Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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Además, se produjo una discusión entre el guía austríaco que acompañaba a la caballería y un general ruso. Éste vociferaba, exigiendo que la caballería se detuviese, y el austríaco procuraba demostrar que él no tenía la culpa, sino los jefes superiores. Y a la espera de una solución, las tropas se mantenían en pie, aburridas y perdiendo el ánimo. Una hora después se reanudaba la marcha y empezaron a bajar por la colina. La niebla iba clareando en lo alto, pero se hacía todavía más espesa en el llano hacia donde descendía el ejército; delante, en medio de la bruma, sonaron algunos disparos, primero a intervalos irregulares: trrr... ta ta, después más ordenados y nutridos. Y sobre el Goldbach, un pequeño riachuelo, comenzó la batalla.
Los rusos, que no pensaban encontrarse con el enemigo abajo, junto al río, al tropezar inopinadamente con él en la niebla respondieron sin ganas a los franceses, no habiendo recibido una sola palabra de ánimo de sus jefes superiores, persuadidos casi todos de que habían llegado tarde; y, sobre todo, no viendo a nadie delante ni alrededor a causa de la niebla, avanzaban sin energía, se detenían de nuevo a la espera de órdenes que nunca llegaban, porque los jefes y ayudantes de campo andaban de acá para allá perdidos en la bruma, en aquella región desconocida y sin encontrar a sus tropas. Así entraron en acción la primera, segunda y tercera columnas, que habían descendido hasta el pie de la colina; la cuarta columna, en la que iba Kutúzov, permanecía en los altos de Pratzen.
Abajo, donde la acción había comenzado, la niebla se mantenía espesa. En lo alto había aclarado, pero no se veía aún lo que estaba sucediendo delante. ¿Estaban todas las fuerzas enemigas a diez kilómetros, como se había supuesto? ¿O estaban allí mismo en la línea de la niebla? Hasta las nueve nadie pudo saberlo.
A las nueve de la mañana la niebla se extendía abajo, como un mar, pero en la aldea de Schlapanitz, en la altura donde se hallaba Napoleón rodeado de sus mariscales, la claridad era perfecta. Encima de ellos se extendía un cielo límpido y azul, y el enorme disco solar, como una gigantesca boya roja, se mecía sobre la inmensa superficie lechosa de la niebla. Todo el ejército francés, incluidos Napoleón y su Estado Mayor, no se hallaba en la otra orilla del río, más allá de las aldeas de Sokolnitz y Schlapanitz, tras las cuales tenían los rusos la intención de tomar posiciones e iniciar el combate, sino en esta otra ribera, tan cercana al enemigo que Napoleón podía distinguir a simple vista a un soldado de infantería de uno de caballería. Napoleón, un poco separado de sus mariscales, montaba un pequeño caballo árabe gris y llevaba el mismo capote azul que usara en la campaña de Italia. Silencioso, miraba fijamente hacia las colinas que iban destacándose del mar de la bruma y en las cuales, a lo lejos, se movían las tropas rusas y oía el estrépito de las descargas de fusilería en la vaguada. No se estremecía ni una sola fibra de su rostro, todavía enjuto en aquella época. Sus ojos brillantes se mantenían fijos en un punto. Sus conjeturas eran acertadas; parte de las fuerzas rusas habían descendido ya hacia el barranco, a las charcas y los lagos, y otra parte dejaba los altos de Pratzen, que él tenía intención de ocupar y a los que consideraba posiciones clave. A través de la niebla podía ver el avance de las tropas rusas cerca de Pratzen que, con sus bayonetas brillantes, descendían por el entrante de dos montañas hacia las partes bajas del valle. Aquellas columnas iban hundiéndose, una tras otra, en la niebla. Por las noticias recibidas la víspera, por el ruido de pasos y ruedas que se había oído durante la noche en las avanzadillas y por el desordenado movimiento de las columnas rusas, veía claramente que los aliados lo suponían lejos, que las columnas rusas, que se movían junto a Pratzen, constituían el centro del ejército ruso y que ese centro era ya suficientemente débil para que él pudiese llevar a cabo un ataque victorioso. Pero no se decidía a comenzar aún.
