355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Leon Tolstoi » Guerra y paz » Текст книги (страница 46)
Guerra y paz
  • Текст добавлен: 5 октября 2016, 23:58

Текст книги "Guerra y paz"


Автор книги: Leon Tolstoi



сообщить о нарушении

Текущая страница: 46 (всего у книги 111 страниц)

Nikolái alcanzó al primer trineo; bajaron una cuesta y entraron en un camino trillado, que pasaba por un prado junto al río.

"¿Por dónde vamos? —pensó Nikolái—. Seguramente por el prado Kosoi. Pero no, esto es algo nuevo que nunca he visto. No es ni el prado Kosoi ni la cuesta de Diómkino. ¡Dios sabe qué es! Algo nuevo y mágico. Pero es lo mismo, que sea lo que sea.” Y, gritando a sus caballos, se puso a la altura de la primera troika.

Zajar retuvo su tiro y volvió la cara, cubierta de escarcha hasta las cejas.

Nikolái lanzó su trineo a todo galope. Zajar alargó los brazos, hizo chasquear la lengua y salió también disparado.

–¡Aguanta, señor!– dijo.

Ambos trineos volaban emparejados, aún más veloces, y el repiqueteo de los cascos de los caballos era cada vez más rápido. Nikolái iba aumentando la diferencia. Zajar, sin cambiar su posición, con los brazos tendidos, levantó la mano con las riendas.

–¡No te saldrás con la tuya, señor!– gritó a Nikolái.

Nikolái lanzó sus caballos a todo galope y pasó a Zajar. Los brutos levantaban una nube de nieve fina y seca que azotaba las caras de los viajeros. En sus oídos resonaba el rápido martilleo de las pezuñas y las patas de los caballos se entrecruzaban con creciente velocidad mezclándose con las sombras de la troika adelantada. Se oía el chirriar de los trineos sobre la nieve y los chillidos de las mujeres.

Nikolái frenó y miró en derredor. La misma llanura mágica; las mismas estrellas encima, la misma claridad de la luna que lo llenaba todo.

“Zajar grita que tome la izquierda; ¿por qué a la izquierda? —pensó Nikolái—. ¿Es que vamos a casa de las Meliúkova? ¿Es esto Meliúkova? ¡Sabe Dios dónde estamos y lo que nos sucede! ¡Pero es extraño y está muy bien lo que nos sucede!”

Volvió la cabeza para mirar dentro del trineo.

–Mira, tiene blancos los bigotes y las pestañas– dijo alguien de fino bigote y cejas sentado entre otros disfrazados atractivos y desconocidos.

“Se diría que ésta es Natasha —pensó Nikolái—, y esa otra es Mme Schoss, aunque puede que no lo sea. Y ese circasiano del bigote no sé quién es, pero lo quiero.”

–¿No tienen frío?– preguntó.

No hubo respuesta. A sus espaldas sonaron algunas risas. Dimmler, desde los trineos que iban detrás, gritó algo, probablemente muy divertido, pero fue imposible entenderlo.

–¡Sí, sí!– contestaron entre risas algunas voces.

“Pero esto es un bosque encantado, con sombras negras, cambiantes y diamantinas; con una gran escalinata de mármol y techos de plata de los palacios mágicos; se oye el chillido agudo de unos animales.”

“¿Y si esto fuera Meliúkova? Aún resulta más extraño que después de andar a la aventura hayamos llegado a Meliúkova”, pensaba Nikolái.

En efecto, estaban en Meliúkova; varios domésticos aparecían ya en el portal con bujías encendidas y caras risueñas.

–¿Quién es?– preguntó alguien desde la escalera.

–¡Disfrazados de la casa del conde! Los conozco por los caballos– respondió otra voz.

XI

Pelagueia Danílovna Meliúkova, mujer corpulenta y enérgica, con lentes, envuelta en un amplio chal, estaba en el salón, rodeada de sus hijas, a las que trataba de distraer. Vertían cera fundida y miraban las sombras de las figurillas resultantes, cuando en la antesala se oyó un fuerte rumor de pasos y animadas voces.

