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Guerra y paz
  • Текст добавлен: 5 октября 2016, 23:58

Текст книги "Guerra y paz"


Автор книги: Leon Tolstoi



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“La vida lo es todo. La vida es Dios. Todo se mueve y se desplaza, y ese movimiento es Dios. Mientras hay vida existe el placer de conocer la divinidad. Amar la vida es amar a Dios. Lo más bienaventurado y difícil es amar esta vida con sus sufrimientos, con sus inmerecidas torturas.”

“¡Karatáiev!”, recordó.

Y de pronto acudió a su memoria con toda lucidez un afable maestro olvidado hacía mucho tiempo, que había sido su profesor de geografía en Suiza. “Espera”, dijo el anciano, mostrándole el globo terrestre. Era una esfera oscilante dotada de movimiento y sin dimensiones. Toda su superficie estaba formada por gotas unidas estrechamente unas a otras; esas gotas se movían de un sitio a otro, se desplazaban; algunas se fundían en una sola, bien una se dividía en muchas. Cada gota intentaba ampliarse, ocupar mayor espacio, pero las demás, que llevaban el mismo intento, la comprimían, a veces la destruían y a veces se fundían con ella.

–He aquí la vida– dijo el anciano maestro.

“¡Qué claro y sencillo es todo esto! —pensó Pierre—. ¿Cómo es posible que no lo haya comprendido antes? En el centro está Dios y cada gota pretende ampliarse para reflejarlo mejor. Se agranda, se une a otras, se comprime y destruye, se hunde profundamente y vuelve a rebrotar. Karatáiev, por ejemplo, se disgregó y ha desaparecido.”

–Vous avez compris, mon enfant?– dijo el maestro. 616

–Vous avez compris, sacré nom!– gritó una voz. 617

Y Pierre se despertó.

Se incorporó. Un soldado francés, que acababa de echar de su sitio a uno ruso, estaba en cuclillas junto al fuego y asaba un pedazo de carne atravesado por una baqueta. Sus manos de cortos dedos, rojizas, velludas y surcadas de venas, daban vueltas a la baqueta con agilidad. El rostro, cetrino y sombrío, de cejas fruncidas, era claramente visible a la luz de las brasas.

–Ça lui est bien égal. Brigand! Va! 618– gruñó volviéndose al soldado que estaba a sus espaldas.

Y sin dejar de dar vueltas a la baqueta miró sombríamente a Pierre, quien se apartó, oteando la sombra. El prisionero ruso expulsado por el francés se había sentado cerca de la hoguera y acariciaba algo. Pierre reconoció a la perrilla lilácea de Karatáiev que, moviendo el rabo, estaba junto al soldado.

–¡Ah! ¿Estás ahí?– murmuró Pierre. —Y Pla...– pero no terminó.

De pronto lo recordó todo, la mirada de Platón sentado al pie del árbol, el disparo, los aullidos de la perra, los rostros culpables de los dos franceses que pasaron delante de él, el fusil humeante aún, la ausencia de Karatáiev. Estaba a punto de comprender que habían matado a Platón, pero en ese mismo instante, y sabe Dios cómo, recordó una tarde de verano que pasó con una hermosa polaca en el balcón de su casa de Kiev, y sin ligar los recuerdos del día, sin extraer conclusión alguna, Pierre cerró los ojos, y las escenas de la naturaleza estival se unieron al recuerdo de unos baños, de una esfera líquida en movimiento. Y él mismo se hundía dentro del agua, que se iba uniendo encima de su cabeza.

Antes del amanecer lo despertaron disparos y gritos. Algunos franceses pasaron corriendo delante de Pierre.

–Les cosaques!– gritó uno, y un minuto después un grupo de caras rusas rodeaba a Pierre.

Tardó largo tiempo en comprender lo que estaba sucediendo. Por todas partes se oía el jubiloso clamor de sus compañeros.

–¡Hermanos! ¡Amigos! ¡Queridos hermanos!– gritaban entre sollozos viejos soldados, abrazando a los cosacos y húsares.

Éstos rodeaban a los prisioneros y se apresuraban a ofrecerles ropa, zapatos, alimentos. Pierre, sentado en medio de todos, sollozaba y no podía pronunciar una palabra. Abrazó al primer soldado que se le acercó, besándolo sin dejar de llorar.

