Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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En cuanto llegó a Moscú, el príncipe Andréi recibió de manos de su padre la carta de Natasha a la princesa María (que mademoiselle Bourienne había sustraído a la princesa y entregó al viejo príncipe) y hubo de escuchar de labios de su padre la noticia del fracasado rapto, corregida y aumentada.
El príncipe Andréi había llegado ya avanzada la tarde del día anterior, y a la mañana siguiente recibió la visita de su amigo. Pierre pensaba encontrarlo en una situación semejante a la de Natasha y le causó asombro cuando, al entrar en la sala, oyó la voz del príncipe Andréi que comentaba animadamente en el despacho cierta intriga de San Petersburgo. El viejo príncipe y otro interlocutor lo interrumpían de vez en cuando. La princesa María salió al encuentro de Pierre. Suspiró, indicando con los ojos el despacho donde se hallaba su hermano, como si deseara expresar así su sentimiento de condolencia por el dolor del príncipe. Pero Pierre vio en aquel rostro la alegría de la princesa por lo ocurrido y por la forma en que su hermano había recibido la noticia de la traición de su prometida.
–Ha dicho que lo esperaba– comentó la princesa. —Sé bien que su orgullo no le permite expresar sus sentimientos, pero lo soporta mejor, mucho mejor de lo que yo imaginaba. Por lo visto, tenía que ser así...
–¿Es posible que todo haya terminado por completo?– preguntó Pierre.
La princesa lo miró con asombro. No comprendía siquiera que pudiera hacerse semejante pregunta. Pierre entró en el despacho. El príncipe Andréi, a quien halló muy cambiado, vestía de paisano. Indudablemente parecía haber mejorado de salud, pero tenía una nueva arruga vertical en la frente, entre las cejas; hablaba con su padre y el príncipe Mescherski y discutía con energía y pasión. Hablaban de Speranski: la noticia de su súbito destierro y supuesta traición acababa de llegar a Moscú.
–Ahora lo juzgan y lo culpan todos aquellos que hace un mes lo ensalzaban y aquellos que no eran capaces de comprender sus fines– decía el príncipe Andréi. —Es muy fácil juzgar al caído en desgracia y achacarle todos los errores ajenos. Pero yo les digo que si algo bueno se ha hecho durante este reinado, a él se lo debemos y a nadie más.
Se detuvo cuando vio a Pierre. En su rostro hubo un ligero estremecimiento y al instante adoptó una expresión adusta.
–La posteridad le hará justicia– terminó, y se volvió a Pierre: —¡Hola! ¿Cómo estás? ¡Sigues engordando!– sonrió animadamente. Pero la arruga reciente de su frente se hizo más profunda.
Pierre le preguntó por su salud.
–Estoy bien– dijo el príncipe con una sonrisa irónica, y Pierre leyó claramente en la sonrisa de Andréi: "Estoy bien, es cierto, pero a nadie le importa mi salud”. Cambió con Pierre unas palabras sobre el pésimo estado de los caminos desde la frontera polaca, sobre varios conocidos de Pierre, a los que había visto en Suiza, y, por último, sobre el señor Dessalles, al que había traído como preceptor para su hijo Nikolái. Seguidamente volvió a intervenir con ardor en la conversación sobre Speranski, en la cual seguían enfrascados los dos viejos.
–Si fuera verdad lo de la traición– decía con vehemencia y apresuradamente, —se encontrarían pruebas de sus relaciones secretas con Bonaparte y se harían públicas. Personalmente, no me gustaba ni me gusta Speranski, pero me gusta la justicia.
Pierre reconoció en su amigo esa necesidad, que él tan bien conocía, de acalorarse y discutir sobre algo que no le importaba para apartar otras ideas demasiado dolorosas e íntimas.
Cuando marchó el príncipe Mescherski, Andréi tomó a Pierre del brazo y lo llevó a la habitación que le habían destinado. Había en ella una cama sin hacer y varias maletas y baúles abiertos. De uno de ellos sacó una cajita; la abrió y extrajo un paquete envuelto en papel. Todo lo hacía en silencio y rápidamente. Se enderezó y tosió. Su rostro estaba hosco, los labios contraídos.
