Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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–Puesto que el príncipe Bagration no viene, podemos comenzar– dijo Weyrother, levantándose presuroso de su puesto y acercándose a la mesa sobre la cual se había extendido un gran mapa de los alrededores de Brünn.
Kutúzov, cuyo grueso cuello desbordaba de la guerrera desabrochada, permanecía sentado, con sus manos regordetas y seniles posadas simétricamente en los brazos del butacón; parecía haberse dormido. Al oír la voz de Weyrother abrió con esfuerzo su único ojo.
–Sí, sí, por favor; es ya tarde– dijo; hizo un gesto con la cabeza, volvió a bajarla y cerró de nuevo los ojos.
Si en un principio los miembros del Consejo pensaron que Kutúzov fingía dormir, ahora los resoplidos con que acompañó la lectura de los documentos evidenciaban que para el general en jefe se trataba en aquel instante de algo mucho más importante que el deseo de manifestar su desprecio del plan de batalla o de cualquier otra cosa. Se trataba de satisfacer la invencible necesidad humana de dormir y se había dormido efectivamente. Weyrother, con un gesto de hombre demasiado ocupado para perder un segundo, lanzó una mirada a Kutúzov y, convencido de que dormía, tomó los papeles y comenzó a leer, con voz alta y monótona, la orden de operaciones sin perderse ni el encabezamiento: “Orden de batalla para el ataque a las posiciones enemigas detrás de Kobelnitz y Sokolnitz, el 20 de noviembre de 1805”.
El texto, en alemán, era sumamente complicado y difícil. Decía así:
Considerando que el enemigo apoya su flanco izquierdo en montañas cubiertas de bosques y extiende el derecho a lo largo de Kobelnitz y Sokolnitz, por detrás de los pantanos de esa región, y nuestra ala izquierda rebasa a la suya, nos será ventajoso atacar esta última ala enemiga, sobre todo si ocupamos antes las aldeas de Sokolnitz y Kobelnitz, lo que nos colocará en condiciones de atacar al enemigo de flanco y perseguirlo hasta la llanura entre Schlapanitz y el bosque de Thürass, evitando el desfiladero entre Schlapanitz y Bielovitz, que está cubierto por el frente enemigo. Para lograr este objetivo, es necesario... La primera columna marcha..., la segunda columna marcha..., la tercera columna..., etcétera.
leía Weyrother. Los generales, al parecer, escuchaban con desgana el complicado plan.
El general Buxhöwden, alto y rubio, estaba de pie, con la espalda apoyada en la pared y los ojos fijos en las velas encendidas; parecía no escuchar nada; se habría dicho que no quería que los demás supusiesen que escuchaba. Enfrente de Weyrother, con su brillante mirada fija en él, Milorádovich, con sus rosadas mejillas, sus puntiagudos bigotes y hombros levantados, permanecía en postura marcial, apoyados los codos en las rodillas. Callaba obstinadamente, mirando a Weyrother, y tan sólo apartaba de el los ojos cuando el jefe del Estado Mayor austríaco haría una pausa. En ese instante, Milorádovich volvía su mirada con aire significativo hacia los demás generales. Pero lo que transmitía esa mirada significativa no permitía comprender si aprobaba o no las disposiciones leídas y si estaba o no satisfecho de ellas. El más próximo a Weyrother era el conde Langeron; con una sutil sonrisa que no desapareció de su rostro de francés meridional hasta el fin de la lectura, contemplaba sus delgados dedos, que hacían girar rápidamente una tabaquera de oro con un retrato. Durante uno de los períodos más largos, detuvo la rotación de la tabaquera, levantó la cabeza y, con cortesía hiriente visible hasta las comisuras de sus delgados labios, interrumpió a Weyrother e intentó decir algo. Pero el general austríaco, sin dejar de leer, frunció enfadado el ceño y movió los codos como diciendo: “Después, después podrá exponerme sus ideas; ahora mire el plano y escuche”.
Langeron, perplejo, alzó la vista, miró a Milorádovich como pidiendo una explicación, pero encontrándose con aquella expresión significativa que nada quería decir, la bajó tristemente y volvió a girar su tabaquera.
