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Guerra y paz
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Текст книги "Guerra y paz"


Автор книги: Leon Tolstoi



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La princesa Lisa, como un viejo caballo de batalla que oye el son de las trompetas, olvidaba inconscientemente su propio estado y se aprestaba al habitual galope de coquetería, sin intención alguna, impulsada tan sólo por una alegría ingenua y frívola.

Y aunque en presencia de las mujeres Anatole asumía de ordinario un aire de hombre cansado de su éxito con las mujeres, experimentaba un vanidoso placer al observar su influencia sobre las tres mujeres de Lisie-Gori. Por otra parte, empezaba a experimentar por la bonita e incitante mademoiselle Bourienne aquel sentimiento apasionado y bestial que con rapidez extraordinaria se adueñaba de él y lo empujaba a los actos más groseros y atrevidos.

Después del té pasaron a un salón e invitaron a la princesa a que tocara el clavicordio. Anatole se colocó delante de ella, junto a mademoiselle Bourienne, y sus ojos alegres y sonrientes miraban a la princesa María, quien, con emoción feliz y dolorosa a un tiempo, percibía su mirada. La sonata favorita la transportaba a un mundo íntimo y poético y aquellos ojos que sentía sobre sí añadían aún más poesía a ese universo.

Pero la mirada de Anatole, aunque posada en María, no se interesaba por ella, sino por los movimientos del pequeño pie de mademoiselle Bourienne, al que rozaba en ese instante con el suyo por debajo del clavicordio. También mademoiselle Bourienne miraba a la princesa, que leyó en sus bellos ojos una nueva expresión de alegría temerosa y de esperanza.

“¡Cuánto me quiere! ¡Qué feliz puedo llegar a ser con una amiga y un marido así! —pensó la princesa María y se repitió—: ¿Marido?”, sin atreverse a mirarlo y sintiendo su mirada fija en ella.

Por la noche, después de la cena, al separarse, Anatole besó la mano de la princesa. Ni ella misma supo cómo tuvo el valor de mirar de frente el bello rostro que se había aproximado a sus ojos miopes. Después, Anatole besó la mano de mademoiselle Bourienne (era una inconveniencia, ¡pero lo hizo con tanta seguridad y sencillez!); mademoiselle Bourienne enrojeció como una amapola y miró asustada a la princesa.

“Quelle délicatesse! Tal vez Amélie —así se llamaba mademoiselle Bourienne– piensa que estoy celosa y no aprecio su ternura y devoción para conmigo”, pensó la princesa María. Y se acercó a mademoiselle Bourienne para abrazarla con cariño. Anatole quiso besar la mano de Lisa.

–Non, non, non! Quand votre père m’écrira que vous vous conduisez bien, je vous donnerai ma main à baiser. Pas avant 216– dijo la pequeña princesa Lisa, y, levantando un dedo, salió sonriente de la sala.

V

Se separaron y, excepto Anatole, que se durmió en seguida, todos tardaron en conciliar el sueño aquella noche.

“¿Será posible que sea mi marido ese hombre desconocido, guapo y bueno? Sí, bueno, eso es lo principal”, pensaba la princesa María; y se adueñó de ella un miedo como muy raras veces había sentido. Tenía miedo de volver la cabeza; le parecía que había alguien detrás del biombo, en el rincón oscuro. Y ese alguien era él, el diablo, y él, ese hombre de frente blanca, cejas negras y labios sonrosados.

Llamó a la doncella y le pidió que durmiera en su habitación.

Aquella noche mademoiselle Bourienne paseó durante mucho tiempo en el invernadero, esperando en vano a alguien, unas veces sonriendo, otras conmovida hasta las lágrimas por las imaginarias palabras de la “pauvre mere”que le reprochaba su caída.

La pequeña princesa regañaba a la doncella porque no había preparado bien su lecho. No podía acostarse ni de espaldas ni de costado; en cualquier posición que tomara sentía una fastidiosa pesadez. Le molestaba el vientre. Todo le molestaba ahora más que nunca, porque la presencia de Anatole la transportaba a los días en que no estaba embarazada y todo era fácil y agradable. Estaba sentada en un sillón, con una simple chambra y su cofia de dormir; Katia, medio dormida, con la trenza suelta, sacudía y revolvía por tercera vez el pesado colchón de plumas, murmurando algo.

