Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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Dado el aplomo con que hablaba, nadie pudo comprender si lo dicho era muy inteligente o una solemne tontería. Vestía frac verde oscuro, con calza de color cuisse de nymphe effrayée 32, según su propia frase, medias de seda y zapatos de hebilla.
Le vicomtecontó con mucha gracia la anécdota entonces de moda: el duque de Enghien se había dirigido secretamente a París para encontrarse con mademoiselle George, y en casa de la señora coincidió con Bonaparte, que también gozaba de los favores de la famosa actriz. En aquella ocasión, Napoleón, casualmente, había sufrido un desvanecimiento de los que solían aquejarlo, lo que lo puso a merced del duque, pero éste no se había aprovechado de la situación y, precisamente por esa magnanimidad, Bonaparte se vengó, condenándolo a morir.
El relato resultaba ameno e interesante, sobre todo en aquella parte donde se hacía alusión al encuentro de ambos rivales; las damas parecieron conmovidas.
–Charmant– comentó Anna Pávlovna, interrogando con los ojos a la pequeña princesa.
–Charmant– susurró la pequeña princesa, deteniéndose en su labor y demostrando así que el interés y el encanto del relato le impedían continuar.
El vizconde apreció aquella silenciosa alabanza y, sonriendo reconocido, prosiguió. Pero en aquel instante, Anna Pávlovna, que miraba siempre al para ella temible Pierre, notando que estaba ahora hablando ardorosamente y en voz demasiado fuerte con el abate, decidió acudir en auxilio de aquel punto amenazado. En efecto, Pierre había conseguido trabar conversación con el abate sobre el equilibrio político, y el abate, visiblemente interesado por el sincero entusiasmo del joven, le exponía su idea favorita. Escuchaban y hablaban entrambos con demasiada animación y espontaneidad y era eso lo que no gustó a Anna Pávlovna.
–Los medios son el equilibrio europeo y el droit de gens 33– decía el abate. —Basta con que un Estado tan poderoso como Rusia, considerado hasta ahora bárbaro, se ponga desinteresadamente al frente de esta alianza, cuya finalidad es el equilibrio de Europa, y ¡salvará al mundo!
–¿Y cómo hallará tal equilibrio?– comenzó a decir Pierre.
Pero en aquel instante se acercó Anna Pávlovna que, mirando severamente a Pierre, preguntó al italiano cómo le sentaba el clima de San Petersburgo. La fisonomía del italiano se transformó de pronto: cobró la expresión falsamente acaramelada, afable y atenta que, al parecer, le era habitual al conversar con las damas.
–Estoy tan impresionado por la espiritualidad y cultura de esta sociedad, y sobre todo de su parte femenina, en la cual tuve el honor de ser recibido, que todavía no he podido pensar en el clima– replicó.
Anna Pávlovna, sin soltar ya al abate y a Pierre, para tenerlos mejor bajo su vigilancia, los unió al grupo común.
En aquel instante un nuevo invitado entró en el salón. Se trataba del joven príncipe Andréi Bolkonski, marido de la pequeña princesa. El príncipe Bolkonski era un joven de talla media, muy agraciado, de enérgico rostro, rasgos secos y muy acentuados. Todo en él era un vivo contraste con su pequeña esposa, llena de vida, desde su mirada cansada y aburrida hasta su paso lento y uniforme. Parecía conocer a todas las personas reunidas en el salón, y esto le fastidiaba tanto que hasta le resultaba muy aburrido mirarlas y escucharlas. De todos aquellos rostros, el que más tedio parecía producirle era el de su bonita esposa. Se apartó de ella con una mueca que afeaba su rostro hermoso, besó la mano de Anna Pávlovna y entrecerrando los ojos miró a los demás.
–Vous vous enrôlez pour la guerre, mon prince? 34– le preguntó Anna Pávlovna.
–Le général Koutouzoff– dijo Bolkonski, acentuando a la manera francesa la última sílaba zoff—a bien voulu de moi pour aide-de-camp... 35
–Et Lise, votre femme?
–Irá al campo.
–¿No le parece un pecado privamos de la presencia de su preciosa esposa?