Dólojov, junto al portalón de la casa en ruinas, contemplaba el paso de franceses, ya desarmados, quienes, bajo la impresión de lo sucedido, charlaban entre sí a grandes voces, pero sus conversaciones cesaban al pasar delante de Dólojov, que, golpeándose la caña de la bota con la fusta, los miraba con ojos fríos y vidriosos, que no prometían nada bueno. Del otro lado estaba uno de los cosacos de Dólojov, que contaba los prisioneros y señalaba cada grupo de cien con una raya de tiza en la puerta.

–¿Cuántos?– le preguntó Dólojov.

–Va el segundo centenar– respondió el cosaco.

–Filez, filez– decía Dólojov, que había aprendido esa expresión de los franceses. Cuando sus ojos se encontraban con los de aquellos hombres, se iluminaban con un brillo cruel.

Denísov, con rostro sombrío, descubierta la cabeza, seguía a los cosacos que trasladaban a una fosa excavada en el jardín el cadáver de Petia Rostov.

XVI

A partir del 28 de octubre, cuando empezaron los primeros hielos, la huida de los franceses adquirió un carácter más trágico: unos morían helados, otros se abrasaban en las hogueras y otros, vestidos con pellizas, proseguían la fuga en carros y coches, llevando el botín robado por el Emperador, los reyes y los duques. Pero, de hecho, el curso de la huida y la descomposición del ejército francés no cambiaron en nada desde la salida de Moscú.

De Moscú a Viazma, de los setentaitrés mil hombres del ejército francés (descontada la Vieja Guardia, que durante toda la campaña no había hecho más que saquear), no quedaban sino treintaiséis mil (de ellos no pasarían de cinco mil los muertos durante la campaña). Aquél era el primer término de la progresión, que podía determinar matemáticamente lo que ocurriría después. El ejército francés se fue disolviendo y desapareciendo en la misma proporción de Moscú a Viazma, de Viazma a Smolensk, de Smolensk al Berezina y del Berezina a Vilna, independientemente del frío más o menos intenso, de la persecución enemiga, de los obstáculos levantados en su camino y de todas las demás condiciones tomadas por separado. Después de Viazma, las tres columnas se fundieron en una masa confusa y siguieron así hasta el fin. Berthier escribía a su Emperador (y es bien sabido cuán lejos de la verdad quedan los jefes al describir la situación del ejército):

Creo un deber informar a Vuestra Majestad sobre el estado de sus tropas en los diversos cuerpos de ejército, según he podido observar desde hace dos o tres días en distintos lugares. Las tropas están casi en desbandada. El número de soldados que siguen sus banderas está en una proporción de un cuarto, a lo más, en casi todos los regimientos; los demás marchan aisladamente, en diferentes direcciones y por cuenta propia, con la esperanza de encontrar víveres y librarse de la disciplina. En general todos miran a Smolensk como el lugar en que podrán rehacerse. Estos últimos días se observa que muchos soldados arrojan las cartucheras y las armas. En semejante estado de cosas, el interés del servicio de Vuestra Majestad exige, sean cuales fueran sus ulteriores puntos de vista, que todo el ejército se reúna en Smolensk y que se comience a aliviarlo de los no combatientes como los hombres desmontados, los bagajes inútiles y el material de artillería, que ya no guarda proporción con nuestras actuales fuerzas: urgen los víveres y que se les dé algún día de descanso. Muchos han muerto en estos últimos días a lo largo del camino y en los campamentos. Tal estado de cosas va agravándose y es de temer que, si no se pone pronto remedio, no podamos ser dueños de nuestras tropas en caso de combate.

9 de noviembre,

a 30 verstas de Smolensk.

Llegados a Smolensk, que se imaginaban como una tierra prometida, los franceses se mataban unos a otros para apoderarse de los víveres, saqueaban sus propios almacenes de provisiones y, cuando ya no quedó nada, prosiguieron la huida.

Avanzaban sin saber adonde iban ni por qué lo hacían. Menos que nadie lo sabía el genial Napoleón, puesto que nadie le daba orden alguna. Sin embargo, tanto el Emperador como su séquito seguían observando las costumbres de antes: se escribían cartas, informes y ordres du jour, se trataban unos a otros con los títulos de Sire, Mon Cousin, Prince d'Eckmühl, roi de Naples, etcétera. Pero sus órdenes e informes eran papeles mojados. Nadie los hacía cumplir, porque nada podía cumplirse, y a pesar de los títulos de sire, y altezay primo, que se otorgaban, comprendían todos que eran míseros y viles, culpables de muchas maldades que ahora estaban pagando. Fingían mostrar una gran preocupación por el ejército, pero cada uno no pensaba más que en sí mismo y en la manera de escapar cuanto antes y salvarse.

