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Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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–Al no saber inglés, lo va a encontrar usted aburrido —dijo Lidia Ivánovna, dirigiéndose a Landau—, pero es un pasaje breve.

–Ah, lo entenderé —dijo Landau con la misma sonrisa y cerró los ojos.

Alekséi Aleksándrovich y Lidia Ivánovna intercambiaron una mirada significativa, y acto seguido dio comienzo la lectura.

 

XXII

Stepán Arkádevich se sentía completamente desorientado oyendo todas esas razones, que tan nuevas y extrañas le parecían. La complejidad de la vida de San Petersburgo solía ejercer un efecto excitante sobre él, sacándolo de la modorra moscovita. Pero tales complejidades le gustaban y le resultaban comprensibles en ambientes cercanos y conocidos. En cambio, en ese círculo ajeno estaba confundido, desconcertado y perdido. Al escuchar a la condesa Lidia Ivánovna y sentir clavados en él los hermosos ojos de Landau, ingenuos o maliciosos —no acababa de saberlo—, empezó a notar una peculiar pesadez en la cabeza.

Los pensamientos más diversos se entreveraban en su imaginación. «Marie Sánina se alegra de que se haya muerto su hijo... Qué bien estaría fumarse ahora un cigarro... Para salvarse basta con creer, y los monjes no saben nada de eso, sólo la condesa Lidia Ivánovna... ¿Y a qué se deberá esta pesadez que siento en la cabeza? ¿Al coñac o a lo extraño que es todo esto para mí? En cualquier caso, creo que hasta el momento no he hecho nada inconveniente. De todos modos, no puedo pedirle nada. He oído decir que te obligan a rezar. Con tal de que no me pidan nada semejante. Sería demasiado estúpido. ¿Y qué bobada es eso que está leyendo? Aunque lo cierto es que pronuncia bien. Landau es Bezzúbov. ¿Por qué?» De pronto sintió que la mandíbula inferior empezaba a torcerse en un bostezo irrefrenable. Se atusó las patillas, se tapó la boca y se removió en su asiento. Pero acto seguido se dio cuenta de que estaba ya durmiendo y a punto de roncar. Se despertó en el preciso instante en que la voz de la condesa decía: «Se ha dormido».

Stepán Arkádevich se estremeció asustado, sintiéndose culpable y cogido en falta. Pero se tranquilizó en seguida, al comprobar que esas palabras no se referían a él, sino a Landau. El francés se había quedado dormido, igual que él. Pero, mientras que el sueño de Stepán Arkádevich les habría ofendido (por lo demás, ni siquiera había pensado en ello, tan extraño le resultaba todo), el de Landau les puso contentísimos, sobre todo a la condesa Lidia Ivánovna.

Mon ami—dijo, y, tratando de no hacer ruido, recogió los pliegues de su vestido de seda. Tan excitada estaba que llamó a Karenin mon ami, en lugar de Alekséi Aleksándrovich—. Donnez lui la main. Vous voyez? 191¡Chiss! —le chistó al lacayo, que entraba de nuevo—. No recibo a nadie.

El francés dormía o fingía dormir, con la cabeza recostada en el respaldo del sillón, mientras la mano sudorosa, apoyada en la rodilla, hacía ligeros movimientos, como si quisiera coger algo. Alekséi Aleksándrovich trató de levantarse con cuidado, pero tropezó con la mesa; a continuación dio unos pasos y puso su mano en la del francés. Stepán Arkádevich también se levantó y, abriendo mucho los ojos, para cerciorarse de que estaba despierto, se quedó mirando tan pronto a uno como a otro. Todo eso era real. Su confusión iba en aumento.

Que la personne qui est arrivée la dernière, celle qui demande, qu'elle sorte! Qu'elle sorte! 192—murmuró el francés, sin abrir los ojos.

