Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
Жанр:
Классическая проза
сообщить о нарушении
Текущая страница: 66 (всего у книги 111 страниц)
–Y bien, paisano, ¿nos van a dejar aquí, o nos llevan hasta Moscú?– preguntó.
Pierre iba tan abstraído que no oyó la pregunta; miraba ya al regimiento, que en aquellos momentos se cruzaba con el convoy de heridos, ya al carro detenido junto a él, sobre el que iban dos heridos sentados y uno echado.
Uno de los soldados del carro estaba seguramente herido en la cara. Tenía toda la cabeza envuelta en trapos y una de sus mejillas se le había hinchado hasta el tamaño de la cabeza de un niño; tenía desviados a un lado la boca y la nariz. El soldado miraba hacia la catedral y se santiguaba. El otro, un recluta muy joven, rubio y blanco, con delicado rostro exangüe, miraba con sonrisa bondadosa a Pierre. El tercero estaba echado sobre el vientre y no se le veía la cara. Los cantantes de la caballería pasaban al lado mismo del carro:
¡Oh! Ha perdido... la cabeza...
viviendo... en otro país...
Era una alegre canción de soldados de ritmo bailable.
Como respondiendo a la tonadilla, pero con otra clase de alegría, el sonido metálico de las campanas se desgranaba en la altura. Y con otro género de alegría, los cálidos rayos del sol acariciaban la cima opuesta de la vertiente.
Pero en la parte baja, donde el carro de los heridos y el caballejo jadeante se había detenido junto a Pierre, todo seguía siendo húmedo, sombrío y triste.
El soldado de la mejilla hinchada miró irritado a los cantantes.
–¡Oh, cuánto presumen!– dijo con reproche.
–Ya no se contentan con soldados; he visto hasta mujiks– dijo a Pierre, con triste sonrisa, el soldado que iba detrás del carro. —Hoy ya no hacen distingos... Quieren caer encima con todo el pueblo. De Moscú se trata. Quieren acabar de una vez.
A pesar de la oscuridad de las palabras, Pierre comprendió lo que quería decir y afirmó con la cabeza.
El camino quedó libre. Pierre bajó la cuesta y siguió adelante.
Miraba a ambos lados del camino buscando algún rostro conocido; pero todos le eran desconocidos, militares de distintas armas que miraban con idéntico asombro su sombrero blanco y su frac verde.
Al cabo de cuatro kilómetros encontró al primer conocido: un doctor con mando en el ejército. Viajaba en una carretela en compañía de un colega. Al reconocerlo, ordenó a un cosaco, sentado en el pescante, que se detuviera.
–¡Conde! ¡Excelencia! ¿Cómo usted aquí?– preguntó.
–Pues, quería ver todo esto...
–Sí, sí, habrá mucho que ver...
Pierre echó pie a tierra y se detuvo a conversar con el doctor, explicándole su intención de tomar parte en la batalla.
El doctor le aconsejó que se dirigiera directamente al Serenísimo.
–Dios sabe dónde puede estar, nadie lo sabe– dijo el doctor cambiando una mirada con su joven colega. —Además, el Serenísimo lo conoce y lo recibirá gustosamente. Hágalo así, amigo mío.
El doctor parecía cansado y tener mucha prisa.
–Entonces, cree usted... ¡Ah! Quería preguntarle dónde está exactamente la posición– dijo Pierre.
–¿La posición? Eso no es de mi competencia. Cuando pase Tatárinovo verá que están abriendo trincheras. Suba a la colina; desde allí se ve todo.
–¿Se ve desde allí?... Si usted...
Pero el doctor lo interrumpió acercándose a su carretela.
–Lo acompañaría, pero le juro que estoy hasta aquí– y señaló la garganta. —Voy corriendo para ver al comandante del cuerpo... ¡Ya sabe cómo se hacen las cosas!... Mire, conde, mañana será la batalla y hay que contar al menos con veinte mil heridos por cada cien mil hombres. Pero ni para seis mil tenemos angarillas, camas de campaña, practicantes, médicos, medicinas. Es verdad que contamos con diez mil carros; pero necesitamos otras cosas. Y así nos tiene: arréglatelas como puedas.