–Une leçon de géographie 233– dijo como hablando para sí, pero con voz bastante alta para que se lo oyera.
Prebyzhevsky, con cortesía respetuosa y digna, mantenía la mano pegada a la oreja en dirección a Weyrother, con el aspecto de quien tiene absorta toda su atención. Dojtúrov, bajo de talla, estaba sentado frente a Weyrother, con aire atento y modesto; inclinado sobre el mapa, estudiaba de buena fe la disposición del ejército y aquella región para él desconocida. Varias veces rogó a Weyrother que repitiera las palabras que no había entendido bien y los difíciles nombres de las aldeas. Weyrother satisfizo su deseo y Dojtúrov tomó nota de ellos.
Cuando hubo terminado la lectura, que duró más de una hora, Langeron detuvo de nuevo la rotación de su tabaquera y, sin mirar a Weyrother ni a nadie en particular, comenzó a decir lo difícil que sería llevar a cabo semejante plan de operaciones que suponía conocida la posición del enemigo, cuando la verdad era que esa posición podía ser muy distinta, puesto que el enemigo estaba en continuo movimiento. Las observaciones de Langeron eran acertadas, pero resultaba evidente que pretendía hacer ver al general Weyrother (que había leído el plan con la suficiencia de un maestro frente a un grupo de escolares) que no se las había con tontos, sino con hombres que podían darle clase también a él en cuestiones militares. Cuando el monótono zumbido de la voz de Weyrother cesó, Kutúzov abrió los ojos, como el molinero que se despierta a la primera interrupción del rumor soporífero de las ruedas del molino. Escuchó unos instantes las observaciones de Langeron y pareció decir: “todavía siguen con estas estupideces”; se apresuró a cerrar de nuevo los ojos y bajó todavía más la cabeza.
Esforzándose por herir lo más posible a Weyrother en su amor propio como autor del plan de ataque, Langeron demostraba que Bonaparte podía pasar fácilmente al ataque, en vez de ser atacado, haciendo así inútil todo el dispositivo. A todas esas objeciones, Weyrother contestaba con una sonrisa firme y desdeñosa, preparada evidentemente ya de antemano para toda objeción, cualquiera que fuese.
–Si pudiera atacarnos, lo habría hecho hoy– dijo. —¿Entonces usted cree que no tiene fuerzas?– preguntó Langeron.
–Todo lo más, dispone de cuarenta mil hombres– replicó Weyrother con la sonrisa del médico a quien una curandera pretende indicar un remedio.
–En ese caso, busca la derrota al esperar nuestro ataque– dijo Langeron con irónica sonrisa, mirando de nuevo a Milorádovich para obtener su apoyo, pues éste era el más próximo.
Pero en aquel momento Milorádovich pensaba en cualquier cosa menos en la discusión de ambos generales.
–Ma foi 234– dijo, —lo veremos mañana en el campo de batalla.
La sonrisa irónica de Weyrother quería decir que encontraba extraño y ridículo que los generales rusos le pusieran objeciones a ély que tuviera que demostrarles una cosa de la que no sólo él sino ambos Emperadores estaban plenamente convencidos.
–El enemigo ha apagado los fuegos y se oye un ininterrumpido rumor en su campo– dijo. —¿Qué quiere decir eso? O que se va, y eso es lo único que debemos temer, o que cambia de posición– y sonrió irónico. —Mas, aun cuando ocupase posiciones en Thürass, sólo conseguiría evitarnos muchos trabajos, y los planes de ataque serían los mismos, hasta en sus mínimos detalles.
–¿De qué modo...?– preguntó el príncipe Andréi, que desde hacía tiempo esperaba una oportunidad para exponer sus dudas.
Kutúzov se despertó, tosió pesadamente y miró a los generales.
–Señores, el plan de operaciones para mañana, mejor dicho, para hoy (porque ya pasan de las doce), no puede ser modificado– dijo. —Lo han escuchado y todos nosotros cumpliremos nuestro deber. Y antes de la batalla nada hay más importante...– calló un momento —que dormir bien.
