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Guerra y paz
  • Текст добавлен: 5 октября 2016, 23:58

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Автор книги: Leon Tolstoi



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Para Kutúzov el armisticio era el único medio de ganar tiempo, permitir un descanso al fatigado destacamento de Bagration y proporcionar a los furgones y demás trenes regimentales (cuyo movimiento ignoraban los franceses) una jomada más, por lo menos, hacia Znaim. La propuesta de armisticio traía, pues, la única e inesperada posibilidad de salvar al ejército. Al recibir la noticia, Kutúzov mandó inmediatamente a Wintzingerode, general ayudante de campo, al campamento enemigo: debía no sólo aceptar el armisticio, sino inclusive proponer condiciones de capitulación; mientras tanto, Kutúzov envió a sus ayudantes para que aceleraran todo lo posible el movimiento de los convoyes por el camino de Krems a Znaim; sólo el hambriento y extenuado grupo de Bagration debía permanecer inmóvil ante el enemigo, ocho veces más fuerte, cubriendo los movimientos de los trenes regimentales y de todo el ejército.

Las previsiones de Kutúzov se confirmaron, tanto con respecto a la capitulación propuesta —que no obligaba a nada y podía dar tiempo a que pasase cierta parte de convoyes– como también a su conjetura de que el error de Murat no tardaría en descubrirse. Apenas hubo recibido Bonaparte– que se encontraba en Schcenbrünn, a veinticinco kilómetros de Hollbrün– el informe de Murat y el proyecto de armisticio y capitulación, advirtió el engaño y escribió a Murat la siguiente carta:

Au prince Murat.

Schcenbrünn, 25 brumaire, an 1805,

à huit heures du matin.

No encuentro términos adecuados para expresarle mi descontento. Usted no manda más que mi vanguardia, y carece de poderes para concluir un armisticio sin órdenes mías. Me está haciendo perder el fruto de toda una campaña. Rompa inmediatamente el armisticio y marche contra el enemigo. Dirá que el general que ha firmado la capitulación no tenía facultades para hacerlo, y que no hay más que uno que las tenga: el emperador de Rusia.

Cuando el emperador de Rusia ratifique ese convenio, lo haré yo también; pero eso no es más que una añagaza. Avance, destruya al ejército ruso... Está en condiciones de apoderarse de su bagaje y su artillería.

El ayudante de campo del emperador de Rusia es un... Los oficiales no son nada cuando no tienen poderes; y ése no los tenía... Los austríacos se dejaron engañar en el paso del puente de Viena y usted se deja engañar por un ayudante de campo del Emperador.

Napoleón

El ayudante de campo de Bonaparte corrió a todo galope con esta terrible carta para Murat. Napoleón, a su vez, sin confianza en sus generales, se puso en marcha con toda su guardia hacia el campo de batalla temiendo que se le escapara la víctima que tenía a mano. Los cuatro mil hombres de Bagration encendían alegremente hogueras, se secaban, se calentaban, preparaban el rancho por primera vez después de tres días. Y ninguno de ellos sabía ni sospechaba lo que iba a ocurrir.

XV

Pasadas las tres de la tarde, el príncipe Andréi, que había insistido en su petición, llegaba a Grunt y se presentaba a Bagration. El ayudante de campo de Napoleón aún no había llegado al destacamento de Murat y la batalla estaba por comenzar. En el campamento de Bagration no se sabía nada de lo que ocurría; se hablaba de paz, pero sin creer en su posibilidad. Se hablaba de la batalla, en cuya inminencia tampoco se creía.

Bagration, que conocía a Bolkonski como el ayudante de campo favorito y hombre de confianza del general en jefe, lo recibió con especial distinción y benevolencia. Le explicó que probablemente la batalla iba a librarse aquel mismo día o al siguiente y lo dejó en libertad para quedarse junto a él durante la acción, o en la retaguardia, para vigilar el orden durante la retirada, “lo que también era muy importante”.

–De todos modos, creo que no será hoy– dijo Bagration, como para tranquilizar a Bolkonski.