Pensar que entre aquellos miles de hombres sanos, jóvenes o viejos, que con alegre curiosidad habían mirado su sombrero, veinte mil estaban condenados a morir (quizá los mismos que ahora tenía delante) impresionó profundamente a Pierre.
“Tal vez mueran mañana. ¿Por qué piensan en algo que no sea la muerte?” Y de súbito, por una misteriosa asociación de ideas se imaginó vivamente la bajada de la cuesta de Mozhaisk, los carros de los heridos, el repique de las campanas, los rayos oblicuos del sol y las canciones de los soldados de caballería.
“Los jinetes van a la batalla, se cruzan con los heridos y no piensan un solo instante en lo que les espera; pasan ante los heridos y les guiñan el ojo. Y de todos esos hombres, veinte mil están destinados a morir. ¡Y todavía se asombran de mi sombrero! ¡Qué extraño es todo eso!” Así pensaba Pierre mientras se dirigía a la aldea de Tatárinovo.
Junto a la casa de un terrateniente, a la izquierda del camino, había numerosos coches, furgones, una muchedumbre de asistentes y centinelas. Era el Cuartel del Serenísimo.
Pero cuando llegó Pierre él no estaba y no había casi nadie del Estado Mayor. Todos habían ido a la iglesia, donde se celebraba un tedéum. Pierre siguió adelante, en dirección a Gorki.
Una vez que hubo subido la cuesta, al entrar en la pequeña calle de la aldea, Pierre vio por primera vez a los mujiks de las milicias, con cruces en los gorros y camisas blancas, que, entre animadas conversaciones y risas, trabajaban sudorosos a la derecha del camino, sobre un enorme túmulo cubierto de hierba.
Unos cavaban con palas el túmulo, otros llevaban la tierra en carretillas sobre unas tablas; otros, en fin, no hacían nada.
Dos oficiales daban órdenes. Al ver a esos mujiks divertidos aún por la novedad de su estado militar, Pierre recordó de nuevo a los heridos de Mozhaisk y comprendió lo que quería decir el soldado con su frase: Quieren caer encima con todo el pueblo. La vista de aquellos mujiks barbudos que trabajaban en el campo de batalla, lejos de sus tierras, con aquellas extrañas botas incómodas a las que no estaban acostumbrados, el cuello sudoroso, despechugados, mostrando el relieve de las bronceadas clavículas, impresionó a Pierre con mayor fuerza que todo lo que hasta entonces había visto y oído sobre la importancia y solemnidad del momento que vivían.
XXI
Pierre descendió del coche y, pasando entre los campesinos que trabajaban, subió al túmulo desde el cual, según le dijera el doctor, podía contemplar el campo de batalla.
Eran las once de la mañana. El sol, hacia la izquierda y a espaldas de Pierre, alumbraba claramente, a través de un aire purísimo, el panorama que se extendía como un enorme anfiteatro.
A lo alto y hacia la izquierda, cortando ese anfiteatro, serpenteaba el camino grande de Smolensk, que atravesaba una aldea de iglesia blanca situada a quinientos pasos delante del túmulo y debajo de él (era Borodinó). Más allá el camino pasaba por un puente y seguía entre subidas y bajadas hacia la aldea de Valúievo (donde se hallaba ahora Napoleón), que podía distinguirse bien a una distancia de seis kilómetros. Detrás de Valúievo, el camino desaparecía en un bosque que amarilleaba en el horizonte. En medio de ese bosque de abedules y abetos brillaba, a la derecha del camino, la lejana cruz y el campanario del monasterio de Kolotski. En toda aquella lejanía azul, a derecha e izquierda del bosque y del camino, se veía en diversos puntos el humo de las hogueras y las masas informes de tropas rusas y francesas. A la derecha, a lo largo del Kolocha y el Moskova, el terreno era montuoso y surcado de barrancos. Entre dos desfiladeros se veían las aldeas de Bezúbovo y Zajárino. A la izquierda, el terreno era más llano, con campos de mieses y la aldea de Semiónovskoie, aún humeante después de haber sido consumida por el fuego.
