Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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–Quiero volver a cantar– dijo como disculpándose. —Después de todo, es una ocupación.
–¡Hace muy bien!
–¡Cuánto me alegro de que haya venido! ¡Me siento hoy tan feliz!– exclamó Natasha con una animación que Pierre hacía tiempo no veía en ella. —¿Sabe usted que han concedido a Nikolái la cruz de San Jorge? ¡Estoy tan orgullosa de él!
–¡Ya lo creo que lo sé! Yo mismo envié aquí el orden del día. Bueno, no quiero molestarla– dijo, e intentó pasar al salón, pero Natasha lo detuvo.
–Conde, ¿hago mal en cantar?– preguntó enrojeciendo, aunque sin apartar de él sus ojos interrogadores.
–¡Oh, no! ¿Por qué iba a hacer mal? Al contrario... ¿Por qué me lo pregunta?
–Ni yo misma lo sé– respondió Natasha apresurándose, —pero no querría hacer nada que no le agradase. ¡Tengo tanta confianza en usted! No sabe cómo me importa su opinión en todo y lo mucho que me ayudó– seguía hablando precipitadamente sin reparar en la turbación de Pierre, que iba enrojeciendo. —He visto en ese mismo orden del día que él...Bolkonski (pronunció este nombre a media voz, sin detenerse) está en Rusia y ha vuelto al servicio. ¿Cree usted que podrá perdonarme algún día? ¿Que no me guarda rencor? ¿Qué piensa usted?– hablaba de prisa, como si temiera perder sus fuerzas.
–Creo...– dijo Pierre —que no tiene nada que perdonar... Si yo estuviera en su lugar...
Por una asociación de ideas, Pierre se trasladó momentáneamente al día en que, consolando a Natasha, le había dicho que si él no fuera él, sino el hombre más atractivo del mundo y estuviese libre, habría pedido de rodillas su mano. Ahora, aquel mismo sentimiento de amor, piedad y ternura se apoderó de él; idénticas palabras asomaban a sus labios. Pero ella no le dio tiempo a expresarse.
–Sí, usted... usted...– dijo, pronunciando con entusiasmo la palabra usted—es otra cosa; no conozco a nadie mejor que usted, más generoso y magnánimo... No puede haberlo. Si no lo hubiese tenido entonces, y aun ahora, no sé qué habría hecho, porque...
Los ojos se le llenaron de lágrimas; volvió la cabeza, levantó el cuaderno de música y reanudó el canto y los paseos por la estancia.
En aquel momento entró corriendo Petia. Era ahora un espléndido y guapo muchacho de quince años, de gruesos labios rojos, que se parecía a Natasha. Se preparaba para ingresar en la Universidad, pero últimamente, a escondidas, él y su compañero Obolenski habían decidido ingresar en los húsares.
Petia quería hablar con su tocayo Bezújov. Días antes le había rogado que se informara sobre su posible admisión en los húsares. Pierre caminaba por la sala sin escuchar al muchacho, que le tiraba de la manga para obligarle a prestar atención.
–¡Dígame, Piotr Kirílovich, por Dios! ¿Cómo va mi asunto? ¡Usted es mi única esperanza!– decía Petia.
–Ah, sí, tu asunto. ¿Tu ingreso en los húsares, no? Me informaré. Hoy mismo lo preguntaré todo.
–¿Qué hay, mon cher?– dijo el viejo conde entrando. —¿Tiene usted el manifiesto? La condesa ha oído en la capilla de los Razumovski la nueva oración; dice que es muy hermosa.
–Sí, sí, traigo el manifiesto– contestó Pierre. —El Emperador llega mañana... Se convoca una reunión extraordinaria de la nobleza... dicen que se va a hacer una leva suplementaria de diez hombres por cada mil. ¡Ah!, lo felicito.
–Sí, sí, gracias a Dios. ¿Y qué se sabe del ejército?
–Los nuestros han retrocedido de nuevo. Dicen que ya están en Smolensk– respondió Pierre.
–¡Dios mío!– dijo el conde. —¿Y el manifiesto?