Aquél era para Napoleón un día solemne: el aniversario de su coronación. Antes del alba había dormido unas horas, y ahora, tranquilo, jovial, descansado, en esa feliz disposición de ánimo en la que todo parece posible y todo se consigue, había montado a caballo para dirigirse al campo de batalla. Permanecía inmóvil, mirando hacia las colinas que se iban liberando de la niebla; su rostro frío reflejaba aquel matiz peculiar de seguridad en sí mismo, la seguridad de merecer la felicidad que sólo se encuentra en la sonrisa del muchacho enamorado y feliz. Los mariscales permanecían detrás de él sin atreverse a distraer su atención. El Emperador contemplaba, ya los altos de Pratzen, ya el sol que emergía de entre la niebla.
Cuando el astro hubo remontado la bruma y comenzó a brillar con esplendor deslumbrante sobre los campos, Napoleón, como si no esperara otra cosa para dar comienzo a la acción, se quitó el guante de su bella mano blanca, hizo un gesto a los mariscales y dio la orden de iniciar la batalla. Los mariscales, acompañados por los ayudantes de campo, galoparon en direcciones diversas, y pocos minutos después el grueso del ejército francés avanzaba hacia los altos de Pratzen, cada vez más abandonados por las tropas rusas que descendían por la izquierda hacia la vaguada.
XV
A las ocho, Kutúzov entraba a caballo en Pratzen, a la cabeza de la cuarta columna de Milorádovich, que debía reemplazar las columnas de Prebyzhevsky y Langeron, que ya habían descendido al llano. Saludó a los soldados del primer regimiento y dio órdenes de iniciar la marcha, dando así muestras de que tenía intención de conducir por sí mismo aquella columna. Al llegar a la aldea de Pratzen se detuvo. El príncipe Andréi estaba detrás del comandante en jefe, entre el gran número de personas de su séquito. Bolkonski se sentía conmovido, excitado y, al mismo tiempo, resuelto y tranquilo, como el hombre que ve llegar un momento hace tiempo esperado. Estaba firmemente convencido de que aquel día sería su Toulon o su Puente de Arcola. No sabía cómo iba a suceder, pero estaba convencido de que ocurriría así. Conocía el terreno y la disposición de las tropas, es decir, todo lo que de eso podía saberse en el ejército ruso. Había olvidado su propio plan estratégico (que ahora no podía pensar en poner en práctica) y, adaptándose al plan de Weyrother, reflexionaba sobre las eventualidades que pudieran surgir y que hiciesen necesarias sus rápidas decisiones y su energía.
A la izquierda, se oía el fragor de la fusilería entre ejércitos que no se veían. Le pareció que allí iba a desarrollarse la batalla, surgirían dificultades y “me enviarán allí con una brigada o una división —pensaba—; avanzaré con la bandera en la mano y arrasaré todo lo que encuentre por delante”.
El príncipe Andréi no podía mirar con indiferencia las banderas de los batallones que pasaban. Al verlas pensaba: “Tal vez con ésa tendré que ir delante de las tropas”.
La bruma de la noche había dejado las alturas cubiertas de escarcha, que se iba convirtiendo en rocío; en la vaguada, en cambio, la niebla se extendía todavía como un mar blanquecino. Todo parecía invisible allá abajo, sobre todo a la izquierda, hacia donde descendían las tropas rusas y de donde llegaban los estampidos de las descargas. Sobre las colinas relumbraba el cielo no del todo diáfano y a la derecha surgía el enorme globo del sol. Delante, a lo lejos, en la otra parte del mar de niebla, donde asomaban las boscosas colinas y debía de encontrarse el ejército enemigo, parecía verse algo. A la derecha, la Guardia penetraba en la zona brumosa dejando tras de sí un sonoro rumor de pasos y de ruedas; de cuando en cuando brillaban las bayonetas. A la izquierda, detrás de la aldea, masas de caballería se acercaban para luego hundirse en la niebla. Por delante y por detrás iba la infantería. El general en jefe permanecía a la salida del villorrio dando paso a las tropas que desfilaban delante de él. Kutúzov parecía fatigado e irritado aquella mañana. La infantería se detuvo sin que nadie hubiera dado la orden para ello; era evidente que algo les impedía el paso.
