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Anna Karénina
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Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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Y pasó a contar sus encontronazos con tales instituciones nuevas.

Konstantín Levin le escuchaba. Aunque compartía ese desprecio por las instituciones públicas, y a menudo había expresado opiniones semejantes, le desagradada oír esas ideas en boca de su hermano.

–En el otro mundo lo entenderemos todo —dijo en broma.

–¿En el otro mundo? ¡Ah, no me gusta ese otro mundo! ¡No me gusta! —dijo, clavando sus ojos salvajes y asustados en el rostro de su hermano—. Aunque en principio parece agradable poder escapar de toda esta basura y esta confusión, de nuestras propias vilezas y de las ajenas, me da miedo la muerte, un miedo terrible. —Nikolái se estremeció—. Anda, toma algo. ¿Te apetece champán? ¿O prefieres que salgamos? ¡Podemos ir a ver a los gitanos! ¿Sabes? Me gustan mucho los gitanos y las canciones rusas.

Empezaba a trabársele la lengua y pasaba de un tema a otro. Con la ayuda de Masha, Konstantín lo convenció de que era mejor no ir a ninguna parte. Cuando lo acostaron, estaba completamente borracho.

Masha prometió a Konstantín que le escribiría en caso de que necesitaran algo y también que trataría de convencer a Nikolái Levin de que se fuera a vivir con él.

 

XXVI

A la mañana siguiente Konstantín Levin se marchó de Moscú y al atardecer ya estaba de vuelta en casa. Durante el viaje habló de política y de los ferrocarriles nuevos con sus compañeros de vagón; lo mismo que en Moscú, se sintió anonadado por la confusión de sus ideas, descontento de sí mismo, avergonzado por algo. Pero, cuando se apeó en la estación y reconoció a Ignat, su cochero tuerto, con el cuello del caftán levantado; cuando vio, a la luz imprecisa de las ventanas de la estación, su trineo acolchado, los caballos con las colas anudadas, los arneses guarnecidos de anillos y borlas; cuando el cochero le contó, mientras se instalaban, las novedades de la aldea, a saber, que había llegado un contratista y que Pava había parido una ternera, Levin tuvo la sensación de que esa confusión se desvanecía poco a poco, de que esa vergüenza y esa insatisfacción se debilitaban. Bastó para ello con ver a Ignat y los caballos. Y ya cuando se puso la pelliza de piel de cordero que el cochero le había traído, se acomodó bien arropado en el trineo y dio la orden de partir, sin dejar de pensar en las disposiciones que tendría que dar a los aldeanos y con los ojos puestos en el caballo de refuerzo, su antiguo caballo de silla, un magnífico ejemplar del Don, ya extenuado, pero todavía veloz, contempló desde un punto de vista totalmente distinto lo que le había sucedido. Se congratulaba de cómo era y no quería ser distinto. Sólo aspiraba a ser mejor de lo que había sido hasta entonces. En primer lugar, decidió que desde ese día no volvería a soñar con una felicidad extraordinaria como la que le habría proporcionado su matrimonio y, en consecuencia, no desdeñaría tanto el presente. En segundo, jamás volvería a dejarse arrastrar por una pasión mezquina, cuyo recuerdo tanto le atormentó antes de declararse. Luego, acordándose de su hermano Nikolái, resolvió que nunca se permitiría olvidarlo, le seguiría los pasos y no lo perdería de vista para poder ayudarle cuando las cosas le fueran mal, algo que no tardaría en suceder, como le decía su instinto. Además, la conversación que había entablado con su hermano sobre el comunismo, que tan a la ligera se había tomado en su momento, ahora le hizo reflexionar. Consideraba absurda una reforma de las condiciones económicas, pero siempre había sido consciente del contraste injusto entre su desahogada posición y la miseria del pueblo. Y ahora determinó que, para sentirse completamente justo, aunque siempre había trabajado mucho y vivido sin lujos, trabajaría todavía más y llevaría una vida aún más sencilla. Y todo eso se le antojaba tan fácil que pasó el resto del camino sumido en las ensoñaciones más agradables. Cuando llegó a su casa, pasadas ya las ocho, albergaba grandes esperanzas en la posibilidad de iniciar una vida nueva y mejor.