–¿El manifiesto? ¡Ah, sí!– Pierre comenzó a buscar en los bolsillos, pero no lo encontraba. La condesa entró en ese instante y Pierre besó su mano, sin dejar de buscar. Después miró inquieto en derredor, esperando sin duda a Natasha, que había dejado de cantar pero tardaba en acudir a la sala. —Les juro por Dios que no sé dónde lo puse– dijo.
–Vaya, siempre lo pierde todo– dijo la condesa.
Natasha entró con el rostro enternecido y placentero y se sentó, mirando en silencio a Pierre, quien, hasta entonces sombrío, se animó en cuanto ella entró. Sin dejar de buscar el documento, la miró varias veces.
–Tendré que volver a casa. Seguro que me lo dejé allí.
–Entonces llegará tarde para la comida.
–¡Oh, y el cochero se ha ido!
Pero Sonia, que había salido al vestíbulo a buscar los documentos, los halló en el sombrero de Pierre, donde él los había puesto entre la badana. Pierre quiso leerlo.
–No, después de comer– dijo el viejo conde, que parecía prometerse un gran placer con aquella lectura.
Durante la comida brindaron con champaña a la salud del nuevo caballero de San Jorge. Shinshin contó las últimas nuevas de la ciudad: la enfermedad de una vieja princesa georgiana, la desaparición de Métivier de Moscú y la detención de cierto alemán, al que mandaron a Rastopchin diciendo que era un champignon(así lo había contado Rastopchin en persona); el conde ordenó que lo dejasen en libertad, diciendo a la gente que no era un champignon, sino, simplemente, una vieja seta alemana.
–Sí, sí, hay muchas detenciones– dijo el conde. —Bien le digo a la condesa que no hable tanto en francés; ahora no es oportuno.
–¿No saben que el príncipe Galitsin ha tomado un profesor de ruso? Ahora está aprendiendo– comentó Shinshin. —Il commence à devenir dangereux de parler français dans les rues. 375
–Y usted, conde Piotr Kirílovich, cuando se movilice la milicia, ¿también tendrá que incorporarse?– preguntó el viejo conde, volviéndose a Pierre, quien había permanecido silencioso y pensativo durante toda la comida. Como si no comprendiera, miró al conde.
–Sí, sí, a la guerra– dijo. —Pero no, ¿qué soldado sería yo? ¡Aunque todo es tan extraño! Tan extraño. Ni yo mismo lo comprendo, no lo sé. ¡Me siento tan distante de los gustos militares! Pero en estos tiempos actuales, nadie puede asegurar nada.
Después de la comida, el conde se acomodó tranquilamente en una butaca y pidió con gravedad a Sonia, que tenía reputación de buena lectora, que leyera la proclama del Emperador.
–"A Moscú, nuestra primera capital: El enemigo ha entrado en territorio ruso con grandes fuerzas. Intenta devastar nuestra amada patria..."– leía diligentemente Sonia con su fina vocecita.
El conde escuchaba con los ojos cerrados y suspiraba en algunos pasajes. Natasha, erguida en su asiento, miraba alternativamente a su padre y a Pierre, quien sentía aquella mirada y procuraba no volverse.
La condesa, después de cada expresión solemne del manifiesto, movía la cabeza con aire de reprobación y descontento. Una sola cosa veía en aquellas palabras: que el peligro que amenazaba a su hijo no iba a concluir tan pronto. Shinshin, plegados los labios en una sonrisa zumbona, parecía dispuesto a burlarse de lo primero que se le presentase, ya fuera la forma de leer de Sonia, ya las reflexiones del conde, ya el manifiesto mismo, a falta de un pretexto mejor.
Después del pasaje que trataba del peligro que amenazaba a Rusia y de las esperanzas que el Emperador tenía puestas en Moscú y, sobre todo, en su famosa nobleza, Sonia, con voz temblorosa, debida principalmente a la atención con que la escuchaban, leyó las últimas frases:
“No tardaremos en acudir a esta capital y a otros lugares del país para reunimos, deliberar y guiar a nuestras milicias, tanto aquellas que cierran ahora el paso al enemigo como las que se organicen en todas partes para combatirlo dondequiera que se presente. ¡Que la ruina a la que pensaba llevarnos caiga sobre su jefe y que toda Europa, liberada de la esclavitud, glorifique el nombre de Rusia!"