XVII

La actuación de las tropas rusas y francesas durante aquel período de la campaña, en la retirada desde Moscú al Niemen, se parece al juego de la gallina ciega: se vendan los ojos a dos jugadores y uno de ellos toca de vez en cuando una campanilla para advertir al que tiene que apresarlo. Al principio, el jugador perseguido toca la campanilla sin temor, pero cuando se siente en peligro huye del contrario, procurando no hacer ruido, aunque con frecuencia, creyendo que va a escapar de él, cae en sus manos.

Al comienzo, las tropas de Napoleón dieron aún algunas señales de vida: era aquel primer período, cuando seguían el camino de Kaluga; pero después, al pasar al de Smolensk, comenzaron a huir acallando con la mano el badajo de la campanilla; y a menudo, creyendo escapar de los rusos, caían en su poder.

La rápida huida de los franceses y la rápida persecución de las tropas rusas tuvieron por consecuencia el agotamiento de los caballos, que hizo imposible la existencia de patrullas de caballería, medio principal para conocer la posición del enemigo. Además, por los continuos y rápidos cambios de posición de ambos ejércitos, las informaciones conseguidas no podían llegar a tiempo. Si el día 2 se sabía que el enemigo estaba en determinada localidad, el 3, cuando se podía emprender una acción, ya había salido de allí, se encontraba a dos jornadas y su posición era completamente distinta.

Un ejército huía y el otro lo perseguía. A la salida de Smolensk, los franceses tenían delante muchos caminos diversos y cabía suponer que habiendo permanecido en la ciudad cuatro días acabarían por saber dónde se hallaba el enemigo, prepararían un plan ventajoso o intentarían algo nuevo. Pero, tras la detención de cuatro días, volvieron a correr como antes; no torcieron ni a la derecha ni a la izquierda, y, sin maniobra ni razón alguna, eligieron el camino viejo y peor, el de Krásnoie y Orsha, por el que habían venido.

Creyendo al enemigo a sus espaldas, y no delante, los franceses corrían alargando sus filas y separándose unos de otros a una distancia de veinticuatro horas. A la cabeza corría el Emperador; lo seguían los reyes y, por último, los duques. El ejército ruso, suponiendo que Napoleón se desviaría a la derecha, al otro lado del Dniéper (única solución razonable), volvió también a la derecha y desembocó en el camino general de Krásnoie. Allí, como en el juego de la gallina ciega, los franceses se encontraron con las vanguardias rusas. La sorpresa y el miedo los hicieron detenerse, pero no tardaron en volver a huir, abandonando a cuantos los seguían. Así, filtrándose por entre las tropas rusas, pasaron durante tres días, una después de otra, unidades aisladas del ejército francés: primero el virrey, después Davout y por último Ney. Se habían abandonado unos a otros, dejando en el campo toda la impedimenta, la artillería y la mitad de las tropas. Se movían solamente por la noche, desviándose hacia la derecha, en semicírculo, para evitar a los rusos.

Ney, que iba en último lugar (pese a su desesperada situación o, tal vez, por ella, por querer castigar el suelo donde se había hecho daño), se entretuvo en hacer volar los muros de Smolensk, que a nadie molestaban. Ney, con su cuerpo de ejército de diez mil hombres, alcanzó a Napoleón en Orsha con sólo mil soldados; había dejado todos los cañones, a todas sus tropas y, por la noche, entre los bosques, emprendió furtivamente la huida a través del Dniéper.

Después de Orsha, la carrera prosiguió por el camino de Vilna, jugando como antes a la gallina ciega, con el ejército perseguidor. Se encontraron de nuevo en Berezina. Muchos perecieron ahogados; otros muchos se rindieron. Pero los que lograron atravesar el río siguieron corriendo. El jefe supremo se puso una pelliza de piel, tomó asiento en un trineo y partió solo, abandonando a los suyos. Quien pudo marchó también; quien no pudo se rindió o bien aumentó el número de los muertos.