–Ya te decía que todo está lleno de bultos y hoyos– repetía Lisa. —Tengo sueño y no puedo dormir; no es culpa mía...– y su voz temblaba como la de un niño a punto de llorar.

Tampoco el viejo príncipe dormía. Tijón lo oía caminar y resoplar encolerizado. El príncipe se sentía ofendido no por él, sino por su hija; y era una ofensa más dolorosa porque no se trataba de él mismo, sino de la hija, a la que amaba más que a sí mismo. Se repetía que tendría que repasar todo aquel asunto y decidir lo que conviniera y fuera justo, pero no lo conseguía y se irritaba cada vez más.

“Al primero que se presenta se olvida de su padre y de todo. Corre, cambia de peinado, coquetea, parece otra. ¡Está contenta con dejar a su padre! Y sabía que yo me iba a dar cuenta. ¡Fr..., fr..., fr...! ¿No ve que aquel imbécil no mira más que a la Bourienne? (A ésta hay que echarla.) ¿Cómo puede tener tan poco orgullo para no comprenderlo? Si no lo hace por sí misma, al menos que lo haga por mí. Hay que hacerle ver que ese idiota ni siquiera piensa en ella, sino en la Bourienne. No tiene orgullo, pero yo le abriré los ojos...”

El viejo príncipe se daba cuenta de que, diciendo a su hija que estaba en un engaño y que Anatole no tenía otra intención que cortejar a la Bourienne, despertaría el amor propio de la princesa María, y su propia causa (el deseo de no separarse de su hija) vencería por fin. Se quedó tranquilo con este pensamiento; llamó a Tijón y empezó a desvestirse.

“El diablo los ha traído —pensaba, mientras Tijón cubría con el camisón su cuerpo senil y escuálido, lleno de vello gris en el pecho—. Yo no los he llamado. Vienen a turbar mi vida y no me queda mucha.”

–¡Al diablo!– exclamó mientras el camisón le cubría la cabeza.

Tijón conocía esa costumbre del príncipe de expresar, a veces, en voz alta sus pensamientos; por eso sostuvo con rostro impasible la mirada colérica e inquisitiva que apareció encima del camisón cuando éste se deslizó por el cuerpo.

–¿Se han acostado?– preguntó el príncipe.

Tijón, como buen lacayo, conocía por instinto la dirección de los pensamientos de su amo, y adivinó que preguntaba por el príncipe Vasili y su hijo.

–Sí, Excelencia. Se han dignado acostarse y ya apagaron las luces.

–No era necesario... No era necesario...– murmuró apresuradamente el príncipe. Y metiendo los pies en las pantuflas y los brazos en las mangas de la bata, se acercó al diván en que dormía.

Aunque nada se hubieran dicho, el príncipe Anatole y mademoiselle Bourienne se habían entendido bien en cuanto a la primera parte de la novela, hasta el momento en que aparece ma pauvre mere. Comprendían que tenían muchas cosas que decirse en secreto, y, por eso, a la mañana siguiente trataron de verse a solas. Mientras la princesa a la hora habitual iba al despacho de su padre, mademoiselle Bourienne se reunía con Anatole en el invernadero.

Aquel día la princesa se acercó a la puerta del despacho con un temor especial. Le parecía que todos sabían no sólo que ese día iba a decidirse su suerte, sino también lo que ella pensaba. Leyó esa expresión en el rostro de Tijón y en el del ayuda de cámara del príncipe Vasili, al que encontró en el pasillo cuando llevaba agua caliente para su amo y que la saludó con una profunda reverencia.

El viejo príncipe estaba aquella mañana extraordinariamente atento y cariñoso con su hija. La princesa María conocía bien esa expresión de obsequiosidad; era la misma que aparecía en su rostro cuando apretaba furiosamente los secos puños porque la princesa no comprendía algún problema de aritmética; se alejaba entonces de ella y, en voz baja, repetía una y otra vez las mismas palabras.

Sin perder un momento, abordó el tema, tratando de usted a su hija.

