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Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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Ese día de la semana, a una hora determinada, se reunían en la pista personas de un determinado círculo social, que se conocían entre sí. Había allí verdaderos virtuosos, que presumían de su arte, principiantes que, agarrándose a unas sillas, 9avanzaban con movimientos tímidos y torpes, y también muchachos y hombres ya maduros que se entregaban a ese ejercicio para fortalecer su salud. Como estaban cerca de ella, a Levin se le antojaban todos dichosos y afortunados. Los patinadores la alcanzaban, la sobrepasaban e incluso le hablaban con completa indiferencia; no la necesitaban para estar alegres, les bastaba con esa pista excelente y ese tiempo magnífico.

Nikolái Scherbatski, un primo de Kitty, con chaqueta corta y pantalones ajustados, estaba sentado en un banco con los patines puestos. Al ver a Levin le gritó:

–¡Ah, ahí viene el primer patinador de Rusia! ¿Hace mucho que ha llegado? El hielo no puede estar en mejores condiciones. Póngase los patines.

–No los he traído —respondió Levin, sorprendido de que alguien pudiera hablarle con semejante audacia y desenvoltura en presencia de Kitty, a la que no perdía de vista ni un segundo, aunque evitaba mirarla. Sentía que el sol se acercaba. Desde el rincón en el que se encontraba, Kitty se dirigió hacia él con indecisión, trazando un torpe círculo con sus finos pies, embutidos en botas altas. Un muchacho vestido con traje ruso se disponía a adelantarla, agitando los brazos con desesperación y encorvándose casi hasta el suelo. A Kitty no se la veía muy segura. Había sacado las manos del manguito que llevaba colgado de un cordón, como si quisiera tenerlas listas por si se producía una caída, y, mirando a Levin, a quien había reconocido, esbozó una sonrisa, que fue un saludo al amigo y a la vez burla de su propio miedo. Cuando completó la vuelta, se dio impulso con su ligero piececito, se deslizó hasta Scherbatski y, cogiéndole del brazo, saludó a Levin con una risueña inclinación de cabeza. Era aún más hermosa que la imagen que él se había forjado en su imaginación.

Cuando pensaba en ella, se la representaba con toda claridad, en especial su adorable cabecita rubia, asentada con tanta elegancia sobre sus torneados hombros de doncella, y su expresión infantil de candor y bondad. El contraste entre ese aire pueril y la delicada esbeltez del busto constituía su principal encanto, como bien sabía Levin. Pero lo que más le sorprendía, por su carácter inesperado, eran sus ojos mansos, serenos y sinceros, y en especial su sonrisa, que le transportaba siempre a un mundo encantado, donde sentía esa ternura y esa languidez que recordaba de algunos raros días de la primera infancia.

–¿Lleva mucho tiempo aquí? —dijo, tendiéndole la mano—. Gracias —añadió, cuando él recogió el pañuelo que se le había caído del manguito.

–¿Yo? No mucho. Llegué ayer... es decir, hoy mismo... —respondió Levin, tan agitado que en un principio no entendió la pregunta—. Tenía intención de visitarles —añadió y, de pronto, recordando el objeto de su viaje, se turbó y se ruborizó—. No sabía que patinara usted, y además tan bien.

Ella lo miró con atención, como tratando de adivinar el motivo de su embarazo.

–Aprecio su elogio en lo que vale. Según se dice por aquí, es usted un patinador sin igual —añadió ella, con una sonrisa—. Me gustaría mucho verle patinar. Póngase unos patines y patinaremos juntos.

«¡Patinar juntos! ¿Acaso es posible?», pensó Levin, mirándola.

–Voy a buscarlos —dijo, y fue a ponerse unos patines.

–Hace mucho tiempo que no viene usted por aquí, señor —dijo el encargado, mientras le sujetaba el pie para atornillar la tuerca del talón—. Ninguno de los señores de hoy tiene su maestría. ¿Está bien así? —preguntó, apretando la correa.

–Vamos, vamos, dese prisa, por favor —respondió Levin, reprimiendo a duras penas una sonrisa de satisfacción que acabó asomando a su rostro, sin que pudiera hacer nada por impedirlo.