“Si es uno de esos mequetrefes del Estado Mayor enviado para recibir una condecoración, la ganará igualmente en la retaguardia; y si se quiere quedar conmigo, que se quede... Si es un oficial valiente, me será útil”, pensaba Bagration. El príncipe Andréi no replicó nada y pidió permiso para recorrer la línea y examinar la disposición de las tropas para, en caso de ataque, saber adónde era necesario acudir. El oficial de servicio, hombre apuesto, vestido con elegancia, que llevaba una sortija adornada con un diamante en el índice y hablaba mal —pero de buena gana– el francés, se ofreció para acompañar al príncipe Andréi.

Por todas partes se veían oficiales con la ropa calada y rostros sombríos, como buscando algo, y soldados que traían de la aldea puertas, bancos y vallas.

–Ya lo ve, príncipe; no podemos desembarazarnos de esta gente– dijo el oficial, señalando a los soldados. —Los jefes son demasiado débiles. Mire– y le mostraba la tienda de un cantinero, —ahí se juntan y pasan el tiempo. Esta mañana los eché a todos y ya ve, de nuevo está lleno. Debemos acercarnos, príncipe, y darles un grito; sólo es un momento.

–Entremos; comeré un poco de pan y queso– dijo el príncipe Andréi, que aún no había probado bocado.

–¿Por qué no me lo ha dicho, príncipe? Habría compartido con usted el pan y la sal.

Descabalgaron y entraron en la tienda del cantinero. Algunos oficiales, sentados ante las mesas, con los rostros encendidos y fatigados, comían y bebían.

–¿Qué significa esto, señores?– dijo el oficial de Estado Mayor con el tono reprobatorio de quien ya ha repetido la misma cosa demasiadas veces. —No pueden abandonar sus puestos. El príncipe ha ordenado que no haya aquí nadie. Y usted, señor capitán...– se dirigió a un capitán segundo de artillería, pequeño, sucio y flaco, que, descalzo, con los calcetines puestos (había entregado sus botas al cantinero para que se las secara), se puso en pie, sonriendo con poca naturalidad. —¿No le da vergüenza, capitán Tushin? prosiguió el oficial de Estado Mayor. —Creo que usted, como artillero, debería dar ejemplo... y usted sin botas. ¡Bien lo pasaría descalzo si tocasen alarma!– el aludido sonrió. —Vayan a sus puestos, señores... todos, todos añadió con tono autoritario.

El príncipe Andréi sonrió involuntariamente, mirando al capitán segundo Tushin, quien, sin decir palabra, pero también sonriendo, sosteniéndose alternativamente sobre uno y otro pie descalzo, miraba con sus ojos grandes, inteligentes y bondadosos ya al príncipe, ya al oficial de Estado Mayor.

–Los soldados aseguran que es más cómodo ir descalzo– dijo, sonriendo tímidamente, como deseando disimular su propio embarazo con una broma.

Pero todavía no había concluido cuando ya se dio cuenta de que su broma no caía bien y que nada tenía de graciosa. Entonces se aturdió del todo.

–Tenga la bondad de retirarse– dijo el oficial de Estado Mayor, tratando de conservar su seriedad.

El príncipe Andréi miró una vez más al pequeño artillero. Había en él algo especial, muy poco militar y un tanto cómico, pero sumamente atractivo.

El oficial de Estado Mayor y el príncipe Andréi volvieron a montar y se alejaron.

A la salida de la aldea, después de cruzarse con soldados y oficiales de diversas armas, vieron a la izquierda las fortificaciones que se estaban abriendo en un terreno de arcilla rojiza: los soldados de algunos batallones, en mangas de camisa, a pesar del viento frío, trajinaban como blancas hormigas; por detrás del terraplén, manos invisibles arrojaban sin descanso paletadas de tierra rojiza. Se acercaron a la fortificación, la inspeccionaron y siguieron adelante. Detrás de ella dieron con algunas docenas de soldados que se turnaban sin descanso y bajaban corriendo. Hubieron de taparse la nariz y poner al trote los caballos para escapar lo antes posible de aquella atmósfera pestilente.