–Perdóname si te importuno...
Pierre comprendió que deseaba hablarle de Natasha y su rostro expresó compasión y dolor, lo que molestó al príncipe. Continuó hablando, con voz desagradable, decidida y sonora:
–La condesa Rostova me ha rechazado y he oído decir que tu cuñado Kuraguin pretendía su mano o algo similar. ¿Es cierto?
–Sí y no– comenzó a decir Pierre. Pero el príncipe Andréi no lo dejó seguir.
–Aquí tienes sus cartas y su retrato– y tendió a Pierre el paquete que había dejado sobre la mesa.
–Devuélveselo a la condesa... si la ves.
–Está muy enferma– dijo Pierre.
–¿Es que el señor Kuraguin no consideró digna de su mano a la condesa Rostova?– preguntó.
–Se ha marchado hace mucho. Natasha estuvo a punto de morir...
–Siento mucho lo de su enfermedad– y sonrió fríamente, con la misma expresión desagradable y hostil de su padre. —¿Entonces, el señor Kuraguin no se ha dignado aceptar la mano de la condesa Rostova?– resopló varias veces.
–Mal podía casarse, porque ya está casado– contestó Pierre.
El príncipe Andréi rió de un modo desagradable, que de nuevo recordaba a su padre.
–¿Y se puede saber dónde está tu cuñado?
–Se fue a San Petersburgo... aunque la verdad es que no sé dónde está.
–Bueno, es lo mismo. Di a la condesa Rostova que es y sigue siendo completamente libre y que le deseo todo lo mejor.
Pierre recogió el fajo de cartas. El príncipe Andréi lo miró fijamente, como si quisiese recordar algo que debía decirle o, tal vez, esperando que Pierre hablara.
–Escuche, ¿recuerda nuestra conversación en San Petersburgo?– dijo Pierre. —Recuerda...
–Sí– contestó vivamente el príncipe Andréi, —la recuerdo: yo decía que debemos perdonar a la mujer culpable, pero no dije que yo podría perdonar. Yo no puedo.
–Pero, ¿acaso se puede comparar esto con...?
Pero el príncipe Andréi lo interrumpió:
–Sí, claro, pedir de nuevo su mano, mostrarse magnánimo y generoso– gritó bruscamente. —Todo eso es muy noble, pero yo no soy capaz de ir sur les brisées de Monsieur... 335Si quieres ser mi amigo, no vuelvas a hablarme de esa... de todo ese asunto. Bien, adiós. ¿Le darás las cartas?
Pierre pasó a ver al viejo príncipe y a la princesa María.
El viejo parecía más animado que de ordinario. La princesa seguía siendo la misma de siempre, pero a través de la compasión por su hermano se traslucía su alegría por la ruptura. Viéndolos comprendió Pierre el desprecio y la animosidad que todos sentían hacia los Rostov, comprendió que ante ellos no se podía ni mencionar siquiera el nombre de la que había rechazado al príncipe Andréi y preferido a otro.
Durante la comida se habló de la guerra, que todos consideraban evidente. El príncipe Andréi discutía sin cesar, ya con su padre, ya con Dessalles, el preceptor suizo; parecía más animado que de ordinario, pero Pierre conocía bien la causa moral de aquella animación.
XXII
Aquella misma tarde Pierre fue a visitar a los Rostov para cumplir el encargo del príncipe Andréi. Natasha seguía en cama y el conde se había ido al Club. Pierre entregó las cartas a Sonia y pasó a la habitación de María Dmítrievna, que deseaba saber cómo había recibido el príncipe Andréi la noticia. Diez minutos después Sonia entraba en la habitación de María Dmítrievna.
–Natasha se empeña en ver al conde Piotr Kirílovich– dijo.
–Pero ¿cómo va a ir a su habitación? Allí todo está en desorden– dijo María Dmítrievna.
–Natasha se ha vestido y está en el salón– explicó Sonia.
