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Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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–Ya lo ve. La señora me ha pedido que me siente con ella —dijo Agafia Mijáilovna, dirigiendo una amable sonrisa a Kitty.

En estas palabras Levin intuyó el final del drama que se había desarrollado en los últimos tiempos ente Kitty y Agafia Mijáilovna. Se dio cuenta de que, a pesar del dolor que le había causado al retirarle las riendas del gobierno de la casa, su mujer había salido victoriosa y la había obligado a quererla.

–He abierto una carta que venía a tu nombre —dijo Kitty, tendiéndole una carta llena de faltas de ortografía—. Me parece que es de esa mujer que vive con tu hermano... —añadió—. No la he leído. Ésta es de mi familia y de Dolly. ¡Imagínate! Dolly ha llevado a Grisha y a Tania a un baile infantil en casa de los Sarmatski. Tania iba vestida de marquesa.

Pero Levin no la escuchaba. Ruborizándose, cogió la carta de Maria Nikoláievna, antigua amante de su hermano Nikolái y se puso a leerla. Era la segunda vez que le escribía. En la primera carta le había contado que su hermano la había echado de su lado sin razón alguna, y añadía con una ingenuidad conmovedora que, aunque había vuelto a caer en la miseria, no pedía ni deseaba nada. Lo único que le atormentaba era la idea de que Nikolái Dmítrich, dado su precario estado de salud, pudiera morir sin tenerla a su lado, y rogaba a Levin que no le perdiera de vista. Ahora le escribía otra cosa. Había encontrado a Nikolái Dmítrich en Moscú, habían vivido juntos un tiempo y después habían partido para una capital de provincias donde Nikolái había obtenido un puesto en la administración. Una vez allí, había discutido con su jefe y había decidido regresar a Moscú, pero había caído enfermo por el camino. Estaba tan mal que probablemente no volvería a levantarse. «No hace más que preguntar por usted, y además no tenemos dinero», escribía Maria Nikoláievna.

–Mira lo que Dolly escribe de ti —dijo Kitty con una sonrisa, pero de pronto se interrumpió, al advertir el cambio de expresión en el rostro de su marido—. ¿Qué te pasa? ¿Qué sucede?

–Esa mujer me escribe que mi hermano Nikolái está a punto de morir. Tengo que partir.

El semblante de Kitty se trasformó de pronto. Tania vestida de marquesa, Dolly: todo desapareció de su cabeza.

–¿Cuándo piensas marcharte? —preguntó.

–Mañana.

–¿Puedo ir contigo?

–Pero ¿qué dices, Kitty? —dijo Levin en tono de reproche.

–¿Y por qué no? —replicó ella, ofendida del rechazo y el desdén con que había sido recibida su propuesta—. ¿Qué tiene de malo que te acompañe? No te molestaré. Y...

–Me voy porque mi hermano se está muriendo —dijo Levin—. ¿Por qué ibas a ir tú...?

–¿Por qué? Por lo mismo que tú.

«En un momento tan crucial para mí sólo piensa en no quedarse sola para no aburrirse», pensó Levin. Y le irritó que recurriera a semejante pretexto en un asunto tan importante.

–Es imposible —dijo con severidad.

Agafia Mijáilovna, viendo que la cosa acabaría en discusión, dejó en silencio la taza y salió de la habitación. Kitty ni siquiera lo advirtió. El tono con que su marido había pronunciado las últimas palabras le había ofendido de manera especial: era evidente que no la había creído.

–Te digo que si te marchas, te acompañaré sin falta —se apresuró a decir, llena de cólera—. ¿Por qué va a ser imposible? ¿Por qué dices que es imposible?

–Porque Dios sabe adonde tendré que ir, qué caminos tendré que tomar, en qué posadas tendré que alojarme. No harás más que estorbarme —dijo Levin, procurando no perder la serenidad.

–De ningún modo. No necesito nada. Si tú puedes ir, yo también...

–Aunque sólo sea por la presencia de esa mujer, con la que no puedes tratar.