–Me han hecho una proposición que se refiere a usted– dijo con una sonrisa artificial. —Creo que habrá adivinado que el príncipe Vasili no ha venido ni ha traído consigo a su educando (no se sabe por qué, llamaba así al hijo) por mi cara bonita. Me han hecho una proposición que se refiere a usted, y puesto que conoce mis principios, a usted se la remito.

–¿Cómo debo entenderlo, mon père?– preguntó la princesa, palideciendo y enrojeciendo sucesivamente.

–¡Cómo entenderme!– gritó enfurecido. —El príncipe Vasili te encuentra a su gusto para nuera y te pide por esposa para su educando. Eso es lo que hay que entender. ¿Cómo? Eso soy yo quien te lo pregunta.

–Yo no sé, mon père, lo que usted...– murmuró la princesa María.

–¿Yo? ¿Yo? ¿Y quién soy yo? A mí déjeme aparte. Yo no soy el que va a casarse. Aquí lo que interesa es saber qué piensa usted.

La princesa se dio cuenta de que su padre veía con malos ojos aquella petición, pero pensó también que entonces iba a decidirse para siempre su porvenir. Bajó la mirada para no ver los ojos bajo cuya influencia se sentía incapaz de pensar y a los que no sabía —por pura costumbre– más que obedecer, y dijo:

–Sólo quiero una cosa: hacer su voluntad. Pero si hubiera de exponer mi deseo...

No pudo terminar.

El príncipe la interrumpió:

–¡Perfectamente!– gritó. —Te tomará con tu dote y de paso se llevará a mademoiselle Bourienne. Ella será su mujer y tú...

El príncipe se detuvo al advertir la impresión que producían esas palabras en su hija: la princesa bajó la cabeza, pronta a llorar.

–Vaya, vaya. No es más que una broma– dijo. —Ten presente cuál es mi principio: una hija tiene pleno derecho a escoger. Y tú estás en libertad de hacerlo. Recuerda una cosa: tu felicidad depende de esta decisión. En mí no tienes que pensar.

–Pero, yo no sé... mon père.

–¡No hablemos más! A él le ordenan que se case y se casa; lo haría, no sólo contigo sino con cualquiera... Pero tú, tú eres libres para escoger... Vete a tu habitación y medita. Vuelve dentro de una hora y, en su presencia, di sí o no. Sé que vas a rezar. Bien: reza, si te parece, pero creo que harías mejor en pensarlo. Ahora, vete.

Y mientras la princesa salía del despacho como envuelta en una espesa niebla, tambaleándose, el príncipe gritó a sus espaldas:

–¡Sí o no! ¡Sí o no! ¡Sí o no!

La suerte de la princesa estaba echada, y de un modo feliz. Pero la alusión a mademoiselle Bourienne en labios de su padre resultaba horrible. Suponiendo que no fuese cierta, no dejaba de ser terrible. No podía dejar de pensar en ello. Iba por el invernadero, sin ver ni oír nada, cuando, de improviso, el conocido murmullo de la voz de mademoiselle Bourienne la sacó de su abstracción. Levantó los ojos y vio, a dos pasos apenas de sí, a Anatole, que abrazaba a la francesa y le susurraba algo. Anatole, con una terrible expresión en su bello rostro, se volvió hacia la princesa, pero no dejó de ceñir en los primeros instantes la cintura de mademoiselle Bourienne, que aún no había visto a la princesa María.

“¿Quién está aquí? ¿Para qué? ¡Esperad!”, parecía decir el rostro de Anatole. La princesa María los miró en silencio. No alcanzaba a comprender. Por último, mademoiselle Bourienne lanzó un grito y echó a correr. Anatole, con una alegre sonrisa, saludó a la princesa, como invitándola a reírse de aquel extraño suceso, y, encogiéndose de hombros, se dirigió hacia la puerta que llevaba a sus habitaciones.