–André– dijo Lisa, hablando a su marido con el mismo tono mimoso con que se dirigía a los extraños, —¡si supieses qué historia nos ha contado el vizconde sobre mademoiselle George y Bonaparte!
El príncipe Andréi entornó los ojos y se apartó. Pierre, que desde la entrada del príncipe Andréi no había apartado de él su mirada sonriente y amistosa, se acercó y lo cogió del brazo. El príncipe, sin volverse, contrajo el rostro en una mueca que expresaba descontento hacia quien lo sujetaba del brazo, pero al ver el rostro sonriente de Pierre le correspondió con una sonrisa inesperadamente bondadosa y agradable.
–¡Cómo! ¿También tú en el gran mundo?...– le dijo.
–Sabía que iba usted a venir– contestó Pierre; y añadió en voz baja, para no molestar al vizconde, que proseguía con su relato: —Iré a su casa a cenar. ¿Puedo?
–No, no puedes– dijo el príncipe Andréi, riendo y apretándole la mano, para darle a entender que eso no debía preguntarse. Quería añadir algo, pero en aquel instante el príncipe Vasili se levantó con su hija y los hombres se pusieron en pie para dejarles paso.
–Me perdonará usted, querido vizconde– dijo el príncipe Vasili al francés, tirándole cariñosamente de la manga hacia la silla para que no se levantara. Esa desdichada fiesta del embajador me priva de un placer y lo interrumpe– y volviéndose a Anna Pávlovna: —Siento mucho abandonar tan atractiva velada.
Su hija, la princesa Elena, sosteniendo apenas la cola del vestido, se deslizó entre las sillas y la sonrisa iluminó aún más su precioso rostro. Cuando pasó delante de Pierre, él la miró con ojos casi asustados y entusiastas.
–Es bellísima– dijo el príncipe Andréi.
–Bellísima– repitió Pierre.
Al pasar a su lado, el príncipe Vasili tomó la mano de Pierre y volviéndose a Anna Pávlovna dijo:
–Domestíqueme a este oso. Hace ya un mes que vive conmigo y es la primera vez que lo veo en sociedad; nada hay más necesario para un joven que la compañía de mujeres inteligentes.
IV
Anna Pávlovna, sonriendo, prometió ocuparse de Pierre, quien, como ella sabía, era pariente del príncipe Vasili por línea paterna.
La señora de mediana edad sentada junto a ma tantese levantó rápidamente y fue al encuentro del príncipe Vasili, alcanzándolo en el vestíbulo. Su rostro no expresaba ahora la simulación de un interés inexistente: aquella faz bondadosa, en la cual habían dejado su huella las lágrimas, denotaba tan sólo inquietud y temor.
–Príncipe, ¿qué me dice de mi Borís?– le preguntó cuando estuvo cerca (pronunciaba Borís con un especial acento sobre la o). —No puedo permanecer más tiempo en San Petersburgo. Dígame qué noticias puedo llevar a mi pobre hijo.
Aunque el príncipe Vasili la escuchaba forzadamente, casi con descortesía, dando muestras de impaciencia la señora le sonreía con ternura y de modo conmovedor. Lo sujetaba del brazo, como para evitar que se marchase.
Bastaría una palabra suya al Emperador para que mi hijo entrara de inmediato en la Guardia.
–Créame que haré todo lo posible, princesa– respondió el príncipe Vasili, —pero me resulta difícil pedírselo al Emperador; le aconsejaría que se dirigiera a Rumiántsev por medio del príncipe Golitsin; eso será lo más sensato.
La señora de mediana edad era la princesa Drubetskaia, perteneciente a una de las mejores familias de Rusia, pero era pobre, permanecía retirada de la sociedad desde hacía mucho tiempo y había perdido sus antiguas amistades. Había acudido en aquella ocasión sólo para obtener un nombramiento en la Guardia para su único hijo. Con el exclusivo fin de encontrar al príncipe Vasili hizo el esfuerzo de asistir a la velada de Anna Pávlovna, y sólo por eso había escuchado la historia del vizconde. Se asustó al oír las palabras del príncipe. Su rostro, bello en otro tiempo, reflejó la cólera por un instante; pero no duró mucho. Una vez más sonrió y sujetó con mayor fuerza el brazo del príncipe.