«Sí —pensaba—, ¡Esto es la vida! ¡Esto es la felicidad! Juntos, ha dicho, vamos a patinar juntos. ¿Debería hablarle ahora? Pero me da miedo... En estos momentos soy feliz, puedo concebir esperanzas... ¿Y luego? ¡Pero debo decírselo! ¡Es preciso! ¡Se acabó la debilidad!»

Se puso en pie, se quitó el abrigo y, después de tomar carrerilla en el rugoso hielo de los alrededores del pabellón, se deslizó por la superficie lisa, dirigiendo a su antojo, por lo visto, el ritmo de su carrera, tan pronto rápido como más lento. Se acercó a Kitty con timidez, pero de nuevo la sonrisa de ella le tranquilizó.

Una vez que la joven le dio la mano, se alejaron juntos, acelerando poco a poco la marcha; y, a medida que aumentaba la velocidad, ella le apretaba más el brazo.

–Con usted aprendería más deprisa. Por alguna razón, me inspira usted confianza.

–Yo también siento confianza en mí mismo cuando se apoya usted en mí —dijo Levin, pero acto seguido se asustó de sus propias palabras y se ruborizó. En realidad, nada más pronunciarlas, el sol pareció ocultarse detrás de las nubes; el rostro de Kitty perdió todo rastro de afabilidad, y él reparó en ese rasgo conocido, que en el caso de la muchacha significaba una profunda concentración: en su tersa frente apareció una arruga.

–¿Le ha molestado algo? Claro que no tengo derecho a hacerle esa pregunta —se apresuró a preguntar.

–¿Por qué dice eso?... No, no me ha molestado nada —respondió ella con frialdad, y al punto añadió—: ¿No ha visto usted a mademoiselle Linon?

–Aún no.

–Pues vaya a saludarla. Le tiene mucho afecto.

«¿Qué pasa? La he ofendido. ¡Dios mío, perdóname!», pensó Levin, corriendo en dirección a la vieja francesa de canosos cabellos rizados, que estaba sentada en un banco. La mujer lo recibió como a un viejo amigo, esbozando una amplia sonrisa que dejó al descubierto sus dientes postizos.

–Sí, vamos creciendo y haciéndonos mayores —le dijo, señalándole a Kitty con los ojos—. Tiny bear 10se ha hecho ya grande —prosiguió la francesa, riendo, y le recordó su broma sobre las tres señoritas, a las que llamaba los tres ositos del cuento inglés. ¿Se acuerda usted de que les daba ese nombre?

La verdad es que se le había olvidado por completo, pero hacía ya diez años que la francesa se divertía con esa broma, que tanto le gustaba.

–Bueno, vaya usted a patinar. ¿Verdad que nuestra Kitty patina mucho mejor?

Cuando Levin volvió a acercarse a Kitty, el rostro de ésta ya no era tan severo, y sus ojos habían recobrado esa mirada sincera y acariciadora, pero él creía percibir en esa afabilidad un matiz especial, de premeditada calma. Y se sintió triste. Después de intercambiar unas frases sobre la vieja institutriz y sus rarezas, Kitty le preguntó por su vida.

–¿Es posible que no le aburra a usted pasar el invierno en el campo? —le preguntó.

–No, no me aburro, estoy muy ocupado —respondió, dándose cuenta de que ella le imponía ese tono sereno, del que no sería capaz de librarse, como le había sucedido a comienzos del invierno.

–¿Va a quedarse mucho tiempo? —le preguntó Kitty.

–No lo sé —respondió él, sin pensar en lo que decía. La idea de que, si volvía a adoptar ese tono de serena amistad, volvería a marcharse sin haber resuelto nada le sublevaba.

–¿Cómo que no lo sabe?

–No. Depende de usted —dijo, y acto seguido se asustó de sus propias palabras.

¿No oyó Kitty ese comentario final o no quiso oírlo? El caso es que, como si tropezara, dio dos golpes con el pie y se alejó a toda prisa. Se acercó a mademoiselle Linon, le dijo algo y se dirigió al pabellón en el que las señoras se quitaban los patines.

«¡Dios mío, qué he hecho! ¡Señor, ayúdame, guíame!», se decía Levin, rezando; y al mismo tiempo, sintiendo la necesidad de entregarse a un ejercicio violento, tomó velocidad y se puso a trazar círculos, unas veces hacia fuera y otras hacia dentro.