María Dmítrievna se encogió de hombros.
–¿Cuándo va a llegar la condesa? Estoy que no puedo más. Ten cuidado de no decírselo todo– dijo a Pierre. —Da tanta lástima verla, tanta lástima que ni yo misma me siento con ánimos para reprenderla.
Natasha, pálida y delgada, con expresión seria (y no avergonzada, como esperaba Pierre), se hallaba de pie en medio del salón. Al aparecer Pierre vaciló un poco, dudando si debía acercarse a él o esperar.
Pierre se acercó rápidamente. Creyó que Natasha le tendería la mano, como hacía siempre, pero ella permaneció inmóvil respirando con fatiga, en la misma postura en que solía colocarse para cantar, aunque su expresión era ahora muy distinta.
–Piotr Kirílovich– empezó rápidamente, —el príncipe Bolkonski era, es decir, es amigo suyo– rectificó (le parecía que todo había pasado; que todo era distinto). —Entonces me dijo que me dirigiera a usted...
Pierre resopló, mirándola en silencio. Hasta aquel entonces la reprochaba en su fuero interno y había procurado despreciarla; pero ahora sentía tanta lástima por ella que en su ánimo no quedó lugar para los reproches.
–Ahora él está aquí, dígale... que... que me perdone... me perdone.
Natasha se detuvo; su respiración se hizo más rápida, pero no lloró.
–Sí, se lo diré... pero...– Pierre no sabía qué decir.
Natasha pareció asustarse de lo que pudiera pensar Pierre.
–No, sé muy bien que todo ha terminado– dijo presurosa. —Lo pasado no puede volver jamás. Únicamente me atormenta el daño que le hice. Dígale tan sólo que me perdone, que me perdone, que me perdone por todo...
Su cuerpo se estremeció y se dejó caer en una silla.
Un sentimiento de compasión nunca experimentado antes se apoderó de Pierre.
–Se lo diré, se lo diré todo una vez más...– dijo. —Sólo... querría saber...
"¿Saber qué?", preguntaron los ojos de Natasha.
–Querría saber si amaba...– Pierre no sabía cómo nombrar a Anatole y enrojeció al pensar en él, —si amaba a esa mala persona.
–No lo llame mala persona– dijo Natasha. —Pero yo no sé... yo no sé nada...
Y se echó a llorar.
El sentimiento de compasión, ternura y amor se apoderó por completo de Pierre. Notó que unas lágrimas se deslizaban bajo sus lentes y confiaba en que no se notarían.
–No hablemos más, amiga mía– su voz dulce, tierna y sentida sorprendió a Natasha. —No hablemos más de eso. Se lo diré todo; sólo le pido que vea en mí a un amigo, y si necesita ayuda, consejo o, simplemente, si tiene necesidad de desahogarse con alguien, no ahora, sino cuando se tranquilice, acuérdese de mí.
Pierre besó la mano de la joven.
–Me consideraré feliz si alguna vez puedo...
Pierre se turbó.
–No me hable así, no lo merezco– exclamó Natasha. Y quiso salir, pero Pierre la retuvo del brazo. Sabía que algo más debía decirle, pero cuando lo dijo se asombró de sus propias palabras.
–Basta, basta, tiene toda la vida por delante.
–¿Yo? ¡No! Para mí todo ha terminado– dijo con un sentimiento de vergüenza y humillación.
–¿Que todo ha terminado?– repitió Pierre. —Si yo no fuese yo, sino el hombre más guapo, más inteligente y mejor del mundo, y si fuera libre, ahora mismo, de rodillas, pediría su mano y su amor.
Natasha, por primera vez después de muchos días, lloró de agradecimiento y emoción; miró a Pierre y salió de la habitación.
Pierre pasó casi corriendo a la antesala, tratando de contener las lágrimas de ternura y felicidad que lo sofocaban. Tardó bastante en encontrar las mangas del abrigo hasta que se lo puso, y montó en el trineo.
–¿Adonde ordena ir?– preguntó el cochero.