Húsares, damas, brujas, payasos y osos, tosiendo y secándose los rostros cubiertos de escarcha en el pasillo, entraron en la sala, donde rápidamente se encendieron más velas. El clownDimmler y la señora Nikolái iniciaron la danza. Rodeados de las alborozadas niñas, los enmascarados, ocultando el rostro y disimulando la voz, saludaban a la dueña de la casa e iban acomodándose por la sala.

–¡Oh! ¡No es posible reconoceros!... ¡Esta es Natasha! ¡Mirad a quién se parece! ¡No sé a quién me recuerda! ¡Y Edvard Kárlich, qué bien está! No lo habría conocido. ¡Y cómo baila! Dios mío, y qué circasiano... ¡Qué bien le sienta a Sóniushka! ¿Y esos otros? ¡Vaya! Han animado esto. ¡Retirad las mesas, Nikita, Vania! ¡Y nosotras que estábamos tan tranquilas!...

–¡Ja, ja, ja!... ¡El húsar! ¡El húsar! ¡Parece un chico, y con esas piernas...! ¡Qué risa!– decían las voces.

Natasha, la predilecta de las jóvenes Meliúkova, desapareció con ellas en habitaciones de la parte trasera, desde donde empezaron a pedir corcho, batas y trajes de hombre, que brazos desnudos tomaban de los criados por la puerta entreabierta. Diez minutos después, las jóvenes Meliúkova se habían unido a los disfrazados.

Pelagueia Danílovna dio órdenes para que despejaran la sala y preparasen comida para señores y sirvientes; sin quitarse los lentes, con una sonrisa contenida, iba entre los disfrazados y los miraba de cerca, sin reconocer a nadie, no ya a los Rostov y a Dimmler, sino a sus propias hijas disfrazadas de hombre con trajes y uniformes de la casa que tampoco reconocía.

–¿Quién es ésta?– preguntó, volviéndose a una institutriz y señalando a una de sus hijas, disfrazada de tártaro de Kazán. —Parece una de los Rostov. Y usted, señor húsar, ¿en qué regimiento sirve?– dijo a Natasha. —Sirva pasteles de fruta al turco; su ley no se lo prohíbe– dijo al encargado del buffet.

A veces, mirando la forma de bailar extraña y cómica de los visitantes, seguros de que nadie los conocía por lo cual no creían necesario guardar tantos miramientos, Pelagueia Danílovna escondía el rostro en su pañuelo y su voluminoso cuerpo se estremecía con una risa bonachona que era incapaz de contener.

–¡Mi Sasha! ¡Es mi Sasha!– decía.

Después de las danzas populares y los corros, Pelagueia Danílovna reunió a todos, señores y criados, en un gran círculo. Pidió un anillo, una cuerda y un rublo y organizó unos juegos.

Una hora después todos los trajes estaban desordenados y arrugados; los bigotes y cejas, pintados con corcho quemado, chorreaban con el sudor de los rostros sofocados y alegres. Pelagueia Danílovna empezó a reconocer a la gente, admirando la perfección de los disfraces, sobre todo de las señoritas, y dando las gracias a todos por haberla divertido tanto. La cena de los señores se sirvió en el comedor y los criados fueron obsequiados en la sala.

Durante la cena, una señorita solterona que vivía en la casa contaba que lo más terrible era tratar de conocer el futuro en el baño de vapor.

–¿Por qué?– preguntó la mayor de las Meliúkova.

–Usted no iría; se necesita ser muy valiente...

–Yo iré– dijo Sonia.

–Cuente lo ocurrido con una señorita– pidió la menor de las Meliúkova.

–Pues una vez– comenzó la solterona —una señorita fue con un gallo y dos cubiertos, todo cuanto se necesitaba, y se sentó en el lugar señalado. Estuvo un rato, y en esto oyó el rumor de un trineo con cascabeles..., que se acercaba. Comprendió que alguien venía, se volvió y vio a un hombre vestido de oficial que entró y se sentó frente a ella, donde estaba el otro cubierto.

–¡Oh! ¡Oh!– gritó Natasha con horror, abriendo mucho los ojos.

–Pero cómo, ¿él hablaba?

–Sí, habló como una persona. Y empezó a cortejarla, y debía hablarle hasta el canto del gallo. Pero ella, asustada, se tapaba la cara con las manos. Entonces él la agarró. Menos mal que en seguida acudieron las chicas...