Una hora después se presentó Tijón para llamar a la princesa María. Le rogaba que fuera al despacho del príncipe, y añadió que el príncipe Vasili Serguéievich estaba ya en el mismo lugar. Cuando Tijón entró en la habitación de la princesa María, ésta permanecía sentada en el diván y tenía entre sus brazos a mademoiselle Bourienne, hecha un mar de lágrimas, y le acariciaba la cabeza dulcemente. Los bellísimos ojos de la princesa, radiantes y tranquilos, miraban con amor tierno y compasión el lindo rostro de mademoiselle Bourienne.

–Non, princesse, je suis perdue pour toujours dans votre coeur– decía mademoiselle Bourienne. 217

–Pourquoi? Je vous aime plus que jamais et je tâcherai de faire tout ce qui est en mon pouvoir pour votre bonheur– respondía la princesa. 218

–Mais vous me méprisez; vous si pure, vous ne comprendrez jamais cet égarement de la passion. Ah! ce n’est que ma pauvre mère... 219

–Je comprends tout 220– dijo la princesa, sonriendo tristemente. —Cálmese, amiga mía. Voy a ver a mi padre.

Y salió.

Cuando entró la princesa María, el príncipe Vasili estaba sentado, cruzadas sus largas piernas y con la tabaquera en la mano; una sonrisa enternecida brillaba en su rostro y parecía muy conmovido; como si lamentase y se burlase de su propia sensibilidad, se llevó a la nariz una pizca de tabaco.

–Ah, ma bonne, ma bonne!– dijo levantándose y tomando las manos de la princesa. Después suspiró y añadió: —Le sort de mon fils est en vos mains. Décidez, ma bonne, ma chère, ma douce Marie, que j’ai toujours aimée comme ma filie. 221

Se separó de ella. Una lágrima verdadera se asomó a sus ojos.

–¡Fr..., fr...!– refunfuñó el príncipe Nikolái Andréievich. —El príncipe te pide para esposa de su educando... de su hijo... ¿Quieres ser la esposa del príncipe Anatole Kuraguin, sí o no?– y repitió gritando: —Di sí o no. Yo me reservo el derecho de expresar después mi opinión. Sí, mi opinión y nada más– añadió el príncipe Nikolái Andréievich dirigiéndose al príncipe Vasili en respuesta a su expresión suplicante. —¿Sí o no?

–Mi deseo, mon père, es no abandonarlo nunca, no separar mi vida de la suya. No quiero casarme– dijo la princesa María resueltamente, mirando con sus bellos ojos al príncipe Vasili y a su padre.

–¡Bah! ¡Tonterías! ¡Tonterías! ¡Tonterías!– exclamó el príncipe Nikolái Andréievich frunciendo el ceño. Tomó a su hija por la mano, la atrajo a sí, pero no la besó; acercó su frente a la de ella y apretó tanto su mano que la princesa no pudo reprimir un grito.

El príncipe Vasili se había levantado.

–Ma chère, je vous dirai que c’est un moment que je n'oublierai jamais; mais, ma bonne, est-ce que vous ne nous donnerez pas un peu d’espérance de toucher ce coeur si bon, si généreux? Dites que peut-être... L’avenir est si grand. Dites peut-être. 222

–Príncipe, lo que he dicho es todo cuanto hay en mi corazón. Agradezco el honor que se me hace, pero no seré nunca la esposa de su hijo.

–Ea, se acabó, querido mío. Estoy muy contento de verte, muy contento– dijo el viejo príncipe. —Ahora, princesa, vete a tu habitación... Estoy contento, muy contento de verte– repitió abrazando al príncipe Vasili.

“Mi vocación es otra —pensaba la princesa María—. Mi vocación consiste en ser feliz con la felicidad de los demás, la felicidad del amor y del sacrificio. Y cueste lo que cueste haré la felicidad de la pobre Amelia. ¡Lo ama tan apasionadamente, es tan sincero su arrepentimiento! Haré todo lo posible para que se case con ella. Si él no es rico, le daré medios; pediré a mi padre, pediré a Andréi. ¡Es tan desgraciada, está tan sola, sin la ayuda de nadie! Me sentiré feliz cuando sea su mujer. ¡Y cómo debe amarlo, Dios mío, para haber llegado a olvidarse de sí misma hasta ese extremo! Quizá yo habría hecho lo mismo..."