Todo lo que Pierre veía a un lado y otro resultaba tan indefinido que no respondía en modo alguno a lo imaginado por él. En ninguna parte estaba el campo de batalla que esperaba ver. Sólo distinguía llanuras, tropas, bosques, campos, hogueras humeantes, aldeas, túmulos y arroyos. Y, a pesar de lo detenidamente que examinó el panorama, no pudo encontrar las posiciones, y ni siquiera le fue posible distinguir las tropas rusas de las enemigas.
“Tendré que preguntar a alguien que esté enterado", se dijo, y se dirigió a un oficial que contemplaba con gran curiosidad su vigorosa figura de aspecto tan poco militar.
–Me hace el favor, ¿qué aldea es la que se ve ahí delante?
–Burdinó... o algo así– dijo el oficial dirigiéndose a su camarada.
–Borodinó– corrigió el otro.
El oficial se acercó a Pierre, satisfecho, al parecer, de la oportunidad de conversar un rato.
–¿Están allí los nuestros?– preguntó Pierre.
–Sí, y algo más lejos los franceses. ¡Mire, allí puede verlos!– dijo.
–¿Dónde? ¿Dónde?– preguntó Pierre.
–Se ven a simple vista. Ahí están.
El oficial señaló con la mano los humos que aparecían a la izquierda, detrás del río, y en su rostro apareció aquella expresión severa y grave que Pierre había visto ya en muchos hombres.
–¡Ah! ¡Son los franceses! ¿Y allí?...– Pierre señaló a la izquierda del túmulo, donde se veían algunas tropas.
–Son los nuestros.
–¡Ah, los nuestros!– y Pierre indicó ahora un túmulo lejano, con un gran árbol, junto a una aldea hundida en un barranco; también allí humeaban las hogueras y se veía algo negro.
—Élde nuevo– dijo el oficial (era el reducto de Shevardinó). —Ayer era nuestro y hoy es de él.
–Entonces, ¿dónde está nuestra posición?
–¿La posición?– dijo el oficial con sonrisa satisfecha. —Puedo decírselo con seguridad, porque he sido yo quien ha construido casi todas nuestras fortificaciones. Mire: nuestro centro está en Borodinó– y señaló la aldea de la iglesia blanca, visible en primer término; —aquí está el paso sobre el Kolocha. Allí abajo, donde se ven todavía unos montones de heno segado, está el puente y nuestro centro. Ahí, nuestro flanco derecho– y señaló muy a la derecha a lo lejos del barranco. —Por allá pasa el Moskova y cerca hemos construido tres reductos muy fuertes. Ayer el flanco izquierdo...– aquí el oficial se detuvo. —Mire, es difícil de explicar... Ayer, nuestro flanco izquierdo estaba allí, en Shevardinó, donde se ve aquel roble; pero ahora hemos desplazado hacia atrás el flanco izquierdo, ¿ve una aldea humeante? Está ahora en Semiónovskoie; y también ahí– e indicaba el túmulo de Raievski. —Pero no es probable que la batalla se dé en ese lugar. Élquiere engañarnos, y por eso ha hecho pasar sus tropas a esta parte del río; él, de seguro, tratará de envolvernos, dejando al Moskova a su derecha. Pero sea como sea, mañana muchos de nosotros no lo contaremos– concluyó el oficial. Un viejo suboficial, que se había acercado a su superior mientras éste hablaba, esperaba en silencio el final del discurso. Pero en aquel momento, disgustado sin duda por las palabras del oficial, lo interrumpió:
–Hay que ir a buscar cestones– dijo severamente.
El oficial pareció turbarse, como si comprendiera que se podía pensar que al día siguiente caerían muchos pero no fuese oportuno hablar de ello.
–Sí, bien, envía de nuevo la tercera compañía– dijo con viveza. —Y usted, ¿quién es? ¿Un doctor?
–No: vengo para ver...– respondió Pierre.
Y siguió hacia abajo, volviendo a pasar ante los milicianos.
–¡Ah! ¡Malditos!– murmuró el oficial, que lo seguía tapándose la nariz y alejándose de los mujiks.