–¡Eso es!– exclamó el conde, abriendo sus húmedos ojos; e interrumpiéndose varias veces para respirar, como si le hubiesen llevado a la nariz un frasco de ácido acético, añadió: —Que el Emperador diga una sola palabra, y lo sacrificaremos todo, sin ahorrar esfuerzo.
Shinshin no había logrado aún mofarse del patriotismo del conde cuando Natasha corría hacia su padre.
–Pero, ¡qué encanto de padre!– dijo besándolo, y se volvió para mirar a Pierre con aquella coquetería inconsciente que volvía a ella con el mejoramiento de su salud.
–¡Ella sí que es una patriota!– dijo Shinshin.
–No, nada de patriota; simplemente...– replicó Natasha ofendida. —A usted todo le parece risible, pero esto no es ninguna broma...
–¡Nada de bromas!– repitió el conde. —¡Que diga una sola palabra e iremos todos!... ¡No somos unos alemanes cualesquiera!...
–¿Se han dado cuenta de que en el manifiesto se dice “para deliberar”?– observó Pierre.
–Bueno, para lo que sea...
En aquel instante, Petia, a quien nadie prestaba atención, se acercó a su padre y, muy colorado, con voz que mudaba, tan pronto aguda como bronca, dijo:
–Ea, papá, ahora lo voy a decir, y a mamá también; tomadlo como queráis, pero tenéis que dejarme ir al ejército... porque no puedo más... ¡Y eso es todo!...
La condesa, horrorizada, alzó los ojos al cielo, juntó las manos y, enfadada, se volvió al marido:
–¡Ya está! ¡Ya lo has conseguido!
Pero el conde se recobró al momento de su emoción:
–¡Vaya, vaya! ¡Menudo guerrero! Déjate de tonterías. Lo que tienes que hacer es estudiar.
–No son tonterías, papá; Fedia Obolenski es más joven que yo y se va; y lo principal es que, de todas maneras, yo no podría estudiar ahora cuando...– Petia se detuvo, enrojeció intensamente, pero concluyó, sin embargo: —Cuando la patria está en peligro.
–Basta, basta de tonterías...
–¡Pero si usted mismo ha dicho que lo daríamos todo!
–¡Cállate, Petia!– gritó el conde, mirando a su esposa, que había palidecido y no apartaba los asustados ojos de su benjamín.
–Pues ya lo sabe. Piotr Kirílovich le dirá...
–Pues yo te repito que son tonterías. Es un bebé que quiere ir de soldado. ¡A ti te lo digo!
Y el conde, cogiendo el manifiesto, seguramente con intención de leerlo de nuevo en su despacho, antes de la siesta, se dirigió a Pierre:
–Vamos a fumar, Piotr Kirílovich.
Pierre se encontraba indeciso y confuso. Los ojos de Natasha, insólitamente brillantes y animados, vueltos hacia él con algo más que cariño, lo habían puesto en esa situación.
–No, me parece que... Me iré a casa...
–¿A casa? Pero si quería quedarse toda la velada... Cada día lo vemos menos por aquí... y ella– añadió bonachonamente señalando a Natasha —sólo se alegra cuando está usted aquí...
–Me había olvidado... Tengo que irme sin falta... los asuntos...– añadió presuroso.
–Bueno, bueno; hasta la vista– dijo el conde, abandonando la habitación definitivamente.
–¿Por qué se va? ¿Por qué está disgustado? ¿Por qué?– preguntó Natasha a Pierre mirándole retadora a los ojos.
"Porque te amo”, habría querido contestar él. Pero no lo dijo; enrojeció hasta el punto de llorar y bajó los ojos.
–Porque será mejor para mí que yo venga menos... porque... No; sencillamente, tengo asuntos que resolver en casa.
–¿Pero por qué? Dígalo...– comenzó Natasha, mas de pronto calló.