–Voilà l’agrément des camps, monsieur le prince– dijo el oficial de servicio. 184

Salieron a la montaña opuesta, desde la cual ya se veía a los franceses. El príncipe Andréi se detuvo a observar.

–Aquí tenemos una batería nuestra– dijo el oficial de Estado Mayor, indicando el punto más alto; —la manda aquel tipo estrafalario que estaba descalzo. Desde allí se ve todo bien; vamos, príncipe.

–Se lo agradezco mucho, pero ahora puedo seguir solo– dijo el príncipe Andréi, que deseaba desembarazarse del oficial. —No se moleste más, por favor.

Se alejó el oficial y el príncipe Andréi quedó solo.

Conforme se acercaba al enemigo, más ordenado y alegre era el aspecto de las tropas. Por la mañana había pasado por delante de Znaim, a diez kilómetros de los franceses, y lo había encontrado desordenado, abatido. También en Grunt podía observarse cierta inquietud y temor. Pero ahora, cuanto más cerca estaban los franceses, más seguras parecían las tropas rusas. Los soldados, con sus capotes, estaban formados en filas, y el sargento y el capitán contaban a sus hombres colocando el dedo en el pecho del último de cada sección y ordenándole que levantara el brazo. Otros soldados, desparramados por todo el espacio, llevaban ramas y leños para construir sus barracas; lo hacían entre risas y alegres comentarios; junto a las hogueras, unos vestidos y otros desnudos, reparaban el calzado y los capotes o secaban camisas y peales, agrupándose en torno a las marmitas y a los cocineros. En una compañía la comida estaba lista y los soldados miraban con avidez los humeantes calderos, esperando a que el oficial, sentado sobre un tronco delante de su chabola, probara el rancho que el sargento furriel había llevado en una escudilla de madera.

En otra compañía, más afortunada pues no todas tenían vodka, los soldados rodeaban a un corpulento furriel, picado de viruelas, quien, inclinando el barrilete, vertía en las tapas de las escudillas que le iban poniendo abajo la ración fijada. Los soldados acercaban con beatitud los labios, vaciaban la tapa y después, enjuagándose la boca, se limpiaban con la manga del capote y se alejaban alegres del furriel. En todos los rostros había la misma tranquilidad, como si todo aquello no se hiciera a la vista del enemigo y antes de una acción en la que medio destacamento, al menos, había de morir, sino en algún lugar de Rusia con la perspectiva de un tranquilo descanso.

Después de recorrer el regimiento de cazadores y las filas de los granaderos de Kiev, entregados todos a las mismas pacíficas faenas, el príncipe Andréi, no lejos del gran barracón del comandante del regimiento, que sobresalía entre los demás, se encontró con una sección de granaderos, ante la que yacía un hombre con el torso desnudo. Dos soldados lo sujetaban y otros dos, en alto las flexibles varas, golpeaban rítmicamente su espalda desnuda. El castigado gritaba de un modo que no parecía natural. Un comandante corpulento iba de un lado a otro y repetía, sin prestar atención a los gritos:

–Es vergonzoso que un soldado robe. El soldado debe ser honesto, noble y valiente, y si roba a sus compañeros, no tiene honor, es un canalla. ¡Más! ¡Más!

Y seguían los golpes de las varas flexibles y los gritos desgarradores. Pero fingidos.

–¡Más! ¡Más!– decía el comandante.

Un joven oficial se apartó con gesto de perplejidad y dolor ante aquella escena y se volvió hacia Bolkonski con una mirada interrogadora.

El príncipe Andréi, llegado a las avanzadas, siguió a lo largo de la línea del frente. Las líneas francesas y rusas se hallaban bastante separadas a derecha e izquierda, pero en el centro, donde por la mañana estuvieron los parlamentarios, ambos frentes se acercaban hasta tal punto que era posible distinguir las caras y hablar entre sí. Además de los soldados que ocupaban sus puestos, a uno y otro lado, había grupos de curiosos que miraban sonrientes a aquel enemigo tan raro y extraño.