En ese momento, uno de los jóvenes, el mejor patinador de la nueva generación, salió del café con un cigarrillo entre los labios y los patines puestos, tomó carrerilla y bajó a saltos los peldaños, en medio de un gran estrépito. Una vez abajo se deslizó por el hielo, sin modificar siquiera la posición de los brazos.

–¡Ah, un truco nuevo! —dijo Levin, subiendo a toda prisa hasta lo alto con intención de imitarlo.

–¡Tenga cuidado, no vaya a hacerse daño! ¡Se necesita práctica! —le gritó Nikolái Scherbatski.

Levin llegó al descansillo, tomó tanto impulso como pudo y se lanzó escaleras abajo, manteniendo el equilibrio con ayuda de las manos. En el último peldaño tropezó con algo, pero, después de tocar apenas el hielo con la mano, hizo un movimiento brusco, se irguió y, echándose a reír, siguió patinando.

«¡Qué muchacho tan encantador!», pensó Kitty, que en ese momento salía del pabellón en compañía de mademoiselle Linon, y lo miró con una sonrisa amable y tierna, como a un hermano querido. «¿Acaso tengo yo la culpa? ¿Es posible que haya actuado mal? Coquetería, llaman a eso. Sé que no es a él a quien amo, pero me encuentro a gusto en su compañía. ¡Y es tan simpático! Pero ¿por qué me habrá dicho eso?...», se preguntaba.

Al ver que Kitty se marchaba con su madre, que había salido a su encuentro en la escalera, Levin, todo rojo después del ejercicio violento, se detuvo y se quedó pensativo. Se quitó los patines y las alcanzó en la entrada del parque.

–Me alegro mucho de verle —dijo la princesa—. Recibimos los jueves, como siempre.

–Es decir, hoy.

–Estaremos encantados de verle —replicó la princesa con sequedad.

A Kitty le apenó ese tono y no pudo reprimir el deseo de mitigar el efecto causado por la frialdad de su madre. Volvió la cabeza y dijo con una sonrisa:

–Hasta luego.

En ese momento Stepán Arkádevich, con el sombrero ladeado, el rostro y los ojos resplandecientes, entró en el parque con aire triunfante y alegre. Pero, al acercarse a su suegra, respondió a sus preguntas sobre la salud de Dolly con expresión triste y culpable. Después de intercambiar unas palabras con ella en voz baja y pesarosa, irguió el pecho y cogió a Levin del brazo.

–¿Qué? ¿Nos vamos? —preguntó—. He estado pensando en ti todo el tiempo y debo decirte que me alegro mucho de que hayas venido —añadió, mirándole a los ojos con aire significativo.

–Vamos, vamos —respondió Levin, que aún seguía oyendo, embargado de felicidad, esa voz que le decía «hasta luego» y viendo la sonrisa que había acompañado esas palabras.

–¿Prefieres el Inglaterra o el Ermitage?

–Me da lo mismo.

–Entonces vamos al Inglaterra —dijo Stepán Arkádevich, decantándose por ese restaurante porque debía allí más dinero que en el Ermitage, y en consecuencia consideraba impropio evitarlo—. ¿Tienes coche? Estupendo, porque he despedido el mío.

A lo largo de todo el camino los dos amigos guardaron silencio. Levin se preguntaba a qué podía obedecer aquel cambio de expresión en el rostro de Kitty y, al tiempo que vacilaba entre la esperanza y la desesperación, veía con meridiana claridad que sus ilusiones eran infundadas. Sin embargo, después de ver esa sonrisa y escuchar esas palabras de despedida, se sentía un hombre nuevo, totalmente distinto del que había sido hasta entonces.

Stepán Arkádevich aprovechó el trayecto para elegir el menú de la comida.

–¿Te gusta el rodaballo? —le preguntó a Levin cuando llegaban.

–¿Qué? —replicó Levin—. ¿El rodaballo? Sí, me gusta con locura.