Kutúzov hizo ademán de levantarse; los generales saludaron y se retiraron. Era ya medianoche pasada. El príncipe Andréi abandonó el salón del Consejo.
El Consejo donde el príncipe Andréi no pudo exponer sus puntos de vista, como era su propósito, le dejó una impresión confusa e inquietante. ¿Quién tenía razón? ¿Dolgorúkov y Weyrother, o Kutúzov, Langeron y cuantos no aprobaban el plan expuesto? Lo ignoraba. “Pero ¿no habría podido Kutúzov exponer sus propias ideas al Emperador? ¿No podía hacerse todo de otra manera? ¿Acaso por simples consideraciones cortesanas y personales se pueden arriesgar miles de vidas y entre ellas la mía, la mía?”, pensaba el príncipe Andréi.
“Sí, muy bien puede ocurrir que me maten mañana.” Y de pronto, ante la idea de la muerte, surgieron en su imaginación los recuerdos más íntimos y más lejanos. Recordaba el último adiós de su padre y de su mujer, y los primeros tiempos de su amor; recordó también el embarazo de su esposa. Sintió lástima de ella y de sí mismo, y emocionado, hondamente conmovido, salió de la isba donde se alojaba con Nesvitski y comenzó a pasear delante de la casa.
La noche era brumosa y a través de la niebla se filtraba la luz misteriosa de la luna. “Sí, mañana, mañana —pensaba—; tal vez mañana habrá concluido todo para mí, no existirán ya esos recuerdos, ni tendrán para mí sentido alguno; mañana puede ser, y hasta estoy seguro de ello, lo presiento, habré de mostrar por primera vez todo lo que soy capaz de hacer.” Se imaginaba la batalla, la derrota, una terrible lucha concentrada en un punto, las vacilaciones, la confusión de todos los jefes. Era aquel momento feliz, aquel Toulon que hacía tanto tiempo esperaba, que se le ofrecía por fin. Expone con firmeza y claridad sus puntos de vista a Kutúzov, a Weyrother, a los emperadores. Todos quedan asombrados de la exactitud de sus consideraciones pero ninguno se compromete a llevarlas a la práctica. Entonces el toma el mando de un regimiento o de una división, pone por condición que nadie se inmiscuya en sus disposiciones, guía a sus hombres hasta el punto decisivo y, él solo, consigue la victoria. ¿Y la muerte y los sufrimientos?, dice otra voz. Pero el príncipe Andréi no contesta a esa voz y continúa sus triunfos. El plan de la siguiente batalla es obra suya. Oficialmente, sigue agregado a Kutúzov, pero ahora lo hace todo él solo. Gana la batalla siguiente; Kutúzov queda destituido y se le nombra a él, a Bolkonski... ¿Y después?– repite la otra voz. —Después, si antes de alcanzar eso no caes herido diez veces o muerto, si todo eso no resulta un engaño... ¿qué harás después? “Después... —se responde el príncipe Andréi—, después, no lo sé, no lo sé, ni quiero, ni puedo saberlo, pero sí deseo, sí ambiciono la gloria, quiero ser conocido y famoso. ¿Soy culpable, acaso, de no querer otra cosa, de no vivir más que para eso? ¡Sí, solo para eso! A nadie se lo confesaré jamás, pero, Dios mío, ¿qué le voy a hacer si no amo más que la gloria y el amor de los hombres? ¡La muerte, las heridas, la pérdida de la familia, nada me asusta! Y pese al cariño, al amor que siento por muchas personas —mi padre, mi hermana, mi mujer– que son los seres más queridos por mí, y por terrible y contrario a la naturaleza que parezca, yo entregaría a todos sin vacilar por un solo momento de gloria, de triunfo sobre la gente, por ganarme el amor de unos hombres a los que no conozco ni conoceré jamás, por el amor de esos hombres”, se decía prestando atención a las voces que se oían en el patio de Kutúzov. Eran los asistentes, que hacían los equipajes; una voz, seguramente de un cochero, se divertía a costa del viejo cocinero de Kutúzov, Tito, a quien el príncipe Andréi conocía:
–¡Tito! ¡Tito!– gritaba la voz.