Vous m'excuserez, mais vous voyez... Revenez vers dix heures, encore mieux demain. 193

C'est moi, n'est ce pas? 194

Y, tras recibir una respuesta afirmativa, Stepán Arkádevich, olvidando lo que quería pedirle a Lidia Ivánovna y el asunto de su hermana, con el único deseo de marcharse de allí cuanto antes, abandonó de puntillas la sala y salió corriendo a la calle, como si estuviera escapando de una casa infestada por la peste. Una vez allí, pasó un buen rato hablando y bromeando con un cochero, con la intención de recobrar la serenidad lo antes posible.

En el Teatro Francés, adonde llegó a tiempo para asistir al último acto, y más tarde, en el restaurante tártaro, delante de una botella de champán, Stepán Arkádevich volvió a sentirse en su ambiente y recobró un tanto el buen humor. Pero de todos modos, se sintió incómodo a lo largo de toda la velada.

De vuelta en casa de Piotr Oblonski, donde se había alojado, se encontró con una nota de Betsy en la que le decía que ardía en deseos de concluir la conversación que habían iniciado y le rogaba que fuera a verla al día siguiente. Apenas había tenido tiempo de leer la nota, cuyo contenido le había hecho fruncir el ceño, cuando le llegó de la planta de abajo un molesto rumor de pasos, como si algunas personas estuvieran arrastrando un objeto pesado por el suelo.

Stepán Arkádevich salió de la habitación para echar un vistazo. Era el rejuvenecido Piotr Oblonski. Estaba tan borracho que no era capaz de subir por la escalera. Pero, al ver a Stepán Arkádevich, ordenó que lo pusieran de pie y, apoyándose en él, se dirigió a su cuarto, donde empezó a contarle cómo había pasado la velada, aunque no tardó en quedarse dormido.

Stepán Arkádevich estaba desanimado, algo que le sucedía rara vez, y tardó mucho tiempo en dormirse. Todas las imágenes que se le pasaban por la cabeza le desagradaban, pero lo que más le repugnaba, porque se le antojaba algo vergonzoso, era el recuerdo de la velada en casa de la condesa Lidia Ivánovna.

Al día siguiente recibió una nota de Alekséi Aleksándrovich en la que le comunicaba que se negaba en redondo a concederle el divorcio a Anna, y comprendió que la decisión se la había inspirado lo que le había dicho el francés mientras dormía o fingía dormir.

 

XXIII

Para emprender algo en el ámbito de la vida familiar debe darse una brecha definitiva o una armonía idílica entre los cónyuges. En cambio, cuando las relaciones son indeterminadas y no se da ni una cosa ni la otra no hay manera de emprender nada.

Muchos matrimonios prolongan durante años una situación que se ha vuelto odiosa para ambas partes por la simple razón de que no existe entre ellos una ruptura completa ni un acuerdo total.

Tanto a Vronski como a Anna les resultaba insoportable la vida en Moscú, en medio del calor y del polvo, con un sol que ya no era primaveral, sino veraniego, y los árboles de los bulevares cubiertos ya de hojas polvorientas. Pero seguían viviendo en esa ciudad que se les había vuelto odiosa, sin marcharse a Vozdvízhenskoie, como habían decidido hacía mucho, porque en los últimos tiempos no lograban ponerse de acuerdo en nada.

La animadversión que los separaba no tenía ninguna causa externa, y cualquier intento de explicación, lejos de atenuarla, la exacerbaba. Era una animadversión interna, que en el caso de Anna había motivado la indiferencia cada vez mayor que notaba en Vronski y en el de éste el arrepentimiento de haberse colocado, por culpa de ella, en esa posición equívoca, que Anna, en lugar de aliviar, hacía aún más penosa. Ninguno de los dos confesaba las razones de esa animadversión, pero ambos consideraban que el otro tenía la culpa y aprovechaban cualquier oportunidad para hacérselo saber.