XVIII

Se diría que en aquella campaña de huida de los franceses —en la que hicieron todo lo necesario para no preservar su vida, en la que ningún movimiento, desde la desviación al camino de Kaluga hasta la fuga del jefe supremo, carece de sentido alguno– no es posible que los historiadores que atribuyen los actos de la masa a la voluntad de un solo individuo encuentren algo sensato. Pues lo encuentran: los historiadores han escrito montañas de libros sobre esa retirada y en todas partes se refieren a las órdenes de Napoleón, a sus profundos planes, a las maniobras que realizó su ejército y a los geniales proyectos de sus mariscales.

Se nos explica en diversas y profundas consideraciones la inútil retirada por una ruta devastada, cuando en Malo-Yaroslávets se ofrecía al ejército francés un camino bueno y expedito hacia una comarca rica, semejante al que escogiera más tarde Kutúzov para perseguirlo. Con parecidos argumentos se nos razona la retirada de Smolensk a Orsha y el heroísmo de Napoleón en Krásnoie, donde, según se nos dice, se disponía a dar una batalla que habría dirigido él mismo y donde, paseando con un bastón de abedul, dijo:

–J'ai assez fait l'Empereur, il est temps de faire le général. 619

Sin embargo, prosiguió la huida abandonando a su suerte las partes dispersas de su ejército que se encontraban detrás.

Se nos describe luego la grandeza de alma de los mariscales, sobre todo de Ney: grandeza que consiste en llegar de noche por los bosques rodeando el Dniéper, presentándose en Orsha sin banderas y sin artillería con sólo la décima parte de sus tropas.

Y, por último, los historiadores describen como algo grande y genial la marcha del gran emperador, abandonando su heroico ejército. Hasta esa última fuga, que en lengua corriente debería llamarse último grado de infamia y de la que hasta un niño se avergonzaría, hasta esa acción se ve justificada por los historiadores.

Y cuando ya es imposible seguir estirando los tan elásticos hilos del razonamiento, cuando esa actuación es tan claramente opuesta a lo que toda la humanidad suele entender por digno y aun justo, aparece entonces en labios de los historiadores la salvadora concepción de la grandeza. Al parecer, la grandeza excluye toda posibilidad de medir el bien y el mal. Para el grande el mal no existe: ninguna villanía puede atribuirse al que es grande.

“C’est grand!”, dicen los historiadores, y, por tanto, no hay bien ni mal; sólo hay “le grand”y lo “non grand”. Lo “grand”es el bien; lo “non grand”, el mal. Grand, según ellos, es la calidad de esos seres especiales a los que llaman héroes. Y Napoleón, que huía a su casa abrigado con su pelliza y abandonando a sus moribundos compañeros, hombres todos a los que —según su propia opinión– había conducido él mismo hasta aquel lugar, encuentra que aquello " c'est grand”, y con ello queda tranquilo.

–Du sublime (veía algo sublimeen sí mismo) au ridicule il n'y a qu'un pas– decía. 620

Y después de cincuenta años todos repiten: Sublime! Grand! Napoléon le Grand! Du sublime au ridicule il n’y a qu'un pas!

Y nadie piensa que el hecho de considerar la grandeza como la medida del bien y del mal es la confesión de su nulidad, de su infinita pequeñez.

Para nosotros, que poseemos la medida del bien y del mal dada por Cristo, nada hay inconmensurable. No existe grandeza donde no hay bondad, sencillez y verdad.

XIX

¿Qué ruso, al leer la descripción del último período de la campaña de 1812, no ha experimentado un penoso sentimiento de despecho, contrariedad y confusión? ¿Quién no se ha preguntado por qué no fueron capturados y aniquilados todos los franceses, cuando tres ejércitos, con fuerzas superiores, los rodeaban y cuando ellos mismos, desorganizados y muertos de hambre, se rendían en masa y cuando (lo dicen los historiadores) el objetivo de los rusos consistía precisamente en detener, cerrar el paso y capturar a todos los franceses?

¿Cómo ese ejército ruso, inferior en número al francés, habiendo dado batalla en Borodinó, después de rodear al enemigo por tres partes con el fin de capturarlo, no lo consiguió? ¿Es posible que los franceses tuvieran tan enorme prestigio ante los rusos que, aun cercándolos con fuerzas superiores, no pudieran vencerlos? ¿Cómo pudo suceder?

La historia (aquella que se da a sí misma ese nombre) responde que eso sucedió porque Kutúzov, Tormásov y Chichágov, así como otros, hicieron o no hicieron estas o aquellas maniobras.

