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Guerra y paz
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Текст книги "Guerra y paz"


Автор книги: Leon Tolstoi



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–¡Menudos canallas! ¡Al paredón! ¡Miserables!– gritaba Kutúzov con voz ronca, gesticulando y tambaleándose.

Sufría físicamente. ¡Él, el general en jefe, el Serenísimo, como todos lo llamaban, él, que gozaba de un poder como nadie había tenido en Rusia, puesto en ridículo ante todo el ejército!

“En vano he rezado por este día, en vano he velado toda la noche reflexionando sobre todo —se decía—. Cuando no era sino un simple oficialillo nadie habría osado burlarse de mí de ese modo... ¡Y ahora!”

Tenía la misma sensación que si hubiera sufrido un castigo corporal y le era imposible contener los gritos de cólera y dolor. Pero pronto decayeron sus fuerzas; miró en derredor y, dándose cuenta de que se había excedido hablando, subió al coche y volvió atrás en silencio.

Ese arrebato de cólera no se repitió y Kutúzov, parpadeando débilmente, escuchó las excusas y justificaciones de Bennigsen, Konovnitsin y Toll (Ermólov no se presentó hasta al otro día), quienes insistieron en que al día siguiente se realizaría la frustrada ofensiva. Y Kutúzov tuvo que acceder de nuevo.

VI

Al otro día las tropas se concentraron en las bases de partida y por la noche se pusieron en marcha. Era una noche de otoño, con nubes de color negro violáceo, y no llovía: la tierra estaba húmeda, pero no fangosa, y las tropas avanzaban sin ruido. Únicamente se oía a veces el débil traqueteo de la artillería. Estaba prohibido hablar en voz alta, fumar y encender fuego; se evitaba en lo posible que los caballos relincharan. El carácter misterioso de la empresa la hacía más atractiva. Los soldados marchaban alegres; algunas columnas se detuvieron, colocaron los fusiles en pabellón y se echaron en la tierra fría, suponiendo haber llegado al sitio designado. Otras (la mayoría) caminaron toda la noche y, al parecer, no llegaron donde debían.

Sólo el conde Orlov-Denísov con sus cosacos (el destacamento menos importante) estuvo en su puesto en el momento oportuno. El destacamento se detuvo en la linde del bosque, junto al sendero que desde la aldea de Stromílovo llegaba a Dmítrovo.

Al amanecer despertaron al conde Orlov y condujeron ante él a un desertor del campo francés: un suboficial polaco del cuerpo de ejército de Poniatowski. El polaco declaró que había desertado por sentirse preferido en el servicio, pues tenía que haber ascendido a oficial hacía tiempo; era el más valiente de todos y por ello los abandonaba con ánimo de vengarse.

Declaró que Murat pernoctaba a un kilómetro de allí y si le proporcionaban cien hombres lo cogería vivo. El conde Orlov-Denísov consultó a sus compañeros. La propuesta parecía demasiado seductora para renunciar a ella. Todos se brindaron a ir y aconsejaban intentarlo. Tras muchas discusiones y consideraciones, el mayor general Grékov decidió acompañar al suboficial con dos regimientos de cosacos.

–¡Bueno, escucha bien!– dijo el conde Orlov al suboficial. —Si nos has engañado, mandaré que te cuelguen como a un perro. Si dices la verdad, te daré cien luises.

Sin contestar a esas palabras el suboficial montó a caballo con aire resuelto y siguió a Grékov, que ya estaba dispuesto, y se perdió en el bosque. El conde Orlov, encogido por el frescor de la mañana e inquieto por la responsabilidad que asumía, salió del bosque hasta donde se divisaba el campo enemigo, que ahora se dibujaba confusamente a las primeras luces de la mañana y de los fuegos lejanos que se iban extinguiendo. A la derecha del conde Orlov, sobre una pendiente descubierta, debían aparecer las columnas rusas. El conde miraba hacia aquella parte, pero, aunque hubiese sido posible verlas a lo lejos, las columnas no aparecían. En el campo francés empezaba a haber movimiento; así le pareció al conde y así lo confirmó un ayudante de campo que gozaba de una vista excelente.