–No sé quién está allí ni me importa. Lo único que sé es que el hermano de mi marido se está muriendo, que mi marido se marcha para estar a su lado y que yo me voy con mi marido para...

–¡Kitty! No te enfades. Pero debes darte cuenta de que esto es muy importante para mí. Me duele que en una situación así me salgas con estas muestras de debilidad y pongas tantos reparos a quedarte sola. Si crees que vas a aburrirte sin mí, vete a Moscú.

–¡Ya estamos! ¿Por qué me atribuyes siemprepensamientos mezquinos e infames? —exclamó Kitty, con lágrimas de indignación y rabia—. No tiene nada que ver conmigo. No es debilidad. No... Soy consciente de que mi deber es estar al lado de mi marido en los momentos de dolor, pero quieres hacerme daño a propósito, te niegas a creerme...

–¡Esto es horrible! ¡Me he convertido en un esclavo! —gritó Levin y se puso en pie, incapaz de seguir conteniendo su irritación. Pero en ese mismo instante comprendió que se estaba golpeando a sí mismo.

–Entonces, ¿por qué te has casado conmigo? Ahora serías libre. ¿Por qué pediste mi mano si ya te has arrepentido? —dijo Kitty, levantándose de un salto y corriendo al salón.

Cuando Levin llegó a su lado, Kitty estaba sollozando.

Empezó a hablarle, procurando encontrar las palabras que pudieran, si no convencerla, al menos calmarla. Pero Kitty no le escuchaba ni se avenía a razones. Levin se inclinó sobre ella, le cogió la mano, a pesar de su oposición, y se la besó. Luego besó sus cabellos y otra vez su mano. Pero Kitty seguía guardando silencio. No obstante, cuando le levantó la cara con ambas manos y le dijo: «¡Kitty!», ella depuso su actitud, aunque aún derramó algunas lágrimas. Al cabo de unos instantes, ya se habían reconciliado.

Acordaron que partirían juntos al día siguiente. Levin le dijo a su mujer que estaba convencido de que sólo quería ser útil y reconoció que la presencia de Maria Nikoláievna al lado de su hermano no tenía nada de inconveniente; pero en lo más profundo de su alma estaba descontento de sí mismo y de ella. Le desagradaba que Kitty no le hubiera dejado partir solo cuando lo necesitaba (¡qué extraño se le hacía pensar que él, que hacía tan poco apenas se atrevía a creer que en la dicha de que Kitty lo amase, ahora se sentía desdichado porque le amaba demasiado!). Y estaba descontento de sí mismo por no haberse mostrado firme. Además, en su fuero interno, no acababa de congraciarse con la idea de que Kitty tuviera que tratar con la mujer que vivía con su hermano y pensaba con horror en todos los encontronazos que podían producirse. Sólo de pensar que Kitty, su mujer, estaría en la misma habitación que esa ramera le hacía estremecerse de horror y repugnancia.

 

XVII

La posada de la capital de provincia en la que se alojaba Nikolái Dmítrich era uno de esos establecimientos provincianos que se construyeron teniendo en cuenta los adelantos más recientes, con las mayores pretensiones de higiene, comodidad y hasta elegancia, pero a los que los propios clientes acaban convirtiendo en poquísimo tiempo en sucias tabernas con pretensiones de modernidad, que por ello mismo suelen ser peores que las posadas antiguas, a las que sólo podía reprocharse su suciedad. La posada en cuestión había llegado ya a ese estado. El soldado con un uniforme mugriento que fumaba un cigarrillo en la entrada, y que por lo visto desempeñaba las funciones de portero, la escalera de hierro fundido, sombría y desagradable, el camarero descarado con su frac lleno de lamparones, la sala común, con ese polvoriento ramo de flores de cera adornando la mesa, la suciedad, el polvo y el desorden que se veían por todas partes, unido a ese aire moderno de suficiencia y actividad, tan a tono con la nueva moda introducida por el ferrocarril, causaron en los Levin, después de su vida de recién casados, un efecto deprimente, sobre todo porque la impresión de falsedad que producía el hotel no se compadecía con lo que les esperaba.