“¿Adonde? —se dijo Pierre—. ¿Dónde puedo ir ahora? ¿Al Club, o de visita?" Todos los hombres le parecían ahora dignos de lástima, tan pobres, en comparación con el sentimiento de ternura y amor que lo embargaba, y sobre todo con la última mirada agradecida y emocionada que Natasha le había dirigido a través de sus lágrimas.
–¡A casa!– dijo. Y a pesar de los diez grados bajo cero, se desabrochó el abrigo de piel de oso, dejando al descubierto su ancho pecho, que respiraba alegremente.
El aire era frío y límpido. Sobre las calles sucias y mal iluminadas, sobre los negros tejados, se extendía un cielo oscuro y estrellado. Sólo al mirar aquel cielo dejaba Pierre de sentir la ofensiva bajeza de las cosas terrenas comparadas con la altura a que se encontraba su espíritu. Al llegar a la plaza de Arbat, sus ojos contemplaron, más amplia aún, la enorme extensión del cielo estrellado y oscuro. Casi en el centro de aquel cielo, sobre el bulevar Prechitenski, sembrado de estrellas, se destacaba entre todas ellas por su proximidad a la Tierra, su luz más blanca y su larga cola vuelta hacia arriba, un corneta enorme y brillante, el famoso cometa de 1812, que, según se decía, anunciaba grandes catástrofes y el fin del mundo. Mas, para Pierre, aquel luminoso astro, con su larga y radiante cola, no despertaba ningún sentimiento de temor. Por el contrario, miraba alegremente con ojos húmedos de lágrimas aquella estrella luminosa que después de recorrer a velocidad increíble espacios inconmensurables, siguiendo una línea parabólica, se hubiera detenido —como flecha clavada en la tierra– en un lugar por ella elegido en el negro cielo; allí se detuvo, alzó enérgicamente la cola, luciendo y jugueteando con su blanca luz entre infinitas estrellas centelleantes.
LIBRO TERCERO
Primera parte
I
A finales del año 1811 comenzó el armamento intensivo y la concentración de fuerzas de la Europa occidental. En 1812, esas fuerzas —millones de hombres, contando los encargados de transportar y aprovisionar a los ejércitos– avanzaron de oeste a este, en dirección a la frontera rusa, hacia donde, también desde 1811, acudían igualmente las tropas del Zar. El 12 de junio los ejércitos de la Europa occidental cruzaron las fronteras de Rusia y la guerra comenzó; es decir, se produjo un acontecimiento contrario a la razón y a toda la naturaleza humana. Millones de hombres de uno y otro bando cometieron una cantidad tan enorme de crímenes, engaños, traiciones, robos, falsificaciones de billetes y su puesta en práctica, saqueos, incendios y matanzas que la historia de todos los tribunales del mundo no reuniría en el transcurso de varios siglos; y, sin embargo, la gente que los cometía no llegaba a considerarlos delitos.
¿Qué motivó tan extraordinario suceso? ¿Cuáles fueron sus causas? Los historiadores, con ingenua convicción, aseguran que las causas fueron: la ofensa inferida al duque de Oldenburgo, el fracaso del bloqueo continental, la ambición de Napoleón, la firmeza de Alejandro, los errores de los diplomáticos, etcétera.
Por consiguiente habría bastado con que Metternich, Rumiántsev o Talleyrand, entre una velada o una recepción cualquiera, se hubiesen esforzado en redactar lo mejor posible un documento compuesto en hábiles términos o bien que Napoleón escribiera a Alejandro: “ Monsieur mon frère je consens a rendre le duché au duc d’Oldenbourg” 336, para que la guerra no hubiese estallado.