–¿Para qué las asusta?– intervino Pelagueia Danílovna.

–Mamá, si usted misma fue a que le adivinasen el porvenir.

–¿Y cómo se adivina el porvenir en el granero?– preguntó Sonia.

–Pues mira: ahora mismo, por ejemplo, si vas al granero te pones a escuchar; si oyes golpes, es mala señal; si oyes cómo se aventa el trigo, es buen agüero. También suele ocurrir...

–Mamá, cuéntenos lo que oyó usted en el granero.

Pelagueia Danílovna sonrió.

–Lo he olvidado ya– dijo. —Además, ninguno de vosotros va a ir.

–Iré yo, Pelagueia Danílovna; si me lo permite, iré– dijo Sonia.

Lo mismo que antes, cuando jugaban al anillo, a la cuerda o al rublo, ahora, durante la conversación, Nikolái no se apartaba de Sonia y la miraba con ojos completamente distintos de los de siempre; le parecía haberla conocido por primera vez, gracias a sus bigotes pintados. Sonia estaba de verdad contenta, animada y bonita aquella noche, como hasta entonces Nikolái nunca la había visto.

“Ella es así y yo he sido un estúpido”, pensaba mirando los ojos brillantes y la sonrisa exaltada y feliz de la muchacha, nueva para él, que le formaba unos hoyuelos encantadores en las mejillas, encima de los bigotes pintados.

–No tengo miedo a nada– dijo Sonia, —¿puedo ir ahora mismo?

Se levantó. Le explicaron dónde estaba el granero y que debía permanecer silenciosa y escuchar. Le dieron su abrigo; se lo echó sobre la cabeza y miró a Nikolái.

“¡Qué deliciosa es! —se dijo él—. ¿En qué estuve pensando hasta ahora?”

Sonia salió al pasillo para ir al granero y Nikolái se dio prisa en salir al porche de la entrada principal con el pretexto de que hacía demasiado calor. Lo que no dejaba de ser verdad, por el gran número de personas reunidas en la sala.

Fuera seguía haciendo el frío de antes; el aire estaba inmóvil; la luna era la misma, pero había mayor claridad; su luz era tan intensa y arrancaba tantos destellos en la nieve que no se sentían deseos de mirar al firmamento para ver las verdaderas estrellas. El cielo estaba oscuro y desabrido, mientras que en la tierra todo era alegría.

“¡Tonto de mí! ¿Qué estuve esperando hasta ahora?”, seguía diciéndose Nikolái; salió al porche, dio la vuelta a la esquina de la casa por el sendero que conducía a la entrada del servicio. Sabía que Sonia iba a pasar por allí. A mitad del camino, un montón de leña, cubierto de nieve, hacía una sombra; en la otra parte, las ramas enredadas de los tilos viejos y desnudos se proyectaban sobre la nieve. El sendero conducía al granero, cuyas paredes de troncos y cuya techumbre, cubierta de nieve, brillaban bajo la luna como hechas de piedras preciosas. Un árbol crujió en el jardín y de nuevo volvió el silencio; Nikolái no creía respirar aquel aire frío, sino una fuerza eterna, joven y jubilosa.

Alguien descendía taconeando por la escalera de servicio; se oyó el sonoro crujido de la última grada, cubierta de nieve, y la voz de la solterona:

–Siempre derecho, derecho, señorita; por el sendero, pero no mire atrás.

–No tengo miedo– respondió la voz de Sonia; y por el sendero, los pies de Sonia, calzados con finos zapatos, la llevaron hacia Nikolái, haciendo crujir y chirriar la nieve.

Sonia iba envuelta en su abrigo de piel. Estaba ya a dos pasos del joven cuando lo vio. También a ella le parecía distinto del que conocía y al que siempre había tenido cierto temor. Nikolái vestía su disfraz; sus cabellos estaban enredados y sonreía feliz, con una sonrisa nueva para ella. Sonia corrió hacia él.

"Parece otra, pero es siempre la misma”, pensó Nikolái, mirando el rostro de la muchacha, iluminado de lleno por la luna. Pasó sus manos entre las pieles que cubrían la cabeza de Sonia, la abrazó, la estrechó contra su pecho, besó sus labios sombreados por el bigote que olía a corcho quemado. Sonia lo besó en los labios y, desprendiendo sus pequeñas manos, encuadró en ellas sus mejillas.