–¡Oh, ya es bastante tarde!– dijo el conde Orlov, sin dejar de mirar hacia el campo francés.

Y como suele ocurrir cuando se pierde de vista la persona en quien se ha confiado, le pareció evidente a más no poder que aquel suboficial era un traidor, que lo había engañado y que iba a comprometer todo el ataque por la falta de aquellos regimientos a los cuales estaría llevando ahora Dios sabía dónde. ¿Acaso era posible apoderarse de Murat en medio de semejante masa de hombres?

–¡Me ha mentido ese canalla!– dijo el conde.

–Podemos hacerlos volver– dijo alguien del séquito que, al igual que Orlov-Denísov, dudaba del éxito de la empresa a la vista del campo enemigo.

–¿Eh? Es verdad... ¿Qué opinan? ¿Los dejamos hacer?

–¿Ordena usted que vuelvan?

–¡Que vuelvan! ¡Que vuelvan!– dijo de pronto con voz resuelta el conde Orlov, mirando su reloj. —Es tarde, ya es de día.

El ayudante se precipitó a través del bosque en busca de Grékov. Cuando Grékov volvió, el conde Orlov, preocupado por la contraorden, por la vana espera de las columnas de infantería que no terminaban de aparecer y por la proximidad del enemigo (todos los soldados de su destacamento sentían lo mismo), decidió el ataque.

Dio la orden de montar a caballo en un susurro. Cada uno ocupó su puesto; se persignaron y... “¡Que Dios nos proteja!”, exclamó Orlov. En todo el bosque se expandió el “¡hurra!” y los cosacos, una centuria tras otra, como los granos de trigo que caen de un saco, se lanzaron animosos con sus lanzas en ristre a través del arroyo, hacia el campo francés.

Al grito desesperado y tembloroso del primer francés que vio a los cosacos, todos los que se hallaban en el campamento, unos sin vestir, otros medio dormidos, abandonaron cañones, fusiles, caballos y huyeron a la desbandada.

Si los cosacos hubieran perseguido a los franceses, sin prestar atención a lo que ocurría en derredor y detrás de ellos, habrían apresado a Murat y a cuantos con él estaban. Eso deseaban los jefes, pero no era posible hacer avanzar a los cosacos cuando se hallaban ante el botín y los prisioneros. Nadie hacía caso de las órdenes. Capturaron mil quinientos prisioneros, treinta y ocho cañones, algunas banderas y, lo que era mucho más importante para ellos: caballos, sillas, mantas y otros muchos enseres. Era preciso detenerse; poner a seguro a los prisioneros y los cañones, dividir el botín, reñir y hasta pelearse unos con otros. Y a todo eso se dedicaron los cosacos.

Los franceses, al ver que nadie los perseguía, pudieron rehacerse. Se reunieron en grupos y comenzaron a disparar. Orlov, siempre a la espera de las columnas, no prosiguió su avance.