Un rayo de luz, procedente de las ventanas de Agafia Mijáilovna, la vieja nodriza, que ahora desempeñaba funciones de ama de llaves, iluminaba el patio cubierto de nieve que había delante de la casa. La anciana aún no dormía. Despertó a Kuzmá, que salió a la escalinata descalzo y soñoliento.

La perra Laska, que en su precipitación estuvo a punto de derribarlo, también salió al encuentro del amo, ladrando y restregándose contra sus piernas; se levantaba sobre las patas traseras con intención de plantar las delanteras en su pecho, pero no se atrevía.

–¡Qué pronto ha regresado, señor! —dijo Agafia Mijáilovna.

–Es que echaba de menos todo esto, Agafia Mijáilovna. En ningún lugar se está como en casa —respondió Levin, pasando a su despacho.

Trajeron una vela, y la estancia se fue iluminando poco a poco, revelando detalles familiares: las astas de ciervo, los estantes de libros, el espejo, la estufa, con ese tubo de salida que llevaba tanto tiempo esperando una reparación; el sofá de su padre, la mesa grande con un libro abierto, el cenicero roto, el cuaderno con anotaciones de su puño y letra. Cuando vio todos esos objetos, dudó por un momento de la posibilidad de organizar esa vida nueva en la que había estado soñando por el camino. Era como si esos vestigios de su vida pasada le cercaran y le dijeran: «No, no te escaparás de nosotros, no te convertirás en otra persona. Seguirás siendo el de siempre, con tus dudas, tu eterno descontento de ti mismo, tus vanas tentativas de enmienda, tus caídas y esa ansia perpetua de alcanzar una felicidad de la que jamás has gozado y que te está vedada».

Pero, a cuanto le decían sus cosas, una voz interior replicaba que no había que someterse al pasado, que podía hacer consigo mismo lo que se le antojara. Prestando oídos a esa voz, se acercó a un rincón donde había dos pesas de dieciséis kilos cada una y se puso a levantarlas, tratando de animarse con un poco de ejercicio. Al oír unos pasos al otro lado de la puerta, se apresuró a dejar las pesas en su sitio.

Entró el administrador y le dijo que, gracias a Dios, todo iba a las mil maravillas, con la única salvedad de que el alforfón se había quemado un poco en la secadora nueva. Esa noticia irritó a Levin, pues la secadora había sido construida y en parte inventada por él. El administrador siempre se había mostrado contrario y ahora le anunciaba ese contratiempo con un aire secreto de triunfo. Convencido de que el incidente se había producido porque no habían tomado las precauciones que les había indicado cientos de veces, se enfadó y reprendió al administrador. Pero también se había producido un acontecimiento importante y alegre: había parido Pava, su vaca mejor y más cara, adquirida en una feria de ganado.

–Kuzmá, dame la pelliza. Y ordena que traigan una linterna. Voy a echar un vistazo —dijo al administrador.

El establo de las vacas más valiosas estaba justo detrás de la casa. Atravesó el patío, con un montón de nieve al pie del arbusto de lilas, y se acercó al establo. Cuando abrió la puerta helada, salió un vaho caliente de estiércol, y las vacas, desconcertadas por la luz de la linterna, a la que no estaban habituadas, se removieron sobre la paja fresca. El ancho y liso lomo de la vaca holandesa, negro con manchas blancas, brilló en la penumbra. Berkut, el toro, yacía con el anillo en el belfo; por un momento hizo intención de levantarse, pero luego se lo pensó mejor y se limitó a mugir un par de veces cuando pasaron a su lado. Pava, un ejemplar magnífico de color rojizo, enorme como un hipopótamo, estaba vuelta de espaldas y olisqueaba a su ternera, impidiendo que los recién llegados la vieran.

Levin entró, examinó a Pava y levantó sobre sus largas y endebles patas a la ternera de manchas rojas. La vaca mugió inquieta, pero se tranquilizó cuando Levin le acercó la ternera, a la que se puso a lamer con su áspera lengua, después de exhalar un profundo suspiro. La ternera sacudía la cola y apretaba el hocico contra las ingles, buscando las ubres.