Se miraron asustados y llenos de turbación. Él trató de sonreír, pero no pudo hacerlo. Su sonrisa expresó un hondo sufrimiento. Sin decir nada, besó su mano y salió. Marchaba decidido a no volver más a casa de los Rostov.
XXI
Recibida la rotunda negativa de su padre, Petia se recluyó en su habitación y lloró amargamente. Los demás fingieron no darse cuenta de nada cuando a la hora del té volvió taciturno y con los ojos rojos de llorar.
Al día siguiente llegó el Emperador. Algunos criados pidieron permiso para salir y ver al Zar. Aquella mañana Petia tardó mucho en vestirse, peinarse y acomodar el cuello tal como lo hacen los mayores. Mirándose en el espejo, fruncía el ceño, gesticulaba, se encogía de hombros y, finalmente, sin decir nada a nadie, se puso la gorra y salió de la casa por la escalera de servicio procurando que no lo vieran. Tenía decidido ir al lugar donde estuviera el Emperador y explicar a algún chambelán (se imaginaba al Zar rodeado siempre de chambelanes) que él, conde Rostov, a pesar de su corta edad, quería servir a la patria, pues la juventud no era obstáculo para ir al ejército y estaba dispuesto a... Mientras Petia se arreglaba delante del espejo, había compuesto muchas frases, a cual más bella, para decírselas al chambelán.
Precisamente su condición de niño le garantizaba éxito, pues esperaba ser presentado al Emperador (creía, por cierto, que todos se asombrarían de su extrema juventud); pero al mismo tiempo, en la manera de ponerse el cuello, en el peinado y en sus maneras graves y moderadas, trataba de parecer mayor. Conforme avanzaba por la calle, más se entretenía contemplando a la gente que iba hacia el Kremlin y olvidaba la gravedad y moderación propias de los adultos. Cuando estuvo cerca del Kremlin tuvo que preocuparse de no ser arrollado por la muchedumbre; con resolución y aire amenazador sacó los codos. Al llegar a la puerta de la Trinidad, la multitud, que ignoraba al parecer sus intenciones patrióticas, lo empujó de tal manera contra el muro que a pesar de toda su decisión tuvo que detenerse mientras los coches pasaban ruidosamente por debajo del arco. Junto a Petia había una mujer de pueblo con un lacayo, dos mercaderes y un soldado retirado. Al cabo de un rato de estar parado en la puerta, Petia quiso adelantarse a todos, sin esperar a que pasaran los coches, y de nuevo se abrió paso a codazos. Pero la mujer (la primera que recibió los golpes del muchacho) se volvió furiosa:
–¿Por qué empujas, señorito? ¿No ves que todos esperan? ¿A qué viene empujar?
–¡Todos podrían intentarlo!– dijo el lacayo, que también puso en acción los codos y empujó a Petia hacia un rincón maloliente de la puerta.
Petia se pasó las manos por el rostro sudoroso y se arregló el cuello, empapado, que tan bien se había puesto imitando a los mayores.
Se daba cuenta de que su aspecto ya no era presentable y temía que, al verlo así, los chambelanes no lo dejaran pasar ante el Emperador. Sin embargo, le era imposible componer su atuendo ni salir de aquel sitio a causa de las apreturas. Uno de los generales que pasó ante él en su carruaje era conocido de los Rostov. Petia pensó pedirle ayuda, pero le pareció que hacerlo no era digno de un hombre valiente. Cuando hubieron desfilado todos los coches fue arrastrado por la muchedumbre al recinto de la plaza, abarrotada de gente. Hasta los tejados se hallaban rebosantes de curiosos. Petia oyó claramente el repique de las campanas que llenaba todo el Kremlin y el alegre rumor del habla popular.
Por un instante la plaza pareció despejarse; en seguida todas las cabezas se descubrieron y la gente echó a correr hacia delante. Petia se sintió empujado de tal modo que casi no podía respirar. En derredor todos gritaron: “¡Hurra”! ¡Hurra!”. Petia se puso de puntillas; empujó y pellizcó a la gente, pero sin conseguir ver otra cosa que las cabezas de los que lo rodeaban.