Vronski, con sus costumbres, sus pensamientos, sus deseos, sus cualidades físicas y espirituales, representaba para Anna una sola cosa: la figura del amante. Y su amor, que según su manera de ver debía concentrarse exclusivamente en ella, había menguado. En consecuencia, razonaba Anna, parte de ese amor debería haber recaído en otra u otras mujeres. Y ardía de celos, no porque pensara que se había enamorado de otra mujer, sino porque su amor había disminuido. Y, como no tenía ningún motivo para estar celosa, se lo inventaba. A la menor alusión, sus celos pasaban de un objeto a otro. Tan pronto tenía celos de las mujeres vulgares con las que, gracias a sus relaciones de soltero, podía relacionarse tan fácilmente, como de las damas de la alta sociedad con las que pudiera coincidir, o bien de una muchacha imaginaria con la que quería casarse, después de romper cualquier vínculo con ella. La última posibilidad era la que más le atormentaba, sobre todo porque el propio Vronski tuvo la imprudencia de decirle, en un momento de sinceridad, que su madre no se hacía cargo de su situación, porque le había insistido en que debía casarse con la princesa Sorókina.

Llevada por los celos, se indignaba con él y no hacía más que buscar motivos para indignarse. Le acusaba de todos los aspectos penosos de su situación. Y le echaba la culpa de todo: de las angustiosas jornadas de espera que había pasado en Moscú, entre el cielo y la tierra, de la lentitud y la indecisión de Alekséi Aleksándrovich, de su soledad. Si la amase de veras, comprendería lo dolorosa que era su situación y haría todo lo posible por mejorar su suerte. También él era el responsable de que siguieran viviendo en Moscú, en lugar de haberse trasladado al campo. No podía encerrarse en la aldea, como pretendía ella. Necesitaba la sociedad y la había colocado en esa situación horrible, cuyos inconvenientes no quería ver. Y, por si eso fuera poco, también tenía la culpa de que se hubiese separado para siempre de su hijo.

Ni siquiera los raros momentos de ternura le procuraban un atisbo de paz: en los últimos tiempos notaba en el cariño de Vronski un nuevo matiz de serenidad y de seguridad que la irritaba.

Ya había caído la tarde. Anna, sola, recorría su despacho de un extremo al otro (era la habitación en la que menos se oían los ruidos de la calle), mientras esperaba que Vronski regresara de una comida de solteros. Por su cabeza volvieron a pasar todos los detalles de la discusión de la víspera. Remontándose aún más en el tiempo, pasó de las palabras ofensivas de la disputa al origen de la conversación. Durante un buen rato fue incapaz de creer que el motivo hubiesen sido unas palabras tan inofensivas, tan ajenas a sus corazones. Pero lo cierto es que había sido así. Todo había empezado porque Vronski se había burlado de los colegios para chicas, juzgándolos innecesarios, mientras ella los había defendido. Vronski se había referido con muy poco respeto a la instrucción femenina en general y había dicho que Hanna, la inglesa protegida de Anna, no tenía ninguna necesidad de aprender física.

El comentario irritó a Anna, pues se lo tomó como una alusión despectiva a sus ocupaciones. Así que trató de buscar una frase que le permitiera vengarse del dolor que le había causado.

–No esperaba que mostraras comprensión por mis sentimientos, como suelen hacer las personas enamoradas, pero al menos pensaba que podía contar con tu delicadeza.

Tan grande fue la irritación de Vronski que se ruborizó y dijo algo desagradable. Anna ya no se acordaba de lo que le había contestado, pero en ese momento él había añadido, con la única intención de herirla:

–La verdad es que me disgusta tu inclinación por esa muchacha, porque me parece que no es del todo natural.

Esta crueldad, con la que acababa de destruir el mundo que Anna se había construido con tanto esfuerzo para soportar su penosa existencia, esa injusta acusación de hipocresía y de falta de naturalidad, la hicieron estallar.

–Lamento mucho que sólo te parezcan comprensibles y naturales los aspectos más groseros y materiales de la existencia —replicó y salió de la habitación.

Cuando Vronski pasó a verla por la noche, no mencionaron la discusión que habían tenido, pero ambos eran conscientes de que ninguno de los dos la había olvidado, y que aquello no era más que una tregua momentánea.

Acosada por la soledad, pues Vronski había pasado todo el día fuera, y arrepentida de haber discutido con él, Anna ardía en deseos de olvidarlo y perdonarlo todo, y tal era su afán de reconciliación que se culpaba de lo sucedido y le daba la razón.