 

X

Al entrar en el hotel con Oblonski, Levin no pudo dejar de advertir una expresión particular, como de alegría contenida, en el rostro y en toda la figura de su amigo. Stepán Arkádevich se quitó el abrigo y, con el sombre ro ladeado en la cabeza, pasó al comedor, dando órdenes a los camareros tártaros que, vestidos de frac y con una servilleta en el brazo, se afanaban a su alrededor. Saludando a derecha e izquierda a sus conocidos, que lo acogían con alegría, como era costumbre en cualquier lugar, se acercó a la barra, se tomó una copa de vodka, acompañada de un trozo de pescado, y dirigió a la encargada, una francesa de pelo rizado, muy maquillada, emperifollada de cintas y encajes, unas palabras tan alegres que ésta se rio de buena gana. A Levin, en cambio, esa francesa se le antojó tan repulsiva, con sus cabellos a todas luces postizos, su poudre de rizy su vinaigre de toilette 11que se abstuvo de beber. Se apartó de ella a toda prisa, como de un lugar hediondo. El recuerdo de Kitty embargaba su alma y en sus ojos resplandecía una sonrisa de triunfo y felicidad.

–Tenga la bondad de seguirme, excelencia. Aquí nadie le molestará —le dijo un viejo tártaro de pelo cano, muy obsequioso, con unas caderas tan anchas que los faldones del frac se le separaban—. Haga el favor de darme el sombrero, excelencia —le dijo a Levin, a quien trataba de agasajar por consideración a Stepán Arkádevich.

Al cabo de un momento extendió un mantel limpio por encima del que cubría la mesa redonda, sobre la que colgaba una lámpara de bronce, acercó dos sillas tapizadas de terciopelo y se detuvo delante de Stepán Arkádevich, menú y servilleta en mano, esperando sus órdenes.

–Si su excelencia lo desea, un reservado quedará libre en unos instantes: el príncipe Golitsin y una dama están a punto de marcharse. Hemos recibido ostras frescas.

–¡Ah, ostras!

Stepán Arkádevich se quedó pensativo.

–¿No sería mejor que cambiáramos de plan, Levin? —dijo, pasando el dedo por la carta. Y su rostro adoptó una expresión de seria perplejidad—. ¿Son buenas las ostras? ¡No me engañes!

–Son de Flensburg, excelencia. Hoy no tenemos de Ostende.

–Da lo mismo que sean de Flensburg, pero ¿están frescas?

–Las recibimos ayer, señor.

–En ese caso, ¿por qué no empezamos con unas ostras y cambiamos luego todo el plan? ¿Eh?

–Como quieras. A mí lo que más me apetece es una sopa de verdura y unas gachas, pero supongo que aquí no tendrán.

–¿Desea el señor unas gachas à la russe? —dijo el tártaro, inclinándose ante Levin como un aya ante un niño.

–No, bromas aparte, cualquier cosa que pidas estará bien. He estado patinando y tengo hambre. Y no creas que no sabré apreciar tu elección —añadió, advirtiendo en el rostro de Oblonski una expresión de disgusto—. Me gusta la buena comida.

–¡Faltaría más! Puedes decir lo que quieras, pero pocos placeres hay en esta vida como los de una buena mesa —dijo Stepán Arkádevich—. Bueno, amigo mío, vas a traernos dos docenas de ostras... pero es poco, mejor tres, una sopa de verduras...

Printanière—apuntó el tártaro. Pero, por lo visto, Stepán Arkádevich no quería darle la satisfacción de decir los nombres de los platos en francés.

–He dicho de verduras. Luego rodaballo con una salsa espesa, luego, rosbif, pero, ¡ojo!, que sea bueno. Y también unos capones y unas conservas.

El tártaro, recordando que Stepán Arkádevich tenía por costumbre no dar a los platos nombres franceses, no le contradijo, pero al final se dio el placer de repetir todo el pedido tal como aparecía en la carta: « Soupe printaniere, turbot sauce Beaumarchais, poularde à l'estragon, macédoine de fruits». Ya continuación, como movido por un resorte, retiró el menú, encuadernado en piel, cogió la carta de vinos y se la tendió a Stepán Arkádevich.

–¿Qué vamos a beber?

–Lo que quieras, pero no mucho. Champán —respondió Levin.

–¿Cómo? ¿Para empezar? Bueno, ¿y por qué no? ¿Te gusta el de sello blanco?

Cachet blanc—le corrigió el tártaro.

–Bueno, tráenos una botella de ése para las ostras y luego ya veremos.

–De acuerdo, señor. ¿Y qué vino de mesa quieren?

–Tráenos Nuits. O mejor aún, el clásico Chablis.

–Muy bien. ¿Desea que le traiga queso del suyo?

–Sí, parmesano. ¿O prefieres algún otro?