–¡Ahí están!... La traen..., ¡ya vienen!...– dijeron de pronto algunas voces; muchos oficiales, soldados y milicianos corrieron al camino.
La procesión, que había salido de la iglesia, subía por la cuesta de Borodinó. Delante de todos, sobre el camino polvoriento, iban las bien formadas filas de los infantes, descubiertos y con el fusil bajado. Detrás de la infantería se oían cánticos religiosos.
Los soldados y los milicianos corrieron a su encuentro con la cabeza descubierta, dejando atrás a Pierre.
–¡Traen a Nuestra Santa Madre! ¡Nuestra Protectora!... ¡La Virgen de Iverisk!
–¡Es la Santa Madre de Smolensk!– corrigió otro.
Los milicianos, tanto aquellos que estaban en la aldea como los que trabajaban en la batería, tiraron sus palas y corrieron al encuentro de la procesión. Detrás del batallón que avanzaba por la polvorienta carretera iban los sacerdotes con sus casullas; uno era viejo y llevaba un alto gorro; lo acompañaban varios clérigos y chantres. Detrás de ellos, soldados y oficiales portaban un gran icono enmarcado de rostro negro. Era el icono sacado de Smolensk que desde entonces seguía al ejército. Detrás del icono, delante y alrededor de él, desde todas partes, corrían y se inclinaban profundamente, con las cabezas descubiertas, multitud de militares.
El icono se detuvo en lo alto de la loma. Los hombres que lo llevaban sobre toallas fueron sustituidos por otros. Los diáconos encendieron de nuevo los incensarios y comenzó el tedéum. Los rayos cálidos del sol caían perpendiculares; un fresco vientecillo movía los cabellos de las cabezas descubiertas y las cintas que adornaban el icono. El canto, a cielo abierto, no era muy sonoro. Una gran muchedumbre de oficiales, soldados y milicianos, todos descubiertos, rodeaba a la imagen. Detrás del sacerdote y del sacristán, en un espacio libre, se encontraban los dignatarios: un general calvo, condecorado con la cruz de San Jorge, pegado casi al sacerdote y sin santiguarse (sería un alemán), esperaba pacientemente el término de la ceremonia, a la que consideraba necesario asistir para estimular el patriotismo del pueblo ruso. Otro general, con postura militar, sacudía una mano delante del pecho y miraba en derredor. En aquel grupo de personalidades, Pierre, que se mantenía entre los mujiks, identificó a varios conocidos. Pero no era a ellos a quienes miraba; toda su atención estaba acaparada por los rostros graves y serios de aquella multitud de soldados y milicianos que, con idéntica avidez, contemplaban el icono. En cuanto los sacristanes (que cantaban el vigésimo tedéum) entonaron perezosamente y como por costumbre el "Santa Madre, salva a tus esclavos de la desventura” y el pope y el diácono cantaron el "Acudimos a ti para nuestra defensa como a una muralla indestructible”, apareció de nuevo en todos los rostros la misma conciencia de la solemnidad del instante que Pierre había observado al bajar la cuesta de Mozhaisk y, por momentos, en otros muchos rostros vistos aquella mañana; las cabezas se inclinaban más frecuentemente; sacudían los cabellos y se oían suspiros y golpes de pecho al hacer la señal de la cruz.
De pronto la muchedumbre que rodeaba a la imagen se hizo atrás, empujando a Pierre. Alguien, seguramente un personaje muy importante a juzgar por la prisa con que le dejaban paso, se acercó al icono.
Era Kutúzov, que estaba inspeccionando las posiciones. De regreso a Tatárinovo se acercó para asistir al oficio. Pierre lo reconoció en seguida por su singular aspecto, tan diferente de todos los demás.
Con una larga levita sobre su cuerpo de enorme gordura, encorvada la espalda, al aire la cabeza canosa y el ojo blanco, sin vida, en el rostro abotargado, Kutúzov entró con su paso vacilante en el círculo que formaban los oficiales y se detuvo detrás del pope. Se santiguó mecánicamente y tocó casi con la mano el suelo al inclinar su blanca cabeza con un profundo suspiro. A sus espaldas estaban Bennigsen y el séquito. A pesar de la presencia del general en jefe, que atrajo la atención de toda la alta oficialidad, los soldados y milicianos siguieron sus oraciones, sin mirarlo apenas.
