmovido cuando compareció delante de notre très gracieux souverain(según escribió él mismo) para informarlo del incendio de Moscú, dont les flammes éclairaient sa route. 554

Aunque el motivo del chagrindel señor Michaux debía de ser diferente del que experimentaban los rusos, cuando fue introducido en el gabinete del Emperador presentaba un rostro tan triste que éste le preguntó en seguida:

–M'apportez-vous de tristes nouvelles, colonel? 555

–Bien tristes, Sire: l'abandon de Moscou 556– respondió Michaux bajando los ojos y suspirando.

–Aurait-on livré mon ancienne capitale sans se battre? 557– preguntó rápidamente el Emperador con el rostro de pronto enrojecido.

Michaux comunicó con todo respeto lo que le había encargado Kutúzov, es decir, que era imposible mantener una batalla en torno a Moscú y no había más que una solución: perder el ejército y la ciudad o sólo a ésta. Y el general en jefe había escogido lo último.

El Emperador escuchaba en silencio, sin mirar a Michaux.

–L'ennemi est-il entré en ville?– preguntó después. 558

–Oui, Sire, et elle est en cendres à l'heure qu’il est. Je l'ai laissée toute en flammes 559– respondió resueltamente Michaux.

Pero al mirar al Emperador se asustó de lo que había dicho. El Soberano empezó a respirar profundamente, el labio inferior le tembló y sus bellos ojos azules se llenaron de lágrimas. Pero sólo duró un instante. El Emperador frunció el ceño, como reprochándose su propia debilidad, y, levantando la cabeza, dijo a Michaux con voz firme:

–Je vois, colonel, par tout ce qui nous arrive, que la Providence exige de grands sacrifices de nous... Je suis prêt à me soumettre à toutes Ses volontés; mais dites-moi, Michaux, comment avez-vous laissée l'armée, en voyant ainsi, sans coup férir, abandonner mon ancienne capitale? N'avez-vous pas aperçu de découragement?... 560

Viendo tranquilizado a su tres gracieux souverain, Michaux se tranquilizó también; pero no había tenido tiempo de preparar su respuesta a la pregunta directa y principal del Emperador, que exigía la misma franqueza.

–Sire, me permettez-vous de vous parler franchement en loyal militaire? 561– preguntó para ganar tiempo.

–Colonel, je l'exige toujours. Ne me cachez rien, je veux savoir absolument ce qu'il en est. 562

–Sire!– dijo Michaux con una fina sonrisa apenas perceptible, habiendo conseguido preparar la respuesta bajo la forma ligera y respetuosa de un jeu de mots. —Sire!, j'ai laissé toute l'armée, depuis les chefs jusqu'au dernier soldat, sans exception, dans une crainte épouvantable, effrayante... 563

–Comment ça?– lo interrumpió el Emperador. —Mes Russes se laisseront-ils abattre par le malheur?... Jamais!... 564

Eso era lo que esperaba Michaux para introducir su juego de palabras.

–Sire, ils craignent seulement que Votre Majesté par bonté de coeur ne se laisse persuader de faire la paix. Ils brûlent de combattré, et de prouver à Votre Majesté par le sacrifice de leur vie, combien ils lui sont dévoués... 565

–Ah! Vous me tranquillisez, colonel– dijo el Emperador recobrando la serenidad y el brillo de los ojos.

Dio unas palmadas en el hombro de Michaux; después, bajó la cabeza y guardó un breve silencio.

–Eh bien, retoumez à l'armée– dijo a Michaux, con un gesto dulce y majestuoso irguiendo el cuerpo cuan alto era. —Et dites à nos braves, dites à tous nos bons sujets partout où vous passerez, que quand je n'aurai plus aucun soldat, je me mettrai, moi-même, à la tête de ma chère noblesse, de mes bons paysans et j'userai ainsi jusqu’à la dernière ressource de mon empire. Il m'en offre encore plus que mes ennemis ne pensent– decía el Zar cada vez más animado. —Mais si jamais il fut écrit dans les décrets de la Divine Providence que ma dynastie dût cesser de régner sur le trône de mes ancêtres– dijo alzando al cielo sus bellos y emocionados ojos azules, —alors, après avoir épuisé tous les moyens qui sont en mon pouvoir, je me laisserai croître la barbe jusqu'ici– y señaló con la mano la mitad del pecho —et j'irai manger des pommes de terre avec le dernier de mes paysans plutôt que de signer la honte de ma patrie et de ma chère nation, dont je sais apprécier les sacrifices... 566