–¿Qué?– respondía el viejo.
–Tito, Tito, vete a trillar– decía el bromista.
–¡Vete tú al diablo!– gruñía el otro, entre las risas de los asistentes.
“Y a pesar de todo, quiero tan sólo el triunfo sobre todos ellos; valoro tan sólo esa fuerza misteriosa y esa gloria que flota sobre mí entre la niebla.”
XIII
Rostov con su pelotón pasó aquella noche en las avanzadas de flanco, por delante del destacamento de Bagration. Sus húsares estaban repartidos en parejas y él recorría esa línea, tratando de vencer el sueño que lo dominaba. Detrás se veía un gran espacio cubierto por las hogueras del ejército ruso, que ardían con confuso resplandor entre la niebla. Delante se extendía la negrura de la noche. Por mucho que Rostov se esforzara por distinguir algo en la lejanía, no veía nada. Algunas veces le parecía divisar, en los lugares que debía ocupar el enemigo, ya una claridad gris, ya algún bulto negro o bien la luz de las hogueras; a veces sospechaba que todo era pura ilusión de su vista. Se le cerraban los ojos y en su imaginación se sucedían las figuras del Emperador y Denísov o los recuerdos de Moscú; presuroso volvía a abrirlos y veía muy cerca de sí la cabeza y las orejas del caballo que montaba, o las negras siluetas de los húsares que surgían apenas a seis pasos, y, más allá, la misma oscuridad y la niebla de antes. “¿Por qué no? —pensaba—. Puede ocurrir muy bien que el Emperador me encuentre y me dé una orden, como podría dársela a cualquier otro oficial, y me diga: «Ve y entérate de lo que ocurre allí». Se cuentan muchos casos de que por puro azar conoce a un oficial y luego lo pone a su servicio. ¡Si a mí me ocurriera lo mismo! ¡Oh, cómo lo protegería, cómo le diría toda la verdad, cómo denunciaría a quienes lo engañan!” Y Rostov, para representarse más a lo vivo su lealtad y devoción al Emperador, se imaginaba algún enemigo, o un alemán traidor a quien no sólo mataría gustosamente, sino al que abofetearía ante los ojos del Emperador. De pronto lo despertó un grito lejano. Se estremeció y abrió los ojos.
“¿Dónde estoy? ¡Ah, sí, en las avanzadas! La consigna es «timón, Olmütz». Lástima que nuestro escuadrón esté mañana de reserva... —pensó—. Pediré que me manden a la línea de fuego. Tal vez sea la única ocasión de ver al Emperador. Sí, ya queda poco para el relevo. Haré otra ronda y en cuanto vuelva iré a pedírselo al general.” Se enderezó en la silla y aguijoneó al caballo para inspeccionar una vez más a sus húsares. Le pareció que clareaba. A la izquierda se veía una suave pendiente débilmente iluminada y, enfrente, una colina muy oscura que parecía tan abrupta como un muro. Sobre la colina había una mancha blanca que a Rostov le pareció inexplicable. ¿Era un claro del bosque iluminado por la luna o restos de nieve o un grupo de casas blancas? Hasta se le figuró que algo se movía por aquella mancha blanca. “Sí, debe de ser nieve —pensó Rostov—; una mancha; una mancha, une tache. O acaso no es une tache... Natasha, mi hermana, ojos negros... Na... tasha (¡cómo te asombrará saber que he visto al Emperador!). Na... tasha...”
–A la derecha, Excelencia, aquí hay unos arbustos– exclamó el húsar ante el cual pasaba Rostov adormecido.