Entretanto, de acuerdo con la orden de operaciones: “Die erste Colonne marschirt”, etcétera, los regimientos de infantería de las columnas rezagadas, mandadas por Bennigsen y dirigidas por Toll, salieron según lo indicado y llegaron a un sitio, pero no al señalado en la orden, sino a otro. Como de costumbre, el buen humor de los soldados, que habían partido tan alegres, comenzó a decaer. Se oían palabras de descontento, era evidente la confusión de los mandos; avanzaron, pero hacia atrás. Ayudantes y generales galopaban de un lado a otro, gritaban coléricos, se peleaban, decían que no se iba hacia donde era necesario y que llegarían tarde, reñían a alguien, etcétera, y, finalmente, terminaron por dejar que las cosas siguieran su curso. “A un sitio o a otro llegaremos.” Y, en efecto, llegaron, pero no al lugar que debían. Y los pocos que acertaron llegaron demasiado tarde para, sin provecho alguno, ponerse al alcance de las balas enemigas. Toll, que hacía en esta batalla el mismo papel de Weyrother en Austerlitz, galopaba de un lugar a otro y en todos los sitios se encontraba con lo contrario de lo previsto en la orden. Se encontró así con el cuerpo de ejército de Baggovut en pleno bosque, ya avanzada la mañana, cuando habría debido encontrar hacía tiempo a Orlov-Denísov. Irritado y molesto por el fracaso, y suponiendo que la culpa de todo debía atribuirse a alguien, Toll reprochó severamente al jefe del cuerpo diciéndole que merecía ser fusilado. Baggovut, un viejo general curtido en las batallas, siempre tranquilo, cansado también de tantas paradas, confusiones y órdenes contradictorias, contestó furioso a Toll (con asombro de todos y en contradicción con su carácter) diciéndole muchas cosas desagradables.

–No acepto lecciones de nadie y sé morir con mis soldados tan bien como cualquier otro– dijo.

Y con una sola división prosiguió su marcha.

Al salir al campo abierto bajo los disparos de los franceses, el animoso y valiente Baggovut, dominado por la cólera, no se paró a pensar si sería útil o inútil intervenir en aquellos momentos y con una sola división: siguió adelante conduciendo a sus hombres bajo el fuego enemigo. El peligro, las bombas y las balas eran lo que necesitaba en su estado de ánimo. Una de las primeras balas lo mató; otras mataron a muchos soldados y, sin provecho alguno, la división permaneció durante algún tiempo bajo el fuego enemigo.

VII

A todo esto, otra columna debía atacar frontalmente a los franceses, pero al mando de esta columna se hallaba Kutúzov. Sabía bien que nada, salvo el desorden, resultaría de aquella batalla empeñada contra su voluntad y procuraba, cuanto podía, contener a sus tropas, sin moverse del sitio.

Kutúzov iba silencioso en su caballito gris y contestaba con negligencia a cuantos le proponían el ataque.

–Ustedes sólo hablan de atacar y no ven que no sabemos hacer maniobras complicadas– dijo a Milorádovich, que le pedía permiso para pasar a la ofensiva.

–Esta mañana no han sabido coger vivo a Murat ni llegar a tiempo al punto de partida; ahora ya no hay nada que hacer– respondió a otro.

Cuando le informaron de que en la retaguardia de los franceses, donde según los cosacos antes no había nadie, se encontraban dos batallones de polacos, miró de reojo a Ermólov (a quien no dirigía la palabra desde la víspera).

–Todos piden que ataquemos, proponen un sinfín de proyectos, pero tan pronto como empezamos resulta que nada hay preparado y el enemigo, advertido, toma sus medidas.

Ermólov entornó los ojos y sonrió levemente al oír tales palabras. Comprendió que la tormenta había pasado para él y que Kutúzov se limitaría a esa insinuación.

–Se divierte a mi costa– dijo por lo bajo, tocando con la rodilla a Raievski, que estaba junto a él.

Poco después, Ermólov se acercó al Serenísimo y le dijo respetuosamente:

–Aún estamos a tiempo, Alteza. El enemigo no se fue. ¿Ordena que ataquemos? De otra manera, la Guardia no verá siquiera el humo.

Kutúzov no contestó nada; pero cuando le informaron de que las tropas de Murat retrocedían, ordenó el ataque. Sin embargo, a cada cien pasos mandaba hacer un alto de tres cuartos de hora.

Toda la batalla se redujo a la acción de los cosacos de Orlov-Denísov. El resto del ejército perdió inútilmente algunos cientos de hombres.

Aquella batalla le valió a Kutúzov una condecoración de diamantes, Bennigsen recibió otra y cien mil rublos; los demás, según el grado de cada uno, obtuvieron también generosas recompensas. Y después de esa acción se hicieron nuevos cambios en el Estado Mayor.