–Dígales de una vez que formen en columnas de batallón y rodeen el pueblo– ordenó colérico Kutúzov a un general que se le acercaba. —¿No comprende, su Excelencia, muy señor mío, que no podemos alargar tanto la formación por la calle de una aldea cuando se marcha contra el enemigo?
–Había pensado hacerles formar a la salida del pueblo, Excelencia– respondió el general.
Kutúzov se echó a reír con acritud.
–¡Excelente idea la de desplegar las fuerzas frente al enemigo! ¡Excelente idea!
–El enemigo está todavía lejos, Excelencia. Según la orden de operaciones...
–¡La orden de operaciones!– gritó Kutúzov, montando en cólera. —¿Quién le ha dicho eso?... Tenga la bondad de hacer lo que le mando.
–A sus órdenes.
–Mon cher, le vieux est d'une humeur de chien 235– susurró Nesvitski al príncipe Andréi.
Un oficial austríaco, con plumaje verde en el sombrero y uniforme blanco, se acercó a Kutúzov y le preguntó, en nombre del Emperador, si la cuarta columna había entrado en acción.
Kutúzov se volvió sin responderle y sus ojos se fijaron casualmente en el príncipe Andréi, que estaba a su lado. Al ver a Bolkonski, su irritada y mordaz expresión se dulcificó como reconociendo que su ayudante de campo no tenía culpa alguna de lo que estaba sucediendo. Y sin contestar al general austríaco, se dirigió a Bolkonski:
–Allez voir, mon cher, si ta troisième division a dépassé le village. Dites-lui de s'arrêter et d’attendre mes ordres. 236
El príncipe Andréi se disponía a ir, pero Kutúzov lo detuvo:
–Et demandez-lui si les tirailleurs sont postés– añadió. —Ce qu’ils font, ce qu'ils font! 237– dijo como si hablase consigo mismo, sin responder todavía al austríaco.
El príncipe Andréi se alejó para cumplir las órdenes. Se adelantó a los batallones que iban delante, hizo detener a la tercera división y comprobó que no había tiradores ante nuestras columnas. Al comandante del regimiento que iba a la cabeza le sorprendió la orden de dispersar a los tiradores, dada por el generalísimo. Estaba absolutamente convencido de que tenía ante sí tropas rusas y creía al enemigo por lo menos a diez kilómetros de distancia. En efecto, delante no se veía más que una zona desierta que descendía poco a poco, cubierta por la niebla. Después de haber transmitido las órdenes del general en jefe, el príncipe Andréi volvió a su puesto. Kutúzov seguía allí, derrumbado su grueso cuerpo sobre la silla de montar, bostezando con los ojos cerrados. Las tropas no se movían y permanecían en posición de descanso.
–Muy bien, muy bien– dijo Kutúzov al príncipe Andréi; y se volvió al general, que, reloj en mano, le decía que era hora de ponerse en marcha, puesto que todas las columnas de la izquierda habían bajado ya.
–Hay tiempo, Excelencia– respondió Kutúzov entre bostezo y bostezo. —Hay tiempo– repitió.
