Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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–De todas maneras, ma tante, no puede ser. Y aún queda por ver si la princesa me quiere. Además está de luto. ¿Es que podemos pensar en estas cosas?
–¿Crees, acaso, que lo haré inmediatamente? Il y a manière et manière 571– lo tranquilizó la gobernadora.
–¡Qué buena casamentera es usted, ma tante!...– dijo Nikolái besando su regordeta mano.
VI
Al llegar a Moscú después de su encuentro con Rostov, la princesa María encontró a su sobrino con el preceptor y una carta del príncipe Andréi disponiendo su marcha a Vorónezh, donde los recibiría la tía Málvintseva. Las preocupaciones del viaje, la inquietud por su hermano y los deberes de una vida diferente, con nuevas personas alrededor —además de la educación de su sobrino—, parecieron ahogar en el alma de la princesa aquel sentimiento, semejante a una tentación, que la había atormentado durante la enfermedad y después de la muerte de su padre; sobre todo desde el encuentro con Nikolái Rostov. Estaba triste; y ahora, tras un mes de vida tranquila, sentía cada vez más intensa la pena por la pérdida de su padre, unida a la desgraciada situación en que se encontraba Rusia. La princesa se sentía inquieta: el pensamiento del peligro que acechaba a su hermano (el único ser próximo que le quedaba) la atormentaba sin descanso. Por otra parte, la preocupaba la educación de su sobrino, empresa para la que se sentía siempre incapaz. Pero en el fondo de su alma estaba satisfecha de sí misma por haber sofocado todos los anhelos personales y las esperanzas relacionados con la aparición de Rostov.
Cuando al día siguiente de la velada la esposa del gobernador fue a casa de la señora Málvintseva, para hablar de sus proyectos con ella (haciendo constar que si en las actuales circunstancias no se podía pensar en un compromiso oficial podría lograrse que ambos jóvenes se conocieran mejor); cuando recibida su aprobación hizo delante de la princesa María el elogio de Nikolái Rostov y contó que lo había visto sonrojarse al oír hablar de ella, la princesa no sintió alegría, sino una sensación dolorosa: su armonía interna había dejado de existir y la dominaban de nuevo los deseos, las dudas, los reproches y las esperanzas.
En los dos días que transcurrieron entre esa noticia y la visita de Rostov, la princesa María no dejó de meditar en la conducta que debía observar delante de él. Unas veces pensaba que no saldría a la sala mientras él estuviera con su tía, puesto que no era oportuno, con un luto tan riguroso como el suyo, recibir invitados; otras veces le parecía que proceder así sería una grosería, después de lo que Rostov había hecho por ella; y otras aun creía que su tía y la gobernadora tenían proyectos referentes a ella y a Rostov (a veces sus miradas y sus palabras parecían confirmar esa suposición). O bien se decía que sólo una mujer tan perversa como ella podía pensar así de ellas. Ellas no podían olvidar que en su situación actual, cuando aún no había dejado los velos del luto, el noviazgo equivaldría a una ofensa a la memoria de su padre. La princesa María, suponiendo que vería a Rostov, trataba de imaginar lo que él iba a decirle y qué podría contestarle. Y esas palabras le parecían unas veces inmerecidamente frías y otras sobrecargadas de sentido. En la conversación que iba a tener con él temía sobre todo la turbación que pudiera apoderarse de ella y traicionarla en cuanto lo viera.
Pero cuando el domingo siguiente, después de la misa, el lacayo anunció en la sala que acababa de llegar el conde Rostov, la princesa no mostró inquietud alguna; sólo sus mejillas se ruborizaron levemente y los ojos parecieron encenderse con una luz nueva y radiante.
–¿Lo ha visto usted, tía?– preguntó la princesa tranquilamente, asombrándose ella misma de tener tanta calma y naturalidad.