–Alumbra un poco por aquí, Fiódor, trae la linterna —dijo Levin, examinando la ternera—. ¡Se parece a su madre! Aunque la capa es del padre. Es muy hermosa. Larga y con fuertes ijadas. ¿No es verdad que es hermosa, Vasili Fiódorovich? —le dijo al administrador, a quien ya no guardaba rencor por el asunto del alforfón, gracias a la alegría que le había proporcionado la ternera.

–¿Y cómo no iba a serlo? Por cierto, Semión el contratista vino al día siguiente de marcharse usted. Habrá que llegar a algún acuerdo con él, Konstantín Dmítrich —dijo el administrador—. Me parece que ya le he hablado antes del asunto de la máquina.

Esta única frase bastó para que Levin volviera a prestar atención a todos los detalles de su hacienda, que era grande y requería grandes cuidados. Del establo pasó directamente a la oficina, donde habló con el administrador y con el contratista Semión. A continuación volvió a la casa y, subiendo las escaleras, entró en el salón.

 

XXVII

Era una casa grande, antigua. Aunque Levin vivía solo, la caldeaba y la ocupaba toda. Sabía que era absurdo, que no estaba bien y que no cuadraba con sus nuevos planes, pero esa casa constituía todo un mundo para él. Era el mundo en el que habían vivido y muerto su padre y su madre. Habían llevado una existencia que juzgaba ideal y soñaba con restablecerla con su mujer, con su familia.

Aunque apenas se acordaba de su madre, veneraba su memoria. No podía pensar en una esposa que no fuera la reencarnación de ese ideal, de ese dechado de perfección y santidad que había sido su madre.

No sólo no concebía el amor a una mujer fuera del matrimonio, sino que primero se imaginaba a la familia y después a la mujer que se la proporcionaría. Por tanto, su idea del matrimonio no se parecía en nada a la de la mayoría de sus conocidos, que lo consideraban un acontecimiento más de la vida social. Para Levin era el aspecto más importante de la existencia, del que dependía toda la felicidad. ¡Y ahora debía renunciar a eso!

Entró en el saloncito donde tenía costumbre de tomar el té y se sentó en el sillón con un libro en la mano; y, mientras Agafia Mijáilovna le servía una taza y después se acomodaba en una silla, al pie de la ventana, con su frase habitual: «Voy a sentarme, señorito», tuvo la impresión, por extraño que pueda parecer, de que no había renunciado a sus sueños, de que sin ellos le sería imposible vivir. Todo acabaría cumpliéndose, ya fuera con una mujer o con otra. Leía el libro, pensaba en lo que acababa de leer, hacía un alto para escuchar a Agafia Mijáilovna, que hablaba sin parar; y, entre tanto, se representaba sin orden ni concierto diversas escenas de su futura vida familiar. Se daba cuenta de que en el fondo de su alma se había formado, establecido y arraigado una idea fija.

Agafia Mijáilovna le contaba que Prójor, olvidándose de Dios, se había emborrachado con el dinero que Levin le había dado para comprar un caballo y había pegado a su mujer hasta dejarla medio muerta. Mientras escuchaba, Levin leía el libro y retomaba el curso de los pensamientos suscitados por la lectura. Era el tratado de Tyndall sobre el calor. 20Se acordó de haber censurado al autor por la satisfacción con que hablaba del éxito de sus experimentos y por su falta de miras filosóficas. De pronto se le pasó por la cabeza un pensamiento agradable: «Dentro de dos años tendré dos vacas holandesas; es posible que Pava siga con vida; y a esas tres hay que añadir las doce crías de Berkut. ¡Qué maravilla!». Volvió a sumergirse en la lectura.