Cuando acabó el tedéum Kutúzov se acercó al icono, se arrodilló pesadamente, inclinándose hasta el suelo, y tuvo que hacer grandes esfuerzos para volver a levantarse a causa de su peso y su debilidad. Su cabeza blanca oscilaba con el esfuerzo. Por fin se puso en pie y con una expresión ingenua e infantil alargó los labios, besó el icono y se inclinó de nuevo tocando la tierra con la mano. Los generales imitaron su ejemplo, siguieron los oficiales, y, tras ellos, resoplando y empujándose unos a otros, afanosos y conmovidos, los soldados y milicianos.
XXII
Tambaleándose por los empujones recibidos en aquellas apreturas, Pierre miraba en derredor.
–¡Conde Piotr Kirílovich! ¿Cómo usted por aquí?– le gritó una voz.
Pierre miró hacia atrás.
Borís Drubetskói, frotándose las rodilleras del pantalón, que se habían ensuciado (posiblemente también él había besado la imagen), se le acercó sonriente. Iba vestido elegantemente, con cierto aire marcial: llevaba una larga levita y, lo mismo que Kutúzov, la fusta a la bandolera.
Entretanto, Kutúzov se acercó a la aldea y se sentó a la sombra de la casa más próxima en un banco que un cosaco le había traído corriendo y que otro, con la misma prontitud, había cubierto con una pequeña alfombra.
Un séquito brillante y numeroso rodeaba al general en jefe.
El icono siguió su procesión acompañado de la multitud; Pierre, conversando con Borís, se detuvo a unos treinta pasos de Kutúzov.
Pierre contó a Drubetskói sus intenciones de asistir a la batalla y ver las posiciones.
–Le diré lo que le conviene– dijo Borís. —Je vous ferai les honneurs du camp. 404Lo verá mejor desde la otra parte, donde estará el general Bennigsen. Soy su asistente personal. Puedo hablarle, y, si usted quiere recorrer las posiciones, venga con nosotros. Ahora vamos al flanco izquierdo; después volveremos, y le ruego que me conceda el honor de aceptar mi hospitalidad esta noche; jugaremos una partida. Conoce a Dmitri Serguéievich, ¿verdad? Está aquí– y señaló la tercera casa de Gorki.
–Pero yo querría ver el flanco derecho. Dicen que está bien fortificado– dijo Pierre. —Me gustaría ver toda la posición, empezando por el río Moskova.
–¡Oh, eso lo puede hacer más tarde! Lo principal es el flanco izquierdo...
–Bien, bien. ¿Y dónde está el regimiento del príncipe Bolkonski? ¿Podría usted indicármelo?– preguntó Pierre.
–¿De Andréi Nikoláievich? Pasaremos delante; puedo llevarlo.
–¿Qué pasa con el flanco izquierdo?
–A decir verdad y entre nous, Dios sabe en qué situación se encuentra nuestro flanco izquierdo– dijo Borís, bajando confidencialmente la voz. —El conde Bennigsen tenía pensado algo muy distinto; tenía la intención de fortificar aquel otro túmulo, de manera muy distinta... pero– y Borís se encogió de hombros– el Serenísimo no lo quiso... O tal vez le dijeron algo...
Borís no terminó de hablar porque en aquel momento se acercaba Kaisárov, ayudante de campo de Kutúzov.
–¡Ah! ¡Paisi Serguéievich!– exclamó con una sonrisa desenvuelta Borís, volviéndose a Kaisárov. —Aquí estoy tratando de explicar al conde la posición. Es asombroso cómo pudo el Serenísimo adivinar los planes de los franceses.
–¿Se refiere al flanco izquierdo?
–Sí, así es. Nuestro flanco izquierdo es ahora mucho más fuerte.
A pesar de que Kutúzov había expulsado del Estado Mayor a todo el personal superfluo, Borís encontró el modo de quedarse en el Cuartel General, colocado a las órdenes del conde Bennigsen, quien, como todos aquellos que lo conocían, lo consideraban inapreciable.