«La culpa es mía. Estoy siempre de mal humor y me dejo llevar por unos celos insensatos. Nos reconciliaremos, nos marcharemos al campo y allí recobraré la serenidad», se decía.

«No es del todo natural», recordó de pronto el comentario que tanto la había ofendido, no tanto por las palabras en sí como por la intención de hacerle daño.

«Sé lo que ha querido decir. No es natural que sienta afecto por una criatura ajena cuando no quiero a mi propia hija. ¿Qué entenderá él del amor a los hijos, de mi amor por Seriozha, que he sacrificado por él? ¡Y ese deseo de herirme! Sí, se ha enamorado de otra mujer, no cabe otra explicación.»

Consciente de que, aunque trataba de tranquilizarse, había vuelto a cerrar de nuevo el círculo que había completado tantas veces, volviendo a la irritación inicial, se horrorizó de sí misma: «¿De verdad es imposible? ¿Es imposible que me reconozca culpable —se dijo y volvió a empezar otra vez desde el principio—. Es un hombre sincero y honrado. Me quiere y yo también a él. Dentro de unos días obtendré el divorcio. ¿Qué más necesito? Un poco de serenidad y de confianza. Sí, me echaré la culpa. En cuanto venga, le diré que la culpa es mía, aunque no sea verdad, y nos iremos.»

Y para no seguir pensando y sofocar su irritación, tocó a la campanilla y pidió que le trajeran los baúles para meter las cosas que quería llevarse al campo.

A las diez llegó Vronski.

 

XXIV

—¿Te lo has pasado bien? —preguntó Anna, saliendo a recibirle con una expresión sumisa y culpable.

–Como de costumbre —respondió Vronski, comprendiendo con una sola mirada que ya se le había pasado el enfado.

Aunque hacía tiempo que se había acostumbrado a sus cambios de humor, se alegró mucho de encontrarla tan animada, pues esa noche él mismo se hallaba en una excelente disposición de ánimo.

–Pero ¿qué es lo que veo? ¡Muy bien hecho! —exclamó, señalando los baúles amontonados en la entrada.

–Sí, es preciso que nos marchemos. He ido a dar un paseo en coche y me lo he pasado tan bien que me han entrado ganas de volver a la finca. ¿O tienes algo que hacer aquí?

–No deseo otra cosa que partir. Voy a cambiarme de ropa y ahora seguimos hablando. Ordena que sirvan el té.

Y se dirigió a su despacho.

Había algo ofensivo en la expresión: «¡Muy bien hecho!». Así se les habla a los niños cuando cejan en sus caprichos. Y aún más ofensivo era el contraste ente el tono culpable de Anna y el de Vronski, lleno de confianza en sí mismo. Por un instante, volvió a despertarse en ella el afán de discutir. No obstante, haciendo un esfuerzo, se dominó y recibió a Vronski con la misma alegría de antes.

Cuando éste entró en su habitación, Anna le contó, repitiendo en parle unas palabras preparadas de antemano, cómo había pasado el día y los planes que había hecho para la partida.

–Es como si me hubiera venido la inspiración —le dijo—. ¿Por qué esperar aquí hasta que se resuelva el asunto del divorcio? ¿Acaso no da lo mismo que nos vayamos al campo? No puedo seguir esperando aquí. No quiero hacerme ilusiones, prefiero no oír hablar más de ese tema. He decidido que ese asunto deje de tener influencia en mi vida. ¿Estás de acuerdo?

–¡Pues claro! —respondió Vronski, mirando con inquietud el rostro alterado de Anna.

–¿Qué has estado haciendo? ¿Y a quién has visto? —preguntó Anna, al cabo de una breve pausa.

Vronski nombró a los invitados.

–La comida ha sido excelente, y lo mismo cabe decir de la regata y de todo lo demás. Pero en Moscú la gente no puede pasarse sin hacer el ridicule. Apareció una señora, maestra de natación de la reina de Suecia, y mostró a los presentes su arte.

–¿Quieres decir que se puso a nadar? —preguntó Anna, frunciendo el ceño.