En aquel momento, a espaldas de Kutúzov empezaron a oírse las aclamaciones de los regimientos y aquel clamor fue propagándose rápidamente por toda la larga línea de las columnas rusas. Aquel a quien saludaban debía de pasar con mucha rapidez por delante de las tropas. Cuando los soldados del regimiento dirigido por Kutúzov comenzaron a gritar, él se hizo a un lado y miró en torno con el ceño fruncido. Sobre el camino de Pratzen parecía avanzar un escuadrón entero de jinetes con uniformes de diversos colores. Dos de ellos iban delante al galope. Uno vestía uniforme negro con penacho blanco y montaba un caballo inglés alazán; el otro, de uniforme blanco, montaba un caballo negro. Eran los dos Emperadores con sus séquitos. Kutúzov, con el empaque de un viejo soldado que se halla en el frente, dio la orden de “¡firmes!” y se acercó al Emperador con la mano en la visera. Toda su persona y su compostura cambiaron repentinamente. Ahora tenía el aire de un subalterno que discurre con un respeto exagerado, cosa que pareció desagradar al emperador Alejandro; se acercó y saludó.
El rostro del Emperador, juvenil y radiante, expresó como una nube que empaña un cielo límpido y después desaparece. Tras su reciente indisposición, estaba más delgado que en el campo de Olmütz, donde Bolkonski lo había visto por primera vez fuera de su patria; pero en sus hermosos ojos grises y en sus labios delgados reinaba la misma encantadora posibilidad de expresar diversas emociones de majestad y benevolencia.
En la revista de Olmütz se había mostrado más majestuoso; aquí parecía más alegre y enérgico. Su rostro estaba un tanto encendido después de una galopada de tres kilómetros; al detener el caballo respiró a pleno pulmón y se volvió a mirar los rostros, tan juveniles y animados como el suyo, de los hombres de su séquito. Chartorizhky, Novosíltsov, el príncipe Bolkonski, Strogánov y los demás, todos ellos jóvenes, alegres, ricamente vestidos, jinetes en magníficas cabalgaduras, ligeramente sudorosas después de la carrera, charlaban animadamente y sonreían agrupados detrás del Soberano. El emperador Francisco, joven, de rostro sonrosado y largo, permanecía muy erguido en su bello potro negro, mirando sin prisas en derredor con cierta inquietud. Llamó a uno de sus blancos ayudantes de campo y le preguntó algo. “Tal vez le pregunte a qué hora han salido”, pensó el príncipe Andréi, observando a su viejo conocido, con una sonrisa que no pudo contener al recordar su audiencia. En el séquito de sus majestades había oficiales de la Guardia rusa y austriaca y otros del ejército, todos de lo más granado de la juventud. Los palafreneros conducían los magníficos caballos de reserva de los Emperadores, cubiertos con bellas mantas bordadas.
Como si por una ventana abierta entrara de pronto en una sala sofocante el aire puro de los campos, así actuó sobre el tristón Estado Mayor de Kutúzov la juventud, energía y seguridad en el éxito de aquella brillante cabalgata.
–¿Por qué no comienza, Mijaíl Ilariónovich?– preguntó el emperador Alejandro a Kutúzov, mirando al mismo tiempo cortésmente al emperador Francisco.
–Espero, Majestad– respondió Kutúzov, inclinándose respetuosamente.
El Emperador se llevó la mano a la oreja y frunció levemente el ceño, dando a entender que no había oído bien.
–Espero, Majestad– repitió Kutúzov (el príncipe Andréi observó un temblor anormal en el labio superior de Kutúzov cuando decía “espero”). —No están reunidas todas las columnas, Majestad.
El Emperador lo oyó, pero no pareció que la respuesta le agradase. Encogió los hombros, un tanto encorvados, miró a Novosíltsov, que estaba a su lado, y en esa mirada pareció haber una queja contra Kutúzov.
–No estamos en un campo de maniobras, Mijaíl Ilariónovich, donde no se empieza con la parada hasta que todos los regimientos estén reunidos– dijo el Emperador, mirando de nuevo al emperador Francisco, como invitándolo, si no a tomar parte en la conversación, a escuchar, por lo menos, sus palabras. Pero el emperador Francisco siguió mirando en derredor sin prestar atención.
Precisamente por eso no comienzo, Majestad– dijo Kutúzov, con voz sonora y clara, como para evitar la posibilidad de no ser oído; y de nuevo hubo un temblor en su rostro. Por eso no comienzo, Majestad, porque no estamos en un campo de maniobras ni en una parada.