Ya desde las primeras horas de la mañana, y a pesar de la prohibición de acercarse a las líneas, los oficiales no podían librarse de esos curiosos. Los soldados de las avanzadas, como quien observa algo original, ya no se fijaban en los franceses sino que miraban a los grupos de curiosos y esperaban aburridos a que llegara la hora del relevo. El príncipe Andréi se detuvo para observar al enemigo.

–Mira, mira– dijo un soldado a otro, señalándole a un fusilero ruso que acompañado de un oficial se acercaba a la línea y hablaba animadamente con un granadero francés. —¡Hay que ver cómo parlotea! Ni el francés puede seguirlo. ¡A ver tú, Sídorov!

–Espera, déjame escuchar. ¡Qué bien lo hace!– declaró Sídorov, que tenía fama de hablar muy bien el francés.

El soldado a quien señalaban era Dólojov. Lo reconoció el príncipe Andréi y prestó atención a lo que decía. Dólojov venía a las avanzadas con su capitán desde el flanco izquierdo, donde estaba su regimiento.

–¡Siga, siga!– lo animaba su jefe, inclinándose y tratando de no perder ni una palabra aunque le era incomprensible. —¡No dejes de hablar, por favor! ¿Qué dice?

Dólojov no contestó al capitán; discutía apasionadamente con el granadero francés. Trataban, naturalmente, de la campaña. El francés confundía a los rusos con los austríacos y afirmaba que los rusos se habían rendido y huían desde Ulm. Dólojov le aseguraba que los rusos nunca se habían rendido y que, por el contrario, batían a los franceses.

–Si nos ordenan que os arrojemos de ahí, lo haremos– decía Dólojov.

–Tened cuidado de que no os copemos con todos vuestros cosacos– replicó el granadero francés.

Los espectadores franceses rieron.

–On vous fera danser 185como bailasteis con Suvórov– dijo Dólojov.

–Qu’est-ce-qu’il chante?– preguntó un francés. 186

De l’histoire ancienne– respondió, creyendo que se trataba de guerras pasadas. —L’Empereur va lui faire voir a votre Souvara, comme aux autres... 187

–Bonaparte...– empezó a decir Dólojov; pero el francés lo interrumpió.

–¡No hay tal Bonaparte! ¡Es el Emperador! Sacré nom... gritó furioso.

–¡El diablo se lleve a vuestro Emperador!

Y Dólojov añadió en ruso groseras injurias propias de un soldado. Después, alzando su fusil, se alejó de allí.

–Vámonos, Iván Lúkich– dijo al capitán.

–Bien se explica en francés– dijeron algunos soldados. —A ver tú, Sídorov.

Sídorov hizo un guiño y volviéndose a los franceses empezó a lanzar rápidamente una sarta de incomprensibles palabras.

–Capí, malá, tafá, safí, muter, cascá...– dijo procurando dar a su voz una entonación expresiva.

–¡Ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja! ¡Vaya, vaya!– rieron los soldados con tan franca hilaridad que la carcajada cruzó la línea y contagió a los mismos franceses, después de lo cual sólo quedaba, al parecer, descargar las armas, volar las cargas y volverse cuanto antes a sus casas.

Pero los fusiles permanecieron cargados, las aspilleras de las casas y de las trincheras siguieron mirando tan amenazadoras como antes y los cañones, retirados del avantrén, estaban dispuestos a disparar unos a otros.

XVI

Tras haber recorrido toda la línea desde el flanco derecho hasta el izquierdo, el príncipe Andréi subió a la batería desde la cual, según le indicara el oficial del Estado Mayor, podía verse todo el futuro campo de batalla. Descabalgó y se detuvo junto a uno de los cuatro cañones, que estaba en la cumbre. Ante las piezas hacía su guardia un centinela, que quedó firme al acercarse el oficial; pero, a una señal de éste, siguió su paseo monótono y aburrido. Detrás de las piezas estaban los avantrenes y, más allá todavía, los caballos y las hogueras de los artilleros. A la izquierda, cerca del cañón situado en el extremo, había una pequeña chabola recién levantada desde la cual llegaban las animadas voces de los oficiales.