–Escuche, príncipe– le dijo, —nunca le pedí nada, ni volveré a pedirle nada más; no le he recordado la amistad con que lo distinguió mi padre. Mas ahora, en nombre de Dios, lo conjuro a que lo haga por mi hijo y lo consideraré mi bienhechor– añadió apresuradamente. —No, no se enfade, prométamelo. Me he dirigido ya a Golitsin y se ha negado. Soyez le bon enfant que vous avez été 36– concluyó, esforzándose por sonreír, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.
–Llegaremos tarde, papá– dijo la princesa Elena, que esperaba a la puerta volviendo su preciosa cabeza sobre aquellos hombros de hermosura clásica.
La influencia en el mundo es un capital que se debe custodiar para que no se nos vaya de las manos. Lo sabía bien el príncipe Vasili y comprendía que si intercedía en favor de todos cuantos se lo solicitaban acabaría por no solicitar nada para sí. Esto lo forzaba a usar muy rara vez de su propia influencia. Pero en el caso de la princesa Drubetskaia, después de la última exhortación, sintió como un remordimiento de conciencia. Le había recordado la verdad: sus primeros pasos en la carrera los debía al padre de aquella dama. Por otra parte, adivinaba en su modo de actuar que era una de esas mujeres, sobre todo si son madres, que cuando se empeñan en algo no renuncian a su idea hasta verla realizada y, en caso contrario, están prontas a volver a la carga cada día y en todas las ocasiones, llegando a promover escenas. Esta última consideración lo hizo vacilar.
–Chère Anna Mijáilovna– dijo con la acostumbrada familiaridad y con cierto dejo de tedio en la voz, —me es casi imposible hacer lo que pide, pero para probarle lo mucho que la quiero y el respeto que guardo a la memoria siempre viva de su padre, haré lo imposible. Su hijo pasará a la Guardia. Deme la mano. ¿Está contenta?
–¡Amigo mío, mi bienhechor! No esperaba otra cosa de usted, sabiendo lo bueno que es– el príncipe intentó marcharse. —Espere, dos palabras... une fois passé aux Gardes... 37– se detuvo un instante; —usted tiene buenas relaciones con Mijaíl Ilariónovich Kutúzov, recomiéndele a Borís como ayudante de campo. Entonces estaré tranquila y...
El príncipe Vasili sonrió.
–Eso no se lo prometo. Ignora cómo asedian a Kutúzov desde que fue nombrado comandante en jefe del Ejército. Él mismo me ha dicho que todas las damas de Moscú se han confabulado para darle a sus hijos como ayudantes de campo.
–Prométamelo; no lo dejaré marchar, mi querido bienhechor.
–Papá– repitió con el mismo tono la bella hija, —que llegamos tarde.
–Bueno, au revoir, adiós. Ya ve...
–Entonces, ¿hará la recomendación al Emperador mañana mismo?
–Desde luego; pero lo de Kutúzov no se lo prometo.
–No, prométamelo, prométamelo, Basile– dijo ya a sus espaldas Anna Mijáilovna con una sonrisa de joven coqueta que debió de serle habitual en otros tiempos pero que ahora no cuadraba con su rostro fatigado.
Olvidaba evidentemente su edad y ponía en juego, por pura costumbre, todos sus antiguos recursos femeninos. Apenas hubo salido el príncipe, su rostro recobró la misma expresión fría y fingida de antes. Volvió al círculo donde el vizconde proseguía sus relatos. Y simuló de nuevo escucharlo, esperando la ocasión de marcharse, porque el motivo de su venida ya estaba cumplido.
Anna Pávlovna decía:
–¿Y qué piensa de esa última comedia du sacré de Milán? Et la nouvelle comédie des peuples de Genes et de Lucques, qui viennent présenter leur voeux a M. Buonaparte? M. Buonaparte assis sur un trône, et exauçant les voeux des nations! Adorable! Non, mais c’est à en devenir folle! On dirait que le monde entier a perdu la tête. 38
El príncipe Andréi sonrió irónico, mirando fijamente a Anna Pávlovna.