Todos los rostros expresaban idéntica emoción y entusiasmo. Una mercadera próxima a Petia sollozaba y las lágrimas corrían por sus mejillas.
–¡Señor, ángel, padrecito!– decía, enjugándose los ojos con los dedos.
–¡Hurra!– gritaban por todas partes.
Por unos momentos la multitud permaneció inmóvil; luego se lanzó hacia delante.
Sin saber ya lo que hacía, Petia apretó los dientes y con aire fiero y desorbitados los ojos avanzó repartiendo codazos sin dejar de gritar “¡hurra!”, como si estuviera dispuesto a matarse y matar a todos. Pero a derecha e izquierda se movían con la misma expresión salvaje y gritaban con el mismo entusiasmo.
“He aquí —pensó Petia– lo que significa ser emperador.
No, no puedo entregarle por mí mismo la solicitud; sería mucho atrevimiento.” Petia siguió avanzando desesperadamente, y, por fin, entre las espaldas de los que se encontraban delante, le pareció ver un espacio libre, con una alfombra roja. Pero la muchedumbre osciló hacia atrás (los guardias empujaban a los que se habían acercado demasiado al cortejo cuando el Zar salía del palacio y se dirigía a la catedral de la Asunción). Petia sintió de pronto un golpe tan fuerte en las costillas y lo apretujaron de tal modo que se le nubló la vista y perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí, un eclesiástico, con un mechón de cabellos grises que le caían sobre la espalda y una vieja sotana azul, seguramente un sacristán, lo sostenía con una mano por debajo del brazo y con otra lo protegía de la multitud.
–¡Que vais a matar al muchacho!– decía. —¿Qué hacéis? No empujéis así... ¡Lo vais a matar!
El Emperador entró en la catedral de la Asunción. La muchedumbre se detuvo de nuevo y el sacristán se llevó a Petia, muy pálido y casi sin respiración, hasta el gran cañón del Kremlin; varias personas se compadecieron de él y la gente lo rodeó, dejando espacio. Los más próximos le desabrocharon la chaqueta y lo colocaron sobre el cañón, censurando a los que lo habían atropellado.
–Han podido matarlo. ¡Qué barbaridad! ¡Un asesinato! Está blanco como la cera, el pobrecito– decía la gente a su alrededor.
Petia se recobró en seguida. Se le pasó el dolor y volvieron los colores, y gracias a ese contratiempo pasajero había conseguido un excelente lugar sobre el cañón, desde el cual podría ver al Emperador cuando regresara de la catedral. No pensaba ya en presentar solicitud alguna. Se consideraba feliz sólo con ver al Soberano.
La multitud se dispersó mientras duró la solemne ceremonia de la catedral, un oficio en acción de gracias por la llegada del Zar y la firma de la paz con los turcos. Aparecieron vendedores de kvasy rosquillas con semillas de amapola, que tanto gustaban a Petia. Se oían conversaciones corrientes. Una mercadera mostraba su chal roto y aseguraba que le había costado mucho; otra comentaba el encarecimiento de las telas de seda. El sacristán que había salvado a Petia charlaba con un funcionario acerca de quién oficiaba en la catedral con Su Eminencia. Varias veces repitió la palabra concilio, que Petia no entendía. Dos mozos bromeaban con unas muchachas que comían nueces. Todas esas conversaciones no interesaban a Petia ahora, ni siquiera las bromas con las muchachas, que, por su edad, lo atraían particularmente. Encaramado sobre el alto cañón, se sentía feliz pensando con emoción en el Zar y en el amor que le tenía. La importancia de aquel momento era más intensa todavía al juntarse a su entusiasmo el dolor y el miedo que sentía de ser aplastado.
Se oyeron unos cañonazos (eran salvas para celebrar la paz con los turcos) y las gentes se precipitaron hacia la orilla del río, donde disparaban, para ver de cerca los cañones. Petia quiso hacer lo mismo, pero no se lo permitió el sacristán, que lo había tomado bajo su tutela. Proseguían los cañonazos cuando salieron rápidamente de la catedral unos cuantos generales, oficiales y caballeros de cámara; después, con menos prisas, aparecieron otros. De nuevo se descubrieron todos, y los que habían ido a ver los cañones volvieron corriendo hacia atrás. Finalmente, de la catedral salieron cuatro hombres, uniformados y con bandas.