«Bueno, supongamos que el calor y la electricidad sean la misma cosa. Pero ¿es posible resolver un problema sustituyendo una cantidad por otra en una ecuación? No. ¿Entonces? El vínculo que existe entre todas las fuerzas de la naturaleza se percibe de manera instintiva... Será especialmente agradable cuando la cría de Pava se convierta en una vaca de manchas rojas, y todo el rebaño, al que se unirán las otras tres... ¡Qué maravilla! Mi mujer y yo saldremos con los invitados para ver llegar a las vacas... Y mi mujer dirá: "Kostia y yo hemos cuidado a esta ternera como a una hija". "¿Cómo pueden interesarle esas cosas?", preguntará un invitado. Y ella responderá: "Todo lo que le interesa a mi marido me interesa a mí". Pero ¿quién será ella?» —Y se acordó de lo que había sucedido en Moscú...—. Bueno, ¿qué le vamos a hacer?... Yo no tengo la culpa. Pero todo tomará un nuevo curso. Es absurdo pensar que la vida no lo permitirá, que el pasado no lo permitirá. Hay que luchar para vivir mejor, mucho mejor...» Levantó la cabeza y se quedó pensativo. La vieja Laska, que aún no se había repuesto de la alegría por su regreso y había salido al patio a ladrar a sus anchas, entró en la pieza, trayendo una bocanada de aire fresco, se acercó moviendo la cola, puso la cabeza bajo la mano de su amo y emitió un aullido quejumbroso, reclamando sus caricias.

–Sólo le falta hablar —dijo Agafia Mijáilovna—. No es más que una perra... pero entiende que el amo ha vuelto y que está triste.

–¿Triste?

–¿Cree usted que no me doy cuenta? ¡Cómo no voy a conocer a los señores? ¡Si he vivido con ellos desde niña! No se preocupe, señorito. Mientras la salud no falte y tenga uno la conciencia tranquila...

Levin la miró de hito en hito, sorprendido de que hubiera adivinado sus pensamientos.

–¿Le apetece un poco más de té? —dijo y, cogiendo la taza, salió de la habitación.

Laska seguía metiendo la cabeza debajo de su mano. Levin la acarició y entonces ella se hizo un ovillo a sus pies, estiró la pata trasera y apoyó encima la cabeza. Y, para demostrar hasta qué punto estaba satisfecha, entreabrió la boca, chasqueó los labios pegajosos y, acomodándolos mejor alrededor de los amarillentos dientes, se sumió en un estado de beatífica paz. Levin siguió con atención estos últimos movimientos.

«¡Lo mismo voy a hacer yo! —se dijo—. ¡Lo mismo voy a hacer yo! No vale la pena preocuparse. Todo se arreglará.»

 

XXVIII

A la mañana siguiente del baile, muy temprano, Anna Arkádevna mandó un telegrama a su marido en el que le anunciaba que partiría de Moscú ese mismo día.

–No, tengo que volver sin falta —le decía a su cuñada, sorprendida de que hubiera cambiado de planes y, por su tono de voz, parecía como si se hubiera acordado de pronto de un montón de asuntos que no admitían demora—. ¡No, es mejor que me vaya hoy mismo!

Stepán Arkádevich no iba a comer en casa, pero prometió volver a las siete para acompañar a su hermana.

Kitty tampoco se presentó. Según decía la nota que envió, le dolía la cabeza. Dolly y Anna comieron solas con los niños y la institutriz inglesa. Ya fuera por la inconstancia propia de los niños o porque adivinaran por instinto que Anna no era la misma que el día en que le habían cobrado tanto cariño y ya no se ocupaba de ellos, el caso es que dejaron de jugar con ella y de mostrarle afecto, y no manifestaron la menor pena por su marcha. Anna había pasado toda la mañana ocupada con los preparativos de la partida. Escribió billetes a sus conocidos de Moscú, estuvo haciendo cuentas y preparó el equipaje. En general, Dolly tuvo la impresión de que era presa de esa inquietud y esa preocupación que, como bien sabía ella, no suelen carecer de motivo, y en la mayoría de los casos encubre un profundo descontento. Después de comer, Anna se retiró a su habitación para vestirse, y Dolly la acompañó.

–¡Qué rara estás hoy! —le dijo Dolly.

–¿Yo? ¿Tú crees? No es eso, es que no estoy de humor. Me pasa a veces. Tengo ganas de llorar. Es una tontería, ya se me pasará —dijo Anna con cierta precipitación e inclinó el rostro enrojecido sobre el saquito diminuto en el que guardaba el gorro de noche y los pañuelos de batista. Sus ojos, que tenían un brillo especial, no paraban de llenarse de lágrimas—. No quería salir de San Petersburgo y ahora no me apetece regresar.