Cuando Rostov entró, la princesa bajó por un instante la cabeza para dar al visitante tiempo de saludar a su tía; luego, cuando Nikolái se dirigió a ella, la alzó de nuevo y sus ojos brillantes encontraron los de Nikolái. Con un movimiento lleno de dignidad y gracia y una sonrisa alegre, la princesa se levantó, tendió su mano fina y delicada y, por primera vez en su vida, sonaron en su voz notas nuevas, profundamente femeninas. Mademoiselle Bourienne, que se hallaba presente, miró perpleja a la princesa María. La coqueta más experta no habría actuado mejor al encontrarse con un hombre a quien deseara gustar.
“O es que el color negro le sienta muy bien o embelleció sin que yo me diera cuenta. Y, sobre todo, ¡qué tacto, qué gracia!”, pensó mademoiselle Bourienne.
Si la princesa María hubiera sido capaz de reflexionar en aquel instante, se habría quedado más sorprendida que la misma mademoiselle Bourienne del cambio operado en ella. Desde que volvió a ver aquel atractivo rostro amado una nueva fuerza vital se adueñó de ella haciéndola hablar y actuar contra su propia voluntad. Desde que entró Rostov su rostro se transformó repentinamente. Como cuando se ilumina de pronto un fanal pintado, esgrafiado —que antes parecía tosco, oscuro e insignificante—, y se revela con asombrosa belleza ese complejo y artístico trabajo, así se transformó de pronto el rostro de la princesa María. Por primera vez se exteriorizaba toda aquella actividad pura y espiritual que hasta entonces había sido el motor de su vida. Todo su trabajo interior, su descontento consigo misma, todos sus sufrimientos, sus aspiraciones al bien, su docilidad y amor, su sacrificio, brillaban ahora en aquellos ojos luminosos, en la delicada sonrisa y en cada rasgo de su dulce rostro.
Nikolái lo advirtió tan claramente como si la hubiera conocido toda su vida. Se daba cuenta de que el ser que estaba ante él era muy distinto, mucho mejor que todo lo que hasta entonces había encontrado y, sobre todo, mejor que él mismo.
Su conversación fue de lo más sencilla e insignificante. Hablaron de la guerra, exagerando sin querer, como hacían todos, el propio dolor por aquellos acontecimientos. Se refirieron a su anterior encuentro, aunque Nikolái trató de cambiar la conversación. Hablaron también de la excelente esposa del gobernador y de los familiares de Nikolái y la princesa María.
La princesa María no decía nada de su hermano y procuraba desviar el tema cuando su tía lo mencionaba. Era evidente que podía conversar sobre las desventuras de Rusia, fingiendo estar muy afectada por ellas; pero su hermano era un tema demasiado íntimo para su corazón y no podía ni deseaba hablar de él como de otro cualquiera. Nikolái lo notó, como notaba, con sagacidad desacostumbrada en él, todos los matices de su carácter, que confirmaban cada vez más su convicción de hallarse en presencia de un ser distinto y extraordinario. Nikolái, igual que la princesa, enrojecía y se turbaba cuando le hablaban de ella, y hasta cuando sólo pensaba en ella, pero en su presencia se sentía absolutamente libre. No decía lo que había preparado de antemano, sino lo que se le ocurría en el instante, que siempre resultaba oportuno.
Durante la breve visita, como sucede en todas las casas donde hay niños, cuando la conversación comenzaba a decaer, Nikolái recurrió al pequeño hijo del príncipe Andréi: lo acarició y le preguntó si quería ser húsar. Tomó al pequeño en brazos y jugó alegremente con él, volviendo la cabeza para ver a María, quien miraba tímida y feliz al niño amado en brazos del hombre a quien amaba. Nikolái advirtió también aquella mirada, y comprendiendo, al parecer, su significado, enrojeció de placer y besó al chiquillo.
La princesa María no solía salir de casa a causa de su luto, y Nikolái no creyó conveniente repetir sus visitas. Pero la esposa del gobernador seguía adelante con su proyecto: comunicaba a Nikolái las cosas lisonjeras que de él decía la princesa, y viceversa. Insistía en que Nikolái tuviese una explicación con la princesa María. Con ese fin arregló una entrevista de los dos jóvenes, que tendría lugar en casa del arzobispo antes de la misa.
Rostov dijo a la esposa del gobernador que no tendría ninguna explicación con la princesa María, aunque prometió no faltar a la entrevista.