Rostov alzó la cabeza, inclinada ya hasta las crines del caballo, y se detuvo cerca del húsar. Un sueño casi infantil se adueñaba de él de manera invencible. “¿En qué pensaba? No debo olvidarme... ¿Cómo hablaré al Emperador? No, eso no. Mañana. Sí, sí, Natasha... Nos van a atacar. ¿A quién? A los húsares. Los húsares... los bigotes. Aquel húsar de grandes bigotes que pasaba por la calle Tverskaia... Pensaba en él viéndolo ante la casa de Gúriev... El viejo Gúriev... ¡Oh, qué buen muchacho es Denísov!... Pero todo esto son pequeñeces. Lo importante es que ahora el Emperador está aquí. ¡Cómo me miró! Quiso decir algo, pero no se atrevió... Pero no, fui yo quien no me atreví. Sí, son pequeñeces. Lo importante es no olvidar lo que pensaba. Sí, sí..., está bien.” Y de nuevo se le caía la cabeza hacia el cuello del caballo. De pronto le pareció que disparaban contra él.
–¿Qué? ¿Qué pasa?... ¿Quién tira?– exclamó despertando. —¡Al ataque!
Tan pronto como abrió los ojos oyó delante de sí, hacia donde estaba el enemigo, gritos prolongados de miles de voces. Su caballo y el del húsar que iba a su lado irguieron las orejas. Allí donde se oían los gritos apareció y se apagó una luz, y la siguió otra a lo largo de toda la colina; en las líneas francesas surgían aquellas luces, mientras aumentaba la gritería. Rostov oía algunas palabras francesas, pero no podía entenderlas. Eran demasiadas voces. Sólo se oían gritos y ruidos inarticulados, como ¡Aaaa!... ¡Rrrr!
–¿Qué es eso? ¿Qué crees...?– preguntó Rostov al húsar. —¿Es en campo enemigo?
El húsar no respondió.
–¿Es que no oyes?– insistió Rostov, esperando en vano la respuesta.
–Quién sabe, Excelencia– replicó con desgana el húsar.
–Por la posición ha de ser el enemigo– repitió Rostov.
–Puede ser– dijo el húsar. —Y puede ser que no; ¡suceden tantas cosas en la noche! ¡Eh! ¡Quieto!– gritó a su caballo, que empezaba a impacientarse.
También el caballo de Rostov estaba inquieto, golpeaba con la pata el suelo helado, atento a los gritos y a las luces. El griterío aumentaba cada vez más y más, hasta confundirse en un clamor general que sólo podía provenir de un ejército de muchos miles de hombres. Las luces se propagaban por todas partes a lo largo, probablemente, de la línea del campamento francés. Rostov ya no sentía sueño. Los gritos alegres y triunfantes del campo enemigo lo excitaban: “Vive l’Empereur, l'Empereur!”, oyó ahora claramente.
–No deben de estar muy lejos; en la otra parte del arroyo seguramente– dijo al húsar.
El húsar, enfadado, no respondió, se limitó a suspirar y a toser. En la línea de los húsares se escuchó el batir de los cascos de caballos. De pronto, de entre las sombras nocturnas surgió, como si fuera un enorme elefante, la figura de un suboficial de húsares.
–¡Excelencia, los generales!– gritó a Rostov acercándose.
Rostov, sin dejar de prestar atención a las luces y gritos del enemigo, se aproximó con el suboficial hacia un grupo de sombras que iban a lo largo de la línea. El príncipe Bagration —que montaba en un caballo blanco—, el príncipe Dolgorúkov y sus ayudantes acudían para observar el extraño fenómeno de las luces y los gritos en el campo enemigo. Rostov se acercó a Bagration, le dio el parte y se unió a los ayudantes, atento a lo que los generales decían.
–No es más que una estratagema, créame– decía Dolgorúkov a Bagration. —Se retira y ha ordenado a la retaguardia que enciendan esas luces y griten para engañarnos.
–Lo dudo mucho– comentó Bagration. —Esta tarde los vi sobre aquella colina. Si se retiraran habrían tenido que marcharse también de ahí. Señor oficial– se volvió hacia Rostov, —¿hay todavía puestos avanzados?
–Esta tarde estaban allí, pero ahora no lo sé, Excelencia. Si lo ordena, iré a verlo con mis húsares– dijo Rostov.
Bagration se detuvo sin responder, y trató de ver el rostro de Rostov a través de la niebla.
–Está bien. Vaya– dijo después de un silencio.
–A sus órdenes.
