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Guerra y paz
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Автор книги: Leon Tolstoi



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Se parecen tales historiadores al botánico que, habiendo observado que determinadas plantas salen de la semilla con dos cotiledones, sostuviera que todo aquello que crece lo hace desdoblándose en dos hojas, y que la palmera, el hongo y el roble, al llegar a su pleno desarrollo sin tener esas dos hojas, no son más que desviaciones de la teoría.

Los historiadores de tercera categoría admiten que la voluntad de los pueblos se transfiere condicionalmente a los personajes históricos aunque no conocemos esas condiciones. Afirman también que los personajes históricos poseen el poder porque cumplen la voluntad del pueblo, de la que son meros portadores.

Pero, si la fuerza que mueve a los pueblos no reside en los personajes históricos, sino en el propio pueblo, ¿cuál es el significado de dichos personajes?

Los personajes históricos —afirman dichos historiadores– expresan la voluntad de los pueblos. Su actividad representa la actividad de las masas.

Pero en ese caso surge la siguiente pregunta: ¿Es toda la actividad del personaje histórico o solamente una parte determinada de ella la que representa la voluntad de las masas? Si toda la actividad de los personajes históricos expresa la voluntad de las masas, como opinan algunos, entonces ¿cabe decir que las biografías de Napoleón o Catalina la Grande, con todos sus detalles, propios de la chismografía palatina, representan la vida de los pueblos? Decirlo así carece de todo sentido, y si no es más que una parte de la actividad del personaje lo que expresa la vida de un pueblo, como piensan otros supuestos historiadores filósofos, entonces para determinar qué parte de esa actividad expresa la vida del pueblo hay que saber, ante todo, en qué consiste su vida.

Frente a tal dificultad, los historiadores de esa categoría enuncian la abstracción más difusa, impalpable y general, capaz de abarcar el mayor número posible de acontecimientos, y dicen que semejante abstracción es la meta que persigue la humanidad en su avance. Las abstracciones más corrientemente admitidas por casi todos los historiadores son: la libertad, la igualdad, la instrucción, el progreso, la civilización y la cultura. El historiador considera que el avance de la humanidad depende de alguna de esas ideas abstractas y se dedica a estudiar a los hombres que han dejado a su paso el mayor número de monumentos —reyes, ministros, jefes militares, escritores, reformadores, papas, periodistas– en la medida en que todos esos personajes, según su opinión, han apoyado o combatido una determinada idea abstracta. Pero como no se ha demostrado de ningún modo que la meta de la humanidad sea la igualdad, la libertad, la instrucción o la civilización, y puesto que el vínculo de las masas con sus gobernantes no está basado más que en la arbitraria suposición de que la suma de las voluntades del pueblo se transfiere siempre a las personas que consideramos relevantes, la actividad de millones de seres que se desplazan, queman las casas, abandonan sus campos y se exterminan unos a otros jamás se manifiesta en la descripción de la actividad de una decena de personas que no queman casas, no se ocupan de la agricultura ni matan a sus semejantes.

La historia lo demuestra a cada paso. ¿Es que la efervescencia de los pueblos de Occidente a fines del siglo pasado, y su deseo de ir hacia Oriente, puede explicarse por la actuación de Luis XIV, Luis XV y Luis XVI, de sus amantes y ministros, por la vida de Napoleón, Rousseau, Diderot, Beaumarchais y otros?

¿Y el movimiento del pueblo ruso hacia Oriente, a Kazán y Siberia, se refleja en el carácter morboso de Iván IV o en su correspondencia con Kurbski?

¿Y nos explica tal vez el movimiento de las Cruzadas el estudio de los Godofredos, los Luises y sus damas? A nuestro entender, el movimiento de los pueblos occidentales hacia Oriente permanece inexplicable, sin objetivo alguno, sin dirección, reducido a una muchedumbre de vagabundos guiada por Pedro el Ermitaño. Más incomprensible aún es la suspensión de ese movimiento cuando los personajes históricos habían señalado claramente un objetivo razonable y santo: la liberación de Jerusalén. Papas, reyes y caballeros incitaban a sus pueblos a liberar Tierra Santa, pero el pueblo no obedecía, porque ya no existía la causa ignorada que antes lo llevaba. La historia de los Godofredos y sus trovadores no puede, evidentemente, abarcar la vida de los pueblos; es, sencillamente, la historia de los Godofredos y los trovadores, mientras que la historia de la vida de los pueblos y de sus aspiraciones continúa siendo desconocida.