“Nosotros siemprehacemos las cosas al revés”, comentaban los oficiales y generales rusos después de la batalla de Tarútino, como se dice ahora cuando se quiere dar a entender que hay un estúpido que lo hace todo al revés pero que nosotros procederíamos de otro modo. Pero quienes lo dicen o no saben de lo que hablan o se engañan voluntariamente. Toda batalla —sea la de Tarútino, la de Borodinó o la de Austerlitz– no sucede como imaginan sus organizadores. Ésa es su característica esencial.

Un número infinito de circunstancias (puesto que en ningún otro lugar es más libre el hombre que en el campo de batalla, donde se trata de vivir o morir) influye en la marcha del combate, que nunca puede conocerse antes y jamás coincide con la dirección de una sola fuerza.

Si muchas fuerzas actúan simultáneamente y desde diversas partes sobre un cuerpo cualquiera, la dirección en que se mueve aquel cuerpo no puede coincidir con ninguna de ellas, sino que es siempre la dirección media, la más breve, que en mecánica se expresa por la diagonal del paralelogramo de fuerzas.

Si en las descripciones de los historiadores, especialmente de los franceses, leemos que sus guerras y batallas se ajustan a un plan preestablecido, la única deducción posible es que semejantes descripciones no responden a la verdad.

La batalla de Tarútino no alcanzó, evidentemente, el objetivo previsto por Toll: hacer entrar las tropas en acción según la orden de operaciones o el plan del conde Orlov de capturar a Murat vivo; o el de Bennigsen y otros jefes: destrucción fulminante de todo el cuerpo del ejercito enemigo; o el del oficial que deseaba distinguirse en aquella acción, o el del cosaco que pretendía adueñarse de un botín mayor, etcétera. Pero si el objetivo era el que en realidad se consiguió y que constituía entonces el deseo de todos los rusos —la expulsión de los franceses de Rusia y la destrucción de su ejército—, es evidente que la batalla de Tarútino, gracias, precisamente, a tales incoherencias, fue lo que se precisaba en aquel momento de la campaña. Es difícil, casi imposible, imaginar otro desenlace más oportuno que el de esta batalla: pese a sus exiguos recursos, en medio de la más grande confusión, dio, con pérdidas insignificantes, los mejores resultados de toda la guerra. Del retroceso se pasó al ataque, se puso de manifiesto la debilidad de los franceses y se dio el golpe que el ejército de Napoleón esperaba para iniciar su huida.

VIII

Napoleón entra en Moscú después de una brillante victoria, la de Moskova: esa victoria no ofrece dudas, puesto que los franceses quedan dueños del campo. El ejército ruso retrocede y abandona la capital. Moscú, bien abastecida, llena de armas y municiones y con riquezas incalculables, cae en manos de Napoleón. Las tropas rusas, dos veces inferiores en número a las francesas, no realizan en el curso de un mes ni una sola tentativa de ataque. La posición de Bonaparte es ahora de las más brillantes. Al parecer, no era preciso ser genial para conservar la posición brillante de que gozaba en aquel entonces el ejército francés, para atacar y aniquilar los restos de las tropas rusas, concertar una paz ventajosa o, en caso de una negativa, amenazar San Petersburgo, para volver a Smolensk o Vilna, o bien quedarse en Moscú. Sólo se precisaba la cosa más sencilla y fácil: no permitir que las tropas se entregaran al saqueo, preparar en Moscú ropas de invierno suficientes para todo el ejército y asegurar la distribución de las provisiones que había en la ciudad, que (según los historiadores franceses) habrían bastado para más de seis meses. Napoleón, el más grande de los genios, que tenía poder absoluto para dirigir el ejército, como afirman los historiadores, no hizo nada de eso.