Mas ¿por qué no las hicieron? ¿Por qué no fueron juzgados y castigados, si eran culpables de haber impedido la consecución del objetivo señalado? Pero, aun admitiendo que Kutúzov, Chichágov, etcétera, fueran causantes del revésde los rusos, es incomprensible: ¿por qué, en las condiciones en que se hallaban sus tropas en Krásnoie y en Berezina (en ambos casos las tropas rusas eran superiores en número), no capturaron al ejército francés con sus mariscales, sus reyes y su emperador, cuando era ése precisamente el objetivo de los rusos?

La explicación que se da a ese extraño fenómeno (la misma que utilizan los historiadores militares rusos) se circunscribe a Kutúzov, a quien acusan de haber impedido la ofensiva; acusación falta de base, pues sabemos bien que la voluntad de Kutúzov no había podido contener el ataque de sus tropas en Viazma y en Tarútino.

¿Por qué el mismo ejército ruso que con fuerzas inferiores conseguía la victoria de Borodinó frente a un enemigo en pleno vigor, ahora, en Krásnoie y Berezina, cuando sus fuerzas eran superiores a las del contrario, resultaba vencido por el desorganizado ejército francés?

Si el objetivo de los rusos era cortar la retirada y capturar a Napoleón y sus mariscales, podemos afirmar que lejos de lograr esa meta fracasaron de manera lamentable todas las tentativas por alcanzarla; ésta es la razón de que el último período de la campaña sea presentado justamente por los historiadores franceses como una sucesión de victorias y que la interpretación de los historiadores rusos, al atribuirse también el triunfo, sea absolutamente falsa.

Forzados por la lógica, los historiadores militares rusos llegan sin quererlo a esa conclusión, y a pesar de sus llamamientos líricos al valor, la lealtad, etcétera, se ven obligados a confesar que la retirada de los franceses desde Moscú está jalonada por diversas victorias de Napoleón y derrotas de Kutúzov.

Pero si dejamos de lado el amor propio nacional, advertiremos que ese razonamiento se contradice a sí mismo, pues la serie de victorias napoleónicas llevó a los franceses a una derrota total mientras que las derrotas de los rusos trajeron la destrucción total del enemigo y la liberación de su patria.

El origen de esa contradicción radica en el hecho de que los historiadores estudian los acontecimientos por las cartas de los soberanos y los generales, por informes, documentos, etcétera, que admiten la existencia de un proyecto falso que jamás existió en el último período de la guerra de 1812: el intento de capturar y apresar a Napoleón con sus mariscales y ejércitos.

Semejante objetivo no existió ni podía existir, porque carecía de sentido y habría sido imposible lograrlo: carecía de sentido porque, en primer lugar, el ejército desorganizado de Napoleón huía de Rusia lo más rápidamente posible, es decir, hacía lo que podía desear todo ruso. ¿Por qué, entonces, iban a ser necesarias diversas operaciones contra un enemigo que deseaba irse?

En segundo lugar, era absurdo cortar el camino a unos hombres que empleaban todas sus energías en huir.

En tercer lugar, era absurdo perder tropas propias para aniquilar un ejército que se iba disolviendo por sí mismo, sin causa externa, y en tales proporciones que, sin encontrar ningún obstáculo en su camino, alcanzó la frontera con la centésima parte de todos sus efectivos.

En cuarto lugar, el mismo deseo de capturar al Emperador, a los reyes y duques habría sido insensato: el logro de semejante deseo habría entorpecido en sumo grado la acción de los rusos, como reconocen los más hábiles diplomáticos de la época (J. Maistre y otros). Y más insensato aún habría sido el deseo de capturar a todas las tropas francesas, cuando las rusas se habían reducido a la mitad antes de Krásnoie y cuando, para custodiar a los prisioneros, habrían sido necesarias divisiones enteras y los soldados rusos no siempre recibían su ración completa y los prisioneros ya capturados morían de hambre.

Ese sabio proyecto de capturar a Napoleón y a su ejército se parece al plan del hortelano que para expulsar de su huerto al animal que ha destrozado sus plantas corre a impedirle la salida y comienza a golpearlo en la cabeza. Sólo la cólera justificaría esa reacción. Pero ni siquiera eso podría decirse de los autores de tal proyecto, puesto que no eran suyas las plantas holladas por el enemigo.

Y además de insensato, el proyecto de cerrar el camino a Napoleón y a su ejército habría sido imposible.