"¡Sonia...! ¡Nikolái!”, se dijeron.

Se acercaron corriendo al granero y regresaron a la casa, cada uno por un camino diferente.

XII

Cuando llegó el momento de abandonar la casa de Pelagueia Danílovna, Natasha, que siempre se daba cuenta de todo, hizo que Luisa Ivánovna pasase al trineo de Dimmler, y ella pasó también, dejando a Sonia y Nikolái con las muchachas.

Nikolái, sin preocuparse de adelantar a nadie, llevaba el trineo con mesura y de vez en cuando miraba fijamente a Sonia, buscando a través de las cejas y el bigote, a la extraña claridad de la luna, en esa luz que todo lo cambia, la Sonia de otros tiempos y la de ahora, de quien había decidido no separarse ya más. La contemplaba con insistencia; al recordar el olor de corcho quemado mezclado con la sensación de los besos, respiraba a pleno pulmón el aire helado, y, mirando la tierra que iba huyendo a los lados del trineo, y el cielo brillante, de nuevo se sentía transportado a un país de maravilla.

–Sonia, ¿teencuentras bien?– preguntaba de vez en cuando.

–Sí– respondía Sonia, —¿y ?

A mitad de camino, Nikolái dejó al cochero los caballos y se acercó un momento al trineo de Natasha.

–¡Natasha, escucha! Me he decidido con Sonia– susurró en francés.

–¿Se lo has dicho?– preguntó Natasha, animada y feliz.

–¡Qué rara estás con ese bigote y esas cejas, Natasha! ¿Estás contenta?

–¡Sí, muy contenta, muy contenta! Empezaba a enfadarme contigo. No te lo decía, pero te portabas mal con ella. ¡Tiene un corazón tan hermoso! Estoy muy contenta, Nikolái. A veces soy mala, pero sentía vergüenza de ser feliz y de que Sonia no lo fuera– continuó. —Ahora estoy muy contenta, pero ve, ve con ella.

–¡No, espera! ¡Qué graciosa estás ahora!– dijo Nikolái mirándola fijamente porque también le parecía encontrar algo nuevo en su hermana, una gracia, una ternura que nunca le había visto. —Natasha, es algo mágico, ¿verdad?

–Sí– contestó ella, —has hecho perfectamente.

“Si la hubiera visto antes como es ahora —pensó Nikolái—, le habría preguntado hace mucho qué debía hacer y habría hecho todo lo que ella me ordenara. Todo estaría bien."

–Entonces estás contenta. Y yo hice bien, ¿verdad?

–¡Oh, sí, sí! Has hecho muy bien. No hace mucho que me enfadé con mamá porque decía que ella te quería pescar. ¿Cómo puede decirse semejante cosa? Casi reñí con ella. No permitiré que nadie diga ni piense nada malo de Sonia, porque sólo tiene buenas cualidades.

–Entonces, todo está bien, ¿no?– repitió Nikolái, contemplando de nuevo el rostro de su hermana para comprobar si hablaba de veras; y haciendo crujir la nieve bajo sus botas altas, bajó y corrió hacia su trineo.

El mismo circasiano, feliz y sonriente, con el bigote pintado y ojos brillantes, lo miraba bajo la capucha de la piel con que tocaba su cabeza. Y ese circasiano era Sonia, y esa Sonia sería seguramente su feliz y amante esposa.

Una vez llegados a casa, después de contar a la condesa cómo les había ido en su visita a las Meliúkova, las jóvenes se retiraron a su habitación. Se quitaron los disfraces y, sin limpiarse los bigotes pintados, permanecieron largo rato charlando sobre lo felices que eran. Hablaban de sus vidas una vez casadas, de sus maridos —que, por supuesto, serían buenos amigos– y de la dicha que les aguardaba. En la mesa de Natasha había algunos espejos dispuestos por Duniasha desde la víspera.

–¿Cuándo será todo esto? Temo que nunca... ¡Sería demasiada felicidad!– dijo Natasha, levantándose y acercándose a los espejos.

–Siéntate, Natasha, tal vez lo veas– dijo Sonia.