Pronunciadas estas palabras con voz conmovida, Alejandro se volvió como si deseara esconder a Michaux las lágrimas que brotaban de sus ojos y se dirigió al fondo de su gabinete. Allí quedó unos momentos, y después, con grandes pasos, volvió junto a Michaux, y, con energía, le apretó el brazo por debajo del codo. El hermoso y dulce rostro del soberano estaba rojo y sus ojos brillaban de resolución y cólera.

–Colonel Michaux, noubliez pas ce que je vous dis ici; peut-être qu'un jour nous le rappellerons avec plaisir... Napoléon ou moi– dijo Alejandro, llevándose la mano al pecho. —Nous ne pouvons plus régner ensemble. J'ai appris à le connaître, il ne me trompera plus... 567

Y frunciendo de nuevo el ceño, calló.

Al escuchar tales palabras y ver la expresión de firme resolución en los ojos de Alejandro, Michaux, quoique étranger.; mais Russe de coeur et d’âme, se sintió en tan solemne instante enthousiasmé par tout ce quil venait d’entendre(así lo dijo después), y con las siguientes palabras expresó sus propios sentimientos y los del pueblo ruso, de quien se sentía representante:

–Sire, Votre Majesté signe dans ce moment la gloire de la nation et le salut de l'Europe. 568

Con una inclinación de cabeza el Emperador despidió a Michaux.

IV

Cuando la mitad de Rusia estaba conquistada y los habitantes de Moscú huían a provincias lejanas, cuando se movilizaban continuas levas de milicias en defensa de la patria, se nos figura, a los que no hemos vivido en aquella época, que todos los rusos, desde el más pequeño hasta el más grande, se ocupaban sólo de ofrendar su vida para salvar su patria o llorar su pérdida. Los relatos, las descripciones de aquel tiempo, sin excepción, nos hablan de sacrificios, de amor a la patria, de la desesperación, del heroísmo y el dolor de los rusos. En realidad no fue así. Nos lo parece porque del pasado no vemos más que el interés histórico general de aquel tiempo, sin advertir todos los intereses particulares, humanos, de los hombres de entonces. Sin embargo, en el tiempo presente, esos mismos intereses personales prevalecen tanto sobre los generales que a veces llegan a borrarlos totalmente. La mayoría de los hombres de aquella época no prestaban atención alguna a la marcha general de los acontecimientos y se dejaban guiar por los propios intereses personales inmediatos; y fueron precisamente ellos los protagonistas más eficaces de los sucesos de aquel entonces.

Los que trataban de comprender la marcha general de los acontecimientos e intentaban influir en su desarrollo con actos de abnegación y heroísmo eran los miembros menos útiles de la sociedad. Lo veían todo al revés, y cuanto hacían con la mejor de sus intenciones no eran más que tonterías sin provecho, como fueron los regimientos de Pierre y Mámonov, que se entregaban al saqueo de las aldeas rusas; así fueron las hilas preparadas por las damas, que jamás llegaban a los heridos, etcétera.

Y aun quienes gustaban de hacer gala de su ingenio y de expresar sus sentimientos, al hablar de la situación de Rusia, sin darse cuenta, ponían en sus palabras la huella de la ficción, el engaño, la censura inútil o la cólera contra hombres acusados de acciones de las que nadie era culpable. En los acontecimientos históricos debe prohibirse acudir a frutos del árbol de la sabiduría. Sólo la actuación inconsciente es fructífera, y el hombre que representa un papel en los sucesos históricos no comprende nunca su importancia. Si intenta comprenderlos, enferma de esterilidad.