Aún menos nos explica la vida de los pueblos la historia que presentan los escritores y reformadores.

La historia de la cultura nos explica las aspiraciones, las condiciones de vida y los pensamientos de un escritor o de un reformador. Nos cuentan que Lutero era irascible y había pronunciado tales y cuales discursos. Sabemos que Rousseau era desconfiado y que escribió varios libros; pero ignoramos por qué, después de la Reforma, los pueblos se mataban entre sí y por qué, durante la Revolución, los hombres se ejecutaban unos a otros.

Si unimos ambas historias como hacen los autores modernos, tendremos la historia de los monarcas y escritores, pero no la historia de la vida de los pueblos.

V

La vida de los pueblos no cabe en la vida de unas cuantas personas, puesto que no se ha encontrado el lazo de unión entre ellas y aquéllos. Y la teoría de que esa relación está basada en la transferencia de todas las voluntades a los personajes históricos es una hipótesis que la experiencia histórica no confirma.

Esa teoría explica tal vez bastantes cosas en el terreno de la ciencia del derecho, que, tal vez, la necesita para sus fines; pero aplicada a la historia, no explica nada desde el momento en que aparecen las revoluciones, las conquistas y las luchas intestinas.

Es una teoría que parece indiscutible, precisamente porque el hecho de la transferencia de la voluntad del pueblo no puede ser comprobado.

En cualquier forma que se produzca el acontecimiento, cualquiera que sea el individuo que lo presida, la teoría puede afirmar siempre que tal personaje estuvo al frente de aquel hecho porque la suma de voluntades le fue transferida.

Las respuestas que desde ese punto de vista dan a los problemas de la historia se parecen a las de un hombre que, al ver un rebaño en movimiento, sin tener en cuenta que en unos sitios la hierba es mejor que en otros, ni cómo dirige el pastor su rebaño, creyera que esa dirección la marca el animal que va delante.

“El rebaño sigue esa dirección porque el animal que va delante lo guía, y la suma de voluntades de toda la grey ha sido transmitida a ese animal.” Así contestan los historiadores del primer grupo que reconocen la transferencia no condicionada del poder.

“Si los animales que van a la cabeza del rebaño cambian de dirección, eso significa que la suma de voluntades de todos los animales pasa de un jefe a otro, siempre que ese animal siga la dirección escogida por todo el rebaño.” Tal es la respuesta de los historiadores que admiten que la suma de voluntades del pueblo se transmite a los gobernantes en determinadas condiciones, que ellos creen conocidas. (Con semejante método de observación ocurre con gran frecuencia que, dejándose llevar por la dirección escogida, el observador toma por jefes a quienes, dado el cambio de dirección de la masa, ya no están al frente, sino a un lado y, a veces, detrás.)

“Si los animales que van a la cabeza son relevados constantemente, la dirección de todo el rebaño varía sin cesar; la causa de ello es que, para conseguir la dirección conocida por nosotros, los animales transmiten su voluntad a los más destacados; por eso, para estudiar el movimiento del rebaño hay que observar a todos los animales que se destacan del conjunto y avanzan desde todas partes.” Ésta es la opinión de los historiadores de tercera categoría, que consideran a todos los personajes históricos, desde monarcas hasta periodistas, como representantes de su tiempo.

La teoría de la transferencia de la voluntad popular a los personajes históricos no es más que una perífrasis, una repetición con distintas palabras de la pregunta:

¿Cuál es la causa que origina los acontecimientos históricos? El poder.

¿Qué es el poder? Es la suma de voluntades transferidas a una sola persona.

¿En qué condiciones esa voluntad de la masa se transfiere a una sola persona? Cuando esa persona representa la voluntad de todos. Es decir, que el poder es el poder. O, lo que es lo mismo: el poder es una palabra cuyo significado no comprendemos.