Como suele suceder en tales casos, después de preguntarles de qué precio querían la habitación, resultó que las tres mejores estaban ocupadas: una, por un inspector del ferrocarril; otra, por un abogado de Moscú; y la tercera, por la princesa Astáfeva, que venía de su hacienda. Sólo estaba disponible una habitación sucia, pero le aseguraron que la pieza contigua quedaría libre por la tarde. Enfadado con su mujer, porque todo lo que había previsto se había cumplido (a saber, que en el momento mismo de la llegada, cuando estaba con el alma en vilo, pensando en cómo encontraría a su hermano, debía preocuparse de ella en lugar de correr a ver al enfermo), Levin la acompañó a la habitación que les habían concedido.

–¡Vete, vete! —dijo ella, con una mirada tímida y culpable.

Levin salió en silencio y en la misma puerta se tropezó con Maria Nikoláievna, que se había enterado de su llegada, pero no se había atrevido a entrar en la habitación. No había cambiado nada desde que Levin la viera en Moscú: el mismo vestido de lana, que dejaba los brazos y el cuello al descubierto, la misma expresión bondadosa y abotargada en el rostro picado de viruelas, algo más lleno.

–Bueno, ¿qué tal está?

–Muy mal. Ya no se levanta de la cama. No hace más que preguntar por usted... ¿Ha venido... ha venido usted con su esposa?

En un primer momento Levin no comprendió a qué obedecía la turbación de esa mujer, pero ella misma no tardó en aclarárselo.

–Me iré a la cocina —dijo—. Su hermano se alegrará mucho. Ha oído hablar de ella y se acuerda de haberla visto en el extranjero.

Levin comprendió que se refería a su mujer y no supo qué contestar.

–¡Vamos, vamos! —dijo por fin.

Pero apenas habían dado un par de pasos cuando la puerta de la habitación se abrió y Kitty apareció en el umbral. Levin se puso rojo de vergüenza y se irritó con su mujer por ponerlos a ambos en una situación tan embarazosa. Pero Maria Nikoláievna se ruborizó aún más. Toda encogida, y casi llorando del bochorno que sentía, se sujetó las puntas del pañuelo con ambas manos y se puso a enrollarlas con sus dedos colorados, sin saber qué decir ni qué hacer.

En un primer momento advirtió que Kitty miraba con una expresión de ávida curiosidad a esa mujer horrible e incomprensible para ella; pero eso sólo duró un momento.

–¿Y qué? ¿Cómo está? —preguntó, dirigiéndose primero a su marido y después a Maria Nikoláievna.

–¡Este no es lugar para hablar! —exclamó Levin, mirando con enfado a un señor que, ocupado probablemente de sus propios asuntos, atravesaba el pasillo con andares bruscos.

–Pues entonces pasen —dijo Kitty, dirigiéndose a Maria Nikoláievna, ya más entera; pero, al ver el rostro asustado de su marido, añadió—. No obstante, es mejor que vayan y que manden por mí más tarde.

Volvió a entrar en su habitación y Levin fue a reunirse con su hermano.

Jamás había esperado ver lo que vio ni sentir lo que sintió. Suponía que se lo encontraría en ese estado de autoengaño en el que, según había oído decir, suelen caer los tuberculosos y que tanto le había sorprendido durante la visita de Nikolái en otoño. Sospechaba que se habrían grabado con mayor nitidez los síntomas físicos de la muerte inminente, que lo hallaría más débil y más delgado, aunque más o menos en el mismo estado de antes. Barruntaba que se apoderaría de él el mismo sentimiento de piedad por la pérdida de su querido hermano y el mismo horror ante la muerte que le había embargado entonces, sólo que en un grado mayor. Estaba preparado para eso. Pero le aguardaba algo muy distinto.