Se comprende que los acontecimientos se vieran de esa manera por los contemporáneos; se comprende que Napoleón considerase que la verdadera causa de la guerra radicaba en las intrigas de Inglaterra (como escribió en Santa Elena); se comprende que los miembros de la Cámara inglesa atribuyesen la guerra a las ambiciones napoleónicas; que el duque de Oldenburgo la viera en la violencia cometida contra él; los comerciantes, en el bloqueo continental que arruinaba a Europa; los soldados veteranos y generales, en la perentoria necesidad de proporcionarles trabajo; los legitimistas de aquel tiempo, en la necesidad de restablecer les bons principes 337; y los diplomáticos de entonces, en el hecho de que la alianza de 1809 entre Rusia y Austria no se había ocultado hábilmente a Napoleón y que el memorándum núm. 178 estaba mal redactado. Se comprende que estas causas y otras muchas, cuyo número varía según los diferentes puntos de vista, parecieran verdaderas a los contemporáneos. Pero a nosotros, sus descendientes, que juzgamos en toda su magnitud el terrible acontecimiento, que estamos en condiciones de entender su simple y terrible sentido, las causas expuestas no nos parecen suficientes. No podemos comprender la razón de que millones de cristianos se matasen y torturasen unos a otros por la razón de que Napoleón fuera ambicioso, o Alejandro firme, o astuta la política inglesa, o, en fin, por la ofensa inferida al duque de Oldenburgo. No entendemos qué nexo pueda haber entre esas circunstancias y el asesinato y la violencia; ni por qué la ofensa de que se hizo objeto al duque de Oldenburgo tuviese suficiente fuerza para que miles y miles de hombres, desde el otro extremo de Europa, fuesen a matar y arruinar a los habitantes de las provincias de Smolensk y Moscú y perecer, a su vez, a manos de ellos.
Para nosotros, que no somos contemporáneos de esos hechos ni historiadores entregados a la investigación, aquellos acontecimientos vistos con sentido común —claro y simple– tienen infinitas causas. A medida que profundizamos en la búsqueda de sus razones y analizamos cada una separadamente, o la serie de todas ellas, nos parecen igualmente justas en sí mismas e igualmente falsas por su nulidad en comparación con la magnitud de los hechos y por su insignificancia para darles origen (sin la participación de las demás causas concordantes). El hecho de que Napoleón se negara a retirar sus tropas al otro lado del Vístula y a devolver los territorios de Oldenburgo tiene para nosotros idéntico valor que el deseo o la desgana del primer cabo francés de reengancharse, pues si ese cabo no hubiera querido continuar en el servicio, y si otros y otros miles de cabos y soldados franceses lo hubieran imitado, el ejército de Napoleón no habría sido tan poderoso y la guerra habría sido imposible.
Si Napoleón no se hubiera ofendido ante la conminación de retirarse a la otra orilla del Vístula y no hubiese dado a sus tropas la orden de avanzar, la guerra no habría comenzado. Pero la guerra habría sido igualmente imposible si todos los sargentos se hubiesen negado a reengancharse. Tampoco habría habido guerra si Inglaterra no hubiera intrigado, si el príncipe de Oldenburgo no hubiese existido, si Alejandro no hubiera sido tan susceptible, si no hubiesen existido ni la autocracia rusa, ni la Revolución francesa, ni el Directorio y el Imperio que la siguieron, ni todo aquello que produjo la revolución, y así sucesivamente. Descartada cualquiera de esas causas, nada habría podido ocurrir. Y, por consiguiente, todas esas causas —miles de millones– coincidieron para producir ese acontecimiento que, por tanto, no tenía causas exclusivas y se produjo porque debía producirse. Millones de hombres, olvidando sus sentimientos humanos y razón, debían avanzar de Occidente a Oriente y matar a sus semejantes, como siglos antes otras masas de hombres se movieron de Oriente a Occidente asesinando a sus semejantes.
Las decisiones de Napoleón y Alejandro, de cuyas palabras dependía, al parecer, la realización o no realización de la guerra, eran tan libres como las de cualquier soldado que tomaba parte en la campaña o por sorteo o reclutamiento. Y no podía ser de otra manera, pues para que la voluntad de Bonaparte y de Alejandro llegaran a cumplirse debían concurrir un sinfín de circunstancias incalculables. La falta de una sola de ellas lo habría impedido. Era menester que millones de hombres en cuyas manos estaba la fuerza real —los soldados que disparaban y hacían avanzar provisiones y baterías– estuvieran de acuerdo en cumplir la voluntad de unos individuos aislados y débiles; y a esto los llevó una multitud de causas complicadas y diversas.