La trascendencia de los acontecimientos de entonces en Rusia era tanto más incomprensible para un hombre cuanto más cerca participaba en ellos. En San Petersburgo y en las provincias alejadas de Moscú, damas y caballeros con uniforme de milicias se lamentaban del destino de Rusia y de la capital, hablaban de sacrificios, etcétera. Pero en el ejército que retrocedía más allá de Moscú, casi nadie hablaba ni pensaba en la ciudad, y contemplando sus llamas nadie juraba vengarse de los franceses; se pensaba solamente en la próxima soldada, en la próxima etapa, en Matrioshka, la cantinera, o en cosas semejantes...

Sin intención alguna de sacrificarse, sino por una absoluta casualidad, puesto que la guerra lo había encontrado en pleno y prolongado servicio, Nikolái Rostov tomaba parte directa en la defensa de la patria, y por esa razón veía todo cuanto pasaba entonces en Rusia sin amargura ni pesimismo. Si alguien le hubiera preguntado qué opinaba de la situación de Rusia, habría respondido que no tenía necesidad de pensar, que para eso ya estaban Kutúzov y otros, pero había oído que iban a cubrirse las bajas en las unidades, que probablemente había lucha para mucho tiempo y que, vistas las circunstancias, era muy probable que él obtuviera el mando de un regimiento al cabo de dos años.

Así consideradas las cosas, no sólo no lamentó que lo enviaran a comprar caballos para la división a Vorónezh, lo que lo privaba de tomar parte en la contienda, sino que recibió la noticia con gran placer, placer que no ocultaba y que sus compañeros de armas comprendían perfectamente.

Unos días antes de la batalla de Borodinó, Nikolái recibió el dinero y los documentos; varios húsares fueron enviados por delante, y él, con caballos de posta, salió para Vorónezh.

Sólo quien ha pasado varios meses consecutivos en un ambiente militar, de guerra, puede comprender el placer de Nikolái Rostov cuando salió de la zona del ejército con sus forrajes, carros de víveres y ambulancias. Cuando lejos de los soldados, de los convoyes y de las sucias huellas que denotan la presencia de un campamento, vio las aldeas con mujiks, campesinas, casas señoriales, campos donde pacían rebaños, estaciones de postas con sus encargados dormidos, fue tanta su alegría como si fuese la primera vez que veía esas cosas. Sobre todo le llamaba la atención y producía intensa felicidad la presencia de mujeres jóvenes y saludables sin que las rondasen una docena de oficiales alrededor; mujeres satisfechas y deseosas de que un oficial, de paso, bromeara con ellas.

En el mejor estado de ánimo posible, Nikolái llegó de noche a Vorónezh. En el hotel pidió todo aquello de que había carecido durante tanto tiempo en el ejército; y a la mañana siguiente, después de haberse afeitado con esmero y con el uniforme de gala, que no se ponía desde hacía mucho tiempo, fue a presentarse a las autoridades.

El jefe de milicias era un general a quien visiblemente divertían sus ocupaciones militares y su alta graduación. Recibió a Nikolái con aire severo (pues creía que en eso estaba el rasgo principal del servicio militar) y con palabras graves, como si tuviera derecho a ello, interrogó al joven, aprobando o desaprobando la marcha general de los acontecimientos. Pero Nikolái estaba tan contento que aquella actitud le pareció divertida.

Después del jefe de milicias, visitó al gobernador, un hombre pequeño e inquieto, muy cariñoso y sencillo.

Indicó a Rostov las cuadras donde podría encontrar lo que buscaba y le recomendó a un tratante de la ciudad y, a veinte kilómetros de allí, a un propietario rural que tenía inmejorables caballos. Además, le prometió todo su apoyo.

–¿Es usted hijo del conde Iliá Andréievich Rostov? preguntó. —Mi mujer era muy amiga de su madre. Los jueves recibo, y como hoy es jueves le ruego que venga a casa sin ceremonia– dijo el gobernador al despedirse de él.

Nikolái tomó acto seguido un coche de postas y, llevándose al sargento, recorrió los veinte kilómetros que lo separaban del propietario que le habían indicado. Este primer tiempo de su estancia en Vorónezh resultaba alegre y fácil, como suele ocurrir cuando uno mismo está bien dispuesto y las cosas le salen redondas y a gusto.