Si el terreno del conocimiento humano se limitara al pensamiento abstracto, al analizar con espíritu crítico la explicación que la ciencianos da sobre el poder, la humanidad llegaría a la conclusión de que el poder no es más que una palabra, y que en realidad no existe. Mas para conocer un fenómeno, además del razonamiento abstracto, el hombre posee otro medio: el experimento, que le permite comprobar los resultados del razonamiento. Y el experimento le dice que el poder no es una palabra, sino un hecho realmente existente.

Dejando de lado que sin el concepto del poder no puede describirse la actividad conjunta de la gente, la existencia del poder queda demostrada tanto por la historia como por la observación de los hechos coetáneos.

Siempre que ocurre un hecho histórico aparece un hombre o varios por cuya voluntad se produce el hecho. Cuando lo ordena Napoleón III, los franceses van a México; cuando lo ordenan el rey de Prusia y Bismarck, las tropas marchan sobre Bohemia. Napoleón I dispone, y sus ejércitos se dirigen a Rusia. Alejandro I lo quiere, y los franceses se someten a los Borbones. La experiencia nos enseña que cualquier acontecimiento ocurre siempre de acuerdo con la voluntad del hombre o de los hombres que lo han ordenado.

Los historiadores, habituados a la vieja creencia de la participación divina en las obras humanas, creen que el hecho expresa la voluntad de la persona investida del poder. Pero ni el razonamiento ni la experiencia confirman tal suposición.

Por una parte, el razonamiento nos muestra que la voluntad del hombre, manifestada en palabras, no es más que una fracción de la actividad general expresada en el acontecimiento: por ejemplo, una guerra o una revolución; y ése es el motivo de que no pueda admitirse que las palabras sean la causa inmediata del movimiento de millones de seres sin aceptar la fuerza incomprensible y sobrenatural: el milagro.

Por otra parte, aun admitiendo que las palabras puedan ocasionar el hecho, la historia demuestra que la voluntad de los personajes históricos, lejos de cumplirse, produce, en numerosas ocasiones, un efecto totalmente opuesto a lo ordenado por ellos.

Sin admitir el concurso divino en la actividad humana no podemos aceptar el poder como causa de los hechos.

Desde el punto de vista de la experiencia, el poder no es sino la dependencia entre la voluntad manifestada por el personaje y el cumplimiento de esa voluntad por otros.

Para comprender las condiciones de tal dependencia debemos restablecer, ante todo, el concepto de la voluntad, refiriéndola a un ser humano y no a la divinidad.

Si la divinidad da una orden y expresa su propia voluntad, tal como nos dicen los historiadores antiguos, esa voluntad no depende del tiempo, ni es provocada por cosa alguna, puesto que la divinidad nada tiene que ver con el hecho. Pero al hablar de órdenes —expresión de la voluntad de los hombres que actúan en un mismo tiempo y están ligados entre sí—, para explicarnos los vínculos entre las órdenes y los acontecimientos debemos restablecer, en primer lugar, las condiciones de todo lo que se realiza; la continuidad del movimiento en el tiempo, tanto en lo que se refiere a los hechos como a la persona que da las órdenes; y segundo, la condición de que exista un lazo de unión imprescindible entre la persona que ordena y aquellos que cumplen sus órdenes.

VI

Sólo la expresión de la voluntad divina, independiente del tiempo, puede referirse a toda una serie de hechos que han de cumplirse en cierto número de años o de siglos; y sólo la divinidad puede, sin que nada lo provoque, determinar por su propia voluntad la dirección que ha de seguir la humanidad, mientras que el hombre actúa siempre en el tiempo y participa en el acontecimiento.

Si restablecemos la primera condición omitida, la del tiempo, veremos que ninguna orden puede ser cumplida sin que la anterior haga posible la ejecución de la siguiente.

Ninguna orden aparece de forma espontánea y no abarca toda una serie de acontecimientos; cada orden deriva de otra, sin referirse nunca a un conjunto de acontecimientos, sino siempre a uno solo.