–En una especie de costume de natation 195rojo. No puedes imaginarte qué mujer tan vieja y monstruosa. Bueno, ¿cuándo nos vamos?

–¡Qué fantasía tan estúpida! ¿Nadaba al menos de un modo especial? —dijo Anna, sin responder a la pregunta de Vronski.

–En absoluto. Como te digo, una cosa completamente estúpida. Entonces, ¿cuándo quieres que nos vayamos?

Anna sacudió la cabeza, como si quiera ahuyentar un pensamiento desagradable.

–¿Cuándo? Pues cuanto antes mejor. Mañana ya no nos dará tiempo. Pero podemos marcharnos pasado mañana.

–Vale... No, espera. Pasado mañana es domingo, y tengo que ir a visitar a maman—dijo Vronski, turbándose porque, nada más nombrar a su madre, había notado que Anna le miraba fijamente con aire de sospecha. Se puso colorada y se apartó de su lado. Ya no se trataba de la profesora de natación de la reina de Suecia, sino de la princesa Sorókina, que vivía en los alrededores de Moscú con la condesa Vrónskaia.

–¿Y por qué no vas mañana? —preguntó.

–¡Imposible! Tiene que entregarme los poderes y el dinero, y no estarán listos mañana —replicó Vronski.

–En tal caso más vale que no nos vayamos.

–Pero ¿por qué?

–Porque yo no me voy más tarde. ¡El lunes o nunca!

–No lo entiendo —exclamó Vronski, como si estuviera sorprendido—. ¡No tiene sentido!

–Para ti no tiene sentido porque no te importo nada. No quieres entender mi vida. De lo único de lo que me ocupaba aquí era de Hanna. Y tú dices que es todo hipocresía. Ayer me dijiste que no quiero a mi hija, que finjo cariño por esa inglesa y que eso no es natural. ¡Me gustaría saber qué vida puede ser natural para mí en este lugar!

Por un instante recobró el juicio y se horrorizó de haber hecho lo contrario de lo que se había propuesto. Pero, aun sabiendo que se estaba labrando su propia ruina, no podía contenerse, no podía dejar de demostrarle lo injusto que era, no podía someterse a él.

–Yo nunca dije tal cosa. Me limité a comentar que no me gustaba ese cariño repentino.

–¿Por qué no dices la verdad, cuando siempre estás alardeando de ser tan sincero?

–Yo no miento nunca ni alardeo de nada —dijo Vronski en voz baja, intentando contener la ira que hervía en su interior—. Lamento mucho que no respetes...

–El respeto se ha inventado para ocultar el lugar vacío que debía ocupar el amor. Si ya no me quieres, lo mejor y más noble sería que me lo dijeras.

–¡Esto ya no hay quien lo aguante! —gritó Vronski, levantándose de la silla. Y, deteniéndose delante de ella, dijo lentamente—: ¿Por qué pones a prueba mi paciencia? —Por la cara que puso, parecía evidente que podría haber dicho muchas cosas más, pero se contuvo—. Te aseguro que tiene un límite.

–¿Qué quieres decir con eso? —gritó Anna, examinando con horror la manifiesta expresión de odio que se reflejaba en toda su cara, y de manera especial en los ojos amenazantes y crueles.

–Quiero decir... —empezó Vronski, pero se detuvo—. Lo que me gustaría saber es lo que pretendes de mí.

–¿Y qué voy a pretender? Únicamente que no me abandones, como piensas hacer —respondió Anna, comprendiendo lo que Vronski no se había atrevido a decir—. Pero no, la verdad es que eso ha pasado ahora a un segundo plano. Lo que deseo es que me ames, pero tú ya no me quieres. Por lo tanto, todo ha terminado.

Anna se dirigió a la puerta.

–¡Espera! ¡Es... pera! —exclamó Vronski, sin distender el tortuoso pliegue de las cejas, sujetándola por un brazo—. ¿A qué viene todo esto? Te he dicho que hay que aplazar la partida tres días y tú me has contestado que miento y que no soy de fiar.