–No, me da igual —respondió Levin, sin poder reprimir una sonrisa.

El tártaro se alejó a toda prisa, con los faldones flotando sobre sus anchas caderas, y regresó al cabo de cinco minutos con el mismo apresuramiento, llevando una bandeja de ostras abiertas en sus conchas de nácar y una botella entre los dedos.

Stepán Arkádevich arrugó la servilleta almidonada, se remetió la punta en el chaleco y, apoyando los brazos en la mesa con toda tranquilidad, atacó las ostras.

–No están nada mal —dijo, arrancando las gelatinosas ostras de la nacarada concha con ayuda de un tenedor de plata y engullendo una tras otra—. No están mal —repitió, mirando con sus ojos brillantes y húmedos tan pronto a Levin como al tártaro.

Levin se comió las ostras, aunque habría preferido pan blanco y queso. Pero admiraba a Oblonski. Hasta el tártaro, después de descorchar la botella y verter el vino espumoso en las finas copas de cristal, se quedó mirando a Stepán Arkádevich con una indudable sonrisa de satisfacción, al tiempo que se arreglaba la corbata.

–¿No te gustan mucho las ostras? —preguntó Stepán Arkádevich, vaciando su copa—. ¿O es que estás preocupado por algo?

Quería que Levin estuviese alegre. Y no es que no lo estuviera, pero se sentía cohibido. Dado su estado de ánimo, se hallaba incómodo y molesto en el restaurante, cerca de esos reservados donde los hombres comían en compañía de mujeres, en medio de tanto barullo y ajetreo, rodeados de bronces, espejos, lámparas de gas y camareros. Todo eso le resultaba repugnante. Temía mancillar los sentimientos que embargaban su alma.

–¿Yo? Sí, estoy preocupado. Además, todo esto me cohíbe —respondió—. No puedes imaginarte qué extraño resulta este ambiente a un hombre del campo como yo. ¿Y qué me dices de las uñas de ese señor al que vi en tu despacho?

–Sí, ya me di cuenta de que las uñas del pobre Grinévich te interesaban mucho —respondió Stepán Arkádevich riendo.

–No puedo evitarlo —replicó Levin—. Trata de ponerte en mi lugar, de adoptar el punto de vista de un hombre del campo. Allí procuramos tener las manos en las mejores condiciones para hacer nuestro trabajo. Por eso nos cortamos las uñas y a veces incluso nos remangamos. Aquí, en cambio, la gente se deja crecer las uñas a propósito y, en lugar de gemelos, se pone en los puños una especie de platillos para no poder hacer nada con las manos.

Stepán Arkádevich esbozó una alegre sonrisa.

–Sí, es una señal de que no tienen que ocuparse de un trabajo duro. Les basta con la cabeza...

–Tal vez. Pero, en cualquier caso, me resulta extraño. Como también estar aquí contigo comiendo ostras y haciendo todo lo posible por pasar el mayor tiempo sentados a la mesa, cuando en el campo procuramos comer a toda prisa para ocuparnos cuanto antes de nuestras labores...

–Desde luego —apuntó Stepán Arkádevich—. Pero en eso consiste el objetivo de la civilización: convertirlo todo en motivo de placer.

–Pues, si ése es el objetivo, preferiría ser un salvaje.

–Y lo eres. Todos los Levin sois unos salvajes.

Levin suspiró. Se acordó de su hermano Nikolái y, sintiéndose avergonzado y pesaroso, frunció el ceño. Pero Oblonski se puso a hablar de un lema que no tardó en atraer su atención.

–Entonces, ¿vas a ir esta noche a casa de los Scherbatski? —preguntó con un brillo particular en los ojos, mientras apartaba las rugosas conchas vacías y acercaba el queso.

–Sí, iré sin falta —respondió Levin—. Aunque me ha parecido que la princesa me ha invitado de mala gana.

–Pero ¡qué dices! ¡Vaya una bobada! ¡Ella es así!... ¡Bueno, amigo, sírvenos la sopa!... Tiene modales de grande dame—añadió Stepán Arkádevich—. Yo también iré, pero antes tengo que acudir a un ensayo del coro en casa de la condesa Banina. Bueno, ¿y cómo quieres que no te considere un salvaje? ¿Puedes explicarme por qué te marchaste de repente de Moscú? Los Scherbatski no paraban de preguntarme por ti, como si yo estuviera al tanto de tu vida. Lo único que sé es que haces siempre lo que nadie hace.