–Viniendo aquí, has hecho una buena obra —dijo Dolly, examinándola con atención.

Anna la miró con los ojos húmedos de lágrimas.

–No digas eso, Dolly. No he hecho nada ni podía hacer nada. A menudo me sorprende que la gente se haya puesto de acuerdo para mimarme. ¿Qué he hecho? ¿Qué podía hacer? Has encontrado en tu corazón suficiente amor para perdonar...

–¡Sin ti, Dios sabe lo que habría sucedido! ¡Qué feliz eres, Anna! —exclamó Dolly—. En tu alma todo es diáfano y puro.

–Todos tenemos skeletons 21en el alma, como dicen los ingleses.

–¿Qué skeletonspuedes tener tú? En ti todo es claridad.

–¡Los tengo! —dijo de pronto Anna, y una sonrisa maliciosa y burlona, inesperada después de las lágrimas, se asomó a sus labios.

–Bueno, no creo que esos skeletonssean muy lúgubres, sino más bien divertidos —objetó Dolly con una sonrisa.

–No, son lúgubres. ¿Sabes por qué me marcho hoy en lugar de mañana? Me cuesta confesártelo, pero quiero hacerlo —dijo Anna, reclinándose con aire decidido en el sillón y clavando la mirada en Dolly. A continuación, para gran sorpresa suya, advirtió que Anna se ruborizaba hasta las orejas, hasta la raíz de los rizos negros de la nuca—. Sí —prosiguió Anna—. ¿Sabes por qué Kitty no ha venido a comer? Tiene celos de mí. He destruido... He sido la causa de que ese baile, que tendría que haber sido un motivo de regocijo para ella, se convirtiera en un tormento. Es verdad que yo no tengo la culpa, o sólo un poco —añadió, arrastrando con voz débil esa última palabra.

–¡Ah, acabas de hablar en el mismo tono que Stiva! —dijo Dolly, echándose a reír.

Anna se ofendió.

–¡No, no! Yo no soy como Stiva —dijo, frunciendo el ceño—. Te lo cuento porque no me permito dudar de mí misma ni un instante —añadió.

Pero en el momento mismo en que hacía ese último comentario, se dio cuenta de que no estaba diciendo la verdad. No sólo dudaba de sí misma, sino que el recuerdo de Vronski la llenaba de inquietud. De hecho, había adelantado la partida con el único objeto de no volverlo a ver...

–Sí, Stiva me ha dicho que bailaste la mazurca con él y que...

–No puedes imaginarte lo absurdo que resultó todo. Yo sólo pensaba en hacer de casamentera, pero las cosas salieron de otro modo. Tal vez contra mi voluntad...

Se ruborizó y guardó silencio.

–¡Ah, los hombres se dan cuenta de eso en seguida! —dijo Dolly.

–Lo sentiría en el alma si él se lo hubiera tomado en serio —la interrumpió Anna—. Estoy convencida de que todo se olvidará y de que Kitty dejará de odiarme.

–Por otro lado, Anna, si quieres que te hable con franqueza, no me hace mucha gracia que Kitty se case con él. Además, si Vronski ha podido enamorarse de ti en un solo día, es mejor que todo quede como está.

–¡Ah, Dios mío, sería una estupidez! —dijo Anna, pero, al oír expresado en voz alta el pensamiento que la ocupaba, se sintió tan satisfecha que un intenso rubor cubrió su cara—. Y ahora me marcho convertida en enemiga de Kitty, a quien he cobrado tanto aprecio. ¡Ah, es encantadora! Pero tú lo arreglarás todo. ¿No es verdad, Dolly?

–¿Cómo va a ser enemiga tuya? Eso es imposible.

–Me gustaría que me tuvierais el mismo cariño que yo os tengo. Ahora os quiero más que antes —dijo Anna con lágrimas en los ojos—. ¡Ah, qué tonta estoy hoy!

Se pasó un pañuelo por la cara y empezó a vestirse.

Justo antes de partir, apareció Stepán Arkádevich, que se había retrasa do. Olía a vino y a tabaco y tenía el rostro colorado y alegre.