Entre los del séquito, que se miraron rápidamente unos a otros, todas las caras tomaron una expresión de descontento y reproche. "Por viejo que sea, no debería hablar así”, querían decir aquellas caras.
El Emperador se quedó mirando atenta y fijamente a Kutúzov, esperando alguna otra palabra de sus labios; pero por su parte, el general, inclinando con respeto la cabeza, parecía también aguardar. Este silencio duró casi un minuto.
–Pero si Vuestra Majestad lo ordena...– dijo Kutúzov levantando la cabeza. Y una vez más volvía a hablar con el tono de un general obtuso, que no razona pero obedece.
Espoleó el caballo y llamando al jefe de la columna, Milorádovich, le ordenó avanzar.
Se movieron de nuevo las tropas y dos batallones del regimiento de Nóvgorod y uno del regimiento de Apsheron desfilaron delante del Emperador.
Cuando pasaban los de Apsheron, Milorádovich, muy colorado, sin capote, con las condecoraciones en su brillante uniforme y su gorro de enormes plumas ladeado, hizo avanzar su caballo y, con un saludo marcial, lo detuvo delante del Emperador.
–¡Dios lo acompañe, general!– exclamó el Emperador.
–Ma foi, Sire, nous ferons ce qui sera dans notre possibilité 238– gritó alegremente Milorádovich, suscitando, sin embargo, una burlona sonrisa entre los oficiales del séquito por su mala pronunciación francesa.
El general hizo girar su montura y fue a colocarse detrás del Soberano. Los soldados del regimiento de Apsheron, excitados por la presencia del Emperador, desfilaron con paso enérgico delante de sus majestades y el séquito.
–¡Muchachos!– gritó Milorádovich con su voz fuerte y alegre, excitado al máximo por el eco de las descargas de fusilería, la perspectiva de la batalla y la marcialidad de los hombres del regimiento de Apsheron, compañeros suyos desde los tiempos de Suvórov, que tan gallardamente desfilaron ante los Emperadores que olvido su presencia. —¡Muchachos! No es la primera aldea que conquistáis.
–¡Hurra!– gritaron los soldados.
El caballo del Emperador dio un respingo, alarmado por el brusco clamor. Era el mismo caballo de las paradas militares en Rusia; y ahora, en el campo de Austerlitz, llevaba a su señor y recibía los distraídos taconazos del pie izquierdo del Soberano; enderezaba las orejas a los tiros, como en el Campo de Marte, sin comprender ni el significado de los disparos, ni la vecindad del negro potro del emperador Francisco ni nada de cuanto decía, pensaba o sentía su jinete en aquel día extraordinario.
El Emperador se volvió sonriendo a uno de sus cortesanos, les indicó a los bravos hombres del regimiento de Apsheron y le dijo alguna cosa en voz baja.
XVI
Kutúzov, acompañado de sus ayudantes de campo, siguió al paso de su caballo detrás de los fusileros.
Después de haber recorrido cosa de medio kilómetro tras la columna, se detuvo cerca de una casa solitaria y abandonada (tal vez había sido un mesón) que se levantaba en el cruce de dos caminos que descendían por la montaña; las tropas avanzaban tanto por uno como por otro.
Comenzaba a disiparse la niebla; a unos dos kilómetros eran visibles ya las fuerzas enemigas sobre las colinas de enfrente. A la izquierda, la fusilería se hacía cada vez mas clara. Kutúzov se detuvo, conversando con un general austríaco. El príncipe Andréi, un poco detrás, no dejaba de observarlos. Deseoso de ver qué ocurría a lo lejos, pidió su anteojo a uno de los ayudantes.
–Mire, mire– dijo el ayudante, señalando no a las tropas lejanas, sino a las que aparecían al pie de la colina.
–¡Son franceses!
Ambos generales y los ayudantes de campo echaron mano de los anteojos, que se quitaban unos a otros. Todos aquellos rostros cambiaron en el acto y reflejaron pavor. Creían que los franceses estaban a dos kilómetros y he aquí que aparecían inesperadamente ante ellos.