Imposible, ante todo, porque– y así lo demuestra la experiencia– el movimiento de las columnas a cinco kilómetros del campo de batalla no coincide nunca con el plan preparado de antemano, y la probabilidad de que Chichágov, Kutúzov o Wittgenstein se reuniesen en el sitio y el tiempo fijados era tan pequeña que equivalía a lo imposible. Así lo pensaba Kutúzov, y cuando recibió el proyecto objetó que los actos de sabotaje a gran distancia nunca dan los resultados apetecidos.

Era imposible, además, porque para frenar la fuerza de la inercia con que se retiraba el ejército napoleónico habría sido preciso contar con muchas más tropas de las que tenían los rusos.

Por otra parte, era imposible pues la expresión militar “cortar” no tiene ningún sentido. Se puede cortar un pedazo de pan, pero no se puede cortar un ejército. Cortar un ejército —cerrarle el paso– es absolutamente imposible, puesto que siempre queda mucho espacio alrededor que se puede rebasar y siempre está la noche, cuando no se ve nada, de lo cual podrían convencerse los sabios militares con los ejemplos de Krásnoie y el Berezina. Tampoco se puede capturar a nadie a menos que el interesado consienta en que lo capturen, igual que no podemos atrapar una golondrina a no ser que ella se pose en nuestra mano. Puede capturarse a quien se rinde, como los alemanes, según todas las reglas de la estrategia y la táctica. Pero, con toda razón, los franceses no lo hallaban oportuno, puesto que la misma muerte por hambre y frío les esperaba tanto en la prisión como en la fuga.

Y sobre todo, era imposible el proyecto porque, desde que el mundo es mundo, nunca existieron guerras en condiciones tan terribles como la de 1812, y los rusos, que para perseguir a los franceses pusieron en juego todas sus fuerzas, no podían hacer más sin aniquilarse a sí mismos.

Durante la marcha del ejército ruso de Tarútino a Krásnoie se perdieron, entre enfermos y rezagados, cincuenta mil hombres: es decir, la población de una gran capital de provincia. La mitad del ejército desapareció sin entrar en combate.

Y es precisamente al hablar de ese período de la campaña cuando las tropas, sin calzado y sin ropa de invierno, con provisiones insuficientes, sin vodka, pernoctando meses enteros en la nieve a temperaturas de quince grados bajo cero, con sólo siete u ocho horas de luz diurna y noches largas; cuando no puede mantenerse la disciplina, cuando los hombres permanecen en los dominios de la muerte no unas pocas horas, como en la batalla, sino meses enteros, en lucha continua con el hambre y el frío, cuando cada mes perece la mitad del ejército, es precisamente en ese tiempo, al hablar de ese período, cuando los historiadores dicen que Milorádovich debía haber realizado una marcha oblicua, que Tormásov debía haber ido a tal sitio, que Chichágov habría tenido que desplazarse a otro (con la nieve por encima de la rodilla) y que Fulano habría abatido e interceptado... etcétera, etcétera.

Los rusos, reducidos a la mitad, hacían cuanto podían y debían hacer para alcanzar un objetivo digno de un pueblo; y no son culpables de que otros rusos, bien apoltronados en sus tibias viviendas, propusieran planes imposibles.

Todas esas extrañas y ahora incomprensibles contradicciones entre los hechos y los relatos de los historiadores se deben a que quienes describen esos acontecimientos hicieron historia de las hermosas palabras y los bellos sentimientos de uno u otro general, en vez de atenerse a los hechos.

Las palabras de Milorádovich, las recompensas recibidas por este o aquel general, sus mismos proyectos, les parecen harto interesantes; pero los cincuenta mil hombres que fueron quedando en los hospitales o en los cementerios ni siquiera les interesan, porque no constituyen el objeto de sus estudios.

Y, sin embargo, basta con apartarse de los informes y planes generales, basta con estudiar el movimiento de aquellos cientos de miles de hombres que tomaron parte directa e inmediata en los sucesos, para que todos esos problemas que parecen insolubles encuentren fácil y sencillamente una solución indiscutible.

El objetivo de cortar el paso a Napoleón, impedir que se uniese a su ejército, no existió nunca sino en la imaginación de una docena de hombres. No podía existir, porque era insensato e irrealizable.