En una habitación pequeña y sucia, con los paneles pintados de las paredes cubiertos de escupitajos, separada por un delgado tabique de otro cuartucho en el que se oían voces, en medio de un ambiente sofocante, impregnado de olor a excrementos, yacía sobre una cama separada de la pared un cuerpo tapado por una manta. Una de las manos de ese cuerpo, enorme como un rastrillo, descansaba encima de la manta, unida de un modo incomprensible a un largo y huesudo antebrazo, liso desde la muñeca hasta el codo. La cabeza yacía de lado sobre la almohada. Levin podía ver los cabellos ralos, cubiertos de sudor, en las sienes, y la frente tirante, casi transparente.

«Es imposible que ese terrible cuerpo sea mi hermano Nikolái», pensó Levin. Pero, cuando se acercó más y le vio la cara, ya no pudo seguir dudando. A pesar del horrible cambio que se había operado en aquel rostro, le bastó echar un vistazo a esos ojos vivos, que se levantaron hasta él en cuanto entró, y reparar en el ligero movimiento de la boca, bajo el bigote pegado, para comprender la espantosa verdad: ese cuerpo muerto era su hermano vivo.

Los ojos duros y brillantes de Nikolái le dirigieron una mirada llena de reproche. Acto seguido se estableció una comunicación fluida entre ambos. A Levin no le pasó desapercibido el reproche, y sintió remordimiento de su felicidad.

Cuando Konstantín le cogió la mano, Nikolái sonrió. Era una sonrisa débil, apenas perceptible, que no borró la expresión dura de sus ojos.

–No esperabas encontrarme en este estado —dijo con esfuerzo.

–Sí... No —repuso Levin, haciéndose un lío—. ¿Por qué no me has avisado antes? Es decir, antes de que me casara. Te he estado buscando por todas partes.

Había que hablar para evitar que se produjera un silencio, pero Levin no sabía qué decir, tanto más cuanto que su hermano no le contestaba, limitándose a mirarlo fijamente, sin bajar los ojos, como si estuviera sopesando cada una de sus palabras. Levin le informó de que le había acompañado su mujer. Nikolái se mostró satisfecho, pero dijo que temía que su estado la asustara. Los dos callaron. De pronto Nikolái se movió y empezó a decir algo. Al ver su expresión, Levin se figuró que iba a decir algo importante y significativo, pero Nikolái se puso a hablar de su salud. Se quejó del médico y lamentó que no estuviese allí un célebre facultativo de Moscú. Esas palabras convencieron a Levin de que aún albergaba esperanzas.

Aprovechando la primera pausa, Levin se levantó, deseando librarse, al menos por un momento, de esa penosa sensación, y dijo que iba a buscar a su mujer.

–Muy bien. Diré que limpien un poco. Me parece que está todo muy sucio y que huele bastante mal. ¡Masha, arregla la habitación! —dijo el enfermo con dificultad—. Recoge primero y luego márchate —añadió, mirando a su hermano con expresión inquisitiva.

Levin no respondió. Al salir al pasillo, se detuvo. Había dicho que llevaría a su mujer, pero ahora, dándose cuenta de lo que él mismo sentía, decidió que era mejor intentar convencer a Kitty de que no visitara al enfermo. «¿Qué necesidad tiene de sufrir como yo?», pensó.

–¿Qué? ¿Cómo está? —preguntó Kitty con expresión asustada.

–¡Ah, es horrible, horrible! ¿Para qué habrás venido? —replicó Levin.

Kitty guardó silencio unos segundos, mirando a su marido con timidez y compasión. Luego se acercó y lo cogió del codo con ambas manos.

–¡Kostia! Llévame a verle. Lo soportaremos mejor los dos juntos. No tienes más que llevarme hasta allí. Haz lo que te digo, por favor, y luego márchate —dijo Kitty—. Debes comprender que me resulta bastante más duro verte a ti y no verle a él. Puede que allí pueda serle útil de alguna manera, y también a ti. ¡Déjame ir, por favor! —suplicó a su marido, como si la felicidad de su vida dependiera de eso.

A Levin no le quedó más remedio que ceder. Una vez recobrada la serenidad y olvidado por completo de Maria Nikoláievna, volvió con Kitty a la habitación de su hermano.