Natasha encendió una bujía y se sentó.

–Veo a alguien con bigotes– comentó Natasha, contemplando en el espejo su propia cara.

–No hay que reírse de eso, señorita– dijo Duniasha.

Natasha, ayudada por la doncella y Sonia, encontró la posición justa entre los espejos. En su rostro apareció una expresión grave y seria; guardó silencio y así permaneció sentada durante largo rato mirando la serie de velas que se alejaban desde el espejo suponiendo que veía (según los relatos que había oído) bien un ataúd o bien a él, al príncipe Andréi, en aquel último recuadro confuso y vago. Sin embargo, por dispuesta que estuviera a tomar cualquier mancha o sombra por una figura humana o un ataúd, no consiguió ver nada; comenzó a parpadear y se retiró de los espejos.

–¿Por qué los demás ven y yo no veo nada?– dijo. —Bueno, ahora ponte tú, Sonia; hoy tienes que ver por fuerza. Hazlo por mí... ¡Tengo tanto miedo!...

Sonia se sentó delante de los espejos, buscó la posición conveniente y se puso a mirar.

–Sí, Sofía Alexandrovna verá de seguro– susurró Duniasha. —Usted no hace más que reírse.

Sonia oyó esas palabras y las de Natasha, que decía en voz baja:

–Ya sé que verá; también el año pasado vio.

Durante tres minutos todas guardaron silencio. "Verá...", susurró Natasha; pero no concluyó la frase. Sonia, de pronto, apartó el espejo y se tapó los ojos con la mano.

–¡Oh, Natasha!– exclamó.

–¿Has visto? ¿Qué has visto?– preguntó Natasha, sosteniendo el espejo.

Sonia no había visto nada; comenzaba a sentir necesidad de parpadear, quería levantarse cuando oyó la voz de Natasha que decía: "Verá”. No quería mentir a Natasha ni a Duniasha y se cansaba de estar sentada; no sabía cómo ni por qué se le había escapado aquel grito y se había tapado los ojos con la mano.

–¿Lo has visto?– le preguntó Natasha apretándole el brazo.

–Sí..., espera... yo... lo he visto– dijo involuntariamente Sonia. No sabía aún si Natasha, al decir "lo has visto”, se refería a él, al príncipe Andréi o a Nikolái.

Y entonces pensó: "¿Por qué no voy a decir que lo he visto? Otros ven. ¿Quién puede saber si he visto o no?”.

–Sí; lo he visto– dijo.

–¿Cómo, cómo estaba? ¿Echado, o sentado?

–No, he visto... primero no había nada; pero después lo he visto echado.

–¿Andréi echado? ¿Enfermo?– preguntó Natasha mirando a Sonia con ojos de susto.

–¡Oh, no, no! Todo lo contrario; tenía la cara alegre y se volvió hacia mí.

Y mientras hablaba, acabó por creer que lo había visto de verdad.

–Bueno, ¿y después? Cuenta, Sonia.

–Después no he visto bien, había algo azul y rojo...

–¡Sonia! ¿Cuándo volverá? ¿Cuándo lo veré? ¡Dios mío, qué miedo tengo por él, por mí y por todo!...– dijo Natasha. Y sin responder a las palabras de Sonia, que trataba de consolarla, se echó en su cama; mucho después de que las velas fueron apagadas, permanecía inmóvil en la cama, con los ojos abiertos, mirando la gélida luz lunar a través de los cristales helados.

XIII

Poco después de las Navidades, Nikolái confesó a su madre su amor por Sonia y su firme propósito de casarse con ella. La condesa, que venía observando las relaciones entre Sonia y su hijo desde hacía tiempo, esperaba esa explicación; escuchó en silencio las palabras de Nikolái y le manifestó que podía casarse con quien quisiera, pero que ni ella ni su padre darían su bendición a semejante matrimonio.