El propietario que habían indicado a Nikolái era un viejo solterón, antiguo oficial de caballería y buen conocedor de caballos, cazador y dueño de un viejo vodka centenario, de un excelente vino de Tokai y una magnífica cuadra.

Dos palabras bastaron para ultimar el negocio. Nikolái compró, por seis mil rublos, diecisiete potros excelentes, como hermanos gemelos (según él decía). Después de la comida, en la cual hizo los honores, algo más de los debidos, al Tokai, Nikolái abrazó al propietario, al que ya tuteaba, y emprendió el regreso por aquel pésimo camino.

Nikolái, de un humor excelente, no cesaba de estimular al cochero para llegar a tiempo a la velada del gobernador.

Se cambió de traje, remojó concienzudamente la cabeza, se perfumó y, con algún retraso pero con la frase: Vaut mieux tard que jamais, 569llegó a la casa del gobernador.

No se trataba de un baile, ni nadie había dicho que se fuera a bailar, pero todos sabían que Ekaterina Petrovna interpretaría al clavicordio valses y escocesas y que se bailaría. Contando con eso, todos habían ido con sus trajes de baile.

La vida de provincias en 1812 era la misma de siempre, con la única diferencia de que la ciudad parecía mucho más animada debido a la presencia de numerosas familias ricas de Moscú, y se notaba, como en todo lo que entonces ocurría en Rusia, una especial tendencia a no dar importancia a nada (¡el qué más da y así se hunda todo!), y también que las conversaciones vulgares, tan necesarias en sociedad y que antes se referían al buen o mal tiempo y a las amistades comunes, versaban ahora sobre Moscú, el ejército y Napoleón.

Los reunidos en casa del gobernador pertenecían a la mejor sociedad de Vorónezh.

Había no pocas señoras, algunas de las cuales habían conocido a Nikolái en Moscú, pero de los hombres, ninguno podía competir con aquel caballero de la cruz de San Jorge, húsar llegado para la compra de caballos, que era además el amable y educado conde Rostov. Entre los hombres había un italiano, prisionero, que había sido oficial del ejército francés, y Nikolái se dio cuenta de que la presencia de aquel prisionero aumentaba todavía más su importancia de héroe ruso. Aquello era para él como un trofeo. Nikolái lo notaba y le parecía que todos consideraban de la misma manera al prisionero italiano, hacia el cual se mostró afectuoso, con dignidad y reserva.

En cuanto apareció Nikolái con su uniforme de húsar y su olor a vino y a perfume y dijo y oyó decir varias veces vaut mieux tard que jamais, todos lo rodearon y todas las miradas se fijaron en él, y se sintió instalado de inmediato en la posición de favorito general que le correspondía por derecho en provincias y le era siempre grata; y que ahora, tras una larga privación, lo embriagaba de placer. No sólo en las paradas del viaje, sino también en las posadas y en la casa del terrateniente había sirvientas que lo hacían objeto de sus atenciones. También allí, en la fiesta del gobernador, había —así le pareció– un buen número de jóvenes damas y lindas señoritas que esperaban con impaciencia que Nikolái se fijara en ellas. Unas y otras coqueteaban con él, y las personas de edad pensaron ya desde el primer momento en casar a ese gallardo y juerguista húsar para que sentara cabeza.

Entre estas últimas se contaba la esposa del gobernador, que recibió a Nikolái como a uno de la familia, lo llamó por su nombre de pila y lo tuteó desde el principio.

Ekaterina Petrovna, en efecto, comenzó a interpretar valses y escocesas, y así empezaron los bailes, durante los cuales Nikolái, con la habilidad que lo distinguía, sedujo a aquella sociedad provinciana. Llamó la atención también su desenvuelto modo de bailar; él mismo se sorprendió un poco de bailar así aquella noche. Jamás lo había hecho, y en Moscú lo habría considerado hasta indecente y de mauvais genre. Pero aquí sentía la necesidad de sorprender a todos con algo extraordinario, con algo que debían creer normal en la capital, aunque desconocido todavía en provincias.