En efecto, desde la batería podía contemplarse casi la totalidad de las líneas rusas y buena parte de las enemigas. Precisamente enfrente de los cañones surgía, sobre una colina, el pueblo de Schoengraben. A derecha e izquierda del lugar, entre el humo de las hogueras, se veía en tres sitios el grueso de las tropas francesas; al parecer, la mayor parte de ellas estaban en la aldea misma y detrás de la montaña. Más a la izquierda, entre el humo, había algo parecido a una batería, pero a simple vista no se podía distinguir bien. El flanco derecho ruso estaba situado sobre una altura bastante abrupta que dominaba las posiciones francesas y la infantería rusa se hallaba dispuesta en lo más alto; en el extremo se veían los dragones. En el centro, donde estaba la batería de Tushin, desde la cual examinaba las posiciones el príncipe Andréi, la pendiente era más suave y conducía directamente al arroyo que separaba a los rusos de Schoengraben. A la izquierda, las tropas rusas estaban cerca del bosque, cuyos árboles talaban los infantes para hacer leña. La línea francesa, más ancha que la rusa, permitía suponer que los franceses podrían rebasarla fácilmente por ambos lados. Detrás de las líneas rusas, un barranco profundo y abrupto dificultaba cualquier retirada de la caballería y la artillería. El príncipe Andréi, apoyado en el cañón, había sacado su cuaderno de notas y trazaba para sí la disposición de las tropas. En dos lugares hizo varias anotaciones a lápiz, con intención de comunicárselas a Bagration. Pensó, ante todo, concentrar toda la artillería en el centro y después hacer que la caballería retrocediese a la otra parte del barranco. El príncipe Andréi, que siempre había estado junto al general en jefe y siguiendo los movimientos de las masas y las disposiciones generales, ocupándose de la descripción histórica de los combates, sólo veía en la acción que se avecinaba las líneas generales de las operaciones futuras. Únicamente concebía dos grandes casualidades: “Si el enemigo comienza su ataque por el flanco derecho —se decía—, el regimiento de granaderos de Kiev y el de cazadores de Podolsk deberán mantener sus posiciones hasta que las reservas del centro lleguen en su auxilio. En ese caso, los dragones podrán atacar el flanco y batir al enemigo. Si el ataque se produce por el centro, situaremos en esa altura la batería central, y bajo su protección, concentraremos el flanco izquierdo y retrocederemos en forma escalonada hasta el barranco”.

Desde que se acercó a la batería y quedó apoyado en el cañón, oía constantemente las voces de los oficiales que hablaban en la chabola, aunque las palabras, como suele suceder, resbalaran sin que él penetrara en su sentido. De pronto llegó el eco de una voz de tonos tan cordiales que sin darse cuenta prestó oído.

–No, amigo– decía esa voz agradable y que pareció conocida al príncipe Andréi. —Yo digo que si fuera posible saber lo que hay después de la muerte, ninguno de nosotros tendría miedo a morir. Así es, querido.

Otra voz, más juvenil, lo interrumpió:

–Tenga uno miedo o no, es lo mismo, no se puede evitar.

–¡Sin embargo siempre se siente miedo!– interrumpió una tercera voz más enérgica. —Vosotros, los artilleros, sí que sois sabios, y lo sois porque podéis llevar de todo, vodka y aperitivos.

Y el de la voz enérgica, al parecer un oficial de infantería, rompió a reír.

–Y sin embargo se tiene miedo– continuó la primera voz. —Miedo a lo desconocido, eso es. Por mucho que digan que el alma irá al cielo... Bien sabemos que no hay cielo, que todo es atmósfera...

De nuevo lo interrumpió la voz enérgica:

–Bueno, convídanos a tu vodka, Tushin.

"¡Ah! Es aquel capitán que estaba en la cantina sin botas”, pensó el príncipe Andréi, reconociendo con placer la agradable voz del que filosofaba.