VI

Hacía tiempo que la familia Rostov carecía de noticias de Nikolái. Sólo hacia la mitad del invierno llegó una carta, en cuyo sobre reconoció el conde la letra de su hijo. Con la carta en la mano, asustado, el conde corrió de puntillas a su despacho, y allí se encerró para leerla a solas. Anna Mijáilovna, enterada de la llegada de una carta (sabía todo cuanto sucedía en la casa), entró silenciosamente en el despacho del conde y se lo encontró con la carta en las manos, llorando y riendo.

Aunque sus asuntos estaban ya en orden, Anna Mijáilovna seguía viviendo con los Rostov.

–Mon bon ami?– preguntó tristemente, siempre dispuesta a compartirlo todo.

El conde sollozó con más fuerza.

–Nikóleñka... Una carta... herido, ma chère... ¡ha sido herido! mi pequeño... la condesa... ha sido promovido a oficial... ¡Bendito sea Dios! ¿Cómo se lo diré a la condesa?

Anna Mijáilovna tomó asiento a su lado y con el pañuelo enjugó las lágrimas del conde, la carta humedecida y las propias lágrimas; leyó la carta, tranquilizó al conde y aseguró que antes del almuerzo y la hora del té habría preparado a la condesa, y que después del té se lo contaría todo, con la ayuda de Dios.

Durante la comida Anna Mijáilovna habló de los rumores que corrían sobre la guerra y de Nikolái; preguntó dos veces cuándo se había recibido su última carta (aunque bien lo sabía) y dijo que era muy posible que aquel mismo día llegaran noticias suyas. A cada una de esas alusiones, cuando la condesa empezaba a mostrarse intranquila y miraba inquieta ya al conde, ya a Anna Mijáilovna, ésta desviaba hábilmente la conversación hacia temas insignificantes. Natasha, que entre todos los de su familia era la que mejor captaba los matices de entonación, de la mirada y del rostro, aguzó el oído desde el comienzo de la comida y se dio cuenta de que entre su padre y Anna Mijáilovna había algo referente a su hermano Nikolái, y que Anna Mijáilovna quería preparar el terreno. Y a pesar de su audacia (Natasha sabía bien con qué sensibilidad reaccionaba su madre ante todo lo que se refería a Nikolái), no se decidió a preguntar nada durante la comida; apenas probó bocado y no cesó de moverse en la silla, sin hacer caso de las observaciones de su institutriz. Terminada la comida, corrió hacia Anna Mijáilovna, a la que alcanzó en el despacho de su padre, y se le echó al cuello.

–¡Tita, cariño! ¡Dígame qué pasa!

–Nada, querida.

–No, no, tita, palomita, alma mía, tesoro, no la dejaré. Sé que sabe algo.

Anna Mijáilovna sacudió la cabeza.

–Vous êtes une fine mouche, mon enfant– le dijo. 223

–¿Hay carta de Nikóleñka? ¡A que sí!– exclamó Natasha, leyendo la respuesta afirmativa en el rostro de Anna Mijáilovna.

–Pero, por Dios, sé prudente. Ya sabes la impresión que puede causar a mamá.

–Seré prudente, tita, lo seré, pero cuénteme. Si no me cuenta, voy ahora mismo y lo digo.

Anna Mijáilovna le explicó brevemente el contenido de la carta, con la condición de que no se lo dijese a nadie.

–Palabra de honor– dijo la niña santiguándose. —No se lo diré a nadie.

Y corrió inmediatamente en busca de Sonia.

–Nikóleñka... herido... carta!– dijo con solemnidad y alegría.

–¡Nikolái!– exclamó Sonia, palideciendo.

Natasha, al advertir la impresión que producía en Sonia la noticia de la herida de su hermano, comprendió por primera vez todo el aspecto doloroso de aquella nueva.

Se precipitó hacia Sonia y la abrazó entre sollozos.

–Es una herida sin importancia... y lo han ascendido a oficial. Ahora está bien; la carta la escribe él mismo– decía gimoteando.

–Ya se ve que todas las mujeres sois unas lloricas– dijo Petia, que se paseaba por la habitación dando grandes zancadas. —Yo, en cambio, estoy muy contento de que mi hermano se haya distinguido así. ¡Sois unas lloricas y no comprendéis nada!