Y no sólo no lo hizo, sino que, por el contrario, utilizó su poder para elegir, entre todos los medios que se le ofrecían, el más absurdo y funesto. De todo cuanto Napoleón podía hacer: pasar el invierno en Moscú, dirigirse a San Petersburgo o a Nizhni-Nóvgorod, retroceder, ir más al norte o más al sur por el mismo camino que seguiría después Kutúzov, eligió lo más absurdo y funesto, es decir, quedarse en Moscú, permitiendo que las tropas saquearan la ciudad: después, indeciso, salió de Moscú al encuentro de Kutúzov sin presentar batalla, torció a la derecha, llegó hasta Malo-Yaroslávets y, una vez más, sin intentar abrirse paso, siguió un itinerario distinto del seguido por Kutúzov, retrocediendo hacia Mozhaisk por el camino de Smolensk, entre regiones devastadas por la guerra: no se le podía ocurrir nada más absurdo y funesto, como lo demostraron las consecuencias.

Que imaginen los más hábiles estrategas que su objetivo era exterminar su ejército e inventen otra serie de actuaciones que hayan llevado al desastre a todo el ejército francés con tanta pericia y seguridad como lo hizo Napoleón, dejando al margen, ignorándolo, todo cuanto hicieron las tropas rusas.

Lo hizo el genial Napoleón. Pero afirmar que Napoleón perdió su ejército porque así lo quiso o porque era muy tonto sería tan injusto como decir que Napoleón condujo sus tropas hasta Moscú porque así lo quiso y porque era inteligentísimo y genial.

En uno y otro caso, su actuación personal no influía más que la de cualquier soldado; coincidía, nada más, con las leyes que regían aquel fenómeno.

Los historiadores falsean la verdad cuando aseguran que las energías de Napoleón se debilitaron en Moscú, porque los resultados no justificaron su actuación. El Emperador francés, como había hecho siempre y siguió haciendo después, en 1813, empleó todo su saber y todas sus energías en beneficio de sus intereses y los de su ejército. La actuación de Napoleón durante aquel tiempo no resulta menos asombrosa que en Egipto, Italia, Austria o Prusia. No sabemos con entera certeza hasta qué punto fue realmente genial en Egipto, donde cuarenta siglos contemplaron su grandeza, por la sencilla razón de que todas sus grandes hazañas fueron relatadas por historiadores franceses únicamente. Ni podemos tener una exacta idea de su genio en Austria y Prusia, puesto que sólo contamos con informaciones alemanas y francesas para juzgarlo, y el hecho inexplicable de que cuerpos de ejército enteros se rindieran sin dar batalla y las fortalezas cayeran sin resistir asedios se debe solamente a que los alemanes acataban su genialidad como única explicación de las guerras que tuvieron por escenario su país. Pero, gracias a Dios, los rusos no necesitan reconocer su genio para ocultar su propia vergüenza. Los rusos han pagado el derecho a juzgar los hechos simplemente, con entera claridad, y no están dispuestos a ceder ese derecho.

Su actuación en Moscú fue tan asombrosa y genial como siempre. Desde su entrada en la capital hasta su salida, se suceden órdenes y proyectos. No lo afectaron ni la falta de habitantes ni el incendio de la ciudad. Nunca dejó de preocuparse del bien de su ejército, de las acciones del enemigo, del bienestar del pueblo ruso, de la dirección de los asuntos de París, ni siquiera de las consideraciones diplomáticas relacionadas con las condiciones de una próxima paz.

IX

Desde el punto de vista militar, inmediatamente después de su entrada en Moscú Napoleón da órdenes severas al general Sebastiani para que observe los movimientos del ejército ruso; manda cuerpos de ejército por las distintas rutas y encarga a Murat que encuentre a Kutúzov. A continuación ordena fortificar el Kremlin y traza sobre el mapa de Rusia un plan genial de la próxima campaña. Respecto a la actividad diplomática, Napoleón hace llamar al capitán Yákovlev, un hombre arruinado y andrajoso, que no sabía cómo salir de Moscú, y después de explicarle minuciosamente su propia política y su magnanimidad, escribe al emperador Alejandro una carta en la cual considera que su obligación es informar a su amigo y hermano de que Rastopchin ha gobernado mal Moscú, y la envía con Yákovlev a San Petersburgo. De la misma manera, después de exponer con todo detalle sus puntos de vista y su magnanimidad envía al anciano Tutolmin a San Petersburgo para preparar las entrevistas.