“¡Hurra! ¡Hurra!”, gritó la multitud.
–¿Cuál es? ¿Cuál es?– preguntaba Petia casi llorando a cuantos lo rodeaban.
Pero nadie le respondió. Todos estaban demasiado excitados. Petia eligió a uno de los cuatro personajes, a los que no podía distinguir bien por las lágrimas de alegría que le llenaban los ojos, y concentró en él todo su entusiasmo, aunque no era el Zar; “¡Hurra!", gritó desaforadamente, decidiendo que al día siguiente ingresaría en el ejército costase lo que costase.
La muchedumbre corrió tras el Emperador, lo acompañó hasta el palacio. Allí comenzó a dispersarse. Era ya tarde; Petia no había comido, sudaba a chorros, pero no quería ir a casa. Siguió a la multitud, algo mermada, aunque todavía era bastante numerosa ante las puertas del palacio —donde comía el Zar—, mirando a las ventanas como si esperara algo y envidiando por igual a los dignatarios que llegaban en sus carruajes para comer con el Emperador y a los lacayos que servían la mesa, a quienes podía ver a través de los cristales.
Durante la comida, Valúiev dijo al Emperador, mirando hacia las ventanas:
–El pueblo espera todavía ver a Su Majestad.
La comida estaba a punto de acabar; el Zar se levantó de la mesa, terminando de comer un bizcocho, y se acercó al balcón.
–¡Padrecito! ¡Ángel nuestro! ¡Padre! ¡Hurra!...– gritaron todos, y Petia con ellos.
Y de nuevo las mujeres y los hombres de espíritu más débil (Petia entre ellos) lloraban de felicidad. Un buen resto de bizcocho, que el Emperador tenía en la mano, se desprendió, cayó en la barandilla y de allí al suelo. Un cochero que estaba cerca se lanzó sobre el pedazo de bizcocho y se apoderó de él. De la muchedumbre varias personas corrieron hacia el cochero; al advertirlo, el Emperador hizo traer una bandeja llena de bizcochos y comenzó a tirarlos a la calle. Los ojos de Petia se inyectaron en sangre; el peligro de ser aplastado lo exacerbó aún más y se lanzó sobre los bizcochos del Zar dispuesto a no retroceder por nada del mundo. No sabía para qué, pero le parecía imprescindible conseguir un bizcocho tocado por las manos del Zar. Se precipitó y al hacerlo derribó a una viejecita que iba a coger un bizcocho. La viejecita no se dio por vencida, y aun tendida en el suelo, se esforzaba por alcanzarlo, pero Petia apartó la mano de la viejecita con una rodilla, agarró el bizcocho y, como si temiese llegar tarde, vitoreó de nuevo al Emperador, ya con voz ronca.
Cuando el Soberano se retiró, la gente comenzó a dispersarse. Todos comentaban alegremente desde diversas partes:
–Ya decía yo que había que esperar... ¿Lo veis? Así ha sido...
Por muy feliz que se sentía Petia, al regresar a su casa, le daba pena pensar que aquel día maravilloso se había terminado. Desde el Kremlin se encaminó a casa de su compañero Obolenski, que tenía quince años de edad y también quería ingresar en el ejército. Una vez con los suyos, manifestó con firmeza y decisión que se escaparía si no lo dejaban ir a la guerra. Al día siguiente, aunque no convencido por completo, el conde Iliá Andréievich fue a informarse de cómo podría colocar a Petia en un sitio de poco peligro.
XXII
Tres días después, el 15 por la mañana, gran cantidad de carruajes se agolpaba delante del palacio Slobodski.
Los salones estaban llenos. En el primero se encontraban los nobles, de uniforme; en el segundo, los mercaderes con sus medallas, sus barbas y sus caftanes azules.