Lo único que el pueblo pretendía era liberar a su patria de la invasión. Esto se logró, en primer lugar, por sí mismo, puesto que los franceses huían y no quedaba más que dejarles el camino libre; en segundo lugar, por las acciones de las guerrillas, que diezmaban al enemigo; y, en tercer lugar, porque un gran ejército ruso seguía los pasos de los franceses, dispuesto al combate en caso de que se detuvieran.

El ejército ruso debía actuar como un látigo sobre el animal que corre. Y el buen mayoral sabe que el látigo en alto, como una amenaza, es mejor que golpear la cabeza del animal que huye.

Cuarta parte

I

Cuando el hombre ve morir a un animal se apodera de él el terror. Eso mismo que él es, su propia esencia, desaparece ante sus ojos y deja de existir; pero si en vez de un animal se trata de un semejante, y de un ser al que se ama, entonces, además del terror que inspira la extinción de la vida, se produce un desgarramiento, una herida moral que, como la física, puede llegar a matar y puede curarse, pero siempre resulta dolorosa, sensible a cualquier contacto exterior inoportuno.

Natasha y la princesa María lo sintieron por igual a la muerte del príncipe Andréi. Abrumadas moralmente, entornaban los ojos para no ver suspendida sobre ellas la espantosa nube de la muerte, no se atrevían a mirar la vida frente a frente. Protegían sus abiertas heridas de todo contacto ofensivo y doloroso. Todo, un coche que pasara velozmente por la calle, la mención de la comida, la pregunta de una doncella sobre el vestido que debía preparar y, peor aún, la expresión poco sentida y falsa de condolencia, removía dolorosamente sus heridas, les parecía una ofensa y turbaba aquel necesario silencio en el que ambas intentaban escuchar el grave y terrible coro que aún seguía resonando en sus imaginaciones, impidiéndoles ahondar en el lejano y misterioso infinito que, por un instante, se había abierto ante ellas.

Mientras estaban solas no sufrían ni sentían ofensa alguna. Hablaban poco entre sí, y cuando lo hacían era sobre cosas insignificantes. Una y otra rehuían por igual todo cuanto tuviese relación con el porvenir.

Admitir la posibilidad de un futuro les parecía una ofensa a su memoria. Con mayor cuidado aún evitaban en sus conversaciones cuanto se relacionaba con el difunto. Se les figuraba que lo vivido y sentido por ellas no podía expresarse con palabras y que cualquier mención detallada de la vida de Andréi violaba la grandeza y la santidad del misterio que, por un instante, se les había revelado.

La constante reserva que a sí mismas se imponían en sus conversaciones, la omisión sobre cuanto pudiera referirse a su persona, las perpetuas interrupciones al acercarse al límite de lo que no se podía decir, evocaban, en su mente, con mayor claridad y pureza, lo que sentían.

Pero la tristeza pura y plena es tan imposible como la plena y pura alegría. Convertida en dueña única de su suerte y en tutora y educadora de su sobrino, la princesa María fue la primera en abandonar, por el imperativo de la vida, aquel mundo de dolor que había vivido durante las dos primeras semanas. Había recibido cartas de sus familiares a las que debía contestar, la habitación de Nikóleñka era húmeda y el niño comenzaba a toser; Alpátich llegó a Yaroslavl con un informe sobre diversos asuntos y el consejo de volver a Moscú, a su casa de Vozdvíshenka, que había quedado intacta y no exigía más que ligeras reparaciones. La vida no se detenía y era necesario vivir. Por penoso que le fuera salir de aquel estado de aislamiento místico en que había vivido hasta entonces, por mucho que sintiera y la avergonzara tener que dejar sola a Natasha, los quehaceres de la vida reclamaban su colaboración y, aun sin quererlo, se entregó a ellos. Comprobaba las cuentas con Alpátich, pedía consejo a Dessalles sobre la educación de su sobrino, daba órdenes y preparaba el regreso a Moscú.

Natasha quedaba sola, y desde que la princesa María se ocupó en preparar el viaje procuraba evitarla.

La princesa pidió a la condesa que dejara ir a Natasha con ella a Moscú y los padres consintieron con alegría, porque veían disminuir de día en día las fuerzas de su hija y estaban persuadidos de que el cambio de aires y los consejos de los médicos moscovitas contribuirían a su restablecimiento.

–No iré a ninguna parte– replicó Natasha al oír aquella propuesta. —Os ruego tan sólo que me dejéis tranquila.

Y salió corriendo de la habitación conteniendo a duras penas las lágrimas, debidas más al despecho y la cólera que al dolor.


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