En la parte jurídica, inmediatamente después de los incendios ordena la captura y ejecución de los culpables; y para castigar al malvado Rastopchin hace quemar sus casas.

Desde el punto de vista administrativo, da a Moscú una Constitución, crea la municipalidad y hace proclamar el siguiente bando:

Ciudadanos de Moscú:

Vuestras desventuras son crueles, pero Su Majestad el Emperador y Rey desea ponerles fin. Terribles ejemplos os han enseñado cómo se castiga la desobediencia y el delito. Se han tomado medidas severas para frenar los desórdenes y asegurar la salud pública. Una paternal administración, a cuyos miembros elegiréis vosotros mismos, constituirá vuestro Municipio, es decir, la administración de la ciudad, cuya misión será la de cuidaros, tener en cuenta vuestras necesidades e intereses. Sus miembros se distinguirán por una banda roja cruzada en el pecho y el alcalde ostentará además un cinturón blanco. Fuera del tiempo dedicado al ejercicio de su cargo, no llevarán más que un brazalete rojo en el brazo izquierdo.

La policía de la ciudad queda constituida de acuerdo con las antiguas bases, y, gracias a su actuación, va mejorando ya el orden. El gobierno ha nombrado a dos jefes de policía y veinte comisarios para todos los barrios de la ciudad, los reconoceréis por el brazalete blanco en el brazo izquierdo. Han sido abiertas algunas iglesias de diversos cultos y en ellas, sin impedimento alguno, se celebrarán los servicios religiosos. Vuestros conciudadanos van volviendo todos los días a sus casas, y se ha dado orden de que se les ofrezca la ayuda y la protección que merecen por sus desgracias. Tales son los medios previstos por el gobierno para restablecer el orden y aliviar vuestra situación; mas, para conseguirlo, es necesario que unáis vuestros esfuerzos a los suyos, que olvidéis, si es posible, los sufrimientos pasados, que acariciéis la esperanza de una suerte menos cruel, que estéis convencidos de que una muerte inevitable y vergonzosa espera a cuantos atenten contra vuestra seguridad personal y los bienes que aún queden en vuestras manos, bienes que os serán conservados, porque tal es la voluntad del más grande y justo de los soberanos. Soldados y ciudadanos de cualquier nación que seáis, restableced la confianza pública, fuente de bienestar de los Estados, vivid como hermanos, ayudaos y protegeos mutuamente, uníos para destruir los proyectos de los malvados, obedeced a las autoridades militares y civiles, y vuestras lágrimas dejarán de brotar.

Sobre el aprovisionamiento del ejército, Napoleón ordenó a todas las tropas que recorrieran por turno Moscú, à la maraude, 586a fin de preparar víveres suficientes para el ejército y asegurar su avituallamiento futuro. En lo referente a los asuntos religiosos, ordenó de ramener les popes 587y reanudar el servicio religioso en las iglesias. También mandó publicar la siguiente proclama sobre los asuntos comerciales y el avituallamiento de las tropas:

PROCLAMA

Pacíficos habitantes de Moscú, artesanos y obreros a quienes la desventura alejó de la ciudad; vosotros, campesinos, a los que un temor infundado mantiene dispersos en el campo, escuchad: la calma y el orden se han restablecido en la capital. Vuestros paisanos salen de sus refugios sin temor, seguros de ser respetados.