En la historia es inevitable el fatalismo para explicar sucesos irracionales (es decir, aquellos cuya sensatez no comprendemos). Y cuanto más intentamos explicar racionalmente esos fenómenos históricos, tanto más faltos de razón e incomprensibles nos parecen.
Cada ser humano vive para sí mismo, goza de libertad para lograr sus objetivos personales y siente, en su fuero íntimo, que puede o no realizar una determinada acción. Pero en cuanto la realiza, esa acción, ejecutada en un momento dado, se convierte en irreparable, pasa a ser patrimonio de la historia y no significa un acto libre sino predeterminado.
El hombre vive conscientemente para sí, disfruta de libertad para conseguir sus objetivos personales y realizar uno u otro acto, pero tan pronto lo realiza, la acción cumplida, en un momento determinado, se hace irrecuperable y adquiere importancia histórica. Y cuanto más arriba está el hombre en la escala social, cuanto mayor es el número de hombres con los cuales se relaciona, tanto mayor es su poder sobre sus semejantes y más evidentes resultan la predestinación e inevitabilidad de cada uno de sus actos.
Hay dos aspectos en la vida de cada individuo: el personal, tanto más independiente cuanto más abstractos son sus intereses, y la existencia espontánea, gregaria, en la cual el hombre obedece inevitablemente las leyes que le vienen impuestas.
"El corazón del Zar está en las manos de Dios.”
El Zar es esclavo de la historia.
La historia, es decir, la vida inconsciente, gregaria de la humanidad, aprovecha cada momento de la vida de los reyes como un arma para cumplir sus fines.
Aun cuando en 1812 Napoleón estuviera más que nunca convencido que de él dependía derramar o no verser le sang de ses peuples 338(como le escribió Alejandro en su última carta), la verdad es que nunca como entonces había estado tan sujeto a las inevitables leyes que lo forzaban (aunque le pareciera obrar libremente) a realizar para la causa común, para la historia, lo que debía cumplirse.
Hombres de Occidente avanzaban hacia Oriente para matar y ser muertos. Según la ley de coincidencia de causas, correspondían a este hecho y coincidían con él miles de otras pequeñas causas necesarias para la realización de ese movimiento y para la guerra: los reproches por la violación del bloqueo continental, el duque de Oldenburgo, el movimiento de tropas hacia Prusia, emprendido (según Napoleón) para lograr la paz armada únicamente, la afición a la guerra y a las costumbres bélicas del Emperador francés, compartida por su pueblo, el gusto por los grandiosos preparativos y los dispendios, la necesidad de obtener unas ventajas que compensaran tamaños gastos, los homenajes y halagos en Dresde y las negociaciones diplomáticas que, según la opinión de sus contemporáneos, se llevaban con un sincero deseo de llegar a la paz y que no hicieron más que exacerbar el amor propio de unos y otros e innumerables causas diversas concurrieron en el acontecimiento que había de cumplirse.
Cuando una manzana madura cae, ¿por qué cae? ¿Tal vez porque la tierra la atrae o porque esté seco su tallo o porque pesa más calentada como está al sol? ¿Puede caer sacudida por el viento o porque el chiquillo que está bajo el árbol quiere comerla?
Nada de eso es la causa; todo ello no es más que la coincidencia de circunstancias en las cuales suele producirse todo hecho vital, orgánico y espontáneo. Y el botánico que opina que la caída del fruto se debe a una descomposición de los tejidos celulares u otros similares tendrá tanta razón como el chiquillo que espera debajo del árbol y asegura que la manzana ha caído porque quería comérsela y pedía a Dios que la hiciese caer.