En el mando del ejército había dos partidos muy definidos: el de Kutúzov y el de Bennigsen, jefe del Estado Mayor. Borís pertenecía al segundo y nadie sabía mejor que él, sin dejar de mostrar un servil respeto hacia Kutúzov, hacer ver que el viejo lo hacía mal y que el peso de todo lo llevaba Bennigsen.
Ahora llegaba el momento decisivo de la batalla, que debía o bien acabar con Kutúzov y dar el poder a Bennigsen o, si Kutúzov vencía, demostrar que había sido Bennigsen quien lo había preparado todo. En cualquier caso, al día siguiente se distribuirían grandes recompensas, habría cambios, ascensos, promoción de nuevos oficiales; por esta causa Borís se hallaba en un estado de extremado nerviosismo.
Después de Kaisárov se acercaron otros conocidos de Pierre, a quien le faltaba tiempo para contestar a las preguntas que se le hacían sobre Moscú y escuchar cuanto le contaban. En todos los rostros había animación o inquietud. Pero a Pierre le pareció que aquella animación se debía a motivos de orden personal. No se le iba de la cabeza la expresión que había observado en otros rostros que no reflejaban intereses personales, sino cuestiones generales relacionadas con la vida y la muerte.
Kutúzov reconoció a Pierre entre el grupo que lo rodeaba.
–Díganle que venga a verme– le dijo a un ayudante de campo.
Éste transmitió el deseo del Serenísimo y Pierre se aproximó al banco donde Kutúzov estaba sentado. Antes de que Pierre llegara, se acercó al general en jefe un soldado de milicias: era Dólojov.
–¿Cómo está ése aquí?– preguntó Pierre.
–Es un bribón que se mete en todas partes– le contestaron. —Ha sido degradado y tiene que hacerse valer: ha traído unos proyectos. Ayer noche estuvo en las avanzadas enemigas... Desde luego es un valiente...
Pierre se descubrió y se inclinó respetuosamente ante Kutúzov.
–He pensado que si exponía este proyecto a Su Alteza, podía despedirme o decirme que ya sabe de qué se trata– decía Dólojov. —Yo nada pierdo con ello...
–Bien, bien.
–Y si tengo razón, seré útil a la patria, por la que estoy dispuesto a morir.
–Bien... bien...
–Si Su Alteza necesita un hombre dispuesto a perder el pellejo, acuérdese de mí... Tal vez pueda ser útil a Su Alteza...
–Bien... bien...– repitió Kutúzov mirando a Pierre con el ojo fruncido y sonriente.
En aquel instante, Borís, con su habilidad cortesana, se colocó al lado de Pierre, cerca del general en jefe, y, con el aire más natural, como prosiguiendo una conversación, le dijo:
–Los milicianos se han puesto sus camisas limpias y blancas para prepararse a morir. ¡Qué heroísmo, conde!
Borís Drubetskói decía esto con el propósito evidente de que lo oyera el Serenísimo. Sabía que Kutúzov prestaría atención a sus palabras; y, en efecto, se volvió hacia él.
–¿Qué estás diciendo de los milicianos?
–Se preparan para morir mañana, Serenísimo; y se han puesto sus camisas blancas.
–¡Ah!... ¡Qué pueblo maravilloso, incomparable!– dijo Kutúzov; y cerrando su ojo, movió la cabeza. —¡Gente incomparable!– repitió suspirando.
–¿Y usted quiere oler la pólvora?– preguntó a Pierre. —Sí: el olor es agradable. Tengo el honor de ser admirador de su esposa. ¿Está bien? Mi campamento está a su disposición– y como ocurre con frecuencia a los viejos, Kutúzov se puso a mirar en derredor como si hubiera olvidado lo que tenía que decir.
Acordándose de pronto de lo que buscaba, llamó a Andréi Serguéievich Kaisárov, hermano de su ayudante.
–¿Cómo son aquellos versos de Marín? Esos que escribió sobre Guerákov: “Serás maestro en el Cuerpo de...”. Recítalos, recítalos– dijo Kutúzov con evidente intención de divertirse.