–Eso se puede– dijo Tushin. —Pero comprender la vida futura...– No concluyó.

Un silbido, que se hacía cada vez más rápido y fuerte conforme se acercaba, cruzó el aire, y un proyectil, como si no hubiera dicho todo lo necesario, se hundió, cerca de la chabola en la tierra, haciéndola gemir con su terrible estallido. En aquel mismo instante el pequeño Tushin, con la pipa en un ángulo de la boca, salió velozmente, el primero de todos, fuera de la chabola. Su rostro, bondadoso e inteligente, estaba un poco pálido. Detrás salió el de la voz enérgica, un apuesto oficial de infantería, que corrió hacia su compañía abotonándose el uniforme por el camino.

XVII

El príncipe Andréi, a caballo, se quedó en la batería, contemplando el humo del cañón que había disparado el proyectil. Sus ojos recorrieron el vasto horizonte. Vio que las tropas francesas, inmóviles hasta entonces, se movían ahora y que, a la izquierda, había, en efecto, una batería. El humo del disparo no se había disipado aún. Dos jinetes franceses, posiblemente dos ayudantes de campo, galopaban por la montaña. Al pie de ella, seguramente para reforzar las avanzadas, marchaba una pequeña columna enemiga claramente visible. Aún no había desaparecido el humo del primer disparo cuando ya se veía otro humo y se oía el segundo cañonazo. Comenzaba la batalla. El príncipe Andréi volvió grupas y se lanzó al galope por el camino de Grunt en busca del príncipe Bagration. A sus espaldas no dejaban de oírse los cañonazos, cada vez más fuertes y frecuentes. La batería rusa empezaba a contestar. Abajo, hacia la parte por donde cruzaron los parlamentarios, se oía fuego de fusiles.

Lemarrois acababa de entregar a Murat la amenazante carta de Bonaparte, y Murat, avergonzado y deseoso de reparar su error, avanzó de inmediato sus tropas desde el centro para rebasar los dos flancos, con la esperanza de aplastar, antes del anochecer y de que llegara al Emperador, el insignificante destacamento que tenía delante.

"¡Ha comenzado! ¡Ya estamos combatiendo!”, pensó el príncipe Andréi, sintiendo que la sangre afluía con fuerza a su corazón. "¿Pero dónde? ¿Dónde estará mi Toulon?”

Al pasar ante las compañías en las que un cuarto de hora antes había visto a los soldados comiendo su rancho y bebiendo vodka, vio por todas partes los mismos rápidos movimientos, los soldados formaban filas y cogían sus fusiles; en todos los rostros brillaba la misma excitación que sentía su corazón. “¡Ha comenzado! ¡Estamos combatiendo! ¡Es terrible y alegre a la vez!”, parecía decir el rostro de cada soldado y de cada oficial.

Antes de llegar al parapeto en construcción vio, a la luz de aquel brumoso día otoñal, a varios jinetes que se le acercaban. El primero de ellos, con capa de fieltro caucasiano y gorro de astracán, montado en caballo blanco, era el príncipe Bagration. Bolkonski se detuvo y esperó. El príncipe Bagration detuvo también el caballo y, reconociendo a Bolkonski, lo saludó con un movimiento de cabeza. Continuó con los ojos fijos delante de sí mientras el príncipe Andréi le daba cuenta de todo lo que había observado.