Como en Tilsitt, donde Rostov no se había permitido poner en duda si todo lo que los demás consideraban bueno lo era en realidad, ahora, después de una breve pero sincera lucha entre lo que su propia razón le dictaba y la dócil sumisión a las circunstancias, eligió lo último y se dejó llevar por el poder que lo arrastraba (se daba cuenta de ello) irresistiblemente. Sabía que, después de la promesa hecha a Sonia, una explicación con la princesa María sería lo que él calificaba como una canallada, y estaba seguro de que nunca la cometería; pero sabía también (y, más que saber, lo sentía en el fondo del alma) que abandonándose ahora al poder de las circunstancias y de las personas que lo guiaban no sólo no hacía nada malo sino que realizaba algo muy, muy importante, más que cualquier otro acto suyo hasta ahora.
Después de la entrevista con la princesa María, aunque su vida siguiera siendo en apariencia la misma, todos los placeres de otro tiempo perdieron su encanto. Pensaba con frecuencia en la princesa; pero no como pensaba antes en todas las jóvenes a las que había conocido en la vida social, ni tampoco como en tiempos pensara con tanto entusiasmo en Sonia. Como casi todos los jóvenes honrados, veía en cada muchacha a su futura esposa, proyectándola en su imaginación a todas las condiciones de la vida conyugal: la bata blanca, la esposa ante el samovar, el coche de la mujer, los niños, mamany papá, sus relaciones con ella, etcétera, y esa visión del futuro le causaba placer. Pero cuando pensaba en la princesa María, con la cual querían casarlo, no podía por nada del mundo hacerse una idea de su futura vida matrimonial; y si intentaba hacerlo, todo le parecía confuso y falso. Sólo sentía angustia.
VII
La terrible noticia de la batalla de Borodinó, con las pérdidas rusas entre muertos y heridos, y la noticia más terrible aún del abandono de Moscú llegaron a Vorónezh hacia mediados de septiembre. La princesa María acababa de enterarse por los periódicos de que su hermano estaba herido, y, sin noticia alguna de él, se preparaba para salir en su busca. Así se lo contaron a Nikolái, que no la había visto.
Desde la noticia de la batalla de Borodinó y del abandono de Moscú, Rostov se encontraba en Vorónezh a disgusto y aburrido, aunque no por desesperación, cólera, deseos de venganza o cualquier otro sentimiento análogo. Todas las conversaciones que oía le parecían igualmente falsas; no sabía qué opinión formarse acerca de los acontecimientos y se daba cuenta de que sólo en el regimiento comenzaría a ver las cosas claras. Así pues, se daba prisa en concluir su misión, la compra de caballos, y, sin motivo alguno, se enfurecía frecuentemente con el asistente y el sargento que lo acompañaban.
Pocos días antes de la marcha de Rostov se celebraba en la catedral un tedéum con motivo de una victoria, lograda por las tropas rusas y Nikolái acudió al templo. Se colocó detrás del gobernador y, procurando guardar el aspecto debido, se abandonó a los más diversos pensamientos. Cuando el oficio religioso hubo terminado, la esposa del gobernador lo llamó.
–¿Has visto a la princesa?– preguntó, indicándole con la cabeza a una dama vestida de negro que estaba detrás del coro.
Nikolái reconoció en el acto a la princesa María no tanto por su perfil, que se percibía debajo del sombrero, como por el sentimiento de cautela, temor y conmiseración que inmediatamente se adueñó de él. La princesa María, absorta evidentemente en sus pensamientos, hacía su última señal de la cruz antes de salir.
Nikolái contempló con asombro su rostro. Era el que conocía, el que había visto antes, con la misma expresión de vida espiritual interior, pero iluminada aquel día por una luz muy distinta. En esos rasgos había grabada una conmovedora expresión de pena, ruego y esperanza.
Como antes le ocurriera en presencia de María, Nikolái, sin esperar el consejo de la esposa del gobernador, sin preguntarse si era correcto o no hablar con ella en la iglesia, se acercó y le dijo que había oído hablar de su dolor y participaba de él con toda su alma. No bien oyó su voz, una luz vivísima encendió su rostro, iluminando a un tiempo su propio sufrimiento y su alegría.