Kaisárov los declamó... El Serenísimo, sin dejar de sonreír, movía la cabeza siguiendo el ritmo de los versos.
Cuando Pierre se apartó de Kutúzov, Dólojov se acercó a él y lo cogió del brazo.
–Me alegro mucho de verlo aquí, conde– dijo en voz alta con especial resolución y gravedad, sin preocuparse de la presencia de extraños. —En vísperas de un día en que sólo Dios sabe quién de nosotros quedará con vida, me siento dichoso de poder decirle que lamento el equívoco ocurrido entre nosotros y desearía que no me guardase rencor. Le ruego que me perdone.
Pierre miraba con una sonrisa a Dólojov, sin saber qué decir. Dólojov, con los ojos llenos de lágrimas, lo abrazó y besó.
Borís cambió unas palabras con su general, y el conde Bennigsen, volviéndose a Pierre, lo invitó a ir con él hasta la línea de combate.
–Le será muy interesante verla– dijo.
–Sí, muy interesante– repitió Pierre.
Media hora después, Kutúzov salía para Tatárinovo, y Bennigsen, con su séquito, entre el cual iba Pierre, se dirigió a inspeccionar las posiciones.
XXIII
Desde Gorki, Bennigsen bajó por el camino general hacia el puente que el oficial había indicado a Pierre, desde lo alto del túmulo, como centro de la posición junto al que había montones de hierba cortada que olía a heno. Por el puente entraron en la aldea de Borodinó; desde allí giraron hacia la izquierda y, dejando atrás una gran concentración de tropas y cañones, llegaron a un alto montículo donde los milicianos cavaban trincheras. Era un reducto al que aún faltaba el nombre, y que después fue llamado reducto de Raievski o batería del túmulo.
Pierre no prestó especial atención a ese lugar; ignoraba que para él sería el más memorable de todo el campo de Borodinó. Después, cruzando un barranco, se dirigieron a Semiónovskoie, de donde los soldados se llevaban las últimas vigas de las isbas y cobertizos; seguidamente, tras nuevas subidas y bajadas a través de los campos de centeno que parecían arrasados por el granizo, salieron a un camino nuevo, abierto por la artillería, hacia las fortificaciones que todavía se estaban haciendo en los surcos de los campos.
Bennigsen se detuvo ante esas obras para ver el reducto de Shevardinó (que el día anterior era todavía ruso), donde se veían algunos jinetes. Los oficiales afirmaban que allí estaba Napoleón o Murat. Todos miraban ávidamente aquel grupo de jinetes. Pierre también miraba, tratando de adivinar quién de aquellos hombres, apenas visibles, era Napoleón. Por último, los jinetes descendieron del túmulo y desaparecieron.
Bennigsen se volvió a un general que se le había acercado y comenzó a explicarle la posición de los rusos. Pierre prestó oídos a las palabras de Bennigsen, aguzando toda su inteligencia para comprender el plan de la próxima batalla, pero advirtió acongojado que sus facultades intelectivas no alcanzaban a tanto. No comprendía nada. Bennigsen dejó de hablar y, dándose cuenta de la atención de Pierre, le dijo:
–Me imagino que esto no le interesa...
–¡Oh, no! Al contrario, me parece muy interesante– replicó Pierre, no del todo sincero.
Desde allí siguieron más hacia la izquierda por un camino serpenteante entre el espeso bosque de abedules pequeños. En medio de aquel bosque, una liebre de lomo oscuro y blancas patas saltó al camino delante del grupo; asustada por el ruido de tantos caballos, corrió aturdida, dando saltos por el camino, entre la atención y la risa de todos; por fin, cuando algunos gritaron tras ella, se apartó de otro salto y desapareció en el bosque. Después de caminar dos kilómetros entre el boscaje, salieron a un claro donde se hallaban las tropas del cuerpo de ejército de Tuchkov, encargadas de defender el ala izquierda.
Allí, en el extremo del flanco izquierdo, Bennigsen habló mucho y con gran ardor dio una orden que a Pierre le pareció muy importante.