–“Dieu me la donne, gare à qui la touche”– dijo (palabras de Bonaparte en el momento de su coronación). —On dit qu’il a été tres beau en prononçant ces paroles– añadió; y las repitió en italiano: —“Dio mi la donna, guai a chi la tocca.” 39
–J’espére enfin– continuó Anna Pávlovna —que ça a été la goutte d'eau qui fera déborder le verre. Les souverains ne peuvent plus supporter cet homme, qui menace tout. 40
–Les souverains? Je ne parle pas de la Russie– dijo desolado y cortésmente el vizconde. —Les souverains, madame! Qu’ont-ils fait pour Louis XVI, pour la reine, pour Madame Elisabeth? Rien– prosiguió animándose. —Et croyez-moi, ils subissent la punition pour leur trahison de la cause des Bourbons. Les souverains? Ils envoient des ambassadeurs complimenter l’usurpateur. 41
Y con un suspiro de menosprecio cambió de postura. El príncipe Hipólito, que desde hacía tiempo observaba al vizconde a través de los impertinentes, se volvió en ese instante hacia la pequeña princesa y le pidió una aguja, para mostrarle, dibujándolo sobre la mesa, el escudo de los Condé. Gravemente, le fue explicando aquel escudo, como si ella se lo hubiese preguntado.
–Bâton de gueules, engrêlé de gueules d’azur; maison Condé 42– dijo.
La princesa escuchaba sonriendo.
–Si Bonaparte continúa un año más en el trono de Francia– siguió el vizconde con el aire de un hombre que no escucha a los demás, sino que, en un asunto que conoce mejor que nadie, sigue únicamente el curso de las propias ideas, —las cosas llegarán demasiado lejos. Con la intriga, la violencia, el destierro, las ejecuciones, la sociedad —hablo de la buena sociedad francesa– quedará destruida para siempre, y entonces...
Alzó los hombros y abrió los brazos. Pierre quiso decir algo, porque la conversación le interesaba, pero la vigilante Anna Pávlovna se lo impidió.
–El emperador Alejandro– dijo con la tristeza con que siempre acompañaba sus palabras al hablar de la familia imperial —ha declarado que dejará que los franceses elijan su forma de gobierno. Y yo creo sin dudar que toda la nación, liberada del usurpador, se echará en brazos del rey legítimo– añadió, procurando ser amable con el emigrado realista.
–Lo dudo– dijo el príncipe Andréi. —Monsieur le vicomte cree, y con toda razón, que las cosas han llegado ya demasiado lejos. Pienso que será difícil volver al pasado.
–Por cuanto he oído– dijo Pierre ruborizándose e interviniendo de nuevo en la conversación, —casi toda la nobleza se ha puesto de parte de Napoleón.
–Son los bonapartistas quienes lo dicen– repuso el vizconde, sin mirar a Pierre. —Ahora es difícil conocer la opinión social de Francia.
Buonaparte l'a dit 43– objetó el príncipe Andréi con una sonrisa. (Era evidente que el vizconde no le gustaba y, aun cuando no lo mirase, sus palabras iban dirigidas contra él.)
–"Je leur ai montré le chemin de la glorie– añadió tras un breve silencio, repitiendo las palabras de Napoleón. —Ils n'en ont pas voulu; je leur ai ouvert mes antichambres, ils se sont précipités en foule...” Je ne sais pas à quel point il a eu le droit de le dire. 44
–Aucun 45– respondió el vizconde. —Después del asesinato del duque, hasta los hombres más parciales dejaron de ver en él a un héroe. Si même ç’a été un héros pour certaines gens– prosiguió, volviéndose a Anna Pávlovna, —depuis l’assassinat du duc il y a un martyr de plus dans le ciel, un héros de moins sur la terre. 46
Todavía no habían tenido tiempo Anna Pávlovna y los demás de apreciar con una sonrisa las palabras del vizconde cuando Pierre irrumpió de nuevo en la conversación. Anna Pávlovna, aun previendo que el joven iba a decir algo incorrecto, ya no pudo contenerlo.