–Sí, y repito que un hombre que me reprocha haberlo sacrificado todo por mí —dijo, recordando otro comentario de una discusión previa—, no es que no sea de fiar, es que no tiene corazón.

–¡No puedo más! ¡He llegado al límite de mi paciencia! —gritó y se apresuró a soltarle el brazo.

«Es evidente que me odia —pensó Anna, y salió de la habitación con pasos inseguros, sin pronunciar palabra ni volverse—. Y más seguro aún es que se ha enamorado de otra mujer —se dijo, entrando en su cuarto—. Quiero amor, pero él no me ama. Por lo tanto, todo ha terminado —repitió las mismas palabras que había dicho antes—. Hay que acabar con esto. Pero ¿cómo?», se preguntó, sentándose delante del espejo.

Le asaltaron diversos pensamientos: ¿adonde podría ir, a casa de la tía que la había educado, con Dolly o simplemente al extranjero, ella sola?; ¿qué estaría haciendo Vronski en su despacho?; ¿habría sido definitiva esa discusión o sería posible una reconciliación?; ¿qué dirían ahora de ella sus antiguas amistades petersburguesas?; ¿cómo interpretaría Alekséi Aleksándrovich lo sucedido? Se le pasaron por la cabeza muchas otras cosas sobre lo que sucedería después de la ruptura, pero no se entregó a ellas de todo corazón. Había en su alma una idea vaga que le interesaba, pero no acababa de formularla con claridad. Al pensar de nuevo en Alekséi Aleksándrovich, le vino a la memoria la época en que había estado tan enferma, después de dar a luz, y esa sensación que entonces no la abandonaba ni un instante: «¿Por qué no me habré muerto?». Recordó las palabras que había pronunciado en aquella ocasión y el sentimiento que las había suscitado. Y de pronto la idea que le había estado rondado cobró forma. Sí, eso lo resolvería todo: «¡Sí, morir!»...

«La muerte lo borraría todo: la deshonra y el oprobio de Alekséi Aleksándrovich y de Seriozha, y mi horrible vergüenza. Si muero, Vronski se arrepentirá, se apiadará, me amará y sufrirá por mí.» Seguía sentada en la silla, con una sonrisa de compasión por sí misma, quitándose y poniéndose los anillos de la mano izquierda, mientras se representaba con enorme vivacidad, desde distintos ángulos, los sentimientos que embargarían a Vronski después de su muerte.

Un rumor de pasos que se acercaban la distrajo. Era Vronski. Fingiendo que estaba poniendo los anillos en su sitio, ni siquiera le miró.

Vronski se acercó y, cogiéndole la mano, dijo en voz baja:

–Anna, vámonos pasado mañana, si quieres. Estoy de acuerdo con todo —Anna guardaba silencio—. ¿Qué pasa? —preguntó Vronski.

–Ya lo sabes —exclamó Anna, y en ese momento, incapaz de seguir dominándose, estalló en sollozos—. ¡Abandóname de una vez! ¡Déjame! —decía entre lágrimas—. Me marcharé mañana... Y no me detendré ahí. ¿Quién soy yo? Una mujer depravada. Una carga para ti. ¡No quiero atormentarte! ¡No quiero! Te dejo libre. ¡No me quieres! ¡Te has enamorado de otra!

Vronski le suplicó que se tranquilizara y le aseguró que sus celos no tenían el menor fundamento, que nunca había dejado ni dejaría de quererla, que la quería más que antes.

–Anna, ¿por qué te atormentas de ese modo y me atormentas a mí? —preguntó, besándole las manos.

En ese momento su rostro expresaba ternura, y a Anna le pareció que había lágrimas en su voz y que tenía las manos húmedas. Por un instante sus celos desesperados se transformaron en una ternura apasionada e incontrolable. Lo abrazó y le cubrió de besos la cabeza, el cuello, las manos.

 

XXV

Convencida de que la reconciliación era completa, a la mañana siguiente Anna se ocupó con gran animación de los preparativos del viaje. Aunque no habían decidido si se marcharían el lunes o el martes, pues la noche anterior los dos habían cedido en sus pretensiones, ella se afanaba con el equipaje. Ahora le daba exactamente lo mismo partir un día antes o después. Estaba en su habitación, metiendo algunas prendas de ropa en un baúl abierto, cuando Vronski, ya vestido, entró a verla más temprano que de costumbre.