Natasha sonrió a través de las lágrimas.

–¿Tú no has leído la carta?– preguntó Sonia.

–No, pero me dijo que todo había pasado y ya es oficial.

–¡Gracias a Dios!– se santiguó Sonia. —Pero a lo mejor te ha engañado. Vamos a ver a maman.

Petia seguía sus paseos por la habitación.

–Si yo estuviera en el lugar de Nikóleñka, mataría todavía más franceses– dijo. —¡Son unos miserables! Mataría a tantos que haría una montaña.

–¡Cállate, Petia! Eres un idiota.

–El idiota no soy yo, sino vosotras, que lloráis por cualquier tontería.

–¿Te acuerdas de él?– preguntó de pronto Natasha, después de un corto silencio.

Sonia sonrió.

–¿Si me acuerdo de Nikóleñka?

–No, no es eso. ¿Lo recuerdas bien, del todo?– con su gesto quería dar un significado más serio a sus palabras. —También yo me acuerdo de Nikóleñka, en cambio de Borís no recuerdo nada.

–¿Qué dices? ¿No recuerdas a Borís?– preguntó Sonia con asombro.

–No es que no me acuerde. Sé cómo es, pero no lo recuerdo como a Nikóleñka... A él lo veo en cuanto cierro los ojos. A Borís, no– y cerró los ojos, como para confirmar lo que decía. —No, nada.

–¡Oh, Natasha!– exclamó apasionadamente Sonia, mirando con seriedad a su amiga, como si no la considerase digna de escuchar lo que quería decir y como si lo dijese a alguien con quien no se pudiera bromear. —Amo a tu hermano para siempre, y, suceda lo que suceda entre nosotros, no dejaré de amarlo toda la vida.

Natasha miraba con ojos asombrados y curiosos a Sonia y no dijo nada. Sentía que su amiga decía la verdad y que existía ese amor de que hablaba Sonia; pero ella no había experimentado aún nada semejante. Creía que pudiera existir, pero no lo comprendía.

–¿Le escribirás?– preguntó.

Sonia quedó pensativa. ¿Escribir a Nikolái? ¿Era necesario hacerlo? Esas preguntas la atormentaban. Ahora que era ya oficial y héroe herido en combate, ¿estaría bien eso de hacerse presente, como para recordarle sus promesas?

–No lo sé... Si él escribe, también lo haré yo– dijo ruborizándose.

–¿Y no te dará vergüenza escribirle?

Sonia sonrió.

–No.

–A mí me daría vergüenza escribir a Borís. No le escribiré.

–¿Por qué?

–No lo sé; me parece que no está bien. Me sentiría incómoda, tendría vergüenza.

–Yo sé por qué tendría vergüenza– dijo Petia, ofendido por la primera observación de Natasha. —Porque estuvo enamorada de aquel gordinflón con gafas.

Petia llamaba así a su homónimo, el nuevo conde Bezújov.

–Ahora está enamorada del cantante– se refería al profesor italiano de canto. —Por eso le daría vergüenza.

–Eres un tonto, Petia– dijo Natasha.

–No soy más tonto que tú, hermanita– dijo Petia desde la altura de sus nueve años como si fuera un viejo brigadier.

La condesa estaba ya preparada por las alusiones de Anna Mijáilovna durante la comida. Al retirarse a su habitación se sentó sin poder separar los ojos llenos de lágrimas del retrato de su hijo en una miniatura sobre la tabaquera. Anna Mijáilovna, con la carta en la mano, se acercó de puntillas a la puerta de su habitación y se detuvo.

–No entre ahora– dijo al viejo conde, que la seguía; —después– y cerró la puerta tras de sí.

El conde acercó el oído al ojo de la cerradura.

Primero oyó el rumor de palabras indiferentes; después la voz de Anna Mijáilovna, que habló sola durante mucho tiempo. Por fin, un grito, seguido del silencio, y de nuevo las dos voces que hablaban al mismo tiempo con alegre entonación; más tarde se oyeron pasos y Anna Mijáilovna abrió la puerta. Su rostro tenía la orgullosa expresión del cirujano que, habiendo terminado felizmente una difícil amputación, invita al público a que admire su arte.