–La ejecución del duque de Enghien– dijo Pierre —era una necesidad de Estado; donde yo veo grandeza de ánimo es precisamente en el hecho de que Napoleón no haya tenido el temor de cargar, él solo, con toda la responsabilidad.
–Dieu! Mon Dieu!– murmuró aterrorizada Anna Pávlovna.
–Comment, monsieur Pierre, vous trouvez que l’assassinat est grandeur d’âme? 47– dijo la pequeña princesa sonriendo y acercando hacia sí su labor.
–¡Ah! ¡Oh!– exclamaron varias voces.
–¡Capital!– dijo en inglés el príncipe Hipólito, dándose unos golpes en la rodilla con la palma de la mano. El vizconde se limitó a encogerse de hombros.
Pierre miraba triunfalmente a los oyentes por encima de sus anteojos.
–Digo eso– prosiguió con desesperada decisión —porque los Borbones han huido de la revolución dejando al pueblo entregado a la anarquía; sólo Napoleón supo comprender la revolución y vencerla. Por eso, y por el bien común, no podía detenerse ante la vida de un solo hombre.
–¿No quiere pasar a esa otra mesa?– dijo Anna Pávlovna.
Pero, sin contestar, Pierre continuó su discurso, cada vez más animado.
–Sí, Napoleón es grande porque supo ponerse por encima de la revolución, reprimiendo sus abusos y tomando cuanto tenía de bueno: la igualdad de los ciudadanos, la libertad de palabra y de prensa, y tan sólo por eso conquistó el poder.
–Así sería si al tomar el poder, sin valerse del asesinato, lo hubiera devuelto al rey legítimo– dijo el vizconde; —entonces yo lo llamaría gran hombre.
–No podía hacerlo. El pueblo le dio el poder para que lo librara de los Borbones y porque veía en él a un gran hombre. La revolución fue una gran empresa– continuó Pierre, mostrando con estos conceptos audaces y provocadores su extrema juventud y el deseo de expresar lo más rápidamente posible todo cuanto pensaba.
–¿La revolución y el regicidio una gran empresa?... Después de esto... Pero ¿no queréis pasar a la otra mesa?– repitió Anna Pávlovna.
–Contrat social!– dijo, con apacible sonrisa, el vizconde.
–No hablo del regicidio. Hablo de las ideas.
–Sí, las ideas de saqueo, de matanzas y regicidio– interrumpió de nuevo la voz irónica.
–Excesos fueron, sin duda. Pero la revolución no consiste sólo en eso. Lo importante son los derechos del hombre, la desaparición de los prejuicios, la igualdad de los ciudadanos. Y Napoleón ha conservado en su integridad estas ideas.
–Libertad e igualdad– dijo desdeñosamente el vizconde como decidiéndose por fin a demostrar al joven la simpleza de sus palabras —son palabras altisonantes en entredicho desde hace mucho tiempo. ¿Quién no ama la libertad y la igualdad? Nuestro Salvador predicaba la libertad y la igualdad. ¿Es que después de la revolución los hombres son más felices? Al contrario. Nosotros queríamos la libertad y Bonaparte la ha destruido.
El príncipe Andréi miraba sonriente, ya a Pierre, ya al vizconde, ya a la dueña de la casa. En un principio, Anna Pávlovna, a pesar de sus hábitos sociales, quedó aterrada ante las acometidas de Pierre, pero cuando vio que a despecho de esas sacrílegas palabras el vizconde no se enfurecía, y cuando se convenció de que no era posible modificar lo dicho, cobró ánimos y decidió hacer frente común con el vizconde y atacar a Pierre.
–Mais, mon cher monsieur Pierre 48– dijo, —¿cómo califica de grande a un hombre que ha hecho matar al duque, no ya como duque, sino como persona, sin culpa y sin formación de causa?
–Yo le preguntaría– añadió el vizconde —cómo explica monsieur el 18 de Brumario. ¿No es, acaso, un engaño? C’est un escamotage qui ne ressemble nullement à la maniere d’agir d’un grand homme. 49
–¿Y los prisioneros de África a los que hizo matar?– dijo la pequeña princesa. —¡Es horrible!– y se encogió de hombros.