–Me voy en seguida a ver a maman. Puede mandarme el dinero por medio de Yegórov. Así que, por mí, podemos marcharnos mañana.

A pesar de que Anna estaba de buen humor, la mención de la visita a casa de la madre la hirió.

–No, no me dará tiempo a prepararlo todo —dijo, y acto seguido pensó: «Así que se podían arreglar las cosas como yo quería»—. No, haremos lo que querías. Vete al comedor. Yo iré en seguida, en cuanto aparte estas cosas que no necesito —añadió, poniendo en el brazo de Ánnushka, cargada ya con una pila de ropa, alguna prenda más.

Vronski se estaba tomando un filete cuando Anna entró en el comedor.

–No puedes figurarte lo harta que estoy de estas habitaciones —dijo, sentándose a su lado, delante de una taza de café—. No puede haber nada más horrible que estas chambres garnies. 196No tienen expresión ni alma. Ese reloj, esas cortinas y, sobre todo, ese papel pintado son una pesadilla. Pienso en Vozdvízhenskoie como en una tierra prometida. ¿No vas a mandar todavía los caballos?

–No, llegarán después de nosotros. ¿Vas a ir a alguna parte?

–Quería ir a ver a la señora Wilson y llevarle unos vestidos. Entonces, ¿nos vamos mañana? —preguntó con voz alegre, pero la expresión de su rostro cambió de pronto.

El ayuda de cámara de Vronski vino a pedir el recibo de un telegrama de San Petersburgo. No tenía nada de particular que Vronski recibiera un telegrama, pero, como si quisiera ocultarle algo, dijo que el recibo estaba en su despacho y se dirigió apresuradamente a Anna.

–Mañana sin falta acabaré todo lo que tengo que hacer.

–¿De quién es el telegrama? —preguntó Anna, sin escucharle.

–De Stiva —respondió Vronski de mala gana.

–¿Y por qué no me lo has enseñado? ¿Qué secretos puede haber entre Stiva y yo?

Vronski llamó al ayuda de cámara y le pidió que trajera el telegrama.

–No he querido enseñártelo porque Stiva tiene la pasión de enviar telegramas. ¿Para qué telegrafiar cuando aún no se ha decidido nada?

–¿Es sobre el divorcio?

–Sí, pero lo único que dice es que no ha podido conseguir nada. Le ha prometido darle una respuesta definitiva en el plazo de unos días. Toma, léelo.

Anna cogió el telegrama con manos temblorosas y leyó lo que Vronski acababa de decirle. Pero al final Stepán Arkádevich había añadido: «Hay pocas esperanzas, pero haré lo imposible».

–Ayer te dije que me daba exactamente lo mismo cuándo obtuviera el divorcio y hasta la posibilidad de que me lo concedieran —dijo, ruborizándose—. Así que no había ninguna necesidad de que me lo ocultaras.

«De la misma manera puede ocultarme su correspondencia con otras mujeres. Sí, seguro que lo hace», pensó.

–Yashvín quería venir esta mañana con Vóitov —dijo Vronski—. Por lo visto, le ha ganado a Pestsov todo lo que tenía, e incluso más de lo que puede pagar: alrededor de sesenta mil rublos.

–¿Y por qué piensas que esa noticia me importa tanto que es preciso ocultármela? —dijo Anna con enfado, pues veía que Vronski había cambiado de tema porque se había percatado de su irritación—. Ya te he dicho que no quiero pensar en eso, y desearía que a ti te preocupara tan poco como a mí.

–Me preocupa porque me gusta la claridad —replicó él.

–No hay que buscar la claridad en las formas, sino en el amor —dijo Anna, cada vez más irritada, no tanto por las palabras en sí, como por la fría serenidad con que él las pronunciaba—. ¿Por qué es tan importante para ti el divorcio?