Rostov espoleó al caballo, llamó al suboficial Fedchenko, a dos húsares más y, ordenándoles que lo siguieran, bajó al trote en dirección a los incesantes ruidos. Rostov sentía miedo y júbilo al verse solo con los tres húsares, avanzando hacia aquella brumosa lejanía, envuelta en misterio y peligro, donde nadie había estado antes que él. Desde lo alto Bagration le gritó que no pasara del arroyo, pero Rostov fingió no oír y, sin detenerse, siguió adelante, equivocándose a cada paso; tomaba los arbustos por árboles y las hendiduras por hombres y no cesaba de explicarse sus equivocaciones. Al llegar al fin de la pendiente dejó de ver las hogueras de los rusos y las del enemigo, aunque oía cada vez con más claridad los gritos de los franceses. En la vaguada creyó ver algo parecido a un río, pero al acercarse se dio cuenta de que era un camino. Al llegar a él detuvo indeciso la cabalgadura. ¿Debía seguirlo, o era mejor atravesarlo y continuar por los negros campos hasta la colina opuesta? Menos peligroso era seguir el camino, que resaltaba en medio de la niebla, porque podía descubrir antes a quienquiera que viniese por él.
–Seguidme– dijo, cruzó el camino y se lanzó al galope hacia la colina, hacia el sitio donde al atardecer había visto un piquete enemigo.
–¡Excelencia, están ahí!– dijo a sus espaldas uno de los húsares.
No había tenido tiempo Rostov de advertir cierto bulto negro entre la niebla cuando ya brillaba un fogonazo, sonaba el disparo y el silbido de la bala, como un lamento, sonó en el aire, perdiéndose después en la oscuridad. Brilló un segundo chispazo, pero no hubo disparo. Rostov giró en redondo y retrocedió al galope. Aún se oyeron cuatro tiros más con diversos intervalos y tonalidades; las balas silbaron entre la niebla. Rostov tiró de las bridas del caballo, tan excitado como él, y siguió al paso. “¡Más aún, más aún!”, repetía en su espíritu una voz alegre. Pero ya no hubo más disparos.
Al acercarse a Bagration, Rostov lanzó de nuevo el caballo al galope y, con la mano en la visera, se aproximó al general.
Dolgorúkov insistía en su opinión de que los franceses habían retrocedido y si encendían las luces era para engañar a los rusos.
–¿Qué prueba todo eso?– decía cuando Rostov se acercó. —Pueden haberse retirado dejando unos piquetes.
–Evidentemente no se han ido todos aún. Mañana lo sabremos– contestó Bagration.
–Excelencia, el piquete sigue en lo alto de la colina igual que ayer tarde– informó Rostov, inclinado hacia adelante y con la mano en la visera, incapaz de reprimir su sonrisa de júbilo por la carrera y, más aún, por el silbido de las balas.
–Está bien, está bien. Gracias, señor oficial– dijo Bagration.
–Excelencia... permítame una petición.
–¿De qué se trata?
–Mañana, nuestro escuadrón está destinado a la reserva; permítame que me una al primer escuadrón.
–¿Cómo se llama usted?
–Conde Rostov.
–Bien... Quédese conmigo, como oficial de órdenes.
–¿Es usted hijo de Iliá Andréievich?– preguntó Dolgorúkov.
Pero Rostov no contestó.
–Entonces, ¿puedo confiar, Excelencia?
–Daré las órdenes oportunas.
“Es muy posible que mañana me envíen con alguna orden al Emperador —pensó Rostov—, ¡Loado sea Dios!”
El motivo de los gritos y las luces en el campo enemigo era el siguiente: mientras en las filas se leía la proclama de Napoleón, él, en persona, recorría a caballo el campamento. Los soldados, a la vista de su Emperador, encendían antorchas de paja y corrían detrás de él al grito de " Vive l’Empereur!”. La proclama de Napoleón estaba concebida en estos términos:
¡Soldados! Tenéis ante vosotros al ejército ruso, que quiere vengar al ejército austríaco de Ulm.