–¿El enemigo?... ¡No!... No es posible... Sí, mire... seguramente... ¿Qué significa esto?– gritaron varias voces.
El príncipe Andréi vio a simple vista, a la derecha, una numerosa columna enemiga que se dirigía hacia el regimiento de Apsheron, apenas a quinientos pasos del lugar en que se hallaba Kutúzov.
“¡Ha llegado el momento decisivo! ¡Ésta es mi hora!”, pensó Bolkonski, y, espoleando su caballo, se acercó a Kutúzov.
–Es necesario detener al regimiento de Apsheron, Excelencia.
Pero en aquel momento todo allá abajo quedó oculto por el humo de la fusilería; los disparos llegaban de lugares muy cercanos y una ingenua y asustada voz gritó a dos pasos del príncipe Andréi: “¡Se acabó, hermanos, estamos copados!” Se habría dicho que aquella voz era una orden. Todos echaron a correr.
Una muchedumbre confusa, mezclada y siempre en aumento volvía sobre sus pasos, hacia el mismo lugar donde cinco minutos antes había desfilado y aclamado a los emperadores. No sólo resultaba difícil detener aquella masa humana, sino que era casi imposible no ser arrastrado por ella. Bolkonski trataba de resistir la oleada y miraba en torno, estupefacto, sin comprender lo que sucedía ante sus ojos. Nesvitski, con el rostro encendido y fuera de sí, gritaba a Kutúzov que, si no se iba en seguida, caería irremisiblemente prisionero. Pero el general permanecía en su sitio y, sin contestar, sacó su pañuelo. Le sangraba una mejilla. El príncipe Andréi pudo abrirse paso hasta él.
–¿Está herido?– preguntó, dominando a duras penas el temblor de su mandíbula inferior.
–La herida no está aquí, sino ahí– dijo Kutúzov, apretando el puño contra la mejilla y señalando a los fugitivos.
–¡Detenedlos!– gritó; y al mismo tiempo, comprendiendo que ya era imposible parar aquella muchedumbre, dio un fustazo al caballo y se dirigió hacia el camino de la derecha.
Una nueva ola de fugitivos lo envolvió, haciéndolo retroceder.
Las tropas corrían formando una masa tan compacta que era difícil salir cuando alguien caía dentro de ella. Uno gritaba: “¡Sigue! ¿Por qué te detienes?”. Otro, volviéndose, disparaba al aire; un tercero golpeaba el caballo donde iba Kutúzov. A costa de grandes esfuerzos, Kutúzov logró separarse de la muchedumbre y, con menos de la mitad de su séquito, torció hacia la izquierda en dirección a los cañones que sonaban cercanos. El príncipe Andréi, que también había salido de entre la muchedumbre de fugitivos, trataba de no separarse de Kutúzov; a media pendiente vio, entre el humo, una batería rusa que disparaba todavía y a los franceses que corrían hacia ella. Más arriba, un regimiento de infantería rusa permanecía inmóvil, sin decidirse a prestar ayuda a la batería ni seguir a los fugitivos. Un general montado en su caballo se acercó al encuentro de Kutúzov. Sólo cuatro hombres quedaban del séquito del general en jefe. Todos tenían la misma palidez y se miraban en silencio.
–¡Detened a esos miserables!– gritó Kutúzov con voz ahogada al comandante del regimiento, señalando a los que escapaban.
Pero entonces, como un castigo a sus palabras, las balas volaron como bandada de pájaros sobre el regimiento y el séquito de Kutúzov.
Los franceses que atacaban la batería habían visto a Kutúzov y disparaban sobre él. El comandante del regimiento se llevó las manos a la pierna, varios soldados cayeron heridos y el subteniente que llevaba la bandera la dejó caer. La enseña vaciló y se abatió después sobre los fusiles de los soldados cercanos. Sin esperar orden alguna, los soldados comenzaron a disparar.