–Querría decirle una cosa, princesa– dijo Rostov. —Si el príncipe Andréi Nikoláievich hubiera muerto, habría venido en los periódicos, puesto que es jefe de regimiento.
La princesa lo miraba sin comprender el sentido de sus palabras, pero contenta por la expresión de compasión que había en aquella cara.
–Y sé por muchos casos que una herida de casco de metralla (los periódicos hablan de una granada) o es inmediatamente mortal o, por el contrario, es leve– explicó Nikolái. —Hay que esperar lo mejor, y estoy convencido...
La princesa interrumpió:
–¡Oh! Sería tan terri...– y sin poder terminar, embargada por la emoción, con un movimiento gracioso (como todo cuanto hacía en su presencia), inclinó la cabeza, lo miró agradecida y siguió a su tía.
Por la tarde Nikolái no fue a ningún sitio; se quedó en casa para terminar las cuentas con los tratantes. Cuando hubo acabado era ya demasiado tarde para salir y muy temprano para acostarse; durante largo rato paseó de un lado a otro por la habitación, pensando en su propia vida, cosa que no le ocurría con frecuencia.
La princesa María había producido en él una impresión agradable en Smolensk. El hecho de verla entonces en tan especiales circunstancias y el que durante tanto tiempo su madre hablara de ella como de un excelente partido hicieron que la mirara con gran atención. Durante su estancia en Vorónezh, esa impresión no había sido solamente grata, sino muy fuerte.
Estaba impresionado por la particular belleza moral que había advertido en ella. Pero tenía que irse de Vorónezh y no se le ocurría pensar con tristeza que iba a perder la oportunidad de verla. Su encuentro con ella aquella mañana en la iglesia —Nikolái se dio cuenta de ello– lo había impresionado más profundamente de lo que pudiera prever y desear para su tranquilidad. Aquel semblante pálido, delicado y triste, aquellos ojos radiantes, aquellos movimientos graciosos y pausados y, sobre todo, la profunda y tierna melancolía que expresaban sus facciones lo inquietaban y exigían su participación.
Nikolái no soportaba en los hombres la manifestación de una profunda vida espiritual (por eso no le era simpático el príncipe Andréi) y solía calificarla despectivamente de filosofía y ensoñación. Pero en la tristeza de la princesa María, que ponía de manifiesto la intensidad de aquel mundo espiritual desconocido para él, hallaba un atractivo irresistible.
“¡Debe de ser una muchacha maravillosa! ¡Un verdadero ángel! ¿Por qué no soy libre? ¿Por qué me apresuré con Sonia?”, pensaba.
Y sin darse cuenta comparó a las dos: la falta en una y la abundancia en otra de aquellos dones espirituales de los que él mismo carecía y por lo cual tanto estimaba. Trató de imaginarse qué ocurriría si fuese libre. ¿Cómo pediría su mano, de qué modo llegaría a ser su esposa? Pero no se lo podía imaginar. Lo invadía la angustia y todo resultaba confuso. Desde hacía bastante tiempo, en cambio, se había hecho una idea de su futura vida con Sonia y todo era simple y claro, puesto que ya estaba pensado, no había nada imprevisto en ella, a quien conocía muy bien. Por el contrario, ¡qué difícil era pensar en una vida futura con la princesa María, a la que no comprendía y únicamente amaba!
Soñar con Sonia fue siempre alegre y casi infantil. Pensar en la princesa era difícil y hasta le infundía cierto temor.