Cuando, por ejemplo, decimos que Napoleón ordenó a sus tropas ir a la guerra, en una sola orden incluimos una serie de órdenes consecutivas que dependen unas de otras. Napoleón no podía ordenar la campaña de Rusia, y jamás lo hizo; un día ordenó escribir unos u otros documentos a Viena, a Berlín y a San Petersburgo; al día siguiente firmó ese u otro decreto y órdenes para el ejército, la flota y la intendencia, etcétera, etcétera. Fueron millones de órdenes en consonancia con los acontecimientos las que llevaron las tropas francesas a Rusia.

Durante todo su reinado, Napoleón dicta también órdenes para la invasión de Inglaterra; en ninguna otra empresa suya empleó tanta energía y tanto tiempo y, no obstante, a lo largo de su reinado no trató jamás de llevar a cabo su intención, sino que emprende la expedición a Rusia, con la cual considera ventajoso aliarse, según él mismo repitió muchas veces. Esto se debe a que las primeras órdenes no correspondían a la serie de acontecimientos y las segundas sí.

Para que una orden pueda ser fielmente cumplida es preciso que la persona que la da sepa que es realizable. Sin embargo, es imposible saber lo que puede o no ser realizable, no sólo en la campaña de Napoleón en Rusia, donde participaron millones de seres; es también imposible en casos de sucesos simples ya que durante el cumplimiento, tanto del uno como del otro, siempre pueden surgir millones de obstáculos. A cada orden cumplida corresponden siempre muchas otras que no se cumplen. Son imposibles de obedecer las órdenes que están al margen del acontecimiento. Las posibles se unen, formando series consecutivas de las mismas de acuerdo con los hechos, y suelen ser cumplidas.

La falsa idea de que la orden que precede al acontecimiento es su causa viene a ser una consecuencia de que entre mil órdenes se cumplen tan sólo aquellas que guardan relación con los hechos y nos olvidamos de aquellas que no se cumplieron porque no podían serlo. Además, la fuente principal de nuestro error en este sentido se debe a que en el relato histórico un gran número de hechos —muy diversos e ínfimos, por ejemplo todo lo relacionado con la ida de las tropas francesas a Rusia– se generaliza en un acontecimiento único, según el resultado producido por todos aquellos hechos y, al mismo tiempo, toda la serie de órdenes se reduce únicamente a la manifestación de una voluntad.

Cuando decimos: Napoleón quiso y emprendió la campaña en Rusia, esa voluntad, a lo largo de toda su actuación, en nada se manifiesta; vemos sólo diversas series de órdenes o manifestaciones diversas e indeterminadas de su voluntad; de la infinita serie de órdenes promulgadas por Napoleón para la campaña de 1812 hubo algunas que se cumplieron no porque se diferenciaban de otras que no fueron cumplidas, sino por coincidir con los acontecimientos que llevaron a Rusia el ejército francés. Es lo mismo que ocurre cuando aparece en la plantilla la figura de modelo estereotipado, no importa en qué dirección y de qué manera esté pintada, porque la figura aparece coloreada por todas las partes.

Si examinamos la relación entre la orden y el hecho en el tiempo, vemos que la orden no puede ser de ningún modo la causa del hecho; sin embargo, existe entre ambos una determinada dependencia.

Para comprender esa dependencia es preciso recuperar cierta condición omitida: toda orden que no provenga de la divinidad, sino del hombre, exige que también él participe en el acontecimiento.

La relación entre el que ordena y aquellos a quienes ordena es precisamente lo que se llama poder, y consiste en lo siguiente:

Para una actividad común, los hombres se reúnen siempre en determinadas agrupaciones en las cuales, a pesar de la diferencia de objetivos asignados, la relación entre ellos es siempre la misma.

Al unirse en esas agrupaciones, las relaciones que se establecen entre los hombres son las siguientes: la mayoría de ellos participa más y más directamente en la acción conjunta y un número menor de ellos participa menos directamente en la agrupación formada.

De todas las agrupaciones formadas por los hombres para el cumplimiento de actos comunes, una de las más precisas y definidas es el ejército.

Todo ejército se compone de soldados, que poseen la graduación mínima, los así llamados soldados rasos, que siempre son los más numerosos. Le siguen en la jerarquía militar los cabos y sargentos, cuyo número es menor; luego vienen los oficiales en menor cantidad, etcétera, hasta llegar al supremo poder militar, concentrado en una sola persona.