Quien sostenga que Napoleón se dirigió a Moscú porque quería ir y fracasó porque Alejandro quiso su perdición tendrá tanta razón y sinrazón para afirmarlo como quien diga que una montaña que pesa miles de kilos se ha desmoronado porque —después de socavarla– el último obrero la golpeó por última vez con su pico. En los hechos históricos, los llamados grandes hombres son como etiquetas que denominan el acontecimiento; y como sucede con las etiquetas, son quienes menos están relacionados con el hecho mismo.
Cada uno de sus actos, que a su parecer dependía de su voluntad, era arbitrario en sentido histórico pero estaba relacionado con todo el curso histórico y predeterminado para siempre.
II
El 29 de mayo Napoleón salió de Dresde, donde había pasado tres semanas, rodeado de una corte integrada por príncipes, duques, reyes y hasta un emperador. Antes de partir, se mostró cariñoso y agradecido con el Emperador y los príncipes y reyes que lo merecían y regañó a los reyes y príncipes de quienes estaba descontento; regaló perlas y diamantes propios —es decir, joyas arrebatadas a otros soberanos– a la emperatriz de Austria y abrazó tiernamente a la emperatriz María Luisa, dejándola —según cierto historiador– entristecida por aquella separación que, según decía, no podría soportar. María Luisa se consideraba esposa de Bonaparte, aunque el Emperador hubiera dejado otra esposa en París. A pesar de que los diplomáticos estaban firmemente convencidos de la posibilidad de la paz y trabajaran celosamente por ella; aun cuando Napoleón escribiera personalmente una carta al emperador Alejandro, llamándolo Monsieur mon frèrey asegurándole que no quería en modo alguno la guerra y que lo amaría y estimaría siempre, Bonaparte viajaba en dirección a su ejército y a cada nueva etapa daba órdenes para activar el avance de las tropas hacia el este. Salió de Dresde en una carroza de seis caballos, rodeada de pajes, ayudantes de campo y escolta, por el camino de Posen, Thorn, Dantzig y Koenigsberg. En cada una de esas ciudades, miles de personas salían a su encuentro, entusiasmadas y felices.
El ejército avanzaba de oeste a este y los seis caballos, cambiados frecuentemente por otros de refresco, llevaban al Emperador en la misma dirección. El 10 de junio Napoleón alcanzó al ejército. Pasó la noche en el bosque de Wilkowis, en la mansión de un conde polaco preparada para él.
Al día siguiente dejó atrás al ejército en marcha y se acercó en coche al Niemen, a fin de inspeccionar el lugar que habían de vadear sus tropas; se puso uniforme polaco y bajó a la orilla.
Al ver en la otra parte a los cosacos yaquellas estepas que se extendían a lo lejos, en medio de las cuales estaba Moscou, la ville sainte 339, la capital de aquel Estado semejante al de los escitas, adonde había llegado Alejandro de Macedonia, Napoleón, con gran sorpresa de todos y en contra de cualquier consideración estratégica o diplomática, ordenó la ofensiva y al siguiente día sus tropas comenzaron a pasar el Niemen.
El día 12, muy de mañana, salió de la tienda armada la víspera en la escarpada orilla izquierda del río y miró con su anteojo hacia sus tropas, que salían en oleadas del bosque de Wilkowis y atravesaban los tres puentes tendidos sobre el Niemen. Los soldados, que conocían la presencia del Emperador; lo buscaban con los ojos y, cuando descubrían su figura, con su levita y su sombrero, destacada sobre la colina, delante de la tienda y de su séquito, lanzaban sus gorros al aire y gritaban “Vive l’Empereur!”, mientras salían sin cesar del inmenso bosque donde se hallaban ocultos y se dividían para atravesar los tres puentes que los llevarían a la otra orilla.