–¡Oh! gimió Kutúzov desesperado. Se volvió. —¡Bolkonski! murmuró con voz temblorosa, consciente de su propia debilidad senil. —Bolkonski– repitió indicando al desorganizado batallón y al enemigo. —¿Qué es eso?
Pero antes de que hubiese concluido, el príncipe Andréi, abrasada la garganta por lágrimas de cólera y vergüenza, echaba pie a tierra y corría hacia la bandera.
–¡Adelante, muchachos!– gritó con voz penetrante y juvenil.
“Ha llegado el instante”, pensó después, enarbolando la bandera; escuchó con placer el silbido de las balas disparadas ahora contra él. Cerca cayeron algunos soldados.
–¡Hurra!– gritó el príncipe Andréi, sujetando apenas en sus manos la pesada bandera. Y se lanzó hacia delante, con la seguridad de que todo el batallón lo seguiría.
En efecto, no dio más que unos pasos solo; lo siguió un soldado, después otro y, por fin, todo el batallón, que lo adelantó entre gritos entusiastas. Un suboficial tomó la bandera, demasiado pesada, que vacilaba entre las manos de Bolkonski, pero al momento caía muerto. El príncipe Andréi volvió a empuñar la bandera y, arrastrándola por el asta, corrió de nuevo con el batallón. Delante vio a los artilleros rusos: unos combatían y otros corrían a su encuentro dejando los cañones. Vio también a un grupo de soldados franceses que se apoderaban de los caballos de la artillería y daban vuelta a los cañones. El príncipe Andréi estaba ya con sus hombres a veinte pasos de las piezas. Oía el ininterrumpido silbido de las balas; a derecha e izquierda caían los soldados entre gemidos. Pero él no se paraba a mirarlos. Le preocupaba tan sólo lo que estaba ocurriendo allá, en la batería. Veía ya claramente a un artillero pelirrojo, con el chacó ladeado, que tiraba de un extremo del atacador, mientras que un soldado francés tiraba del otro extremo. El príncipe Andréi podía ver ya la expresión de perplejidad y al propio tiempo de furia de ambos hombres, que, evidentemente, no tenían conciencia de lo que hacían.
“¿Qué hacen? —pensó Bolkonski mirándolos—, ¿Por qué no escapa ese pelirrojo, si ha perdido el cañón, y por qué el francés no echa mano del fusil? En cuanto trate de escapar, el francés lo clavará con la bayoneta.” En efecto, otro soldado francés, con el fusil terciado, corría hacia los dos contrincantes; iba a decidirse la suerte del artillero pelirrojo, que seguía sin comprender lo que le esperaba y, triunfante, había conseguido hacerse con el atacador. Pero el príncipe Andréi no pudo ver cómo terminaba aquello. Le pareció que algún soldado próximo le descargaba un terrible garrotazo en la cabeza. El dolor no fue grande, pero le causó una sensación desagradable porque lo distraía e impedía ver aquello que deseaba.
“¿Qué me sucede? ¿Me caigo? Las piernas me vacilan”, pensó; y cayó de espaldas. Abrió los ojos, con la esperanza de ver cómo terminaba la lucha de los franceses y los artilleros; deseaba saber si el pelirrojo había muerto o no, si los cañones estaban en poder del enemigo o habían sido salvados. Pero no vio nada. Sobre él no había más que el cielo, un cielo alto, no límpido, pero infinitamente alto, sobre el cual se deslizaban unas nubes grises. “Qué paz, qué calma, qué serenidad; todo es distinto de como era a hace un momento, cuando yo corría —pensó el príncipe Andréi—; cuando corríamos, gritábamos y combatíamos; cuando, con aquellas caras furiosas y asustadas, el francés y el artillero se disputaban el atacador, las nubes entonces no se movían así por ese cielo alto e infinito. ¿Cómo no me he fijado antes en esa profundidad del cielo? ¡Qué feliz me siento de haberlo sabido al fin! Sí, todo es vacío y engañoso, menos ese cielo infinito. No hay nada más que él. Pero ni eso existe. No hay más que paz, reposo. ¡Y gracias a Dios que así sea!”