Sin dejar de mirar a su marido con expresión resuelta y compasiva, entró en el cuarto del enfermo con paso ligero, se volvió sin apresurarse y cerró la puerta con cuidado. Sin hacer ruido, se acercó deprisa al lecho de Nikolái y se colocó de tal manera que éste no necesitó volver la cabeza. Acto seguido cogió su mano enorme y esquelética con la suya fresca y joven, se la apretó y se puso a hablarle con esa animación serena, capaz de confortar sin ofender, de la que sólo son capaces las mujeres.

–Coincidimos en Soden, pero no trabamos conocimiento —dijo—. No podía usted figurarse que me convertiría en su hermana.

–No me habría reconocido usted, ¿verdad? —preguntó Nikolái, cuyo rostro se había iluminado con una sonrisa en cuanto la vio entrar.

–Ya lo creo que sí. ¡Qué bien ha hecho usted en avisarnos! No ha pasado un solo día sin que Kostia se acordara de usted y mostrara su preocupación.

Pero la animación del enfermo no duró mucho.

Antes de que Kitty terminara de hablar, el rostro de Nikolái había vuelto a adoptar esa severa expresión de reproche del moribundo por el vivo.

–Temo que no se encuentre del todo bien aquí —prosiguió Kitty, esquivando su mirada fija y contemplando la habitación—. Tienes que pedirle al dueño otra habitación —añadió, dirigiéndose a su marido—. Así estaremos más cerca.

 

XVIII

Levin no podía conservar la calma ni comportarse con naturalidad en presencia de su hermano. Cuando entraba en el cuarto del enfermo, sus ojos y su atención parecían nublarse, y no veía ni distinguía los detalles de la situación en la que se encontraba. Percibía el olor espantoso, veía la suciedad y el desorden, tomaba conciencia del penoso estado de su hermano, oía sus gemidos, y comprendía que no podía ayudarle. Ni siquiera se le pasó por la cabeza sopesar todos los detalles de la situación del enfermo, pensar en ese cuerpo oculto debajo de la manta, en las piernas enflaquecidas y dobladas, en la espalda, en que se le podía acomodar mejor para que no estuviera tan incómodo. Un escalofrío le recorría la espalda cuando se ponía a analizar todos esos detalles. Estaba plenamente convencido de que no se podía hacer nada para prolongar esa vida ni para aliviar sus sufrimientos. Pero el enfermo se daba cuenta de que su hermano consideraba imposible cualquier ayuda y se irritaba. Y entonces Levin se sentía todavía peor. Estar en la habitación de su hermano se le antojaba una tortura, pero ausentarse era todavía peor. Salía cada dos por tres, sirviéndose de cualquier pretexto, y al poco tiempo volvía a entrar, incapaz de quedarse solo.

Kitty, por su parte, pensaba, sentía y actuaba de manera muy distinta. Cuando vio al enfermo, se apiadó de él. Y la compasión despertó en su corazón de mujer un sentimiento muy distinto del horror y la repugnancia que experimentaba su marido, y le hizo comprender que era preciso actuar, conocer todos los detalles de la situación del enfermo y ayudarle. Y como no albergaba la menor duda de cómo debía socorrerlo, tampoco dudaba de que eso fuera posible. En suma, se puso inmediatamente manos a la obra. Los mismos detalles que horrorizaban a Levin con sólo pensar en ellos atrajeron en seguida su atención. Envió en busca del médico, mandó un criado a la farmacia, ordenó a la muchacha que venía con ella y a Maria Nikoláievna que barrieran, quitaran el polvo y fregasen, y ella misma limpió, lavó y arregló la ropa de cama. Siguiendo sus instrucciones metieron unas cosas en el cuarto del enfermo y se llevaron otras. Fue varias veces a su habitación, sin preocuparse de las personas con las que se cruzaba por el pasillo, y cogió sábanas, fundas de almohada, toallas y camisas.