Todo acto de violencia contra sus personas o sus bienes es inmediatamente castigado. Su Majestad el Emperador y Rey los protege y entre vosotros sólo considera enemigos a quienes no obedecen sus órdenes. Desea poner término a vuestras desventuras y devolveros a vuestros hogares y familias. Debéis corresponder a esos propósitos benéficos y regresar sin temor a la ciudad. ¡Ciudadanos! Regresad confiados a vuestras casas. No tardaréis en hallar medios de satisfacer vuestras necesidades. ¡Artesanos y obreros especializados! Volved a vuestros oficios: las casas y las tiendas, que protegen patrullas de seguridad, os esperan; recibiréis justa paga por vuestro trabajo. Y, finalmente, vosotros, los campesinos, salid de los bosques donde habéis buscado refugio huyendo del terror. Volved sin temor a vuestras isbas totalmente seguros de que seréis protegidos. En la ciudad se han abierto ya los mercados, y cada campesino puede llevar el sobrante de sus víveres y los productos de la tierra. El gobierno ha tomado las siguientes medidas para proteger su libre venta:

1.° A partir de hoy, los campesinos y agricultores de los alrededores de Moscú pueden con toda seguridad traer productos de todas clases a los mercados de Mojovaia y Ojotni-Riad. 2.° Esas provisiones serán vendidas al precio acordado entre vendedor y comprador; pero si el vendedor no recibe el precio estipulado, podrá llevarse su mercancía con toda libertad. 3.° El domingo y miércoles de cada semana son los días fijados como días de mercado, tropas en número suficiente se situarán a lo largo de todos los caminos, hasta cierta distancia de la capital, para proteger los carros de los campesinos. 4.° Las mismas medidas garantizan la vuelta de los campesinos con sus carros y caballos a sus tierras. 5.° Se procurará sin pérdida de tiempo restablecer los mercados ordinarios. ¡Habitantes de la ciudad y del campo, obreros y artesanos, cualquiera que sea vuestra nacionalidad, sois llamados a cumplir las paternales disposiciones de Su Majestad el Emperador y Rey para contribuir al bienestar general! Poned a sus pies vuestro respeto y confianza y no tardéis en uniros a nosotros.

Para mantener el espíritu del ejército y del pueblo se hacían constantes paradas y se distribuían recompensas. El Emperador paseaba a caballo por las calles y consolaba a los habitantes y, a pesar de sus preocupaciones por los asuntos de Estado, frecuentaba los teatros, abiertos por deseo suyo.

Con respecto a la beneficencia, la mejor virtud de los soberanos, Napoleón hizo también todo cuanto dependía de él. Ordenó escribir sobre las puertas de las instituciones de asistencia pública: “Maison de ma mère”, con lo que unía al tierno sentimiento del hijo la grandeza y virtud del monarca. Visitó el asilo de niños, dio a besar su blanca mano a los huérfanos salvados por él y conversó magnánimamente con Tutolmin. Luego, según el elocuente relato de Thiers, ordenó pagar los haberes a sus tropas en moneda rusa falsa, que él mismo había hecho acuñar:

Con un acto digno de él y del ejército francés, hizo distribuir socorros a los damnificados por el incendio. Pero como los víveres eran demasiado valiosos para ser entregados a extranjeros en su mayoría enemigos, Napoleón prefirió entregarles dinero para que se proporcionasen fuera los alimentos, e hizo que se distribuyeran rublos de papel.

Con objeto de mantener la disciplina del ejército y poner fin al saqueo dictó una orden tras otra, estableciendo severos castigos para las infracciones del servicio y actos de pillaje.

X

Pero, cosa extraña, todas esas disposiciones, proyectos y planes, que no eran peores que los adoptados en ocasiones semejantes, no llegaban al fondo de la cuestión, sino que, como agujas de un reloj separadas de su mecanismo, giraban arbitrariamente, sin objetivo, al margen de los engranajes.