Durante toda la velada Nikolái demostró especial atención por una dama rubia de ojos azules, regordeta y linda, esposa de un funcionario de la provincia. Con esa ingenua convicción que muestran los jóvenes juerguistas de que las mujeres de los demás están hechas para ellos, Rostov no se apartaba de aquella dama, mostrándose al mismo tiempo muy simpático y un tanto cómplice del marido. Como si supiesen, aunque de ello no se hablaba, lo bien que lo pasarían, es decir, Nikolái con la esposa de aquel marido. Sin embargo, el marido no parecía participar de esa opinión y se esforzaba por mostrarse frío con Rostov. Pero la bondadosa ingenuidad de Nikolái era tan ilimitada que, a veces, el marido se dejaba influir involuntariamente por el alegre humor del joven. Hacia el término de la velada, sin embargo, a medida que el rostro de la esposa se encendía más y se tornaba más animado, el del marido parecía hacerse más triste y serio, como si la animación fuese común para ellos dos y la del marido disminuyera conforme aumentaba la de su esposa.

V

Con una sonrisa que no se borraba de sus labios, sentado en su butaca, Nikolái se inclinaba hacia la rubia dama y le prodigaba cumplidos mitológicos.

Cambiando hábilmente de postura y la posición de sus piernas, difundía el aroma de su perfume, admiraba a su dama y a sí mismo, así como la bella forma de sus piernas bien ceñidas por el pantalón; Nikolái decía a la rubia que deseaba raptar a una señora de Vorónezh.

–¿A quién?

–Es hermosa, divina. Tiene ojos...– y Nikolái miró a su compañera, —azules, boca de coral, piel blanquísima– contempló sus hombros —y el torso... de Diana.

El marido, taciturno, se les acercó y preguntó a su mujer de qué estaban hablando.

–¡Oh, Nikita Ivánich!– dijo Nikolái levantándose cortésmente. Y como deseoso de que Nikita Ivánich tomase parte de sus bromas, le confió sus propósitos de raptar a una rubia.

El marido sonreía con aire sombrío, la esposa alegremente. La bondadosa gobernadora se acercó a ellos con expresión reprobatoria.

–Anna Ignátievna quiere verte, Nikolái– dijo, pronunciando ese nombre de tal manera que Rostov comprendió que debía tratarse de una señora muy importante. —Vamos, Nikolái... Tú me has permitido que te llame así, ¿verdad?

–¡Oh, sí, ma tante! ¿De quién se trata?

–De Anna Ignátievna Málvintseva, que ha oído hablar de ti a una sobrina suya que le contó cómo la salvaste... ¿Lo adivinas?

–¡Oh! ¡Son muchas las que salvé!– dijo Nikolái.

–Su sobrina es la princesa Bolkónskaia... Está aquí, en Vorónezh, con su tía... ¡Vaya, vaya! ¡Cómo te ruborizas! ¿Es que hay algo?...

–Ni lo he pensado siquiera, ma tante.

–Bueno, bueno... Oh! Comme tu es!

La gobernadora lo condujo hacia una anciana alta y muy gruesa, que llevaba una toca azul celeste y acababa de terminar entonces su partida de cartas con las personas más importantes de la ciudad. Era la señora Málvintseva, una viuda rica, sin hijos, tía materna de la princesa María, que siempre había vivido en Vorónezh. Cuando Rostov se acercó a ella, Anna Ignátievna pagaba lo perdido en el juego. Lo miró, entornando los ojos, y siguió reprochando al general que le había ganado en el juego.

–¡Me alegro de conocerlo, querido!– dijo a Rostov, tendiéndole la mano. —Lo espero en mi casa.

Después de haber hablado de la princesa María y de su difunto padre, al que evidentemente la buena señora no quería demasiado, y tras haber oído cuanto Nikolái sabía del príncipe Andréi (que tampoco parecía gozar de su aprecio), se despidió de él repitiendo la invitación de visitarla en su casa.

Nikolái lo prometió y se ruborizó de nuevo. Cuando se hablaba de la princesa María, Rostov se sentía cohibido y tal vez temeroso, cosa que ni él mismo sabía explicarse.

Cuando se alejó de la señora Málvintseva, quiso volver al baile, pero la pequeña esposa del gobernador puso su regordeta mano en el brazo de Nikolái, le dijo que necesitaba hablarle y lo llevó a un saloncito, del que salieron todos los que estaban allí para no estorbarlos.