“¡Cómo rezaba! —recordó—. Lo hacía con toda su alma. Sí, ésa es la oración que mueve montañas y estoy convencido de que sus ruegos serán atendidos. ¿Por qué yo no pido en mis oraciones lo que necesito? ¿Y qué es lo que necesito? Libertad, romper con Sonia. Tenía razón la esposa del gobernador cuando decía que mi unión con Sonia sólo traería desgracias, confusiones... maman disgustada... los asuntos de casa... ¡líos, embrollos terribles! Además, ni siquiera la amo. No, no la amo como es debido. ¡Dios mío! Sácame de esta terrible situación sin salida", y empezó a rezar de pronto. “La oración mueve las montañas, es verdad, pero hay que tener fe; no es cosa de rezar como lo hacíamos de niños Natasha y yo para que la nieve se convirtiera en azúcar y después correr al patio para comprobar el milagro. No, ahora no pido bagatelas"; y diciéndose eso, dejó la pipa y, con las manos juntas sobre el pecho, se detuvo ante el icono. Conmovido por el recuerdo de la princesa María, rezó como no lo había hecho en mucho tiempo. Los ojos se le llenaron de lágrimas y sintió un nudo en la garganta, cuando entró Lavrushka con unos papeles.
–¡Estúpido! ¿Por qué entras cuando no te llamo?– gritó Nikolái, cambiando repentinamente de actitud.
–Es del gobernador– dijo Lavrushka con voz adormilada. —El correo ha traído cartas para usted.
–Bueno, gracias. Puedes irte.
Nikolái tomó las cartas. Una era de su madre y la otra de Sonia. Reconoció las letras y abrió la de Sonia primero. No había leído más que unas líneas cuando palideció de repente y sus ojos se abrieron con susto y alegría.
–¡No, esto no puede ser!– exclamó en voz alta.
Incapaz de permanecer sentado y quieto, paseó por la habitación sin dejar la carta y leyéndola al mismo tiempo. Volvió a leerla una y otra vez y, encogiéndose de hombros, se detuvo en medio de la estancia, con la boca abierta y los ojos inmóviles. Aquello que acababa de pedir en su oración con la seguridad de que Dios cumpliría su ruego era ya una realidad. Nikolái vio en ello algo insólito, que jamás habría podido esperar. Y el hecho de que todo se cumpliera tan pronto parecía demostrarle que no procedía de Dios, a quien se lo acababa de pedir, sino de una pura casualidad.
Aquel problema que parecía insoluble y ataba su libertad para siempre quedaba resuelto con esa carta inesperada, que al parecer nadie había provocado. Sonia le escribía que la pérdida de casi todos los bienes de la familia Rostov y el deseo manifestado en varias ocasiones por la condesa de que su hijo se casara con la princesa Bolkónskaia, así como la frialdad y el silencio de Nikolái en los últimos tiempos, todo ello, tomado en conjunto, la habían decidido a devolverle la completa libertad renunciando a la promesa de él.
"Me resultaba muy penoso pensar que puedo ser causa de disgustos y disensiones en la familia que tanto me ha protegido —escribía—. La única finalidad de mi cariño es hacer felices a quienes amo. Le ruego, Nikolái, que se considere libre y sepa que, a pesar de todo, nadie lo amará más que su Sonia.”
Esa carta, como la de su madre, venía de Troitsa. La condesa, en la suya, le contaba los últimos días en Moscú, la partida, el incendio de la ciudad y la pérdida de todos los bienes. Añadía que el príncipe Andréi iba con ellos en un convoy de heridos; el estado del príncipe era muy grave, aunque, según los médicos, había esperanzas; Sonia y Natasha lo cuidaban como verdaderas enfermeras.
Al día siguiente Nikolái visitó a la princesa María y le mostró la carta de su madre. Ninguno de los dos hizo la menor alusión al sentido que pudieran tener las palabras “Natasha lo cuida”, pero, gracias a esa carta, entre Nikolái y la princesa María se establecieron unas relaciones casi familiares.
Al día siguiente Nikolái acompañó a la princesa hasta Yaroslavl y poco después salía para incorporarse a su regimiento.
VIII
Sonia había escrito desde el monasterio de Troitsa aquella carta que significó para Nikolái la realización de su plegaria.
He aquí lo que había provocado esa carta:
La condesa estaba cada vez más obsesionada con la idea de que su hijo se casara con una joven rica y sabía que Sonia era el principal obstáculo. La vida de Sonia en casa de los Rostov se hacía cada vez más penosa, especialmente desde que Nikolái escribiera la carta en la cual describía su encuentro con la princesa María en Boguchárovo. La condesa no dejaba pasar una ocasión de zaherirla con alusiones ofensivas y crueles.