XVII
A las nueve, en el flanco derecho, al mando de Bagration, la lucha no había comenzado todavía, pese a la insistencia de Dolgorúkov. Queriendo eludir toda responsabilidad, Bagration propuso a Dolgorúkov el envío de un oficial al general en jefe en busca de órdenes. Sabía Bagration que, dada la distancia de casi diez kilómetros que separaba un flanco de otro, aun en el caso de que no mataran al enviado (lo que era muy probable) y aun cuando éste hallara al general en jefe (cosa bastante difícil), el enviado no estaría de vuelta antes de la tarde.
Bagration miró a los de su séquito con sus ojos inexpresivos y adormilados. Lo primero que llamó su atención fue el rostro infantil de Rostov, embargado por la emoción y la esperanza. Lo envió a él.
–Excelencia, ¿y si encuentro a Su Majestad antes que al general en jefe?– preguntó Rostov, con la mano en la visera.
–Puede pedir las órdenes al Emperador– respondió Dolgorúkov, adelantándose rápidamente a Bagration.
Después de haber sido relevado en las avanzadas, Rostov había podido dormir unas horas; se sentía ahora alegre, animoso, resuelto, lleno de entusiasmo y de seguridad en su fortuna: en aquel estado de ánimo cuando todo parece posible, alegre y fácil.
Aquella mañana se cumplían todos sus deseos: iba a librarse una batalla campal, en la cual él tomaba parte; además, era oficial de órdenes del más valeroso de los generales; y por último, se le encomendaba una misión ante Kutúzov y tal vez ante el Emperador en persona. La mañana era clara; el caballo, excelente; su ánimo, alegre y feliz. Apenas recibida la orden, se lanzó al galope a lo largo de la línea. Primero dejó atrás a las tropas de Bagration, que aún no habían entrado en combate y permanecían inmóviles; penetró luego en el terreno ocupado por la caballería de Uvárov, donde empezó a notar movimiento e indicios de preparación para el ataque; pasada la caballería de Uvárov, oyó distintamente el cañoneo de las baterías y las descargas de los fúsiles. El fragor del combate crecía cada vez más.
En el fresco ambiente de la mañana ya no sonaban como antes dos o tres disparos a intervalos irregulares, seguidos de uno o dos cañonazos, sino que en las colinas delante de Pratzen las descargas de fusilería y los disparos de los cañones eran constantes y tan frecuentes que, a veces, se fundían en un estrépito común.
A lo largo de las colinas se veían las nubecillas de humo de los fusiles, que parecían correr una tras otra, y las que producían los cañones, arremolinadas, gruesas y oscuras, que se extendían hasta fundirse en una masa común. Eran visibles, por el brillo de las bayonetas entre el humo, las masas de infantería en movimiento y las estrechas bandas de la artillería con sus cajones verdes.
Por un momento Rostov detuvo su caballo en un alto, para ver mejor lo que ocurría. A pesar de toda su atención, no pudo distinguir ni comprender nada. Entre el humo veía gente, restos de tropa se movían hacia delante y hacia atrás; por qué lo hacían, quiénes eran y adonde iban resultaba incomprensible; toda aquella visión y aquel tronar de las descargas no sólo no suscitaban en él sentimiento alguno de temor o abatimiento sino que, por el contrario, aumentaban su energía y decisión.
–¡Más aún! ¡Más!– se decía al oír los disparos.
Y siguió al galope por la línea, avanzando cada vez más y entrando ya entre las fuerzas que luchaban.
"No sé cómo será allí, pero sé que todo irá bien”, pensaba Rostov.
Pasadas unas tropas austríacas, observó que la siguiente formación (que era la Guardia) estaba ya combatiendo.
“Tanto mejor: lo veré de cerca”, pensó.
Iba casi por la primera línea. Algunos jinetes se le acercaban al galope. Eran los ulanos de la Guardia, cuyas filas destrozadas volvían de un ataque. Rostov los dejó atrás; al pasar se dio cuenta de que uno de los ulanos sangraba.