El criado que servía la comida a los ingenieros en el comedor común acudió varias veces a la llamada de Kitty con cara de enfado, pero no dejó de cumplir sus órdenes, pues se las daba con tal dulce insistencia que no era posible desobedecerla. Levin no toleraba esa actitud. No creía que tantas preocupaciones fueran de utilidad alguna para el enfermo. Lo que más temía era que se irritase. Pero éste, aunque aparentaba indiferencia, no se enfadaba; sólo se mostraba algo confuso, pero en general le interesaba lo que Kitty estaba haciendo por él. Cuando regresó de casa del médico, adonde lo había enviado su mujer, Levin abrió la puerta y se encontró con el enfermo en el momento en que, bajo la dirección de Kitty, le estaban mudando de ropa. La larga y blanca espalda, con los enormes omoplatos salientes, las prominentes vértebras y las marcadas costillas, estaba al descubierto, y Maria Nikoláievna, ayudada por un criado, intentaba infructuosamente meter los brazos largos y rebeldes en las mangas de la camisa. Kitty, que se apresuró a cerrar la puerta en cuanto entró Levin, no miraba en esa dirección, pero al oír los gemidos del enfermo se acercó en seguida.

–¡Deprisa! —exclamó.

–No se acerque —murmuró con irritación el enfermo—. Ya puedo yo solo...

–¿Qué dice? —preguntó Maria Nikoláievna.

Pero Kitty, que había oído sus palabras, comprendió que le desagradaba y le daba vergüenza que lo viera desnudo.

–¡No le miro, no le miro! —dijo, introduciéndole el brazo en la manga—. Maria Nikoláievna, vaya por ese lado y arréglele la otra. Haz el favor de ir a nuestra habitación y coger un frasco que hay en mi saquito. Ya sabes, en el bolsillo lateral. Mientras lo traes, terminarán de limpiar aquí —añadió, dirigiéndose a su marido.

Al regresar con el frasco, el enfermo ya estaba tumbado, y a su alrededor todo había cambiado. El tufo que reinaba antes en la habitación había sido sustituido por el olor del vinagre y el perfume que Kitty, estirando los labios e inflando las rubicundas mejillas, estaba difundiendo con ayuda de un tubito. Ya no se veía polvo en ninguna parte; al pie de la cama había una alfombra. En la mesa, en perfecto orden, se alineaban los frascos, una garrafa, la ropa blanca necesaria, bien doblada, y la broderie anglaisede Kitty. En otra mesa, al lado de la cama del enfermo, había un vaso de agua, una vela y un tarro de polvos. El enfermo, lavado y peinado, envuelto en sábanas limpias y con la cabeza apoyada en almohadones muy altos, llevaba una pulcra camisa blanca, por la que asomaba un cuello extremadamente delgado. En sus ojos, que no se apartaban de Kitty, se advertía una nueva expresión de esperanza.

El médico, al que Levin había encontrado en el casino, no era el mismo que se había ocupado de Nikolái, y del que éste estaba tan descontento. Sacó el fonendoscopio, auscultó al enfermo, movió la cabeza, recetó una medicina y, después de explicar con todo lujo de detalles cómo había que administrársela, pasó a ocuparse del régimen que debía seguir. Le aconsejó que tomara huevos crudos o poco hechos, agua de seltz y leche fresca a cierta temperatura. Cuando se fue, el enfermo le dijo algo a su hermano, pero Levin sólo oyó las últimas palabras, «tu Katia». No obstante, por la mirada que dirigió a Kitty, Levin comprendió que la estaba alabando. A continuación el enfermo pidió a Katia (así la llamaba él) que se acercara.

–Estoy mucho mejor —dijo—. De haberla tenido a mi lado, hace tiempo que me habría curado. ¡Qué bien me encuentro!

Le tomó la mano y se la acercó a los labios, pero, como temiendo que eso le desagradara, cambió de idea, la soltó y se limitó a acariciarla. Kitty cogió la mano de Nikolái con las suyas y se la apretó.

–Ahora vuélvanme del lado izquierdo y váyanse a dormir —dijo.