La expresión de “ha comenzado, ya estamos combatiendo” se dibujaba también en el rostro bronceado del príncipe Bagration; tenía los ojos semicerrados y turbios, como si no hubiera dormido bien. El príncipe Andréi miró aquel rostro inmóvil con curiosidad inquieta; habría querido saber si aquel hombre sentía y pensaba lo mismo que él en aquel momento. “¿Hay algo detrás de ese semblante inmóvil?”, se preguntó. El príncipe Bagration inclinó la cabeza en señal de asentimiento a lo que explicaba el príncipe Andréi y dijo: “Está bien”, como dando a entender que cuanto le contaba y todo lo que estaba sucediendo era precisamente lo que él había previsto. El príncipe Andréi, jadeante a causa de la veloz galopada, hablaba rápidamente. Bagration, con su acento georgiano, lo hacía con extrema lentitud, tratando de manifestar, tal vez, que no había motivos para precipitarse. Puso, sin embargo, su caballo al trote hacia la batería de Tushin. El príncipe Andréi lo siguió con los oficiales del séquito: el ayudante personal del príncipe, Zherkov, ordenanza, el oficial de servicio del Estado Mayor, que montaba un magnífico potro inglés, y un funcionario civil, un auditor, que, movido por la curiosidad, había pedido permiso para asistir a la batalla. El auditor, un señor grueso, de rostro también grueso, sonrisa alegre e ingenua, miraba alrededor, bamboleándose sobre su caballo, con su abrigo de camelote. Montado sobre una silla militar, resultaba extraño entre los uniformes de los húsares, cosacos y ayudantes de campo.

–Ya ve, desea ver una batalla– dijo Zherkov a Bolkonski, indicándole al auditor, —y ya le duele la boca del estómago.

–Ea, basta de bromas– sonrió resplandeciente el auditor, ingenuo y malicioso a la vez, como si se sintiera lisonjeado por ser objeto de las bromas de Zherkov o se esforzase en parecer más estúpido de lo que en realidad era.

–Très drôle, mon monsieur prince 188– dijo en francés el oficial de servicio del Estado Mayor. (Recordaba que el título de príncipese decía en francés de una manera especial, pero no atinaba con la fórmula.)

Cuando se acercaban a la batería de Tushin, delante de ellos cayó un proyectil.

–¿Qué ha caído ahí?– preguntó el auditor sonriendo cándidamente.

–Son galletas francesas– respondió Zherkov.

–¡Ah! ¿Y con eso matan?—preguntó el auditor. —¡Qué miedo!

Parecía radiante de júbilo. Apenas había pronunciado estas palabras cuando por segunda vez se oyó un horrible e inesperado silbido como si el proyectil cayera en algo líquido y el cosaco que iba a la derecha, un poco detrás del auditor, se desplomó con su montura. Zherkov y el oficial de servicio, doblándose sobre sus sillas, desviaron los caballos. El auditor se detuvo junto al cosaco y lo miraba con atenta curiosidad. El cosaco estaba muerto, pero el caballo se agitaba aún.

El príncipe Bagration miró entornando los ojos y, viendo la causa de lo sucedido, volvió la cabeza con gesto de indiferencia, como diciendo: “No vale la pena ocuparse de esas pequeñeces”. Detuvo el caballo con pulso de buen jinete, se inclinó un poco y enderezó la espada, que se le había enganchado en la capa. Se trataba de una espada antigua, distinta de las que entonces se llevaban. Andréi recordó haber oído que Suvórov, en Italia, había regalado su espada a Bagration, y ese recuerdo, en aquel instante, le fue especialmente grato. Se acercaron a la batería desde la cual Bolkonski había examinado el campo de batalla.

–¿Quién manda esta compañía?– preguntó el príncipe Bagration a un suboficial que estaba junto a las cajas de munición.

Preguntaba "¿Quién manda esta compañía?”, pero en realidad lo que preguntaba era: “¿No tenéis miedo por aquí?”. Así lo entendió el suboficial.

–Es la compañía del capitán Tushin, Excelencia– dijo el artillero, un pelirrojo lleno de pecas.

–Bien, bien– respondió Bagration sumido en sus pensamientos; pasó a lo largo de los avantrenes y se acercó al cañón situado en el extremo.

En aquel momento ese cañón disparó, ensordeciendo a Bagration y a su séquito. Entre el humo pudo verse a los artilleros que lo empujaban con grandes esfuerzos para volverlo a su sitio. El servidor número uno, de anchas espaldas, que sostenía el escobillón, se colocó junto a la rueda con las piernas muy abiertas; el número dos, con manos temblorosas, metía la carga en la boca del cañón; y un hombre cargado de espaldas, el pequeño oficial Tushin, tropezando en el afuste de la pieza, avanzó sin ver al general y se quedó mirando, haciendo visera con su mano.