La emoción que sentía Anna se había apoderado también de Dolly. En el momento de abrazarla por última vez, murmuró:

–Recuerda, Anna, que nunca olvidaré lo que has hecho por mí. Recuerda que te quiero y que te querré siempre como a mi mejor amiga.

–No entiendo por qué —replicó Anna, besándola y ocultando sus lágrimas.

–Me has comprendido y me comprendes. ¡Adiós, querida!

 

XXIX

«Bueno, gracias a Dios, todo ha terminado», fue el primer pensamiento que se le pasó por la cabeza a Anna Arkádevna cuando se despidió por última vez de su hermano, que estuvo obstruyendo con su cuerpo la entrada al vagón hasta el tercer toque de campana. Anna ocupó su asiento, al lado de Ánnushka, y examinó el coche cama, envuelto en una suerte de semipenumbra. «Gracias a Dios, mañana veré a Seriozha y a Alekséi Aleksándrovich. Y mi agradable vida de antaño retomará su curso habitual.»

Sumida aún en ese estado de preocupación en el que se encontraba desde la mañana, se entregó con placer a los minuciosos preparativos del viaje: con sus manos ágiles y menudas abrió el saquito rojo, sacó un almohadón, se lo puso en las rodillas, se cubrió bien las piernas y se instaló cómodamente. Una señora enferma ya se estaba preparando para acostarse. Otras dos se pusieron a hablar con Anna, mientras una anciana gruesa se tapaba las piernas y se quejaba de la calefacción. Anna respondió a las dos señoras con un breve comentario, pero, barruntando que la conversación no iba a ser muy interesante, pidió a Ánnushka la linternita, que enganchó en el brazo del asiento y sacó de su bolso una novela inglesa y una plegadera. Al principio no pudo leer: le molestaba el alboroto, las idas y venidas; luego, cuando el tren se puso en marcha, le fue imposible no prestar atención a los ruidos; luego la distrajo la nieve que golpeaba la ventanilla izquierda y se pegaba al cristal, el revisor, que pasó por allí bien arropado y cubierto de nieve, y los comentarios sobre la virulenta ventisca. Más adelante se convirtió todo en monótona repetición: las mismas sacudidas, el mismo traqueteo, la misma nieve en la ventanilla, los mismos cambios bruscos de temperatura, los mismos rostros entrevistos en la penumbra, las mismas voces. Anna se concentró en la lectura. Ánnushka dormitaba ya, sosteniendo en las rodillas el saquito rojo con las manos enfundadas en guantes, uno de los cuales estaba roto. Anna se enteraba ahora de lo que leía, pero aquella lectura no le procuraba ninguna satisfacción: tenía tantas ganas de vivir que le costaba conformarse con el reflejo de esas vidas ajenas. Si la heroína de la novela cuidaba de un enfermo, a ella le entraban ganas de entrar sin hacer ruido en la habitación donde aquél convalecía; si un parlamentario pronunciaba un discurso, ansiaba ser ella quien tomara la palabra; si lady Mary galopaba en pos de su jauría, irritando a su nuera y asombrando a todos con su audacia, ella se moría por imitarla. Pero, como no era posible, se forzaba a seguir leyendo, dando vueltas entre sus pequeñas manos a la lisa plegadera.