Por primera vez sintió Nikolái que su madre estaba disgustada con él y que no cedería, a pesar de todo su cariño. Fríamente, sin mirar a su hijo, hizo llamar al conde. Cuando él acudió a la llamada, la condesa, que se proponía contarle lo que pasaba, brevemente y con calma, en presencia de Nikolái, no pudo contenerse: rompió a llorar por despecho y salió de la estancia. El viejo conde exhortó blandamente a Nikolái, rogándole que renunciara a su propósito. Nikolái contestó que no podía traicionar la palabra dada, y el padre, suspirando, al parecer confuso, no tardó en dar por acabada la conversación para ir en busca de su esposa. Siempre que el conde tenía una discusión con su hijo se veía dominado por la consciencia de su culpa ante él por la mala administración de sus bienes; no podía, pues, enfadarse con Nikolái por rechazar un partido más rico y casarse con Sonia, que no tenía dote alguna. Eso le recordaba aún más que si su situación económica no fuese tan comprometida, no podría desearse para Nikolái una esposa más digna que Sonia y que él solo era culpable de la ruina, él y su Míteñka con sus incorregibles hábitos.

Los condes no volvieron a hablar de ese matrimonio con su hijo; pero al cabo de unos días la condesa llamó a Sonia y, con una crueldad que ninguna de las dos esperaba, reprochó a la sobrina su ingratitud y el haber atraído a su hijo valiéndose de todos los medios. Sonia escuchó con los ojos bajos las crueles palabras de la condesa, sin comprender qué era lo que se exigía de ella. Estaba dispuesta a sacrificarlo todo por sus bienhechores; la idea del sacrificio era su pensamiento favorito, pero en aquel caso concreto no llegaba a comprender por quién y cómo debía sacrificarse. No podía dejar de amar a la condesa y a toda la familia Rostov, pero le era igualmente imposible dejar de amar a Nikolái, sabiendo que la felicidad de él dependía de ese amor. Permanecía silenciosa y triste, sin contestar nada. Nikolái no pudo soportar por más tiempo aquel estado de cosas y fue a hablar con su madre.

Tan pronto le suplicaba que los perdonara a él y a Sonia y que consintiera en su matrimonio como amenazaba con casarse sin esperar más, secretamente, si se perseguía a la muchacha. La condesa, con una frialdad que su hijo no había visto nunca en ella, respondió que ya era mayor de edad, que el príncipe Andréi se casaba sin el consentimiento de su padre y que él podía hacer otro tanto, pero que ella no reconocería a esa intrigantepor hija.

Enfurecido al oír tratar de intrigantea Sonia, Nikolái levantó la voz y dijo a su madre que nunca habría pensado que le forzara a vender su cariño y que, si sucedía así, por última vez decía... Pero no tuvo tiempo de pronunciar la palabra decisiva, que su madre esperaba (a juzgar por su expresión) con verdadero terror y que tal vez habría quedado entre ellos como un cruel recuerdo. No pudo pronunciarla porque Natasha, pálida y grave, entró por la puerta tras la cual había estado escuchando.

–Nikóleñka, no digas tonterías, ¡cállate, cállate! ¡Te digo que te calles!– casi gritaba... para ahogar la voz de su hermano. —¡Mamá, querida... no es así!... Mamita, pobrecita– dijo a su madre que, sintiéndose al borde de la ruptura, miraba asustada al hijo pero que, por obstinación o excitada por el altercado, no quería ni podía ceder. —Vete, Nikóleñka, yo se lo explicaré; tú vete... Y usted, mamá, querida, escúcheme, deje que le hable.

Sus palabras no tenían sentido, pero obtuvieron el resultado que Natasha apetecía.

La condesa, sollozando, ocultó el rostro en el pecho de su hija. Nikolái se levantó y salió de la habitación llevándose las manos a la cabeza.

Natasha se encargó de la reconciliación y lo hizo de tal manera que la condesa prometió a su hijo no perseguir a Sonia; a su vez, Nikolái aseguró que no haría nada sin que sus padres lo supieran.

Con la firme intención de arreglar sus asuntos en el regimiento, pedir el retiro y volver para casarse con Sonia, Nikolái, triste y grave, en desacuerdo con los suyos pero, según él creía, apasionadamente enamorado, partió para incorporarse al regimiento en los primeros días de enero.

Después de su marcha, la casa de los Rostov quedó más triste que nunca. La condesa, a consecuencia de tantos disgustos, cayó enferma.