–Sí, tienes razón, soy un salvaje —dijo Levin, con voz lenta y agitada—. Pero no por haberme marchado en su momento, sino por haber vuelto ahora. He venido...

–¡Ah, eres un hombre feliz! —le interrumpió Stepán Arkádevich, mirándole a los ojos.

–¿Por qué?

–Conozco a los caballos fogosos por la marca y a los jóvenes enamorados por su mirada 12—declamó Stepán Arkádevich—. Tienes toda la vida por delante.

–Y también tú, ¿no?

–Sí, claro, pero tú dispones del futuro y yo sólo del presente, un presente un tanto revuelto.

–¿Qué pasa?

–Las cosas no van bien. Pero no quiero hablar de mí; además, es imposible explicarlo todo —dijo Stepán Arkádevich—. Entonces, ¿por qué has venido a Moscú? ¡Eh, llévate esto! —gritó, dirigiéndose al tártaro.

–¿No lo adivinas? —respondió Levin, sin apartar de Stepán Arkádevich sus ojos de pupilas luminosas.

–Sí, pero no puedo ser el primero en abordar el asunto. A partir de ese detalle, puedes juzgar si he acertado o no —dijo Stepán Arkádevich, mirando a Levin con una sutil sonrisa.

–¿Y qué te parece? —preguntó Levin con voz trémula, dándose cuenta de que le temblaban los músculos de la cara– ¿Qué piensas al respecto?

Stepán Arkádevich bebió lentamente un vaso de Chablis, sin apartar la mirada de su amigo.

–¿Yo? —dijo—. Nada me gustaría más, nada. Es lo mejor que podría suceder.

–¿No te equivocas? ¿Sabes de lo que te estoy hablando? —insistió Levin, clavando los ojos en su interlocutor—. ¿Crees que es posible?

–Claro. ¿Por qué no?

–No, en serio, ¿de verdad crees que es posible? ¡Dime todo lo que piensas! ¿Y si me espera una negativa?... Estoy casi convencido...

–¿Por qué piensas eso? —dijo Stepán Arkádevich, sonriendo al ver la emoción de su amigo.

–Así me lo parece a veces. Y sería terrible, tanto para ella como para mí.

–Bueno, en cualquier caso, para ella no tendría nada de terrible. Todas las muchachas se enorgullecen de que pidan su mano.

–Sí, todas, pero no ella.

Stepán Arkádevich sonrió. Se daba perfecta cuenta de lo que sentía Levin, sabía que para él las muchachas del mundo entero se dividían en dos categorías: en la primera entraban todas, excepto Kitty, muchachas normales y corrientes, sujetas a todas las debilidades humanas; en la segunda estaba sólo Kitty, carente de cualquier imperfección y muy por encima de todo lo humano.

–Espera, sírvete un poco de salsa —dijo, deteniendo la mano de Levin, que apartaba la salsera.

Levin obedeció, pero no dejó comer tranquilo a Stepán Arkádevich.

–No, espera, espera —dijo—. Debes entender que para mí es una cuestión de vida o muerte. Nunca he hablado de este asunto con nadie. Sólo contigo me atrevo. Como sabes, no nos parecemos en nada: tenemos diferentes gustos y opiniones, somos distintos en todo. Pero estoy seguro de que me aprecias y me comprendes, y por esa razón te tengo muchísimo cariño. Pero, por el amor de Dios, sé completamente sincero conmigo.

–Te diré lo que pienso —respondió Stepán Arkádevich con una sonrisa—. Y te diré más aún: Dolly es una mujer maravillosa... —Stepán Arkádevich suspiró, recordando el punto al que habían llegado las relaciones con su esposa y, después de guardar silencio unos instantes, añadió—: Tiene el don de predecir los acontecimientos. Puede ver el corazón de los hombres; y no sólo eso, sabe lo que va a suceder, sobre todo en cuestión de matrimonios. Por ejemplo, adivinó que Brenteln se casaría con Shajóvskaia. Nadie quería creerlo, pero al final su vaticinio acabó cumpliéndose. Y ella está de tu parte.

–¿Qué quieres decir con eso?

–Que no sólo te aprecia mucho, sino que afirma que Kitty será sin falta tu mujer.