En la sala de los nobles reinaba gran bullicio y movimiento. Los dignatarios más importantes estaban sentados ante una mesa, bajo el retrato del Emperador, en sillas de alto respaldo. La mayor parte de los reunidos paseaban por la sala.
Todos aquellos hombres, a quienes Pierre veía cada día en el Club o en sus casas, vestían uniformes, unos del tiempo de Catalina la Grande, otros de Pablo I o Alejandro I y los más el uniforme corriente de la nobleza. La similitud confería algo extraño y fantástico a las fisonomías viejas y jóvenes, tan conocidas como diversas. Los más sorprendentes eran los ancianos, cegatos, desdentados, calvos, gruesos y pesados o delgados, pálidos y llenos de arrugas. Estos últimos, en su mayor parte, permanecían sentados y silenciosos; si alguno de ellos paseaba o mantenía una conversación, procuraba reunirse con gente de menos edad. Como en los rostros de la gente que Petia había visto en la plaza, todas aquellas caras reflejaban una asombrosa contradicción entre la común espera de algo solemne y las conversaciones habituales sobre hechos cotidianos: la partida de bostondel día anterior, el cocinero Petrushka, la salud de Zinaida Dmítrievna, etcétera.
Pierre, enfundado desde la mañana en su uniforme de gentilhombre, que le venía estrecho, paseaba por las salas. Estaba conmovido: aquella extraordinaria reunión, no sólo de la nobleza, sino también de los mercaderes —de los estamentos, états généraux—, suscitaba en él una serie de ideas hacía tiempo olvidadas pero profundamente arraigadas en su espíritu: ideas sobre el Contrat socialy la Revolución francesa.
Las palabras del manifiesto, señaladas por él, según las cuales el Zar iba a Moscú para “consultar" con su pueblo, lo confirmaban en su opinión. Y suponiendo que en ese sentido se preparaba algo importante, que él esperaba desde hacía tiempo, iba de un lado a otro, escuchando las conversaciones, pero ninguno de los presentes se refería a lo que le interesaba.
Se había dado lectura al manifiesto del Emperador, que provocó el entusiasmo de los reunidos; después, todos se dispersaron charlando animadamente. Además de los temas de interés general, Pierre oía hablar acerca del lugar que debían ocupar los mariscales de la nobleza cuando entrara el Emperador; sobre el tiempo oportuno para ofrecer un baile al Soberano o sobre la conveniencia de reunirse por distritos o juntos, etcétera. Pero en cuanto se tocaba el tema de la guerra y los motivos de aquella reunión, las palabras se hacían vagas y vacilantes. Todos preferían escuchar que hablar.
Un hombre de mediana edad, apuesto y bien parecido, con uniforme de marino retirado, había empezado a hablar en una sala y todos se reunían alrededor de él. Pierre se acercó a aquel grupo para escuchar al marino. El conde Iliá Andréievich, que vestido con su uniforme de voievodade los tiempos de Catalina la Grande iba de un lado a otro con su eterna sonrisa amable, se había acercado también al grupo —donde conocía casi a todos– y con movimientos de cabeza aprobaba sonriente lo que se decía. El marino retirado hablaba con gran valentía: así se notaba por el gesto de sus oyentes y porque muchos hombres a los que Pierre conocía como moderados y dóciles se apartaron en seguida, como desaprobando sus manifestaciones, o bien lo rebatían. Pierre se abrió camino hasta el centro del grupo; escuchó al marino y quedó convencido de que se trataba de un verdadero liberal, pero en un sentido muy diverso del que él habría deseado. El marino, con una voz de barítono especialmente sonora, melódica, propia de los nobles, pronunciaba las erres de una forma gutural bastante agradable, abreviando las consonantes, y con el tono con que se suele gritar “¡camarero, la pipa!” seguía hablando con la entonación del que está acostumbrado al poder y el jolgorio.
–¿Qué importa que los de Smolensk hayan ofrecido milicias al Emperador? ¿Es que estamos obligados a hacer lo mismo? Si los nobles de la provincia de Moscú lo consideran necesario, hay otras maneras de manifestar su devoción y lealtad al Emperador. ¿Acaso hemos olvidado las milicias de mil ochocientos siete? Entonces sólo se enriquecieron los hijos de la iglesia y los ladrones y saqueadores.