Ninguno de los presentes entendió lo que había dicho, sólo Kitty, porque no dejaba de pensar en lo que necesitaba.

–Hay que ponerlo del otro lado —le dijo a su marido—. Es sobre el que suele dormir. Es mejor que lo hagas tú, porque resulta embarazoso llamar a los criados. Yo no puedo hacerlo. ¿Y usted? —añadió, dirigiéndose a Maria Nikoláievna.

–Me da miedo —respondió ésta.

Por mucho que le desagradara abrazar ese cuerpo terrible, palpar por debajo de la manta esos miembros de los que prefería no saber nada, Levin se sometió a la influencia de su mujer. Adoptando una expresión decidida que Kitty conocía bien, pasó los brazos por debajo del enfermo y lo sujetó; no obstante, a pesar de su fuerza, se quedó sorprendido de lo mucho que pesaba ese cuerpo extenuado. Mientras Levin ayudaba a Nikolái a cambiar de postura, sintiendo alrededor del cuello su brazo enorme y descarnado, Kitty, con un movimiento fulgurante, sin hacer ruido, aprovechó para sacudir y volver la almohada y para arreglar los ralos cabellos del enfermo, que de nuevo se le habían pegado a las sienes.

Nikolái retuvo la mano de su hermano en la suya. Levin sintió que quería hacer algo, pues tiraba de ella. Con el corazón encogido, se la abandonó. Entonces el hermano se la llevó a los labios y la besó. Levin, sacudido por los sollozos e incapaz de pronunciar palabra, salió de la habitación.

 

XIX

«Ha ocultado a los sabios lo que ha revelado a los niños y a los imprudentes», 85pensaba Levin de su mujer, mientras hablaba con ella esa tarde.

Levin se había acordado de esas palabras del Evangelio no porque se considerase sabio. No creía que lo fuera, pero no podía dejar de reconocer que era más inteligente que su mujer y que Agafia Mijáilovna, ni tampoco que al pensar en la muerte lo hacía con todas las fuerzas de su espíritu. Sabía también que muchos hombres de inteligencia privilegiada, cuyas reflexiones sobre el particular había leído, habían pensado también en ese asunto, pero no sabían la centésima parte que su mujer y Agafia Mijáilovna. Por muy diferentes que fueran esas dos mujeres, su ama de llaves y Katia, como la llamaba su hermano Nikolái y como también a él le gustaba llamarla ahora, en esa cuestión eran absolutamente iguales. Las dos sabían muy bien lo que era la vida y lo que era la muerte. Y, aunque no habrían sido capaces de entender ni dar respuesta a las preguntas que acuciaban a Levin, ninguna de las dos albergaba la menor duda de la trascendencia de ese fenómeno, sobre el que tenían una visión idéntica, compartida por millones de personas. La prueba de que conocían perfectamente lo que era la muerte estribaba en que, sin vacilar un instante, sabían lo que había que hacer con los moribundos, a los que no temían. En cambio, Levin y los que eran como él podían hablar mucho de la muerte, pero era obvio que desconocían lo que significaba, que les daba miedo y que no tenían la menor idea de cómo ayudar a una persona que se estuviese muriendo. Si Levin hubiera estado solo con su hermano Nikolái, lo habría contemplado con espanto y, con mayor espanto aún, se habría quedado esperando el desenlace, incapaz de tomar ninguna otra decisión.