Pero unos días antes de salir de Moscú, inquieta y conmovida por cuanto estaba sucediendo, llamó a Sonia y, en vez de abrumarla con reproches y exigencias, le rogó llorando que se sacrificara y rompiera su compromiso con Nikolái: eso saldaría la deuda contraída con quienes habían hecho tanto por ella.
–No me quedaré tranquila hasta que me lo hayas prometido.
Sonia rompió en sollozos histéricos; manifestó que estaba dispuesta a hacer cuanto se le pidiera, pero no prometió nada; en el fondo de su alma no estaba decidida: debía sacrificarse por la felicidad de la familia que la había protegido y educado; ya era una costumbre suya sacrificarse por los demás. Su posición en la casa permitía poner de manifiesto sus méritos por la vía del sacrificio; para ella era un hábito y le gustaba hacerlo. Hasta entonces sabía que todos sus actos de abnegación la realzaban ante los demás y la hacían cada vez más digna de Nikolái, a quien amaba más que a nadie en esta vida. Mas ahora su sacrificio consistía en renunciar a lo que significaba para ella la recompensa de todas sus abnegaciones y el sentido mismo de su existencia. Por vez primera guardó rencor a las personas que la habían recogido para hacerla sufrir más. Envidió a Natasha, que nunca había sentido nada semejante ni había necesitado sacrificarse, que exigía sacrificios de los demás y a la que, sin embargo, todos amaban. Sintió también que su amor por Nikolái, tan puro y sereno hasta entonces, empezaba a trocarse en una pasión violenta, al margen de las leyes, de la virtud y de la religión. Influida por esos sentimientos, Sonia, acostumbrada al disimulo a causa de su dependencia, respondió a la condesa con palabras vagas, evitó en adelante hablar con ella y decidió esperar a Nikolái; no para devolverle su palabra, sino, por el contrario, para unirse a él para siempre.
Aquellos pensamientos sombríos y penosos fueron relegados por las preocupaciones y el terror de los últimos días que los Rostov pasaron en Moscú. La alegró hallar un alivio en una actividad. Pero cuando supo de la presencia del príncipe Andréi en la casa, a pesar de la sincera compasión que sentía por él y por Natasha, se adueñó de ella un sentimiento de supersticiosa alegría: vio en ese incidente la voluntad de Dios, que no deseaba su separación de Nikolái. No ignoraba que Natasha seguía amando al príncipe Andréi, que nunca había dejado de amarlo y que, unidos de nuevo por aquellas terribles circunstancias, volverían a quererse como antes. Así, Nikolái no podría casarse con la princesa María, debido al parentesco que la boda de Natasha y el príncipe Andréi establecía entre ellos. Pese al horror de todo cuanto había sucedido durante los últimos días de estancia en Moscú y las primeras jornadas del viaje, la sensación de que la Providencia intervenía en sus asuntos personales alegraba a Sonia.
Los Rostov hicieron el primer descanso en el monasterio de Troitsa. En la hospedería del monasterio les reservaron tres amplias habitaciones, una de las cuales quedó destinada al príncipe Andréi, que se encontraba muy mejorado aquel día. Natasha estaba con él. En el cuarto vecino se hallaban los condes conversando respetuosamente con el abad, quien había acudido a saludar a sus viejos amigos y protectores. Sonia estaba con ellos, pero la atormentaba la curiosidad de conocer la conversación entre Natasha y Andréi. Oía sus voces a través de la puerta que se abrió de pronto y Natasha, muy emocionada y sin fijarse en el religioso que se había levantado para saludarla recogiéndose la amplia manga de su hábito, se acercó a Sonia y la tomó por el brazo.
–¿Qué te ocurre, Natasha? Ven aquí– dijo la condesa.
Natasha se acercó a recibir la bendición del abad, que le aconsejó implorar ayuda a Dios y a los santos.
Cuando el abad se fue, Natasha llevó a Sonia a la habitación contigua, donde no había nadie.