Sonia estaba triste por la marcha de Nikolái, y todavía más por la hostilidad que la condesa no podía dejar de manifestarle. El conde estaba más que preocupado por la marcha de sus asuntos, que exigían medidas radicales. Era necesario vender la casa de Moscú y la hacienda vecina a la capital; para hacer todo eso había que ir a Moscú, pero la salud de la condesa los obligaba a retrasar el viaje.

Natasha, que al principio había soportado fácilmente y hasta con alegría la ausencia de su novio, se iba haciendo cada vez más inquieta e impaciente. Pensar que sus mejores días, que había podido dedicar a quererlo, se perdían en vano la atormentaba continuamente. Las cartas del príncipe la irritaban más que otra cosa. Le parecía ofensivo que mientras ella no vivía sino pensando en Bolkonski, él gozara de una vida interesante, visitando países desconocidos y haciendo nuevas amistades. Cuanto más entretenidas eran esas cartas, mayor era su despecho, y contestarlas ya no era ningún placer, sino una obligación falsa y aburrida. No sabía escribir porque no admitía la posibilidad de expresar verazmente en una carta ni una milésima parte de lo que estaba acostumbrada a decir con su voz, su sonrisa y su mirada. Sus cartas eran secas, clásicas, monótonas, a las que no daba importancia alguna, y en los borradores la condesa había de corregir sus faltas de ortografía.

La condesa no se restablecía, pero tampoco era posible demorar por más tiempo el viaje a Moscú. Había que preparar el ajuar, vender la casa y, además, se esperaba en Moscú al príncipe Andréi. Su padre, el príncipe Nikolái Andréievich, vivía allí aquel invierno y Natasha estaba convencida de que su prometido había llegado ya.

La condesa se quedó en el campo y el conde, con Sonia y Natasha, partió para Moscú a últimos de enero.

Quinta parte

I

Pierre, sin razón aparente alguna, sintió de pronto la imposibilidad de continuar la vida que llevaba. A pesar de creer firmemente en las verdades reveladas por el bienhechor, a pesar de la alegría experimentada en los primeros tiempos por su trabajo de perfeccionamiento interior, al que se había entregado con tanto entusiasmo desde el noviazgo del príncipe Andréi con Natasha y la muerte de Osip Alexéievich, noticia que recibió casi al mismo tiempo, sintió desaparecer de pronto todo el encanto de aquella vida pasada, de la que únicamente le quedó una sola razón: la propia casa, con su bellísima esposa, que gozaba ahora de los favores de un personaje importantísimo, las relaciones con toda la sociedad de San Petersburgo y el servicio con sus enojosos formalismos. De un golpe se le presentó su vida pasada como algo abominable. Dejó de escribir su diario, evitó la compañía de los hermanos, comenzó de nuevo a frecuentar el Club, a beber en exceso, a reunirse con amigos solteros y a llevar una vida tan desenfrenada que la condesa Elena Vasílievna creyó necesario llamarle seriamente la atención. Pierre comprendió que su mujer tenía razón y, para no comprometerla, partió para Moscú.

En Moscú, apenas hubo entrado en su inmensa mansión con las princesas marchitas y con tendencia a seguir marchitándose y la numerosa servidumbre; apenas vio desde su ventana la capilla de la Santa Virgen de Iverisk con sus innumerables velas ante sus norias de oro, la plaza del Kremlin con la nieve impoluta, los cocheros y las casitas de Sívtsev Vrázhek, los viejos de Moscú que sin deseos ni prisas terminaban allí sus vidas, las viejas damas moscovitas, los bailes y el Club Inglés de Moscú, se sintió en su propia casa, como en un apacible refugio. Todo en Moscú era apacible, habitual y mugriento como un viejo batín.

Toda la sociedad moscovita, desde las más ancianas señoras hasta los niños, acogió a Pierre como a un huésped por mucho tiempo esperado, cuyo puesto estaba siempre disponible y vacante. Para aquella sociedad, Pierre era el ser original más grato, bueno e inteligente, el más alegre y magnánimo, el más distraído y cordial: un señor ruso al viejo estilo. Su bolsa estaba siempre vacía, porque estaba abierta para todos.