«Dios mío, ya estamos otra vez con el amor», pensó Vronski, con una mueca de disgusto.

–Lo sabes perfectamente: por ti y por los hijos que tengamos.

–No tendremos más.

–Pues es una pena.

–Es importante por los niños. Pero en mí no piensas —dijo, olvidando completamente, como si no lo hubiera oído, lo que Vronski acaba de decir: «Por ti y por los niños».

La cuestión de los hijos, sobre la que tenían posiciones encontradas desde hacía tiempo, la exasperaba. Para Anna, esa insistencia en tener más hijos sólo podía explicarse porque se había vuelto indiferente a su belleza.

–Ah, pero si acabo de decirte que también por ti. Sobre todo por ti —repitió Vronski, haciendo una mueca como de dolor—. Estoy seguro de que buena parte de tu irritación se debe a la incertidumbre de tu situación.

«Sí, por fin ha dejado de fingir y ha puesto de manifiesto el frío odio que siente por mí», pensó Anna, sin escuchar sus palabras, mirando con espanto al juez cruel e impasible que la miraba a través de sus ojos, haciéndole burla.

–La causa de mi irritación, como tú la llamas, no es ésa —dijo—. ¿Cómo va a irritarme estar por completo en tu poder? ¿Puede hablarse en ese caso de incertidumbre? Al contrario.

–Lamento mucho que no quieras entenderme —la interrumpió Vronski, deseando exponer de una vez por todas su punto de vista—. La incertidumbre se debe a que te figuras que yo soy libre.

–En cuanto a eso, puedes estar completamente tranquilo —dijo Anna y, dándole la espalda, se puso a beber su café.

Levantó la taza, separando el dedo meñique, y se la llevó a los labios. Después de tomar unos sorbos, se lo quedó mirando, y por la cara que ponía comprendió claramente que le repugnaban su mano, su gesto y el ruido que hacía con los labios.

–No me importa nada lo que piense tu madre ni los planes que ha hecho para casarte —dijo, dejando la taza en la mesa con mano temblorosa.

–No estamos hablando de eso ahora.

–Claro que sí. Y te aseguro que no me interesa nada una mujer sin corazón, ya sea vieja o joven, tu madre o una desconocida. No quiero saber nada de ella.

–Anna, te ruego que no hables de mi madre con esa falta de respeto.

–Una mujer que no adivina dónde están la felicidad y el honor de su hijo es que no tiene corazón.

–Te repito que no hables en ese tono de mi madre, por quien siento un profundo respeto —dijo Vronski, alzando la voz y mirándola con severidad.

Anna no respondió. Examinó con atención su rostro y sus manos, recordó con todo detalle la reconciliación de la víspera y las caricias apasionadas. «¡A cuántas mujeres habrá prodigado esas mismas caricias! Y lo que quiere ahora es seguir prodigándolas», pensaba.

–No quieres a tu madre. ¡No son más que palabras, palabras y palabras! —exclamó Anna, mirándole con odio.

–En tal caso habría que...

–Habría que decidirse, y yo ya lo he hecho —dijo Anna, e hizo ademán de marcharse, pero en ese momento entró en la habitación Yashvín. Anna lo saludó y se detuvo.

¿Por qué en un momento tan trascendental, cuando se veía abocada a una situación que podía tener consecuencias nefastas en su vida, y en su alma se había desatado semejante tempestad, le parecía necesario fingir delante de un extraño que tarde o temprano acabaría enterándose de todo? Ni ella misma lo sabía. Pero, en cualquier caso, dominando las pasiones que se habían desencadenado en su interior, se sentó y se puso a hablar con el recién llegado.

–Bueno, ¿cómo va su asunto? ¿Ha cobrado ya la deuda? —le preguntó a Yashvín.

–Va bien, pero parece que no cobraré toda la suma, y el miércoles tengo que marcharme. Y ustedes, ¿cuándo piensan partir? —preguntó Yashvín, mirando a Vronski con el ceño fruncido. Por lo visto, había adivinado que entre los dos había estallado una nueva disputa.

–Creo que pasado mañana —respondió Vronski.


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