La organización castrense puede representarse exactamente por la figura de un cono cuya base de mayor diámetro está ocupada por los soldados rasos; en las secciones intermedias, por encima de la base, se van sucediendo los diversos grados; y en la cúspide se sitúa el jefe supremo.

Los soldados, que son los más numerosos, integran la parte inferior, la base del cono. El soldado es quien directamente mata, destroza, incendia y saquea, sus actos son dirigidos siempre por el jefe inmediato superior; el soldado no da órdenes nunca. El sargento (de los que ya hay menos) ya no participa tanto en las acciones como los soldados, pero ya ordena. El oficial participa aún menos, pero ordena con más frecuencia. Y el general no hace más que dar órdenes a las tropas, designa sus objetivos, pero casi nunca utiliza las armas.

El jefe supremo no toma jamás parte directa en la acción, sino que da órdenes generales sobre los movimientos de la masa. Esa misma relación entre las personas se encuentra en toda agrupación formada para una común actividad, sea la agricultura, el comercio o cualquier otra empresa.

Por tanto, sin separar artificialmente todos los grados del ejército que aparecen unidos en el cono y haciendo lo mismo con titulaciones y posiciones de cualquier otra empresa común, desde las más pequeñas hasta las más grandes, vemos cómo aparece una ley que dice: los hombres se unen siempre para realizar acciones conjuntas, y cuanto más directa es su participación en ellas, tanto menor es su posibilidad de mandar y, de ahí, su mayor número; y cuanto más ordenan, menor es su participación en la obra y menor su número. Así se asciende desde la base hasta el vértice, hasta el hombre colocado en el punto más alto, quien menos directamente participa en la acción y más orienta su actividad a dar órdenes.

Esta relación entre los hombres que ordenan y los que reciben las órdenes constituye la esencia del concepto llamado poder.

Al reconstruir las condiciones de tiempo en el cual se producen todos los acontecimientos, vemos que las órdenes se cumplen solamente cuando se refieren a la serie de hechos que les corresponde, restableciendo la condición imprescindible de vínculo entre los que ordenan y los que ejecutan; vemos, por consiguiente, que los primeros, por su propia naturaleza, participan menos en el propio hecho y su actividad se reduce exclusivamente a dar órdenes.

VII

Cuando se produce un acontecimiento cualquiera, los hombres expresan sus opiniones y sus deseos respecto a lo sucedido; y como el hecho se deriva de la actividad conjunta de muchos individuos, una de las opiniones o deseos manifestados se realizará forzosamente, aunque sea de manera aproximada. Cuando se cumplen algunas de esas opiniones formuladas, nuestra mente lo relaciona con el acontecimiento y la orden que lo precedió.

Cuando varios hombres intentan sacar un tronco, cada uno expone su parecer acerca de cómo y adonde llevarlo.

Y al llegar a su destino, resulta que todo se hizo según indicó uno de ellos. Él es quien dio la orden. Aquí tenemos la orden y el poder en su forma primitiva.

Quien ha trabajado más con las manos ha tenido menos ocasión de reflexionar en lo que estaba haciendo y en los resultados de la actividad colectiva. No podía dar órdenes. El que daba más órdenes ha podido actuar menos con sus manos, a causa de su actividad verbal. En un conjunto numeroso de hombres son más notables aún las diferencias entre los que orientan su actividad a un objetivo determinado y aquellos que participan directamente en el trabajo común.

Cuando actúa un hombre solo siempre tiene en mente ciertas consideraciones que, según le parece, guiaron su pasada actividad, justifican la presente y presuponen sus futuros actos.

Lo mismo sucede en las agrupaciones humanas. Se confía a los que no intervienen en la acción el cuidado de pensar en las consideraciones, justificaciones y suposiciones acerca de la actividad común.