Desde el punto de vista militar, ese plan genial de campaña del que Thiers dice “que son génie n'avait jamais rien imaginé de plus profond, de plus habile et de plus admirable588y con motivo del cual polemiza con Fain, intentando demostrar que el plan fue redactado el 15 de octubre y no el día 4, ese plan jamás fue realizado ni podía serlo porque nada tenía que ver con la realidad. La fortificación del Kremlin, para lo que había que destruir la Mosquée(así llamaba Napoleón a la catedral de San Basilio), resultaba absolutamente inútil. La colocación de minas bajo sus muros sirvió exclusivamente para cumplir el deseo de Bonaparte de volar el Kremlin al salir de Moscú.

Era, por decirlo así, como pegarle al suelo donde el niño se había hecho daño.

La persecución del ejército ruso, que tanto preocupaba a Napoleón, fue algo inaudito. Los jefes militares franceses perdieron el rastro de sesenta mil hombres y, según palabras de Thiers, sólo gracias al arte y también al genio de Murat fue posible encontrar ese ejército perdido como si se tratara de una aguja.

En lo que se refiere a la diplomacia, resultaron inútiles todas las pruebas de magnanimidad y espíritu justiciero hechas por Napoleón ante Yákovlev y Tutolmin, a quien preocupaba principalmente la manera de hacerse con un capote y un carro. Alejandro no recibió a esos embajadores ni contestó a sus mensajes.

Desde el punto de vista jurídico, después de la ejecución de los supuestos incendiarios, la otra mitad de Moscú ardió igual que la primera.

Desde el punto de vista administrativo, la creación de la municipalidad no detuvo el saqueo y sólo aprovechó a determinadas personas que formaron parte de aquel organismo y que, con el pretexto de mantener el orden, saquearon la ciudad y custodiaron lo suyo para evitar que corriera la misma suerte. La cuestión religiosa, tan fácilmente resuelta en Egipto con la visita a la mezquita, no obtuvo resultado alguno. Dos o tres popes hallados en Moscú intentaron cumplir la voluntad de Napoleón, pero uno de ellos fue abofeteado por un soldado francés durante el servicio, y un funcionario napoleónico escribió el siguiente informe sobre el otro:

El sacerdote a quien descubrí e invité a decir de nuevo misa ha limpiado y cerrado la iglesia. Esta noche han vuelto a derribar las puertas, han roto los candados, destrozado los libros y cometido otros desmanes.

En los asuntos comerciales, la proclama dirigida a los campesinos y artesanos no obtuvo respuesta alguna. No existían aquellos artesanos especializados, y los campesinos apresaban y asesinaban a los comisarios que se arriesgaban a distanciarse demasiado de la capital con aquella proclama.

Igualmente nulo era el interés del pueblo y de las tropas por el teatro. Los que se abrieron en el Kremlin y en casa de Pozniakov no tardaron en cerrarse porque robaban a los actores.

Tampoco dio los resultados apetecidos la beneficencia. El papel moneda, falso o no, que inundaba Moscú no tenía valor alguno. Los franceses, que recogían el botín, no querían más que oro. No sólo los billetes falsos que Napoleón distribuía tan generosamente a los necesitados carecían de valor: también la plata estaba depreciada en comparación con el oro.

Pero el ejemplo más sorprendente en cuanto a la falta de eficacia de las órdenes y disposiciones del Emperador para detener el saqueo y restaurar la disciplina eran los informes que recibía de los jefes del ejército:

El saqueo prosigue en la ciudad, a pesar de todas las órdenes dadas para cortarlo. Todavía no se ha restablecido el orden y no hay siquiera un comerciante que trafique legalmente. Sólo los cantineros se permiten vender, y aun así se trata de objetos robados.

Mi distrito sigue siendo presa del saqueo por soldados del tercer cuerpo, que, no contentos con atropellar a los infelices refugiados en los sótanos y arrebatarles lo poco que les queda, llegan a la ferocidad de herirlos a sablazos, según he visto en varias ocasiones.


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