–¿Sonia, verdad que vivirá? ¿Verdad que sí? ¡Qué feliz y qué desgraciada soy, Sonia querida! Todo sigue como antes: lo único que quiero es que viva. Él no puede... porque... porque... por...– y Natasha se echó a llorar.
–¡Sí! ¡Gracias a Dios! ¡Lo sabía! ¡Vivirá!– exclamó Sonia.
Emocionada —no menos que Natasha– por su temor y sus propios pensamientos, que a nadie había confiado, consoló y besó a Natasha sin dejar de llorar. “¡Oh, con tal de que viva!”, pensó. Después de llorar, enjugarse los ojos y hablar un rato, ambas se acercaron a la puerta de la habitación del príncipe Andréi. Natasha la entreabrió cuidadosamente y asomó la cabeza. Sonia estaba a su lado.
El príncipe descansaba sobre tres almohadas. Había una gran serenidad en aquel pálido rostro; tenía los ojos cerrados y su respiración era regular.
–¡Oh, Natasha!– casi gritó Sonia, sujetando por el brazo a su prima y apartándose de la puerta.
–¿Qué?... ¿Qué sucede?– preguntó Natasha.
–Es aquello... aquello...– dijo Sonia, muy pálida y con labios temblorosos.
Natasha cerró la puerta sin hacer ruido y se retiró con Sonia a la ventana, sin comprender lo que le decía.
–¿Recuerdas en Otrádnoie, por Navidades, aquella vez que por ti miré en el espejo... recuerdas lo que vi?...
Sonia hablaba con expresión solemne y llena de temor.
–Sí, sí– dijo Natasha con los ojos muy abiertos, al recordar vagamente que en aquella ocasión Sonia había visto al príncipe Andréi acostado.
–¿Te acuerdas? Lo vi... y os lo dije a ti y a Duniasha. Estaba echado en una cama– prosiguió, levantando el dedo a cada detalle. —Había cerrado los ojos y estaba cubierto con una colcha rosa, con los brazos cruzados...
A medida que hablaba se convencía cada vez más de que los detalles vistos ahora eran los mismos que había vistoentonces. En aquella ocasión, en Otrádnoie, no había visto nada y había contado lo primero que se le ocurrió; pero todo lo inventado aquella vez le parecía ahora tan real como cualquier otro recuerdo. No sólo recordaba haber dicho que él la miró sonriendo y que lo cubría algo rojo, ahora estaba firmemente convencida de que ya entonces había dicho y visto que la manta era de color rosa, precisamente rosa, y que tenía los ojos cerrados.
–Sí, sí, color rosa– asintió Natasha, que ahora creía acordarse también de que había dicho rosa y consideraba aquel hecho como una extraordinaria y misteriosa predicción. —Pero, ¿qué puede significar?– preguntó pensativa.
–¡Oh, no lo sé! ¡Es tan extraño todo!– dijo Sonia llevándose las manos a la cabeza.
Al poco tiempo, el príncipe Andréi hizo sonar el timbre y Natasha entró en su habitación. Con emoción y ternura poco frecuentes en ella, Sonia permaneció junto a la ventana reflexionando en lo extraordinario de todo lo ocurrido.
Aquel día encontraron una ocasión de enviar correspondencia al ejército y la condesa escribió una carta a su hijo.
–Sonia, ¿no vas a escribir a Nikóleñka?– dijo al ver a su sobrina que pasaba cerca.
Su voz era apagada y temblorosa y Sonia pudo leer en aquellos ojos fatigados, que la contemplaban a través de los lentes, todo lo que la condesa quería decir con esas palabras. Su mirada expresaba súplica, pudor por tener que recurrir a la petición, temor a una negativa y —en este último caso– enemistad irreconciliable.
Sonia se acercó a la condesa, se puso de rodillas y le besó la mano.
–Sí, maman, le escribiré.
Se sentía conmovida, enternecida e impresionada por cuanto estaba sucediendo aquel día y especialmente por el misterioso cumplimiento de la predicción. Y ahora, cuando sabía que por haberse reanudado las relaciones entre Natasha y el príncipe Andréi, Nikolái no podría casarse con la princesa María, sentía con alegría que tornaba a ella la capacidad de sacrificio que tanto le agradaba y había constituido toda su vida.