Por motivos que conocemos o no, los franceses empezaron a matarse y acuchillarse unos a otros justificando semejantes actos por la voluntad de la gente, por el bien de Francia, la libertad y la igualdad. Dejan de matarse los hombres y este hecho también se justifica: es imprescindible la unidad de poder, la necesidad de oponerse a Europa, etcétera. Los hombres avanzan hacia Oriente matando a sus semejantes, el acontecimiento se acompaña con himnos a la gloria de Francia o denuestos a la vileza de Inglaterra, etcétera. La historia nos enseña que tales justificaciones carecen de sentido y se contradicen, lo mismo que el asesinato de un hombre a consecuencia de la proclamación de los Derechos del Hombre o la matanza de millones de seres en Rusia para humillar a Inglaterra. Semejantes justificaciones, hoy día, son necesarias porque descargan de responsabilidad moral a los hombres que han causado tales hechos.

Estos objetivos provisionales se parecen a los escobones dispuestos delante del tren para limpiar la vía: limpian el camino de la responsabilidad moral de los hombres. Sin estas justificaciones no sería explicable el sencillo problema que se nos presenta al examinar cualquier acontecimiento. ¿Cómo es posible que millones de hombres cometan en común tantos crímenes, guerras y matanzas, etcétera, etcétera?

Con las complicadas formas actuales de la vida política y social de Europa, ¿se puede idear, acaso, algún acontecimiento que no haya sido prescrito, indicado y ordenado por monarcas, ministros, parlamentos y periódicos? ¿Hay, acaso, una actividad común que no haya sido justificada por la unidad política, los intereses de la nación, el equilibrio europeo o la civilización? Así pues, cada hecho coincide inevitablemente con un deseo expresado y contando con la justificación se presenta como el producto de la voluntad de uno o varios hombres.

Cualquiera que sea la dirección de una nave en movimiento siempre surgirá delante de ella el remolino de las olas que corta. Y las personas que vayan en la nave sólo notarán ese remolino.

Solamente siguiendo de cerca y a cada momento el movimiento de las olas surcadas y comparándolo con el de la nave, nos convenceremos de que en cada instante, el movimiento de las olas está determinado por el de la nave, y la causa de nuestro error se debe a que también nosotros nos movemos, aunque no lo notamos.

Veremos lo mismo si observamos paso a paso el movimiento de los personajes históricos (es decir, si restablecemos las condiciones necesarias de todo cuanto se realiza, las condiciones de continuidad del movimiento en el tiempo) y sin perder de vista la imprescindible relación entre los personajes históricos y las masas.

Cuando la nave sigue una misma dirección tendrá delante de sí el mismo remolino; cuando cambia con frecuencia de dirección, también cambian las olas que corren delante. Pero adondequiera que la nave se dirija, siempre habrá un rebullir de agua que anuncie su movimiento.

Ocurra lo que ocurra, siempre resultará que estaba previsto y ordenado. A dondequiera que se dirija la nave, el flujo de las olas girará delante de ella, sin guiar ni aumentar su movimiento. Y desde lejos creeremos que no sólo se mueve espontáneamente, sino que guía el avance de la nave.

Los historiadores suponían que si nos limitáramos a considerar las voluntades de los personajes históricos como órdenes relacionadas con los acontecimientos llegaríamos a creer que los hechos dependen de las órdenes. Pero al analizar los hechos mismos y los vínculos que relacionan a los personajes históricos con la masa, vemos que ellos y las órdenes que dan dependen de los acontecimientos. La prueba indiscutible de tal afirmación es que, cualquiera que sea el número de órdenes dadas, el acontecimiento no se produce sin que medien otras causas. Pero en cuanto el hecho histórico, sea el que sea, tiene lugar, de todas las voluntades expresadas constantemente por diversas personas habrá algunas que, por su significado y tiempo, pueden adquirir con respecto al acontecimiento la categoría de orden.

Al aceptar esta conclusión, podemos responder clara y positivamente a las dos preguntas esenciales en la historia:

1) ¿Qué es el poder?

2) ¿Qué fuerza origina el movimiento de los pueblos?

El poder es la relación que mantiene una persona conocida con otras; en esa relación la persona indicada, cuanto menos participe en la acción, mejor expresa las opiniones, presunciones y justificaciones de la acción conjunta que se realiza.

No es el poder, ni la actividad intelectual, ni siquiera la unión de uno y otro, como piensan los historiadores, lo que produce el movimiento de los pueblos, sino la actividad de todoslos hombres que toman parte en el acontecimiento y se unen siempre de manera que los participantes más numerosos y directos en el hecho admiten menos su responsabilidad y viceversa.