Al oír esas palabras el rostro de Levin se iluminó de pronto con una sonrisa, y estuvo a punto de derramar lágrimas de ternura.

–¿Eso dice? —exclamó Levin—. Siempre he dicho que tu mujer es encantadora. Bueno, basta, dejemos el tema —añadió, poniéndose en pie.

–Vale, pero siéntate, ya nos traen la sopa.

Pero Levin no podía sentarse. Recorrió un par de veces, con paso firme, la diminuta habitación en la que se encontraban, parpadeando para que no se le saltaran las lágrimas. Y no volvió a la mesa hasta que consiguió calmarse.

–Debes entender que no se trata sólo de amor —dijo—. Ya he estado enamorado antes, pero no es eso. No es un sentimiento propio, sino una fuerza externa que se ha apoderado de mí. Me marché porque llegué a la conclusión de que no podía haber en el mundo felicidad semejante. Pero, después de luchar conmigo mismo, he comprendido que no puedo vivir sin ella. Ha llegado el momento de tomar una decisión...

–Entonces, ¿por qué te fuiste?

–¡Ah, espera! ¡Si supieras cuántos pensamientos me vienen a la cabeza, cuántas cosas querría preguntarte! Escúchame. No puedes imaginarte el bien que me han hecho las palabras que acabas de pronunciar. Soy tan feliz que hasta me he vuelto mezquino. Me olvido de todo... Acabo de enterarme de que mi hermano Nikolái... ya sabes... está aquí... y me he olvidado de él. Se me figura que también él es feliz. Es una especie de locura. Pero hay una cosa terrible... Tú estás casado, así que conoces ese sentimiento... Es terrible que nosotros, ya nada jóvenes, con un pasado a nuestras espaldas... no de amor, sino de pecado... nos acerquemos de pronto a una criatura pura e inocente. Me parece algo repugnante y no puedo dejar de sentirme indigno.

–Bueno, no creo que tú hayas pecado mucho.

–Ah, aun así —replicó Levin—, aun así, «leo con repugnancia el libro de mi vida, me estremezco y maldigo, me lamento amargamente»... 13Sí.

–Qué le vamos a hacer, así es el mundo —dijo Stepán Arkádevich.

–Mi único consuelo es esta oración que siempre me ha gustado tanto: «Perdóname, Señor, no por mis méritos, sino por Tu misericordia». Sólo así puede ella perdonarme.

 

XI

Levin vació su copa, y ambos guardaron silencio.

–Debo decirte algo más. ¿Conoces a Vronski? —preguntó Stepán Arkádevich.

–No, no lo conozco. ¿Por qué me lo preguntas?

–Trae otra botella —añadió Stepán Arkádevich, dirigiéndose al tártaro, que llenaba sus copas y daba vueltas a su alrededor cuando menos falta hacía.

–¿Por qué tenía que conocerlo?

–Porque es uno de tus rivales.

–¿Quién es? —preguntó Levin, y la expresión de emoción infantil que tanto había admirado Oblonski se trocó de pronto en otra malévola y desagradable.

–Vronski es hijo del conde Kirill Ivánovich Vronski, uno de los mejores representantes de la juventud dorada de San Petersburgo. Lo conocí en Tver, por asuntos relacionados con el reclutamiento, cuando estuve allí de servicio. Apuesto, inmensamente rico, con muy buenas relaciones; es ayuda de campo del emperador, y, además, un chico muy simpático y de buen natural. Y no sólo eso: una vez que lo he conocido mejor, aquí en Moscú, me he dado cuenta de que es culto y muy inteligente. Un hombre que llegará lejos. —Levin frunció el ceño y guardó silencio—. Apareció por aquí poco después de que tú te fueras. Si no me equivoco, está perdidamente enamorado de Kitty. Y, como comprenderás, la madre...

–Perdóname, pero no entiendo nada —replicó Levin, cada vez más enfurruñado. De pronto se acordó de su hermano Nikolái y se sintió como un miserable por haberse olvidado de él.

–Espera, espera —dijo Stepán Arkádevich, sonriendo y tocándole la mano—. Te he contado lo que sé, pero te repito que, en la medida en que uno puede hacer conjeturas en un asunto tan sutil y delicado, soy de la opinión de que tienes todas las de ganar. —Levin se recostó en la silla. Su rostro se había vuelto pálido—. Pero te aconsejaría que te decidieras lo antes posible —añadió, llenándole la copa.