–C’est un roturier, vous aurez beau dire 50– sentenció el príncipe Hipólito.
Pierre no sabía a quién responder; miraba a todos sonriente. Pero su sonrisa no era semejante a la de los demás hombres, que se funde con algo distinto de la sonrisa. Por el contrario, cuando él sonreía, desaparecía la expresión seria y un tanto huraña de su rostro dando lugar a otra infantil y bondadosa, quizá un poco ingenua, que parecía pedir perdón.
El vizconde, que lo veía por primera vez, comprendió que aquel jacobino no era tan terrible como sus palabras.
Todos guardaban silencio.
–¿Cómo quieren ustedes que conteste a todos a la vez?– comentó el príncipe Andréi. —Además, en los actos de un hombre de Estado hay que diferenciar entre los del hombre privado, los del jefe militar y los del Emperador. Así me lo parece.
–Desde luego, desde luego– dijo Pierre, alegrándose por la ayuda prestada.
–No puede negarse– prosiguió el príncipe Andréi —que Napoleón, como hombre, fue muy grande en el puente de Arcola y en el hospital de Jaffa, donde estrechó la mano de los apestados, pero... hay otros actos que difícilmente pueden justificarse.
El príncipe Andréi, que evidentemente había querido dulcificar las impertinencias de Pierre, se levantó para salir e hizo una señal a su esposa.
En eso, el príncipe Hipólito se puso en pie, detuvo a todos, les rogó con un ademán que se sentaran y dijo:
–Ah! Aujourd’hui on m’a raconté une charmante anecdote moscovite; il faut que je vous en régale. Vous m’excusez, vicomte, il faut que je la raconte en russe. Autrement on ne sentira pas le sel de l'histoire. 51
Y el príncipe Hipólito se puso a hablar en ruso, con el acento de los franceses que han pasado un año en Rusia.
Y tanta era la vivacidad e insistencia con que solicitaba atención que todos se detuvieron.
–En Moscú hay una señora muy avara, une dame. Tenían que seguirla dos valets de pied 52tras la carroza, y ambos de buena estatura; así le gustaba. También tenía una femme de chambre todavía más alta. Dijo...
Aquí el príncipe Hipólito se paró a pensar; se veía que tropezaba con dificultades.
–Dijo... sí, dijo: “Muchacha (à la femme de chambre), ponte la livrée y sigue tras la carroza faire des visites” 53.
El príncipe Hipólito rompió en este punto en una carcajada antes de que sus oyentes encontraran motivos de reírse, lo que produjo una impresión desfavorable para el narrador. A pesar de todo, algunas personas —y entre ellas la señora de edad y Anna Pávlovna– sonrieron.
–Salió la dama. De pronto se alzó mucha ventolera y la muchacha perdió su sombrero. Sus cabellos largos se despeinaron...
No pudo contenerse más y terminó entre risas convulsas:
Y todos lo supieron...
Así concluyó la anécdota. Y aun cuando nadie comprendía por qué había de contarla precisamente en ruso, Anna Pávlovna y los demás apreciaron el tacto mundano del príncipe Hipólito, quien puso un final grato a las desagradables y poco amables opiniones de Pierre. Las conversaciones, después de la anécdota, se redujeron a breves y dispersos comentarios sobre el baile o espectáculo pasado y futuro, y sobre el lugar y día en que volverían a verse.
V
Los invitados comenzaron a retirarse, agradeciendo a Anna Pávlovna la charmante soirée.
Pierre era desmañado, grueso, de una estatura superior a la corriente, ancho, con enormes manos rojas; no sabía entrar en un salón y menos salir de él, no sabía decir unas palabras especialmente amables antes de despedirse. Además, era distraído. Al levantarse tomó, confundiéndolo con su sombrero, el emplumado tricornio de un general y lo retuvo, tirando de las plumas, hasta que su dueño le rogó que se lo devolviera. Pero estas distracciones y el no saber cómo entrar en un salón ni comportarse en él estaban compensados en Pierre por su expresión de bondad, sencillez y modestia. Anna Pávlovna se volvió hacia él para expresarle con cristiana dulzura su perdón por las opiniones expresadas y lo despidió diciendo:
–Espero que volvamos a vemos y también que modifique sus ideas, querido monsieur Pierre.