—On fera du chemin cette fois-ci. Oh! quand il s'en mêle lui-même, ça chauffe... Nom de Dieu!... Le voilà... Vive l'Empereur!... Les voilà donc les steppes de l’Asie! Vilain pays tout de même. Au revoir, Beauché; je te réserve le plus beau palais de Moscou. Au revoir! Bonne chance!... L'as-tu vu, l'Empereur! Vive l'Empereur... preur! Si on me fait gouvemeur aux Indes, Gérard, je te fais ministre du Cachemire, c'est arrêté. Vive l'Empereur! Vive! vive! vive! Les gredins de cosaques, comme ils filent! Vive l'Empereur! Le voilà! Le vois-tu! Je l'ai vu deux fois comme je te vois. Le petit caporal... Je l'ai vu donner la croix à l'un des vieux... Vive l'Empereur!... 340– repetían viejos y jóvenes, hombres de los más variados caracteres y condiciones. Y en todos los rostros se reflejaba la misma expresión de júbilo por el comienzo de la campaña, tanto tiempo esperada, y el entusiasmo y devoción hacia el hombre de levita gris situado en la colina.
El 13 de junio trajeron para Napoleón un caballo árabe pura sangre: montó en él y se acercó al galope a uno de los puentes sobre el Niemen, entre gritos de entusiasmo que lo ensordecían; parecía soportar sólo porque era imposible prohibir aquella expresión de amor por su persona. Pero esos gritos que por doquier lo acompañaban, le pesaban y distraían de las preocupaciones militares que lo embargaban desde el instante en que se unió al ejército. Atravesó uno de los puentes de barcas movedizas y ya en la orilla opuesta del río, torció bruscamente hacia la izquierda y siguió galopando en dirección a Kovno, precedido de cazadores montados de la Guardia, que, emocionados y felices, le abrían paso entre las tropas. Al llegar al amplio Vístula, se detuvo junto a un regimiento polaco de ulanos apostado en la orilla.
—Vivat! gritaban con idéntico entusiasmo los polacos, aplastándose unos a otros para verlo, con mengua de la formación. Napoleón inspeccionó el río, echó pie a tierra y se sentó sobre un tronco caído en la orilla. A una señal suya le trajeron el anteojo; lo apoyó en el hombro de uno de los pajes, que se acercó corriendo feliz de servir al Emperador, quien examinó la ribera opuesta y se entregó al estudio del mapa extendido entre los troncos. Sin levantar la cabeza, dio unas órdenes y dos edecanes corrieron hacia los ulanos polacos.
–¿Qué? ¿Qué ha dicho?– se oyó entre las filas cuando uno de los ayudantes se acercó al galope hasta ellos.
El Emperador ordenaba que se buscara un vado y se pasara a la otra orilla. El coronel de los ulanos, un polaco viejo, guapo, con rostro enrojecido y embrollándose con las palabras por la emoción, preguntó al ayudante si se le permitía atravesar el río con sus hombres sin buscar el vado. Con visible temor a una negativa, igual que un niño que pide permiso para montar a caballo, el coronel polaco deseaba que le permitieran cruzar el río en presencia del Emperador. El ayudante contestó que al Emperador no le disgustaría probablemente aquel extremado celo.
Tan pronto como el ayudante hubo pronunciado esas palabras, el viejo y bigotudo coronel, con rostro feliz y ojos brillantes, alzó el sable, gritó “Vivat”! y ordenó a sus ulanos que lo siguieran; espoleando a su caballo galopó hacia el río. El animal titubeó un instante junto al agua y el coronel lo golpeó iracundo y se metió en el Vístula, seguido por centenares de ulanos. Agarrotados por el frío y el temor en medio de la rápida corriente, resultaba difícil mantenerse. Los soldados se agarraban unos a otros y caían de sus caballos; algunos animales se hundieron, arrastrando consigo a los hombres; los demás trataban de alcanzar, nadando, la otra orilla, y a pesar de que a medio kilómetro había un vado, parecían orgullosos de nadar y hundirse a la vista de aquel hombre que permanecía sentado en el tronco sin mirar siquiera lo que estaban haciendo. Cuando el ayudante, ya de vuelta, aprovechó el instante oportuno para llamar la atención del Emperador sobre el fervor de los soldados polacos hacia su persona, el hombrecillo de levita gris se levantó, hizo llamar a Berthier y empezó a caminar con él de un lado a otro, dándole órdenes; de vez en cuando miraba descontento hacia los ulanos que se ahogaban en el Vístula y que distraían su atención.