–C’est fait– dijo al conde, señalando con solemne gesto a su esposa, que tenía en la mano la tabaquera con la miniatura de Nikóleñka y en la otra la carta y llevaba sus labios bien a una bien a otra.

Al ver al conde le tendió los brazos, abrazó su calva cabeza y por encima de ella volvió a mirar la carta y el retrato, apartando ligeramente la cabeza del conde para poderlos besar de nuevo. Vera, Natasha, Sonia y Petia entraron en la habitación de su madre y dio comienzo la lectura de la carta.

Nikolái describía en ella brevemente la campaña y las dos batallas en que había tomado parte; después hablaba de su promoción a oficial y añadía que besaba las manos de sus padres y pedía su bendición: besaba a Vera, a Natasha y a Petia. Después, enviaba sus saludos al señor Scheling, a la señora Chosse y a la anciana niñera; por último, pedía que besasen a la querida Sonia, a la que seguía queriendo y recordando. Al oír estas palabras, Sonia enrojeció y le saltaron las lágrimas; sin fuerzas para resistir todas las miradas vueltas hacia ella, escapó al salón, dio unas vueltas hasta que el vestido se le ahuecó como un globo y, roja y sonriente, se sentó en el suelo. Entretanto, la condesa lloraba.

–¿Por qué llora usted, maman?– preguntó Vera. —Por todo lo que escribe Nikóleñka, hay que alegrarse en vez de llorar.

Era una observación muy justa; pero tanto sus padres como Natasha la miraron con aire de reproche. “¿A quién habrá salido?”, pensó la condesa.

Cien veces leyeron la carta de Nikolái, y cuantos fueron juzgados dignos de oírla tuvieron que acercarse a la condesa, que no se separaba de ella. Acudieron los preceptores y las niñeras, Míteñka, varios conocidos de la condesa, quien la leía y volvía a leer con renovado goce, descubriendo cada vez nuevas virtudes de su Nikóleñka. ¡Cuán extraño, insólito y gozoso le parecía que aquel hijo suyo, que veinte años antes agitaba sus débiles miembros en sus entrañas, aquel hijo, causa de sus litigios con el conde, que lo mimaba excesivamente, aquel hijo que había aprendido a decir “pera” y después “baba”, estuviera ahora allí, lejos, en tierras extrañas, en un ambiente extraño, soldado valeroso, solitario, sin protección y sin guía, cumpliendo sus deberes de hombre! Toda la universal experiencia de siglos que enseña que los niños desde la cuna se van haciendo insensiblemente hombres no suponía nada para la condesa. El crecimiento de aquel hijo era para su madre, en cada fase, un acontecimiento extraordinario, como si millones y millones de hombres no se hubieran desarrollado del mismo modo. Así como veinte años antes no habría creído que aquel pequeño ser que vivía en ella, bajo su corazón, empezaría pronto a gritar y a mamar de su pecho y a hablar, así ahora le resultaba difícil convencerse de que aquel ser se hubiera convertido en un hombre fuerte y valeroso, el hijo y hombre modelo que revelaba su carta.

–¡Qué estilo! ¡Qué bien describe!– comentaba, volviendo a leer la parte descriptiva de la carta. —¡Qué alma! De sí mismo no dice nada... ¡nada! Habla de un tal Denísov y estoy segura de que él es el más valiente de todos. Nada cuenta de sus sufrimientos. ¡Qué corazón! Lo reconozco, es el de siempre. Se acuerda de todos; no ha olvidado a nadie. Ya decía yo siempre, siempre, cuando él era todavía así...