Son los mismos batallones que aniquilasteis en Hollbrün y a los que después habéis perseguido hasta aquí. Las posiciones que ocupamos son magníficas, y mientras ellos avancen para rebasarme por la derecha, me dejarán al descubierto su flanco. ¡Soldados! Yo mismo dirigiré vuestros batallones. Me mantendré alejado del fuego si vosotros, con vuestro habitual valor, lleváis las filas enemigas al desorden y la confusión. Pero si la victoria permanece incierta, aunque sólo sea un momento, veréis a vuestro Emperador exponerse a los primeros disparos del enemigo, porque no puede haber vacilación en la victoria, especialmente en este día, cuando se pone en juego el honor de la infantería francesa, tan necesario al honor de nuestra nación.
¡Que no se rompan las filas con el pretexto de retirar a los heridos! Cada uno debe compenetrarse bien con la idea de que es necesario vencer a esos mercenarios de Inglaterra, animados de tanto odio hacia nuestra nación. Esta victoria pondrá fin a la campaña y podremos regresar a nuestros cuarteles de invierno, donde nos aguardan las nuevas tropas que continuamente se forman en Francia; y entonces la paz que firme será digna de mi pueblo, de vosotros y de mí.
Napoleón.
XIV
A las cinco de la mañana todavía la oscuridad era completa. Las tropas del centro, las reservas y el ala derecha de Bagration permanecían inmóviles. Pero en el flanco izquierdo las columnas de infantería, caballería y artillería, que debían ser las primeras en descender de las alturas para atacar el ala derecha de los franceses y rechazarla —según el plan de ataque– hacia los montes de Bohemia, comenzaban sus preparativos. El humo de las hogueras, a las que habían arrojado todo cuanto hubiera de inútil y molesto, irritaba la vista. El frío era intenso y la noche cerrada aún. Los oficiales bebían precipitadamente té y desayunaban. Los soldados masticaban pan seco, golpeaban el suelo con los pies para entrar en calor y se reunían en derredor de las hogueras, cuyo fuego avivaban con los restos de las chabolas, sillas, mesas, ruedas, toneles y todo aquello que no podían llevar consigo. Los guías austríacos iban y venían entre las tropas rusas y su presencia anunciaba la marcha. Apenas un oficial austríaco se acercaba a la tienda del comandante, el regimiento comenzaba a moverse; los soldados dejaban las hogueras, metían sus pipas en la caña de su bota, amontonaban las bolsas en los carros, tomaban sus fusiles y acudían a ocupar su puesto en la formación. Los oficiales se abotonaban las guerreras, ajustaban los sables al cinturón, cargaban con las mochilas y recorrían las filas dando órdenes. Los soldados del tren regimental y los asistentes aparejaban las bestias y aseguraban los carros. Los ayudantes y los jefes de batallón y de regimiento montaban a caballo, se santiguaban, daban las últimas órdenes e instrucciones a quienes se quedaban con los furgones y comenzaba a oírse el rumor monótono de miles de pies que se ponían en marcha. Las columnas se movían sin saber ni ver adonde iban, sin que nadie pudiera distinguir, a causa de la masa humana que lo rodeaba, del humo y de la niebla, que iba en aumento, ni el sitio que abandonaba ni aquel al que se dirigía.
Una vez en marcha, el soldado queda envuelto, limitado y arrastrado por su propio regimiento, igual que el marinero en la nave que lo lleva. Por lejos que pueda ir, a cualquier latitud extraña, desconocida y peligrosa que sea, en torno a él ve siempre a los mismos compañeros, las mismas filas, al mismo sargento Iván Mitrich, al mismo perro Zhuchka, a los mismos jefes; el marinero, también él, siempre ve los mismos puentes, idénticos mástiles, iguales jarcias. Pocas veces desea el soldado conocer la latitud donde se encuentra su nave; pero el día de la batalla, Dios sabe cómo y por qué, en el mundo anímico de las tropas suena una nota grave común para todos, anunciando la proximidad de algo solemne y decisivo, despertando en los hombres una inusitada curiosidad. El día de la batalla los soldados intentan elevarse por encima de los intereses de su regimiento; escuchan, observan e interrogan ávidamente sobre todo cuanto sucede en derredor.