–No, gracias, no puedo beber más —dijo Levin, rechazándola—. Me emborracharía... Bueno, ¿cómo van tus asuntos? —prosiguió, con el deseo evidente de cambiar de tema.

–Una palabra más: en cualquier caso, te recomiendo que tomes una decisión cuanto antes. Pero esta noche es mejor que no digas nada —añadió Stepán Arkádevich—. Ve mañana por la mañana, haz la habitual petición de mano y que Dios te bendiga...

–¿Por qué no vienes nunca a cazar a mis tierras? —preguntó Levin—. Te espero esta primavera.

Se arrepentía con toda su alma de haber iniciado esa conversación con Stepán Arkádevich. Ese sentimiento suyo tan especialhabía sido profanado por la mención a ese oficial de San Petersburgo, rival suyo, así como por los consejos y suposiciones de Stepán Arkádevich.

Oblonski, que sabía lo que ocurría en el alma de su amigo, sonrió.

–Iré un día de éstos —dijo—. Sí, amigo, las mujeres son el eje alrededor del cual gira el mundo entero. Y, en lo que a mí respecta, las cosas van mal, muy mal. Y todo por culpa de las mujeres. Háblame con franqueza, dame un consejo —prosiguió, con un cigarrillo en una mano y la copa en la otra.

–Pero ¿de qué se trata?

–Pues verás. Supongamos que estás felizmente casado, pero te encaprichas de otra mujer...

–Perdona, pero no entiendo nada... Es como si ahora, después de comer, me fuera a robar un bollo a una confitería.

La ojos de Stepán Arkádevich se volvieron más brillantes que de costumbre.

–¿Y por qué no? A veces un bollo huele tan bien que uno no es capaz de contenerse.

Himmlisch ist's wenn ich bezwungwen

Meine irdische Begier;

Aber, dock wenn 's nicht gelungen,

Hatt'ich auch recht hübsch Plaisir 14

Al pronunciar esas palabras, Stepán Arkádevich esbozó una sutil sonrisa, a la que Levin no pudo dejar de corresponder.

–Pero dejémonos de bromas —prosiguió Stepán Arkádevich—. Piensa en una mujer encantadora, modesta y afectuosa, sola en el mundo, sin dinero y que lo ha sacrificado todo por ti. Una vez que el mal está hecho, ¿entiendes lo que te digo?, ¿puede uno abandonarla? Supongamos que sea necesario romper con ella para no destruir la vida familiar. Pero ¿no es normal que se compadezca uno de ella, que la ampare, que procure mitigar el daño?

–Perdóname, pero, ya sabes que, en lo que a mí respecta, las mujeres se dividen en dos categorías... O, mejor dicho: hay mujeres y... No he visto ni veré nunca mujeres caídas llenas de encanto. En cuanto a las criaturas como esa francesa del mostrador, con sus afeites y sus rizos, me resultan repugnantes. Y todas las mujeres caídas son así.

–¿También las del Evangelio?

–¡Ah, basta! Cristo no habría pronunciado nunca esas palabras si hubiera sabido el mal uso que íbamos a hacer de ellas. Son las únicas que se recuerdan de todo el Evangelio. En cualquier caso, te estoy diciendo lo que siento, no lo que pienso. Me repugnan las mujeres caídas. A ti te dan miedo las arañas y a mí esas sabandijas. Es probable que nunca te hayas ocupado de las arañas y desconozcas sus costumbres. Pues a mí me pasa lo mismo.

–Es muy fácil decir eso. Me recuerdas a ese personaje de Dickens que con la mano izquierda arrojaba por encima del hombro derecho todos los asuntos complicados. Pero negar los hechos no constituye ninguna respuesta. ¿Qué puedo hacer? Dime, ¿qué puedo hacer? Tu mujer envejece y tú, en cambio, te sientes lleno de vida. En un abrir y cerrar de ojos, te das cuenta de que ya no eres capaz de amar a tu mujer, por más respeto que te merezca. Entre tanto, el amor surge de improviso, y entonces estás perdido, ¡perdido! —exclamó Stepán Arkádevich con amargura y desesperanza. Levin sonrió con ironía—. Sí, perdido —prosiguió Oblonski—. Pero ¿qué puede hacerse?


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