–¿Sabes, mon cher, que es un buen partido?– dijo la gobernadora con seria expresión en su bondadoso rostro. —Justo lo que te hace falta. ¿Quieres que me ocupe del asunto?

–¿De quién habla usted, ma tante?– preguntó Nikolái.

–¿Quieres que pida para ti la mano de la princesa? Ekaterina Petrovna dice que Lilí sería mejor; pero yo prefiero a la princesa. ¿Quieres? Estoy segura de que tu maman me lo agradecerá. ¡Es un encanto de chica! No es tan fea.

–Desde luego que no– respondió Nikolái, que pareció ofenderse por aquella observación. —Pero, ma tante, yo soy un soldado; no me impongo a nadie ni rechazo a nadie– dijo antes de pensar en lo que decía.

–Pero ten en cuenta que no es un juego.

–¡Cómo va a ser un juego!

–Sí, sí– prosiguió la esposa del gobernador como hablando consigo misma. —También quería decirte, mon cher, entre autres. Vous êtes trop assidu auprès de l'autre, la blonde. 570El marido ya da lástima...

–¡Oh, no! Somos amigos– dijo ingenuamente Nikolái.

No podía comprender que un pasatiempo tan alegre para él pudiera disgustar a alguien.

“¿Qué tontería he dicho a la mujer del gobernador?– recordó Nikolái de pronto durante la cena. —Ahora tratará en serio de casarme. ¿Y Sonia...?”

Y al despedirse de la gobernadora, cuando ella, sonriéndole, le dijo de nuevo: “Bien, acuérdate”, la llamó aparte.

–Mire, la verdad es, ma tante...

–¿Qué quieres? Ven, sentémonos aquí.

Nikolái sintió la repentina necesidad y el deseo de contar sus más íntimos pensamientos (que no habría confiado a su madre, ni a su hermana, ni a un amigo) a esa mujer casi ajena a él.

Más tarde, cuando recordaba aquel desahogo de sinceridad inexplicable, no provocado, y que había de tener para él consecuencias tan importantes, Nikolái se imaginaba (como parece siempre a la gente) que todo había sucedido por casualidad. Y, sin embargo, aquel arranque de franqueza, unido a tantos otros pequeños sucesos, iba a tener para él y para su familia repercusiones de gran alcance.

–Mire, ma tante. Maman hace tiempo que quiere que me case con una mujer rica, pero el solo pensamiento de casarme por dinero me repele.

–Oh, sí, lo comprendo– asintió la gobernadora.

–Pero la princesa Bolkónskaia es otra cosa. Ante todo, le diré la verdad: me agrada mucho, siento gran simpatía por ella, y desde que la encontré en las circunstancias que usted sabe, de manera tan extraña, he pensado a menudo que eso fue cosa del destino. Sobre todo, fíjese: maman pensaba en ella desde hacía mucho tiempo, pero hasta aquel entonces nunca había tenido ocasión de verla. Y mientras mi hermana Natasha estuvo prometida a su hermano, yo no podía pensar en casarme con ella. Era necesario que fuera a encontrarla precisamente cuando se acababa de romper el compromiso de mi hermana y el príncipe, y después de todo lo ocurrido... Sí, a nadie se lo he dicho ni lo diré nunca. Sólo a usted.

La esposa del gobernador, agradecida, le estrujó el codo.

–¿Conoce usted a Sonia, mi prima? La amo; le he prometido casarme con ella y lo haré... Así pues, ya lo ve, no se puede ni hablar de eso– dijo torpemente y ruborizándose.

–Mon cher, mon cher, ¿cómo puedes hablar así? Sonia no tiene nada, y tú mismo dices que los asuntos de tu padre van muy mal. ¿Y tú maman? Eso la matará. Además, si Sonia tiene corazón, ¿qué vida va a ser la suya? Tu madre en la desesperación, la fortuna perdida... No, mon cher, Sonia y tú debéis comprenderlo.

Nikolái guardó silencio. Le era grato escuchar aquellas conclusiones. Después de una pausa, dijo suspirando:


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