El conde Iliá Andréievich, sonriendo afablemente, movía la cabeza en señal de aprobación.
–¿Y qué? ¿Es que las milicias han prestado alguna vez un servicio útil al Estado? ¡Nunca! No han hecho otra cosa que arruinar nuestras propiedades. Lo mejor sigue siendo el reclutamiento. Sin esto... nuestros hombres vuelven a casa sin ser ni militares ni campesinos: tan sólo unos disolutos. ¡Los nobles no regatearemos nuestras vidas! ¡Que el Emperador haga un llamamiento y todos moriremos por él!– concluyó el orador, enardecido.
Iliá Andréievich tragaba saliva, de pura satisfacción, y empujaba a Pierre, que daba muestras de querer hablar. Pierre se adelantó animado, sin saber lo que pensaba decir. Abría la boca para comenzar cuando lo interrumpió un senador desdentado, de rostro inteligente y adusto, que se había situado junto al orador, evidentemente habituado a discutir y plantear cuestiones; el senador habló sin levantar la voz, pero dejándose oír.
–Supongo, señor– dijo el anciano barboteando con su desdentada boca, —que no se nos ha llamado aquí para discutir ahora si es mejor para el Estado el reclutamiento o la milicia. Hemos venido para contestar al llamamiento que Su Majestad el Zar se ha dignado hacernos; será mejor dejar al cuidado de los altos poderes el juzgar lo que conviene, si el reclutamiento o la milicia.
Inesperadamente, Pierre halló una salida a su deseo de hablar; molesto con el senador, que imponía a los demás su afán de regular y limitar las opiniones de la nobleza, Pierre avanzó unos pasos. No sabía lo que iba a decir, pero empezó a hablar con entusiasmo, intercalando de vez en cuando alguna frase francesa y expresándose en un ruso demasiado libresco:
–Excúseme, Excelencia– comenzó (Pierre conocía bien al senador, pero en semejante ocasión le pareció mejor dirigirse a él formalmente). —Aunque no esté de acuerdo con el señor...– (Pierre se detuvo: quería decir mon très honorable préopinant). —Con el señor... que je n'ai pas l'honneur de connaître, 376creo que los nobles aquí reunidos, además de expresar su simpatía y entusiasmo, han sido llamados para opinar sobre las medidas más convenientes con el fin de ayudar a la patria. Y supongo– siguió, entusiasmándose cada vez más —que el mismo Emperador no estaría contento de hallar en nosotros tan sólo a propietarios dispuestos a entregar a sus campesinos... o sea chair à canon, 377y no contara con nuestro con... consejo.
Muchos se alejaron del grupo al notar la sonrisa despectiva del senador y observar que las palabras de Pierre eran demasiado libres. Sólo Iliá Andréievich parecía satisfecho del discurso de Pierre, como lo había estado de las palabras del marino, del senador y, en general, de todo aquel que era el último en hablar.
–Creo que antes de discutir una cuestión así– prosiguió Pierre —debemos preguntar al Emperador, pedirle con el mayor respeto que nos comunique cuáles son nuestras fuerzas, en qué estado se hallan nuestras tropas y ejércitos, y entonces...
Pero Pierre no pudo concluir. A un mismo tiempo lo interrumpieron, inesperadamente, tres oponentes. Su más violento adversario era Stepán Stepánovich Adraxin, compañero suyo en las partidas de boston, a quien conocía de mucho tiempo atrás y que siempre le había mostrado simpatía.
Stepán Stepánovich Adraxin vestía uniforme y, fuera por esta circunstancia o por cualquier otra, le pareció a Pierre un hombre completamente distinto. Stepán Stepánovich, desfigurado el rostro por una cólera senil, gritó a Pierre:
–¡Debo decirle, ante todo, que no tenemos derecho a preguntar al Emperador una cosa así! Y, además, aunque la nobleza tuviera semejantes derechos, Su Majestad no podría contestar. Las tropas se mueven según los movimientos del enemigo; unas veces aumentan y otras disminuyen...