El héroe de la novela estaba a punto de alcanzar la felicidad, entendida a la manera de los ingleses: un título de barón y una hacienda, y Anna deseaba trasladarse allí con él. De pronto tuvo la impresión de que aquel hombre debería avergonzarse, y ese mismo sentimiento se apoderó de ella. Pero ¿por qué debía avergonzarse? «¿De qué me avergüenzo yo?», se preguntó entre asombrada y ofendida. Dejó el libro y se recostó en su asiento, apretando firmemente la plegadera con ambas manos. No había nada de lo que avergonzarse. Repasó uno tras otro sus recuerdos de Moscú. Todos eran hermosos, agradables. Se acordó del baile, de Vronski, de su rostro enamorado y sumiso, de su modo de tratarlo: no había nada de lo que avergonzarse. No obstante, al evocar ese recuerdo, el sentimiento de vergüenza se agudizó, como si una voz interior le dijera (al pensar en Vronski): «Caliente, muy caliente, te quemas». «Bueno, ¿y qué? —se dijo con decisión, cambiando de postura—. ¿Qué significa esto? ¿Acaso temo mirar ese recuerdo cara a cara? ¿Por qué? ¿Es que entre ese joven oficial y yo existen o pueden existir relaciones distintas a las que tengo con cualquier conocido?» Sonrió con desprecio y volvió a coger el libro, pero ahora le resultó completamente imposible entender lo que leía. Pasó la plegadera por el cristal, luego acercó la superficie fría y lisa a la mejilla y, cediendo a un repentino e inopinado sentimiento de alegría, estuvo a punto de echarse a reír. Se daba cuenta de que sus nervios estaban cada vez más tensos, como las cuerdas de un instrumento cuando se aprietan las clavijas. Notó que sus ojos se abrían cada vez más, que los dedos de sus manos y de sus pies se crispaban, que había algo en su interior que le impedía respirar y que todas las formas y sonidos de esa penumbra vacilante le afectaban con una fuerza extraordinaria. A cada momento se preguntaba si el tren avanzaba, retrocedía o estaba parado. ¿Era Ánnushka quien estaba sentada a su lado o una mujer ajena? «¿Qué es lo que está colgado en esa percha, una pelliza o un animal? ¿Y quién soy yo? ¿La de siempre u otra persona?» Aunque ese estado de inconsciencia parecía atraerle, le horrorizaba sucumbir a él. No obstante, en su poder estaba entregarse o sucumbir. Se levantó, tratando de sacudirse esa apatía, retiró la manta de viaje y se quitó la pelerina. Liberada por un momento de esa especie de bruma, entendió que aquel hombre delgado, ataviado con un abrigo largo de nanquín al que le faltaba un botón, era el encargado de la calefacción y que había entrado para echar un vistazo al termómetro; que con él habían irrumpido en el vagón el viento y la nieve. Luego todo volvió a confundirse... Aquel hombre tan alto se puso a rascar algo en la pared, la viejecita estiró las piernas, y el espacio pareció llenarse de una nube negra; luego percibió un crujido, un chirrido horrible, como si estuvieran despedazando a alguien; más tarde una luz roja la cegó y, por último, todo quedó oculto como por una pared. Anna tuvo la impresión de que le faltaba el suelo bajo los pies, pero esas sensaciones, lejos de ser terribles, resultaban alegres. Un hombre embozado y cubierto de nieve le dijo algo al oído. Anna se puso en pie, liberada ya de esa somnolencia. Comprendió que estaban llegando a una estación y que aquel hombre era el revisor. Le pidió a Ánnushka la pelerina y el chal, se los puso y se dirigió a la puerta.

–¿Va a salir usted?

–Sí, me apetece tomar el aire. Aquí hace mucho calor.

Anna quiso abrir la puerta. El viento y la nieve salieron a su encuentro, como disputándole esa posesión. También eso se le antojó divertido. Por fin consiguió abrirla y salir. Era como si el viento la hubiera estado esperando para levantarla y llevársela envuelta en su alarido gozoso, pero Anna se agarró con fuerza a la fría barandilla y, recogiéndose la falda, bajó al andén, donde el vagón la protegió. El viento soplaba con fuerza en la escalerilla, pero en el andén, al abrigo de los vagones, su furia disminuía. Llena de alborozo, Anna respiró a pleno pulmón el aire helado, en el que revoloteaban los copos, y se quedó mirando el andén y las luces de la estación.

 