Consciente de realizar una acción generosa, interrumpiendo varias veces su escritura porque las lágrimas velaban sus ojos negros y aterciopelados, Sonia escribió aquella conmovedora carta que tanto había sorprendido a Nikolái.
IX
Al llegar al cuerpo de guardia, el oficial y los soldados que habían detenido a Pierre lo trataron con hostilidad, pero con respeto. Aún dudaban de quién se trataba (tal vez fuera un personaje importante) y la actitud belicosa que adoptaron se debía a su reciente forcejeo con él en la calle.
Pero al día siguiente, cuando se hizo el relevo, Pierre se dio cuenta de que no tenía ya la misma importancia para los soldados y oficiales de la nueva guardia, que no veía en aquel hombre alto y grueso vestido con un caftán de mujik al valiente que había luchado tan desesperadamente con el merodeador y los soldados de la patrulla, ni al que había pronunciado aquella frase solemne sobre la salvación de una niña; ahora sólo veían en él al número diecisiete de los rusos detenidos por orden de las autoridades superiores. Lo que llamaba la atención en Pierre era su aire decidido, concentrado y pensativo y su conocimiento del francés, que hablaba perfectamente para gran asombro de los franceses. Aquel mismo día, a pesar de ello, juntaron a Pierre con los otros sospechosos porque un oficial necesitaba la habitación en que lo habían alojado al principio.
Todos los rusos detenidos con él eran personas de la más baja condición. Al reconocer en Pierre a un señor, lo rehuían, más que nada por saber francés. Pierre oía con tristeza cómo se burlaban de él.
A la noche siguiente Pierre supo que los detenidos (y él con todos, seguramente) serían juzgados como incendiarios. Al tercer día de prisión lo trasladaron con los otros a una casa donde hubieron de comparecer ante un general de bigotes blancos, dos coroneles y otros franceses que llevaban brazalete. Interrogaron a Pierre y a los demás prisioneros con esa clara exactitud que caracteriza a los seres que se consideran por encima de las debilidades humanas. Preguntaron a los detenidos quiénes eran, dónde habían estado y por qué, etcétera.
Todas aquellas preguntas dejaban al margen lo esencial del asunto y no daban posibilidad alguna de ponerlo de manifiesto; como ocurre siempre en los tribunales, el objetivo principal del interrogatorio era marcar las vías por donde debían fluir las respuestas del acusado, respuestas que debían conducirlo a la meta deseada por el tribunal, es decir, su culpabilidad. En cuanto el interrogado empezaba a decir cosas que no correspondían a ese objetivo, retiraban el canalón y la respuesta podía manar por donde se le antojara. Pierre experimentó además lo que suelen sentir los acusados en cualquier proceso: la extrañeza de que le hicieran todas esas preguntas. Se daba cuenta de que sólo por complacencia o por cortesía seguían aquel procedimiento. Sabía que estaba en poder de aquellos hombres, que era su poder lo que lo había llevado hasta allí y lo que les daba el derecho de exigir respuestas. Y sabía también que la finalidad de todo aquel interrogatorio era declararlo culpable. Y como había poder y el deseo de acusar, el interrogatorio y el juicio eran fórmulas superfluas. Era evidente que todas las respuestas los conducirían a la culpabilidad. Cuando le preguntaron qué estaba haciendo en el instante de su detención, Pierre contestó con cierto aire trágico que se ocupaba de llevar a sus padres a una criatura a la qu’il avait sauvé des flammes. 572¿Por qué se había peleado con el merodeador? Pierre contestó que para defender a una mujer, que todo hombre tiene la obligación de defender a una mujer ofendida y que... Lo interrumpieron: lo que decía nada tenía que ver con el asunto. ¿A qué había ido al patio de la casa incendiada, donde lo vieron los testigos? Contestó que deseaba ver lo que estaba sucediendo en la ciudad. Volvieron a interrumpirlo: no se trataba de eso, sino de para qué estaba en el sitio del incendio. Le preguntaron otra vez quién era, pero tampoco ahora quiso contestar.