Durante más de una semana, en toda la casa se escribieron borradores y se pasaron a limpio cartas para Nikolái. Bajo la vigilancia de la condesa y la solicitud de su marido se recogieron las cosas necesarias y el dinero para el uniforme del nuevo oficial. Anna Mijáilovna, como mujer práctica, había sabido conseguir una recomendación para sí y su hijo también para la correspondencia. Tenía la oportunidad de mandar las cartas a la dirección del gran duque Constantino Pávlovich, comandante de la Guardia. Los Rostov suponían que era más que suficiente escribir Guardia rusa en el extranjero, y si una carta llegaba hasta el gran duque, comandante de la Guardia, no había razón para que no llegase hasta el regimiento de Pavlograd, que debía de estar por ahí cerca. Por esa razón decidieron enviar cartas y dinero, por medio del correo del gran duque, a Borís, quien, a su vez, los remitiría a Nikolái. Eran cartas del viejo conde y de la condesa, de Petia, de Vera, de Natasha y Sonia, además de 6.000 rublos para el equipo y algunas otras cosas que el conde enviaba a su hijo.

VII

El 12 de noviembre, el ejército de Kutúzov, acampado cerca de Olmütz, se preparaba para la revista de los dos Emperadores, el ruso y el austríaco, que tendría lugar al día siguiente. La Guardia, recién llegada de Rusia, vivaqueó a quince kilómetros de Olmütz y, al día siguiente, a las diez de la mañana, llegó al campo de maniobras, dispuesta para la revista.

Nikolái Rostov acababa de recibir una nota de Borís informándolo de que el regimiento Izmailovski pernoctaría a quince kilómetros de Olmütz y que lo esperaba para entregarle las cartas y el dinero. Rostov necesitaba el dinero ahora sobre todo, después de la campaña, cuando las tropas estaban acantonadas cerca de Olmütz, donde los cantineros y los judíos austríacos, que llenaban el campamento, bien abastecidos, ofrecían los objetos más tentadores. Entre los oficiales del regimiento de Pavlograd se sucedían toda clase de fiestas para celebrar las condecoraciones y recompensas obtenidas en la campaña, así como numerosos viajes de placer a Olmütz, donde Carolina, la Húngara, había abierto un restaurante servido por mujeres. Rostov acababa de celebrar su ascenso y había comprado a Denísov su caballo Beduino. Estaba, pues, endeudado al máximo con sus camaradas y los cantineros. Apenas recibió el aviso de Borís, partió para Olmütz con un amigo. Comió, bebió una botella de vino y se dirigió solo al campamento de la Guardia en busca de su amigo de la infancia. Rostov no había tenido tiempo aún de hacerse el uniforme; llevaba una vieja guerrera de cadete, con la cruz de San Jorge, pantalón de montar igualmente deteriorado y un sable de oficial; montaba un caballo del Don, comprado a un cosaco durante la campaña, y su chacó de húsar estaba un poco ladeado hacia atrás. Mientras se acercaba al regimiento Izmailovski, iba pensando en la sorpresa de Borís y sus compañeros de la Guardia al ver su aire marcial, de hombre ya curtido en lides de guerra.

Para la Guardia, la campaña había sido un verdadero paseo, en el cual había presumido de sus elegantes uniformes y de su disciplina ejemplar. Las marchas eran breves; los soldados habían dejado sus mochilas en los carros y, en cada etapa, las autoridades austríacas ofrecían a los oficiales magníficas comidas. Los regimientos entraban y salían de las ciudades entre músicas, y toda la marcha, por orden del gran duque —de lo que estaban orgullosos los oficiales de la Guardia—, se hizo marcando el paso y con los oficiales en sus respectivos puestos. Borís hizo todo el recorrido y pernoctó con Berg, ascendido a jefe de compañía. En su nuevo cargo, Berg, siempre cumplidor y puntual en el servicio, se había conquistado la confianza de sus superiores y había conseguido arreglar muy ventajosamente sus asuntos económicos. Borís había encontrado durante la marcha a muchas personas que podían serle útiles y, gracias a una carta que le diera Pierre, conoció al príncipe Andréi Bolkonski, mediante el cual esperaba conseguir un nombramiento para el Estado Mayor del generalísimo. Berg y Borís, pulcros y atildados, permanecían en su apartamento y descansaban de la última marcha, jugando al ajedrez ante una mesa redonda. Berg sostenía entre las piernas una pipa encendida. Borís, con su habitual precisión, alineaba con sus manos blancas y finas los peones, esperando el movimiento de Berg; Borís miraba fijamente a su compañero, entregado por entero al juego, fiel a su costumbre de pensar tan sólo en aquello que ocupaba su atención en el momento dado.


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