Y no era sólo eso. No sabía qué decir, cómo mirar, cómo andar. Le parecía no sólo ofensivo, sino también imposible hablar de algún asunto intrascendente; pero tampoco le resultaba posible hablar de la muerte o de cosas tristes, y mucho menos guardar silencio. «Si le miro, va a pensar que le estoy examinando; si no le miro, va a pensar que tengo la cabeza en otro sitio. Si ando de puntillas, se molestará; si ando con naturalidad, me sentiré avergonzado.» En cambio, Kitty no pensaba en sí misma, entre otras cosas porque no tenía tiempo. Pensaba en el enfermo, porque sabía lo que debía hacer, y todo salía bien. Hablaba de sí misma, de su boda, sonreía, se compadecía, lo acariciaba, refería casos de curación, y todo marchaba a las mil maravillas. En consecuencia, sabía lo que tenía que hacer. El comportamiento de ella y de Agafia Mijáilovna no era instintivo ni irreflexivo, como demostraba el hecho de que, además de los cuidados físicos y del alivio de los sufrimientos, tanto una como otra aspiraban a algo más importante, quino tenía que ver con los cuidados materiales. En una ocasión, hablando del viejo criado fallecido, Agafia Mijáilovna había dicho: «Gracias a Dios, ha comulgado y recibido la extremaunción. Ojalá el Señor nos conceda a todos una muerte así». También Katia, además de ocuparse de la ropa blanca, las escaras y la bebida, desde el primer día consiguió convencer al enfermo de la necesidad de comulgar y recibir los sacramentos.

Cuando dejó al enfermo y volvió a sus habitaciones para pasar la noche, Levin se quedó sentado, con la cabeza gacha, sin saber qué hacer. Se sentía incapaz de pensar no ya en la cena, sino en los preparativos para irse a la cama o en lo que iban a hacer; ni siquiera encontraba fuerzas para hablar con su mujer: estaba avergonzado. Kitty, por el contrario, se mostraba más activa que de costumbre, y también más animada. Ordenó que les sirvieran la cena, deshizo el equipaje, ayudó a hacer las camas y no se olvidó de rociarlas con insecticida. Se advertía en ella esa rapidez de juicio que se apodera de los hombres antes de la batalla, en el ardor de la lucha, en una situación de peligro y en los momentos decisivos de la vida, cuando un hombre demuestra su valía de una vez para siempre y deja claro que su pasado no ha transcurrido en balde, que ha sido una suerte de preparación para esos momentos.

Trabajaba con tanto tesón que antes de que dieran las doce ya había sacado todas las cosas y las había ordenado de tal modo que aquellas habitaciones parecían su propio hogar: las camas estaban hechas, los cepillos, los peines y los espejos en su sitio, los paños en el lugar que les correspondía.

A Levin seguía pareciéndole imperdonable comer, dormir, hablar, y encontraba inconveniente cada uno de sus movimientos. Kitty, en cambio, ordenaba los cepillos, pero lo hacía de un modo que no resultaba ofensivo.

En cualquier caso, no pudieron cenar nada y tardaron mucho tiempo en dormirse, a pesar de que se fueron tarde a la cama.

–Celebro mucho haberle convencido de que reciba la extremaunción mañana —dijo Kitty, sentada en camisa de noche delante de su espejo de viaje, cepillando con un peine fino sus cabellos suaves y fragantes—. Jamás la he visto administrar, pero me ha dicho mamá que todas las oraciones hacen referencia a la curación.

–¿Es que crees que puede curarse? —preguntó Levin, mirando la estrecha raya en la parte de atrás de la redonda cabecita de Kitty, que se cerraba en cuanto pasaba el peine hacia delante.

–He hablado con el médico. Dice que no vivirá más de tres días. Pero ¿cómo puede saberlo? De todas formas, me alegro mucho de haberle convencido —dijo, mirando de soslayo a su marido por debajo del pelo—. Todo es posible —añadió con esa peculiar expresión de astucia que adoptaba siempre que hablaba de religión.

Después de aquella conversación sobre temas religiosos que habían entablado cuando eran novios, no habían vuelto a ocuparse de la cuestión, pero Kitty seguía cumpliendo con los preceptos de la Iglesia, acudía a los oficios y rezaba, siempre con el sereno convencimiento de estar cumpliendo un deber. A pesar de lo que afirmaba su marido, estaba segura de que era tan buen cristiano como ella, o incluso mejor, y de que todo lo que decía sobre el particular no era más que una de esas absurdas salidas de los hombres, como sus juicios sobre la broderie anglaise: que la gente de bien remendaba sus agujeros, mientras que ella los hacía a propósito.


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