Pierre no respondió palabra, se inclinó y mostró a todos su sonrisa que nada quería decir, o tal vez expresaba que “las opiniones son opiniones, pero todos veis que soy un excelente y simpático muchacho”. Y todos, hasta Anna Pávlovna, lo comprendieron aun contra su voluntad.
El príncipe Andréi salió al vestíbulo. Mientras ofrecía los hombros al lacayo que le ponía la capa, escuchaba con indiferencia las bromas de su mujer y el príncipe Hipólito, que salían también. El príncipe Hipólito estaba junto a la bonita princesa encinta y la miraba con insistencia a través de sus impertinentes.
–Retírese, Annette, que puede resfriarse dijo la pequeña princesa despidiéndose de Anna Pávlovna. —C'est arreté 54—añadió en voz baja.
Anna Pávlovna había logrado hablar con Lisa de su proyecto de matrimonio entre Anatole y la cuñada de la pequeña princesa.
–Cuento con usted, querida– dijo Anna Pávlovna también en voz baja. —Escríbale y ya me dirá comment le père envisagera la chose. Au revoir 55– y abandonó el vestíbulo.
El príncipe Hipólito se acercó a la pequeña princesa, e inclinando el rostro hasta acercarlo al de ella, susurró algunas palabras.
Dos lacayos, el suyo y el de la princesa, esperaban, con un abrigo y un chal, a que terminaran de hablar y escuchaban la conversación en francés, incomprensible para ellos, como si la entendieran, pero sin querer demostrarlo. Como siempre, la princesa hablaba sin dejar de sonreír y escuchaba riendo.
–Estoy contento de no haber ido a la fiesta del embajador– decía el príncipe Hipólito. —Son aburridísimas... Brillante velada, ¿verdad?
–Dicen que el baile resultará precioso– replicó la princesa, alzando su labio superior ligeramente sombreado por el vello. —Estarán las damas más bellas de la sociedad.
–No todas, puesto que no estará usted, no todas– dijo el príncipe Hipólito, riendo alegremente; después, tomando el chal de manos del lacayo, se lo puso él mismo a la princesa.
Por distracción o voluntariamente (nadie podría saberlo) prolongó durante algún tiempo aquel gesto, sin retirar sus manos después de colocarle el chal: parecía que la estaba abrazando.
La princesa se apartó con gracia sin dejar de sonreír, se volvió y miró a su marido. El príncipe Andréi tenía los ojos entornados: parecía cansado y somnoliento.
–¿Ya está usted dispuesta?– preguntó a su mujer, envolviéndola por entero con su mirada.
El príncipe Hipólito se puso rápidamente el abrigo, que según la moda de entonces le llegaba hasta los talones, entorpeciéndolo, y bajó corriendo la escalera, tras la princesa, a la que un lacayo ayudaba a subir al carruaje.
–Princesse, au revoir– gritó, tropezando con las palabras lo mismo que con los pies.
La princesa, recogiendo el vestido, se perdió en la oscuridad de la carroza; su marido se ajustó el sable. El príncipe Hipólito, con el pretexto de ayudar, molestaba a todos.
–¿Me permite, señor?– dijo con tono desabrido el príncipe Andréi, dirigiéndose en ruso al príncipe Hipólito, que le impedía el paso.
–Te espero, Pierre– añadió después, la misma voz pero afable y cariñosa.
El cochero tiró de las riendas y el carruaje se puso en movimiento. El príncipe Hipólito reía convulsionadamente en el zaguán esperando al vizconde, a quien había prometido llevar a su casa.
—Eh bien, mon cher, votre petite princesse est très bien, tres bien– dijo el vizconde, acomodándose en el coche. —Mais très bien– y se besó las puntas de los dedos. —Et tout à fait française. 56
Hipólito resopló y se echó a reír.