XXX

La terrible tormenta rugía y silbaba entre las ruedas de los vagones, sobre los postes y en el extremo de la estación. Los vagones, los postes, las personas: todo lo que se veía estaba cubierto de nieve por un lado, y esa capa no hacía más que aumentar. Por un instante la tormenta amainó, pero al poco rato volvió a arreciar con unos arrebatos tan feroces que parecía imposible hacerle frente. Entre tanto, algunas personas corrían por las chirriantes tablas del andén, charlando alegremente, y las grandes puertas de la estación no paraban de abrirse y de cerrarse. La sombra de un hombre encorvado pasó bajo los pies de Anna y a continuación se oyeron unos martillazos en una plancha de hierro. «¡Dame el telegrama!», clamó una voz irritada al otro lado del andén, en medio de la oscuridad y de la borrasca. «¡Por aquí, haga el favor! ¡El número 28!», gritaron varias voces, y a continuación pasaron algunas personas arrebujadas y cubiertas de nieve, seguidas de dos señores con un cigarrillo encendido entre los labios. Volvió a llenarse de aire los pulmones y, ya había sacado la mano del manguito para asir la barandilla y subir al vagón, cuando un hombre con un capote militar se detuvo a pocos pasos de ella, tapándole la vacilante luz del farol. Anna se volvió y al punto reconoció a Vronski. El joven se llevó la mano a la visera de la gorra, se inclinó y le preguntó si podía servirle en algo. Anna estuvo largo rato mirándole, sin responder. A pesar de que lo envolvía la sombra, distinguió, o eso fue lo que le pareció, la expresión de su cara y de sus ojos. Era ese mismo entusiasmo y esa misma sumisión que tanto le habían impresionado la víspera. A lo largo de los últimos días, y también hacía apenas un instante, había estado repitiéndose que Vronski sólo era para ella uno de esos centenares de jóvenes, idénticos unos a otros, con los que se encontraba a cada paso; que jamás se permitiría pensar en él. Pero ahora, nada más verlo, le embargó un sentimiento de alegría y de orgullo. No necesitaba preguntarle qué hacía allí: quería estar cerca de ella. Lo sabía con tanta certeza como si él mismo se lo hubiera confesado.

–No sabía que tenía que ir usted a San Petersburgo. ¿Para qué va allí? —preguntó Anna, soltando la barandilla.

Y en su rostro brillaron una animación y una alegría incontenibles.

–¿Para qué? —repitió Vronski, mirándola a los ojos—. Bien sabe que lo hago para estar cerca de usted. No puedo obrar de otro modo.

En ese momento, el viento, como si hubiera vencido todos los obstáculos, barrió la nieve del techo de los vagones y agitó una plancha de hierro que había arrancado; más allá se oyó el estridente silbido de la locomotora, lastimero y lúgubre. La horrible tormenta se le antojó aún más hermosa que antes. Vronski acababa de decir las palabras que Anna, en el fondo de su corazón, deseaba escuchar, por mucho que su razón las temiera. No dijo nada, pero él adivinó, por su expresión, la batalla que se libraba en su interior.

–Perdóneme si le ha molestado mi comentario —añadió con voz sumisa.

Su tono era cortés y respetuoso, pero tan firme y decidido que Anna tardó un buen rato en responder.

–Lo que ha dicho está muy mal —pronunció por fin—. Si es usted un hombre de bien, le ruego que lo olvide. Y lo mismo haré yo.

–No olvidaré nunca, porque no está en mi poder, ni una sola palabra suya, ni un solo gesto suyo.

–¡Basta, basta! —exclamó Anna, tratando en vano de dar a su rostro, que él devoraba con los ojos, una expresión severa. Y, apoyando la mano en la fría barandilla, subió los peldaños y entró con premura en la plataforma del vagón, donde se detuvo y pasó revista a lo que acababa de suceder. No recordaba ni sus palabras ni las de él, pero se daba cuenta de que esa breve conversación los había unido muchísimo, y ese sentimiento la asustaba y al mismo tiempo la hacía feliz. Al cabo de unos segundos, entró en el compartimento y se acomodó en su asiento. El nerviosismo y las alucinaciones que la habían atormentado no sólo se renovaron, sino que fueron aumentando hasta alcanzar un punto en el que Anna llegó a temer que, de un momento a otro, una cuerda demasiado tensa se rompiese en su interior. No pegó ojo en toda la noche. Pero en esa inquietud y en esas visiones no había nada sombrío o desagradable, sino, al contrario, algo alegre, ardiente y emocionante. Al amanecer, se quedó adormilada en su asiento. Cuando se despertó, ya era de día y el tren se acercaba a San Petersburgo entre los campos blancos. Inmediatamente se puso a pensar en su hogar, en su marido, en su hijo, y los quehaceres que la esperaban ese día y los siguientes absorbieron por entero su atención.


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