Desde el punto de vista moral, la causa del acontecimiento es el poder. Desde el punto de vista físico, son todos aquellos que se someten al poder. Pero como la actividad moral no es posible sin la física, la causa del hecho no se halla ni en uno ni en otro, sino en la unión de ambos.

O, dicho con otras palabras, el concepto de causa no es aplicable al fenómeno que nos ocupa.

En un último análisis llegamos a la esfera de la eternidad, a ese límite extremo a que llega la razón humana en cualquier zona mental cuando trata seriamente un tema. La electricidad produce calor y el calor produce electricidad. Los átomos se atraen y se repelen.

Al hablar de las más simples acciones del calor, de la electricidad o de los átomos, no podemos explicar el porqué de esos fenómenos y decimos que ocurre así porque tal es su naturaleza, porque ésa es su ley. Lo mismo sucede en los acontecimientos históricos. ¿Por qué se produce una guerra o una revolución? Lo ignoramos. Lo único que sabemos es que para llegar a ese o a otro hecho, los hombres se unen en determinadas agrupaciones en las cuales todos participan. Y nosotros decimos que tal es la naturaleza humana, que ésa es su ley.

VIII

Si la historia estudiara fenómenos externos, la enunciación de esa ley sencilla y evidente nos bastaría y podríamos acabar nuestro razonamiento. Pero la ley de la historia tiene que ver con el hombre. Una partícula de materia no puede decir que no siente necesidad alguna de la atracción o repulsión y que tal ley no es cierta. Pero el hombre, que es el objeto de la historia, dice claramente: soy libre y por eso no estoy sometido a las leyes.

Aunque no de modo expreso, en cada momento de la historia se advierte el problema del libre albedrío.

Y todos los historiadores serios llegan, en contra de su voluntad, a ese punto. Todas las contradicciones, la oscuridad de la historia, el camino falso por el que avanza esa ciencia, tienen su origen en la imposibilidad de solucionar este problema.

Si la voluntad de cada hombre fuese libre, es decir, si el hombre pudiera obrar a su antojo, la historia se reduciría a una sucesión de casualidades incoherentes.

Y si sólo un hombre de entre millones de semejantes y en el curso de mil años estuviese en condiciones de obrar a su antojo, o sea, como le diese la gana, es evidente que un solo acto libre de ese hombre, contrario a las leyes, destruiría la posibilidad de existencia de cualquier ley para toda la humanidad.

Y si existiese siquiera una ley que dirigiese las acciones de los hombres, no podría haber libre albedrío, ya que las voluntades de todos los hombres deberían someterse a esa ley.

En esa contradicción radica el problema del libre albedrío, que desde los tiempos más remotos ha preocupado a las mentes más privilegiadas de la humanidad y que desde entonces se plantea, como antaño, en toda su inmensa importancia.

El problema es el siguiente: si consideramos al hombre como objeto de observación desde cualquier punto de vista —teológico, histórico, ético o filosófico—, encontramos la ley general de la necesidad, a la que está sometido como todo lo existente. Y si lo examino partiendo de mi propio yo, como algo de que soy consciente, me siento libre.

La conciencia es la fuente de un autoconocimiento completamente aislado e independiente de la razón. A través de la razón el hombre se observa a sí mismo; pero se conoce a sí mismo a través de la conciencia.

El uso de la razón y la observación son imposibles si no hay conciencia.

Para comprender, observar, razonar, el hombre debe ante todo reconocerse como ser viviente, cosa que no puede hacer sin sentirse capaz de volición, es decir, sin reconocer su propia voluntad. Y el hombre conoce esa voluntad, que constituye el sentido de su vida, y no puede conocerla sino libre.

Si analizándose a sí mismo el hombre observa que su propia voluntad está siempre dirigida por la misma ley (ya sea la necesidad de nutrirse, de activar la mente, o cualquier otra cosa), no puede comprender esa orientación siempre igual de la propia voluntad sino como una restricción. Lo que no es libre no puede ser limitado. El hombre considera que su voluntad está restringida, porque la concibe como libre solamente.


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