La niebla era tan espesa que, a pesar de haber amanecido, no se veía a diez pasos de distancia. Los arbustos parecían árboles enormes, y los llanos, precipicios y pendientes. En cualquier sitio, por todas partes, podían tropezar con un enemigo invisible. Las columnas marcharon largo rato, siempre envueltas en la niebla, bajando y subiendo colinas, dejando atrás tapias de huertos y jardines, por una comarca nueva, desconocida, sin encontrar al enemigo por ninguna parte. Pero, a un lado y a otro, detrás o delante, los soldados sabían que otras columnas rusas marchaban en la misma dirección. Cada soldado se sentía más animado al saber que otros muchos idénticos a él avanzaban hacia el mismo lugar, es decir, hacia no sabían dónde.
–Mira, los de Kursk han pasado también– decían en las filas.
–¡Es formidable, amigo, la fuerza que se ha reunido! Ayer tarde, cuando se encendieron las hogueras del campamento, no se le veía término, como si fuera Moscú.
Aunque ninguno de los jefes de columna se acercara a los soldados y hablase con ellos (los jefes, como se vio en el Consejo de Guerra, estaban de pésimo humor y, descontentos por la operación, se limitaban a cumplir órdenes, sin preocuparse de animar a los soldados), los hombres marchaban alegres, como siempre que se participa en una acción, sobre todo si se trata de una ofensiva. Pero tras una hora de camino, siempre hundidos en la niebla, la mayor parte de las tropas tuvo que detenerse y por las filas se propagó el desagradable sentimiento de que reinaba confusión y desbarajuste. Es difícil determinar cómo se propaga semejante impresión, pero el hecho incontrovertible es que se difunde segura y rápidamente como el agua por una vaguada. Si el ejército ruso hubiera estado solo, sin aliados, seguramente se habría necesitado mucho tiempo para que ese sentimiento se convirtiera en una certeza general. Pero ahora, cuando se podía culpar del desorden, con particular placer y como algo lógico, a los estúpidos alemanes, todos estaban convencidos de la existencia de una confusión nociva por culpa de aquellos devoradores de salchichas.
–¿Por qué nos detenemos? ¿Está cerrado el paso? ¿O han aparecido los franceses?
–No, no se oye nada. Si estuvieran ahí, dispararían.
–Tantas prisas para salir, y en cuanto echamos a andar nos detienen sin ton ni son en mitad del campo. De todo tienen la culpa esos malditos alemanes, que lo confunden todo. ¡Qué brutos son!
–Yo los pondría delante. Siempre se las ingenian para quedar los últimos. Ya lo veréis: nos dejarán hoy con las tripas vacías.
–¿Se mueven por ahí, o no?– preguntó un oficial. —Dicen que la caballería ha taponado el camino.
–¡Esos malditos alemanes! No conocen ni su propio país– gritaba otro.
–¿De qué división son ustedes?– gritó, acercándose, un ayudante.
–De la dieciocho.
–Entonces, ¿qué hacen aquí? Deberían estar más adelantados. No van a llegar hasta la noche.
–¡Qué órdenes tan estúpidas! Ni ellos mismos saben lo que hacen– murmuró el oficial alejándose.
Después pasó un general que gritó unas palabras coléricas, no en ruso.
–Tafa lafa. No se le entiende nada– dijo un soldado, remedando al general, que ya estaba lejos. —¡Yo fusilaría a todos esos canallas!
Había orden de que estuviéramos en nuestros puestos a las nueve y todavía no hemos andado ni la mitad del camino. ¡Vaya órdenes!– se repetía por todas partes.
Y la energía con que se habían puesto en marcha fue trocándose poco a poco en despecho y cólera contra las órdenes descabelladas y contra los alemanes.
La causa de tanta confusión era la siguiente: mientras se movía la caballería austríaca, que debía ocupar el flanco izquierdo, el alto mando había ordenado que toda la caballería pasara a la derecha, considerando que el centro de las tropas rusas estaba muy separado del flanco derecho. Miles de jinetes hubieron de pasar por delante de la infantería, y los de a pie se vieron obligados a esperar.