Delante de las tropas de Tuchkov se elevaba una colina, no ocupada por los soldados; Bennigsen criticó en voz alta aquel error, diciendo que era una locura no ocupar un punto que dominaba el territorio y colocar las tropas debajo. Algunos generales expresaron la misma opinión. Especialmente uno, con gran ardor bélico, dijo que los habían enviado al matadero. Bennigsen, bajo su propia responsabilidad, ordenó que se ocupara la altura.
Esta orden referida al flanco izquierdo hizo dudar todavía más a Pierre sobre su capacidad para entender el arte militar. Comprendía a Bennigsen y a los generales que criticaban la posición de los soldados al pie de aquella altura y participaba de su opinión; pero precisamente por eso no podía comprender cómo aquel que había colocado a los soldados al pie de esa altura fuera capaz de cometer un error tan grande y evidente.
Pierre ignoraba que aquellas tropas no habían sido puestas allí para defender la posición, como creía Bennigsen: fueron situadas en un lugar escondido para tender una emboscada y debían permanecer allí sin ser vistas, de manera que pudieran lanzarse de improviso sobre el enemigo cuando éste avanzara. Bennigsen tampoco lo sabía y colocó las tropas según sus particulares consideraciones, sin informar de ello al general en jefe.
XXIV
Aquel claro atardecer del 25 de agosto el príncipe Andréi yacía, apoyado en un codo, en un cobertizo derruido de la aldea de Kniazkovo, en un extremo de la posición ocupada por su regimiento. Por un hueco de la pared destrozada contemplaba la hilera de añosos abedules, con las ramas inferiores taladas, los campos con haces de avena esparcidos, los arbustos y, por encima de ellos, el humo de las hogueras de las cocinas de campaña.
Aunque su vida le pareciera ahora mezquina, inútil y penosa, se sentía tan conmovido y nervioso como siete años antes, en vísperas de la batalla de Austerlitz.
Había ya recibido y transmitido las órdenes para el combate del día siguiente. No le quedaba más por hacer. Pero los pensamientos más simples, los más claros y, por tanto, más angustiosos, no lo dejaban en paz. Sabía que la batalla del día siguiente iba a ser la más terrible de todas en las que participara; y por primera vez en su vida, sin relación alguna con nada terrenal, sin importarle nada cómo repercutiría sobre otros, pensando tan sólo en sí mismo, en su vida, la idea de morir se le presentó con una certidumbre sencilla y aterradora. Y desde la altura de esa idea, todo cuanto antes lo preocupaba y torturaba se iluminó de pronto con una luz fría y blanca, sin sombras, sin perspectivas ni contornos definidos. Toda su vida le parecía ahora como proyectada en una linterna mágica, que contempló siempre como a través de un sencillo cristal, con luz artificial. Ahora, de pronto, veía sin cristal, a la luz clara del día, todas esas imágenes burdamente pintarrajeadas. “Sí, sí, ésas son las imágenes falsas que me han conmovido, me han entusiasmado y me han hecho sufrir”, se decía reviviendo en su imaginación las principales escenas de la linterna mágica de su vida y observándolas ahora a esa fría y blanca luz del día, a la luz de la idea clara de la muerte. “Esas son las imágenes burdamente pintadas que yo creí algo bello y misterioso: la gloria, el bien público, el amor de la mujer, la patria misma. ¡Cuán grandes me parecían! ¡Qué llenas de sentido! Y ahora, qué sencillas, pálidas y vulgares son a la luz blanca de esta mañana que siento que empieza para mí.” Tres penas principales de su vida atraían especialmente su atención: el amor por una mujer, la muerte de su padre y la invasión francesa, que se había adueñado de media Rusia. “¡El amor!... Aquella chiquilla me parecía llena de fuerzas misteriosas. ¡Cómo la amaba! Hacía poéticos proyectos basados en el amor, en la felicidad con ella... ¡Oh, qué chiquillo era!– dijo de pronto en voz alta, colérica. —¡Cómo no! Creía en un amor ideal, creía que iba a serme fiel durante un año entero de ausencia. Como la tierna paloma de la fábula, debía mustiarse al verse separada de mí. ¡Pero todo fue mucho más sencillo!... ¡Todo fue horriblemente simple y repugnante!