–Et savez-vous que vous êtes terrible avec votre petit air innocent– continuó el vizconde. —Je plains le pauvre mari, ce petit officier, qui se donne des airs de prince régnant. 57
Hipólito volvió a resoplar y dijo sin dejar de reír:
–Et vous disiez que les dames russes ne valaient pas les dames françaises. Il faut savoir s’y prendre. 58
Pierre, que había llegado el primero, entró en el despacho del príncipe Andréi como persona de confianza y en seguida, como tenía por costumbre, se tumbó en el diván, tomó de la estantería el primer libro que le vino a mano (eran los Comentariosde César), lo abrió por la mitad y, apoyándose en los codos, se puso a leer.
–¿Qué has hecho con mademoiselle Scherer? ¡Seguro que acabará por ponerse enferma de veras!– dijo el príncipe Andréi, entrando en el despacho al tiempo que frotaba sus manos blancas y delicadas.
Pierre se volvió con tanta brusquedad que hizo crujir el diván; miró alegremente al príncipe Andréi, sonrió y agitó la mano.
–No; el abate era interesantísimo, pero no comprende debidamente las cosas... Creo que la paz perpetua es posible, pero no sé cómo decirlo..., en todo caso, no mediante el equilibrio político...
Era evidente que al príncipe Andréi no le interesaba demasiado aquella conversación abstracta.
–Mon cher, no se puede decir siempre y en todas partes lo que uno piensa. Bien, ¿has decidido algo? ¿Entrarás en la caballería o serás diplomático?– preguntó el príncipe tras un instante de silencio.
Pierre se sentó en el diván, sobre sus piernas dobladas.
–Puede creerme que todavía no lo sé: ninguna de las dos cosas me gusta.
–Pero tendrás que decidirte a algo. Tu padre lo espera.
Pierre había sido enviado al extranjero a los diez años, acompañado de un abate como preceptor; allí permaneció hasta los veinte; y a su vuelta a Moscú, su padre licenció al abate y dijo al joven: “Ahora vete a San Petersburgo, mira bien y escoge: lo aceptaré todo; aquí tienes una carta para el príncipe Vasili y dinero; escríbeme con detalle y te ayudaré en lo que sea”. Pierre llevaba tres meses eligiendo carrera, pero no se decidía por ninguna. De esta elección le hablaba ahora el príncipe Andréi. Pierre se paso la mano por la frente.
–Pero seguramente es masón– dijo refiriéndose al abate de la velada.
–Todo eso son quimeras– lo atajó de nuevo el príncipe Andréi. —Ahora hablemos de tus asuntos. ¿Has estado en la caballería?
–No, no estuve; pero mire lo que he pensado y de ello quiero hablarle: ahora estamos en guerra contra Napoleón; si se tratara de una guerra por la libertad, lo comprendería y sería el primero en alistarme; pero ayudar a Inglaterra y Austria contra el hombre más grande del mundo... no está bien.
El príncipe Andréi se limitó a encogerse de hombros ante las infantiles palabras de Pierre; quería darle a entender que a semejante necedad no se podía responder. En realidad era difícil responder de otra manera a tan ingenua opinión.
–Si todos hicieran las guerras sólo por convicción, no habría guerras.
–¡Y eso sería admirable!– replicó Pierre.
El príncipe Andréi sonrió.
–Sí, es posible que fuera admirable, pero no ocurrirá jamás...
–Dígame– preguntó Pierre, —¿por qué va usted a la guerra?
–¿Por qué? No lo sé. Es necesario. Además, voy...– se detuvo un instante y prosiguió: —¡Voy porque la vida que llevo aquí no me gusta!
VI
En la estancia vecina se oyó un roce de ropas femeninas. El príncipe Andréi se sobresaltó como si acabara de despertarse y su rostro recobró la expresión que tenía en casa de Anna Pávlovna. Pierre quitó las piernas del diván. La princesa entró en el despacho. Ahora llevaba un vestido de casa, fresco, pero tan elegante como el otro. El príncipe Andréi se levantó y le acercó cortésmente una butaca.
La princesa habló, como siempre, en francés, mientras se acomodaba diligente y presurosa en el sillón.