–Añade otras dos líneas y vendrá justo– gritó con su fina voz, tratando de darle una gallardía que no cuadraba con su persona. —¡Pieza número dos!– añadió. —¡Fuego, Medvédiev!

Bagration llamó. Tushin, quien, con movimiento tímido y torpe, saludó, no como saludan los militares sino como bendicen los sacerdotes, se acercó al general, llevándose tres dedos a la visera. Aunque los cañones estaban destinados a disparar sobre la vaguada, Tushin cubría de bombas incendiarias la aldea de Schoengraben, de donde salían los franceses en grandes grupos.

Nadie había ordenado a Tushin hacia dónde y con qué proyectiles debía tirar, pero él, después de consultarlo con el sargento mayor Zajárchenko, al que tenía en gran estima, decidió que sería conveniente incendiar la aldea. “Está bien”, dijo Bagration en respuesta al informe que le hiciera el oficial; y como calculando alguna cosa, se puso a examinar todo el campo de batalla que se presentaba delante. Los franceses se acercaban cada vez más por el ala derecha. Al pie del altozano se hallaba el regimiento de Kiev; en la vaguada se oían nutridas descargas de fusilería; y mucho más a la derecha, lejos de donde estaban los dragones, un oficial del séquito indicó al príncipe una columna francesa que rebasaba el flanco ruso. A la izquierda el horizonte estaba limitado por un bosque bastante próximo. El príncipe Bagration dio órdenes a dos batallones del centro para que fueran a reforzar el flanco derecho. El oficial del séquito se atrevió a objetar que al marcharse los dos batallones las baterías quedarían al descubierto. El príncipe Bagration se volvió y se lo quedó mirando en silencio con sus ojos inexpresivos. Al príncipe Andréi le parecía justa e indiscutible la observación del oficial. Pero en aquel instante llegó el ayudante del jefe del regimiento, apostado en la vaguada, con la noticia de que enormes masas de tropas francesas avanzaban por la parle baja y que el regimiento, en desorden, se replegaba hacia los granaderos de Kiev. El príncipe Bagration inclino la cabeza en señal de aprobación y asentimiento. Se dirigió al paso hacia la derecha y envió a los dragones a un ayudante de campo con la orden de atacar a los franceses. Pero el ayudante de campo volvió media hora después con el anuncio de que el comandante del regimiento de dragones se había retirado más allá del barranco, porque el intenso cañoneo dirigido contra ellos le hacía perder muchos hombres inútilmente, por lo cual había ordenado a los tiradores que desmontaran y se internaran en el bosque.

–Está bien– dijo Bagration.

Mientras se alejaba de la batería, hacia la izquierda se oyeron también disparos en el bosque, y como la distancia hasta el flanco izquierdo era demasiado grande para llegar a tiempo, el príncipe Bagration envió a Zherkov con el encargo de decir al general que lo mandaba (el mismo que en Braunau presentó el regimiento a Kutúzov) que se retirara lo más pronto posible detrás del barranco, ya que el ala derecha no podría, probablemente, retener al enemigo durante mucho tiempo. Tushin y el batallón que cubría su batería quedaban olvidados. El príncipe Andréi escuchaba con atención las conversaciones del príncipe Bagration con los jefes y las órdenes que daba. Quedó muy sorprendido de que el príncipe no diese en realidad ninguna orden y de que solamente intentase hacer creer que todo cuanto sucedía por la fuerza de las circunstancias, por azar o por la iniciativa de los jefes subordinados a él no sucedía por orden suya, pero de acuerdo al menos con sus propias intenciones. Gracias al tacto que mostraba el príncipe Bagration, Bolkonski se dio cuenta de que, a pesar de la fatalidad de los hechos y de su independencia con respecto a la voluntad del jefe, su presencia lograba grandes resultados. Los oficiales superiores que se acercaban a Bagration con los rostros alterados volvían más serenos; soldados y oficiales lo saludaban con alegría; en su presencia cobraban ánimo y, al parecer, presumían ante él de su valentía.


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