Homenajes, malos cuadros y estatuas, sociedades filantrópicas, zíngaros, escuelas, banquetes en honor de cualquiera, orgías, masones, iglesias, libros: nada ni a nadie rechazaba; y de no existir dos amigos suyos, que le debían sumas importantes de dinero, convertidos ahora en sus protectores, habría dado cuanto poseía. No había un banquete o una velada en el Club a la que no asistiese. Y en cuanto se sentaba en su sitio del diván, después de dos botellas de Château-Margaux, todos lo rodeaban y comenzaban las discusiones, los comentarios y las bromas.

Y si la discusión se deslizaba por cauces violentos, Pierre, con su sonrisa bonachona y una cuchufleta oportuna, volvía a poner las cosas en su sitio. Las logias masónicas parecían tristes y aburridas cuando él no estaba.

Cuando después de una cena de solteros, con su sonrisa buena y dulce, cediendo al deseo de los alegres comensales, se levantaba para ir con ellos, entre los jóvenes estallaban alegres exclamaciones. Si en el baile faltaba un caballero, bailaba. Las señoras jóvenes y las casaderas lo querían porque, sin hacer la corte a ninguna, era igualmente amable con todas, sobre todo después de una comida. “Il est charmant, il n'a pas de sexe” 308, decían de él.

Pierre era uno de tantos gentilhombres de cámara retirados de los que a centenares vivían en Moscú para acabar allí tranquilamente sus días.

Qué horror habría experimentado siete años antes, al volver del extranjero, si le hubiesen dicho que no era menester buscar ni inventar nada, que su camino estaba ya trazado desde hacía tiempo, definido para siempre, y que, por mucho que se esforzase, terminaría siendo como lo eran todos. No lo habría creído. ¿No era él, acaso, quien deseaba con toda su alma proclamar la república en Rusia, o ser Napoleón, o un filósofo, o un guerrero y vencer al mismo Bonaparte? ¿No era él quien creía posible y deseaba apasionadamente la regeneración del género humano y quería alcanzar los más altos grados de la perfección? ¿No era él quien había fundado escuelas y hospitales y emancipado a los campesinos?

Y ahora, en vez de todo aquello, era un marido rico, casado con una mujer infiel, un gentilhombre de cámara retirado a quien gustaba comer y beber y, desabrochándose el chaleco, hablar mal del gobierno, uno de tantos socios del Club Inglés, amado por toda la sociedad moscovita. Durante mucho tiempo no pudo admitir la idea de ser un gentilhombre de cámara retirado en Moscú, tipo que tanto despreciaba siete años antes.

A veces se consolaba pensando que eso no pasaba de ser un compás de espera; pero en seguida lo horrorizaba otra idea: ¡cuántas personas habían entrado en esa vida, con la dentadura completa y todo el pelo, y salieron de ella desdentados y calvos!

En los momentos de orgullo, cuando reflexionaba sobre su situación, le parecía ser muy distinto de aquellos gentilhombres de cámara retirados que él despreciaba antes. Ellos eran tipos vulgares e imbéciles, contentos y satisfechos de su situación, “pero yo sigo descontento de todo, y sigo deseando hacer algo por la humanidad”, se decía. “Aunque tal vez —pensaba en los momentos de modestia– todos mis compañeros hayan buscado como yo algo nuevo, un camino propio en la vida, y, lo mismo que yo, por la fuerza del ambiente, de la sociedad o de la naturaleza, por esa fuerza espontánea contra la cual el hombre es impotente, hayan llegado donde también llegué yo.” Y al cabo de cierto tiempo de vivir en Moscú no despreciaba ya a nadie y comenzaba a querer a sus compañeros, a respetarlos, a compadecerlos como se compadecía a sí mismo.

Pierre ya no sufría, como antes, momentos de desesperación, hipocondría o disgusto de la vida; pero la enfermedad que antes se manifestaba con accesos de furor permanecía latente en él y no lo abandonaba un solo instante. “¿Para qué? ¿Por qué? ¿Qué ocurre en el mundo?”, se preguntaba perplejo muchas veces al día, procurando, en contra de su voluntad, penetrar en el sentido de los fenómenos vitales. Pero, conociendo por experiencia que no existían respuestas a esas preguntas, procuraba deshacerse de ellas lo antes posible: cogía un libro o se dirigía, presuroso, al Club o a casa de Apoloni Nikoláievich, para comentar los chismes de la ciudad.


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю