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Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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«Ya veremos más tarde», se dijo Stepán Arkádevich y, levantándose, se puso la bata gris forrada de seda azul, hizo un nudo en el cordón, llenó de aire su poderosa caja torácica, se acercó a la ventana con esos andares resueltos de sus pies torcidos, que con tanta ligereza transportaban su recia figura, descorrió las cortinas y tiró con fuerza de la campanilla. No tardó en aparecer su viejo amigo, el ayuda de cámara Matvéi, trayéndole el traje, las botas y un telegrama. Le seguía el barbero con los útiles de afeitar.

–¿Han traído unos papeles de la oficina? —preguntó Stepán Arkádevich, cogiendo el telegrama y sentándose delante del espejo.

–Están en la mesa —respondió Matvéi, dirigiendo sobre su amo una mirada inquisitiva y afectuosa. Al cabo de un momento añadió con una sonrisita astuta—: Ha venido alguien de parte de los cocheros.

En lugar de responder, Stepán Arkádevich se quedó contemplando el reflejo de Matvéi en el espejo; de la mirada que intercambiaron se deducía que ambos se entendían a las mil maravillas. Era como si Stepán Arkádevich le estuviera preguntando: «¿Por qué me dices eso? ¿Es que no lo sabes?».

Matvéi metió las manos en los bolsillos de la chaqueta, adelantó un pie y miró en silencio a su amo, con expresión bondadosa y una sutil sonrisa en los labios.

–Les he dicho que vuelvan el domingo, que hasta entonces no le molesten a usted ni se molesten ellos en vano —dijo el criado, que por lo visto había preparado la frase de antemano.

Stepán Arkádevich comprendió que Matvéi había querido gastarle una broma y atraer su atención. Después de rasgar el telegrama, lo leyó, adivinó el sentido de las palabras, plagadas de errores, como de costumbre, y su rostro resplandeció.

–Matvéi, mañana llega mi hermana Anna Arkádevna —dijo, deteniendo por un instante la mano gordezuela y reluciente del barbero, que estaba abriendo un rosado camino entre las largas patillas rizadas.

–Gracias a Dios —dijo Matvéi, dando a entender con esa respuesta que era tan consciente como su amo de la importancia de esa novedad: Anna Arkádevna, la querida hermana de su señor, podía contribuir a reconciliar al matrimonio—. ¿Sola o con su marido? —preguntó.

Stepán Arkádevich no pudo pronunciar palabra, porque en ese momento el barbero estaba ocupado con su labio superior, y se limitó a levantar un dedo. El criado, reflejado en el espejo, asintió con la cabeza.

–Sola. ¿Mando preparar las habitaciones de arriba?

–Díselo a Daria Aleksándrovna y que ella decida.

–¿A Daria Aleksándrovna? —exclamó Matvéi con aire dubitativo.

–Sí. Llévale el telegrama y ven luego a comunicarme lo que ha dicho.

«Quiere hacer una prueba», pensó el ayuda de cámara, pero se contentó con añadir:

–A sus órdenes.

Stepán Arkádevich, ya lavado y peinado, se disponía a vestirse cuando Matvéi, con el telegrama en la mano, entró en la habitación y avanzó con pasos lentos por la mullida alfombra, acompañado del ligero crujido de sus botas. El barbero ya se había marchado.

–Daria Aleksándrovna me ha pedido que le informe de que se marcha. Y que el señor, es decir, usted, haga lo que le parezca —dijo, sonriendo sólo con los ojos, las manos metidas en los bolsillos, la cabeza ladeada, la mirada fija en el amo.

Stepán Arkádevich guardó silencio unos instantes. Luego una sonrisa bondadosa y algo triste asomó a su hermoso rostro.

–¿Y qué te parece a ti, Matvéi? —preguntó, moviendo la cabeza.

–No se preocupe, señor, todo se enderezará —respondió el criado.

–¿Se enderezará?

–Seguro.

–¿Tú crees? ¿Quién está ahí? —preguntó Stepán Arkádevich, que había oído el rumor de un vestido detrás de la puerta.

–Soy yo —contestó una voz de mujer, firme y agradable, y al punto apareció en el umbral el rostro severo y picado de viruelas de Matriona Filimónovna, la niñera.

–¿Qué pasa, Matriona? —preguntó Stepán Arkádevich, saliéndole al encuentro.

A pesar de que Stepán Arkádevich era totalmente culpable ante su mujer, y así lo reconocía él mismo, casi todo el mundo en la casa, incluyendo la niñera, el sostén principal de Daria Aleksándrovna, estaba de su parte.

–¿Qué pasa? —dijo con pesar.

–Vaya a verla, señor, y pídale perdón una vez más. Puede que Dios le ampare. Sufre tanto que da pena mirarla, y en la casa todo está manga por hombro. Hay que compadecerse de los niños, señor. Pídale usted perdón. ¡Qué le vamos a hacer! El que algo quiere...

–Pero no me dejará entrar...

–Vaya de todos modos. Dios es misericordioso. Pídaselo usted, señor, pídaselo.

–Bueno, vale, vete —dijo Stepán Arkádevich, sonrojándose de pronto—. Vamos, dame la ropa —añadió, dirigiéndose a Matvéi, y se quitó con resolución la bata.

Soplando sobre unas invisibles motas de polvo, Matvéi sostenía ya la camisa como si fuera una collera y con evidente satisfacción envolvió el cuidado cuerpo de su señor.

 

III

Una vez vestido, Stepán Arkádevich se perfumó con un vaporizador, se ajustó los puños de la camisa, metió en los bolsillos, con el mismo gesto de todas las mañanas, los cigarrillos, la cartera, las cerillas, el reloj de doble cadenita con dijes, sacudió el pañuelo y, sintiéndose limpio, perfumado, lleno de salud y en buena forma física, a pesar de su desdicha, se dirigió, con pasos algo saltarines, al salón, donde ya tenía preparado el café y le esperaban unas cartas y documentos de la oficina.

Stepán Arkádevich tomó asiento y se puso a leer las cartas. Una de ellas, escrita por un comerciante con el que había iniciado tratos para vender un bosque en la hacienda de su mujer, se le antojó muy desagradable. Era de todo punto necesario vender ese bosque. Pero en tanto no se reconciliara con su mujer, no se podía ni hablar del asunto. Lo más repugnante era que un problema de orden económico se hubiera mezclado con la inminente cuestión de la reconciliación. La idea de que en su comportamiento pudiera influir la consideración de esos intereses, de que la necesidad de concretar esa venta le llevara a hacer las paces con su mujer, le parecía ofensiva.

Una vez terminada la lectura del correo, Stepán Arkádevich echó mano de unos documentos oficiales, hojeó a toda prisa dos expedientes, hizo algunas observaciones con un lápiz grande y, dejándolos a un lado, se puso a desayunar; mientras tomaba el café desplegó el periódico de la mañana, todavía húmedo, y se puso a leerlo.

Stepán Arkádevich recibía un periódico liberal, no de tendencias extremas, sino acorde con la opinión de la mayoría. Y aunque, en realidad, no le interesaba la ciencia ni el arte ni la política, defendía con firmeza los puntos de vista que sobre esas cuestiones expresaban tanto la mayoría como su periódico, y sólo cambiaba de opinión cuando lo hacía la mayoría, o mejor dicho, no cambiaba él, sino que eran las mismas opiniones las que iban modificándose de manera imperceptible.

Él no elegía sus puntos de vista y opiniones, sino que unos y otras venían por sí mismos, de la misma manera que tampoco elegía la forma de su sombrero o el corte de su levita: llevaba lo que estaba de moda. Como pertenecía a una esfera social muy concreta y tenía cierta necesidad de esa clase de actividad intelectual que suele desarrollarse en la edad madura, las opiniones le resultaban tan indispensables como el sombrero. Y la única razón para preferir el liberalismo al conservadurismo, que apoyaban tantos representantes de su círculo, era que lo encontraba más razonable, pero por la única razón de que se adaptaba mejor a su género de vida. El partido liberal proclamaba que en Rusia todo iba mal, y de hecho Stepán Arkádevich tenía muchas deudas y muy pocos recursos. El partido liberal afirmaba que el matrimonio era una institución obsoleta que era necesario reformar, y de hecho la vida familiar le proporcionaba muy pocas alegrías, le obligaba a mentir y a disimular, algo que repugnaba a su naturaleza. El partido liberal aseguraba o, mejor dicho, daba a entender, que la religión no tenía otro fin que servir de freno a las capas más bárbaras de la población, y de hecho Stepán Arkádevich no podía aguantar el oficio más corto sin sentir dolor en las piernas ni podía comprender a qué venían esas palabras patéticas y enfáticas sobre el otro mundo, cuando se estaba tan bien en éste. A todo eso había que añadir que Stepán Arkádevich, muy aficionado a las bromas, se divertía a veces desconcertando a los hombres de bien diciendo que, si uno quería enorgullecerse de su linaje, no era sensato detenerse en Riurik 4y renunciar a nuestro primer ancestro, el mono. En suma, el liberalismo acabó convirtiéndose en un hábito: le gustaba su periódico como su cigarro después de la comida, por la ligera niebla que producía en su cabeza. Leyó el artículo de fondo, en el que se afirmaba que en nuestra época no había ninguna razón para considerar que el radicalismo amenazaba con engullir a todos los elementos conservadores y que era obligación del gobierno tomar medidas para acabar con la hidra de la revolución; al contrario, «según nuestra opinión, el peligro no estriba en la supuesta hidra de la revolución, sino en un tradicionalismo intransigente que impide el progreso», etcétera. Leyó también otro artículo sobre economía en el que se mencionaba a Bentham y Mill 5y se lanzaban pullas al Ministerio. Su peculiar agilidad mental le permitía captar el significado de cada una de esas pullas: quién la dirigía y contra quién, qué cuestión la había propiciado, y todo eso, como de costumbre, le proporcionó cierta satisfacción. Pero ese día el recuerdo de los consejos de Matriona Filimónovna y la sensación de desastre que imperaba en la casa le agriaron ese placer. Se enteró también de que, según los rumores, el conde Beust había partido para Weisbaden, de que las canas habían pasado a mejor vida, de que se vendía un carruaje ligero y de que un joven ofrecía sus servicios; pero ninguna de esas novedades le procuró esa satisfacción serena y un tanto irónica de antaño.

Después de concluir la lectura, ingerir una segunda taza de café y tomar un bollo con mantequilla, se puso en pie, se sacudió las migas que le habían caído en el chaleco, ensanchó su poderoso pecho y esbozó una jovial sonrisa, no porque un sentimiento especialmente alegre embargara su corazón, sino porque había hecho una buena digestión.

No obstante, esa jovial sonrisa le recordó al instante todo lo que había pasado y se quedó pensativo.

Se oyeron unas voces infantiles detrás de la puerta. Stepán Arkádevich no tardó en identificar a quién pertenecían: eran Grisha, el más pequeño de sus hijos, y Tania, 6su hija mayor. Estaban arrastrando un objeto que al final se les acabó volcando.

–Ya te dije que no se podía llevar pasajeros en el techo —gritó la muchacha en inglés—. ¡Vamos, cógelos!

«Todo está patas arriba —pensaba Stepán Arkádevich—. Los niños corren solos por la casa.» Fue hasta la puerta y los llamó. Los niños dejaron la caja que hacía las veces de tren y se acercaron corriendo.

La niña, que era la favorita de su padre, entró con decisión, le abrazó y, sonriendo, se colgó de su cuello y aspiró con agrado, como de costumbre, el conocido perfume que exhalaban sus patillas. Después de darle un beso en la cara, colorada por la postura inclinada y resplandeciente de ternura, apartó los brazos e hizo intención de salir corriendo, pero el padre la retuvo.

–¿Cómo está mamá? —preguntó, pasando la mano por el cuello suave y delicado de su hija—. Buenos días —añadió con una sonrisa, dirigiéndose al niño, que le había saludado.

Era consciente de que quería menos al niño y siempre trataba de mostrarse equitativo, pero Grisha, que sentía la diferencia, no respondió a la fría sonrisa de su padre.

–¿Mamá? Se ha levantado —respondió la niña.

Stepán Arkádevich suspiró. «Eso significa que ha vuelto a pasar la noche en blanco», pensó.

–¿Y qué? ¿Está contenta?

La niña sabía que sus padres habían discutido y que por tanto su madre no podía estar contenta; su padre tenía que saberlo, así que sin duda disimulaba cuando le preguntaba sobre el particular con esa ligereza. Y se ruborizó por su culpa. Él se dio cuenta en seguida de lo que pasaba y se ruborizó a su vez.

–No lo sé —dijo—. Nos ha dicho que hoy no demos clase y que vayamos dando un paseo a casa de la abuela, en compañía de Miss Hull.

–Bueno, Tania, bonita, vete —dijo, aunque seguía reteniéndola y acariciando su delicada manita.

Cogió una caja de bombones que había dejado la víspera sobre la chimenea y le dio dos, eligiendo sus favoritos, uno de chocolate y otro de crema.

–¿Este es para Grisha? —dijo la niña, señalando el de chocolate.

–Sí, sí.

Le acarició una vez más el hombro, le dio un beso en la nuca y dejó que se fuera.

–El coche está listo —dijo Matvéi—. Y ha venido a verle una mujer con una petición —añadió.

–¿Lleva mucho tiempo esperando? —preguntó Stepán Arkádevich.

–Una media hora.

–¿Cuántas veces te he dicho que me informes en seguida?

–Al menos debe usted tener tiempo de tomarse una taza de café —respondió Matvéi en un tono tan toscamente amistoso que habría sido imposible enfadarse con él.

–Bueno, hazla pasar sin más dilación —dijo Oblonski, frunciendo las cejas con enfado.

La solicitante, esposa del capitán ayudante Kalinin, pedía algo imposible y absurdo; pero Stepán Arkádevich, según su costumbre, le rogó que tomara asiento, la escuchó atentamente, sin interrumpirla, y le dio indicaciones detalladas de a quién tenía que dirigirse y cómo debía hacerlo; incluso le escribió con gesto enérgico y decidido, y letra clara, redonda, precisa y espaciada, una notita para el personaje que podía ayudarla. Después de despedir a la esposa del capitán ayudante, Stepán Arkádevich cogió su sombrero y se detuvo, pensando si no se le olvidaría alguna cosa. No, no había nada, excepto lo que quería olvidar: su mujer.

«¡Ah, sí!» Inclinó la cabeza y su hermoso rostro adoptó una expresión pesarosa. «¿Debo ir o no?», se preguntaba. Y una voz interior le decía que era mejor abstenerse de dar ese paso, que no cosecharía más que falsedad, que era imposible reparar y reconducir las relaciones con su mujer, porque para eso ella tendría que recuperar la belleza y el encanto de antaño o bien convertirse él en un viejo incapaz de amar. En ese momento no podía esperar nada más que falsedad y mentira. Y tanto la falsedad como la mentira le repugnaban por naturaleza.

«Pero en algún momento habrá que hacer algo; las cosas no pueden seguir así», se dijo, tratando de darse ánimos. Ensanchó el pecho, sacó un cigarrillo, lo encendió, dio un par de caladas, lo arrojó en un cenicero de nácar, atravesó el sombrío salón con pasos apresurados y abrió la puerta que conducía al dormitorio de su mujer.

 

IV

Daria Aleksándrovna, ataviada con una bata, el pelo, antaño abundante y hermoso, ahora ralo, recogido en la nuca, el rostro demacrado y enflaquecido, los ojos grandes, asustados y saltones por culpa de la delgadez, estaba delante de una cómoda, rodeada de objetos tirados por el suelo, y sacaba de un cajón abierto una prenda de ropa. Al oír los pasos de su marido, se detuvo, miró hacia la puerta y se esforzó en vano por adoptar una expresión severa y despectiva. Se daba cuenta de que tenía miedo de su marido y de la inminente entrevista. En esos momentos estaba intentando hacer algo que ya había intentado poner en práctica diez veces en el transcurso de los tres últimos días: coger sus cosas y las de los niños y marcharse a casa de su madre. Pero una vez más se sentía incapaz. También ahora, lo mismo que antes, se había dicho que las cosas no podían seguir así, que tenía que hacer algo, castigarlo, humillarlo, devolverle al menos una pequeña parte del dolor que le había causado. Seguía repitiéndose que lo abandonaría, pero en el fondo sabía que no lo haría, porque no podía dejar de amarlo y de considerarlo su marido. Además, era consciente de que si en su propia casa apenas era capaz de ocuparse de sus cinco hijos, aún sería peor en el lugar al que pensaba llevarlos. Y encima, a lo largo de esos tres días, el pequeño se había puesto enfermo después de tomar un caldo en malas condiciones; en cuanto a los demás, la noche anterior se habían ido a la cama casi sin cenar. Entendía, pues, que no podía marcharse, pero se engañaba y seguía cogiendo cosas, como si en verdad se dispusiera a abandonar la casa.

Al ver a su marido, metió las manos en un cajón de la cómoda, como si estuviera buscando algo, y no le miró hasta que estuvo justo a su lado. Pero su rostro, al que había querido comunicar una expresión severa y decidida, sólo delataba indecisión y sufrimiento.

–¡Dolly! —dijo él con voz sorda y cierta timidez. Encogió la cabeza entre los hombros y trató de adoptar un aire lastimoso y sumiso, pero seguía rebosando frescura y lozanía.

Dolly lo miró de arriba abajo por un instante y reparó en esa resplandeciente frescura y lozanía. «¡Sí, está feliz y satisfecho! —pensó—. En cambio yo... Y esa bondad afectada que tanto gusta a todo el mundo y tanto le alaban... Cuánto me repugna.» Apretó los labios y un músculo de la mejilla derecha se estremeció en su rostro pálido y agitado.

–¿Qué quiere? —preguntó en tono desabrido, con una voz gutural irreconocible.

–¡Dolly! —repitió él con voz temblorosa—. Anna llega hoy.

–¿Y a mí qué me importa? ¡No puedo recibirla! —gritó.

–Pero, Dolly, habrá que...

–¡Vete, vete, vete! —gritó sin mirarle, como si ese grito se debiera a un dolor físico.

Stepán Arkádevich había podido conservar la calma mientras pensaba en su mujer, había podido albergar la esperanza de que todo se enderezaría, como decía Matvéi, había podido leer su periódico y desayunar tranquilo, pero cuando vio ese rostro descompuesto, marcado por el sufrimiento, y oyó el tono de su voz, resignado, desesperado, se le cortó el aliento, se le hizo un nudo en la garganta y sus ojos se llenaron de lágrimas.

–¡Dios mío, qué he hecho! ¡Dolly! ¡Por el amor de Dios! Si... —pero no pudo continuar, ahogado por los sollozos.

Ella cerró de un golpe la cómoda y se lo quedó mirando.

–Dolly, ¿qué puedo decirte? Sólo una cosa: que me perdones... Recuerda todo lo que hemos pasado: ¿es que nueve años de vida no pueden redimir un momento... un momento...?

Ella bajó los ojos y se quedó aguardando sus palabras, como implorándole que la convenciera de alguna manera.

–Un momento... un momento de locura... —añadió, y quiso continuar, pero al oír esas palabras, Dolly volvió a apretar los labios, como sacudida por un dolor físico, y el músculo de la mejilla se estremeció de nuevo.

–¡Váyase, váyase de aquí! —gritó con mayor desesperación aún—. ¡Y no vuelva a hablarme de sus locuras y sus canalladas!

Hizo intención de salir, pero estuvo a punto de caer y se agarró al respaldo de una silla. El rostro de Stepán Arkádevich se dilató, sus labios se hincharon, sus ojos se llenaron de lágrimas.

–¡Dolly! —pronunció, sollozando—. Por el amor de Dios, piensa en los niños, que no tienen culpa de nada. El único culpable soy yo. Castígame, dime cómo puedo expiar mi culpa. Estoy dispuesto a todo. Soy culpable. No encuentro palabras para expresar lo culpable que soy. ¡Pero te pido que me perdones, Dolly!

Ella se sentó. Stepán Arkádevich escuchaba su respiración trabajosa y difícil y sentía una pena inefable por ella. Dolly trató de hablar varias veces, pero no pudo. Él esperaba.

–Sólo te acuerdas de los niños cuando tienes ganas de jugar con ellos, pero yo pienso en ellos en todo momento y sé que están perdidos sin remedio —acabó diciendo. Por lo visto era una de las frases que se había estado repitiendo a lo largo de esos tres días.

Le había tuteado, y él la miró agradecido e hizo ademán de cogerle la mano, pero ella la apartó con repugnancia.

–Pienso en los niños y haría cualquier cosa por salvarlos, pero no sé lo que les conviene: llevármelos o dejarlos con un padre depravado; sí, con un padre depravado... Dígame, ¿acaso podemos seguir viviendo juntos después de... lo que ha pasado? ¿Acaso es eso posible? Dígame, ¿acaso es eso posible? —repitió, levantando la voz—. Después de que mi marido, el padre de mis hijos, haya tenido un lío con la institutriz de los niños...

–Pero ¿qué se puede hacer?... ¿Qué? —preguntó él con voz lastimera, sin saber él mismo lo que decía y bajando cada vez más la cabeza.

–¡Me resulta usted asqueroso, repugnante! —gritó ella, cada vez más alterada—. ¡Sus lágrimas no son más que agua! Nunca me ha querido. ¡No tiene usted corazón ni dignidad! Es usted un hombre vil y repulsivo. Y se ha convertido en un extraño para mí. Sí, en un extraño —dijo, pronunciando con dolor y rabia la palabra extraño, que se le antojaba terrible.

Stepán Arkádevich se quedó mirándola, asustado y sorprendido de la ira que se reflejaba en su rostro. No comprendía que la lástima que sentía por ella la exasperaba. Se daba cuenta de que la compadecía, pero no veía ni huella de cariño.

«Sí, me odia. No me perdonará nunca», pensó.

–¡Esto es horrible! ¡Horrible! —exclamó.

En ese momento un niño se echó a llorar en la habitación contigua. Probablemente se había caído. Daria Aleksándrovna prestó atención y su rostro de pronto se dulcificó.

Tardó unos instantes en reaccionar, como si no supiera dónde estaba y qué debía hacer; luego se levantó bruscamente y se abalanzó sobre la puerta.

«Pero si quiere a mi hijo —pensó Stepán Arkádevich, advirtiendo el cambio que se había operado en el rostro de su mujer al oír el grito del niño—, ¿cómo puede odiarme a mí?»

–Dolly, sólo una palabra más —dijo, yendo tras ella.

–¡Si me sigue usted, llamaré a los criados y a los niños! ¡Que se enteren todos de que es usted un canalla! ¡Me marcho hoy mismo, así que ya puede ir trayendo aquí a vivir a su querida!

Y salió dando un portazo.

Stepán Arkádevich suspiró, se enjugó el rostro y salió silenciosamente de la habitación. «Matvéi asegura que todo se enderezará, pero ¿cómo? No veo ninguna salida. ¡Ah, qué horror! Y qué gritos tan vulgares —se decía, recordando los chillidos de su mujer y aquellas dos palabras: "canalla" y "querida"—. ¡Puede que lo hayan oído las criadas! Una ordinariez repugnante, repugnante.» Al cabo de unos segundos, Stepán Arkádevich se secó los ojos, suspiró, abombó el pecho y salió de la habitación.

Era viernes, y el relojero alemán daba cuerda al reloj del comedor. Stepán Arkádevich se acordó de que, sorprendido por la puntualidad de ese hombre calvo, un día había dicho en broma que a ese alemán «le habían dado cuerda para toda la vida para que él hiciera lo mismo con los relojes», y sonrió. Le gustaban los chistes ingeniosos. «¡Puede que todo acabe recomponiéndose! Bonita expresión esa de recomponerse —pensó—. Habrá que repetirla.»

–¡Matvéi! —gritó, y añadió cuando éste apareció—: Ocupaos Maria y tú de preparar la salita para Anna Arkádevna.

–A sus órdenes.

Stepán Arkádevich se puso la pelliza y salió a la escalinata.

–¿No va a comer en casa? —le preguntó Matvéi, siguiendo sus pasos.

–Ya veremos. Toma, para los gastos —dijo, sacando diez rublos de su cartera—. ¿Será suficiente?

–Suficiente o no, habrá que apañarse con eso —respondió el criado, cerrando la portezuela del coche y ganando de nuevo la escalinata.

Entre tanto Daria Aleksándrovna había consolado al niño; enterada por el ruido del carruaje de que su marido se había marchado, volvió a su habitación, el único refugio que tenía para escapar de las tareas domésticas, que la asediaban en cuanto salía de allí. Incluso ahora, en el poco tiempo que había pasado en la habitación de los niños, la institutriz inglesa y Matriona Filimónovna se las habían ingeniado para hacerle varias preguntas que no admitían dilación y a las que sólo ella podía dar respuesta: ¿qué ropa había que ponerles a los niños para el paseo? ¿Tenían que darles leche? ¿No sería mejor ponerse a buscar otro cocinero?

–¡Ah, déjenme en paz, déjenme! —les había dicho. Una vez en el dormitorio, se sentó en el mismo lugar que había ocupado mientras hablaba con su marido, se retorció las manos descarnadas, con los anillos deslizándose en los dedos huesudos, y se puso a recordar la conversación que habían tenido. «¡Se ha marchado! Pero ¿habrá roto con ella? —pensaba– ¿No la seguirá viendo? ¿Por qué no se lo he preguntado? No, no hay manera de que nos reconciliemos. Aunque vivamos en la misma casa, seguiremos siendo extraños. ¡Extraños para siempre! —repitió, pronunciando con especial énfasis esa palabra tan terrible para ella—. ¡Y cómo lo quería, Dios mío, cómo lo quería!... ¡Cómo lo quería! ¿Y acaso no lo quiero ahora? ¿No lo quiero incluso más que antes? Lo más espantoso es que...», empezó, pero dejó la frase a medias, porque Matriona Filimónovna asomó la cabeza por la puerta.

–Al menos deje que llame a mi hermano —dijo—. Puede preparar el almuerzo. De otro modo, los niños se quedarán sin comer hasta las seis, como pasó ayer.

–Bueno, está bien. Ahora mismo iré a dar las órdenes oportunas. ¿Se ha ocupado de que alguien vaya a buscar leche fresca?

Y Daria Aleksándrovna, enfrascada en sus quehaceres cotidianos, se olvidó de su pena por un momento.

 

V

Gracias a sus excelentes dotes, Stepán Arkádevich había aprendido mucho en la escuela, pero, como era perezoso y travieso, acabó entre los últimos de su clase. No obstante, a pesar de su vida disoluta, su rango mediocre y sus pocos años, ocupaba un puesto importante y bien remunerado, nada menos que director de un departamento estatal de Moscú. Había obtenido ese nombramiento gracias a la intervención del marido de Anna, Alekséi Aleksándrovich Karenin, personaje destacadísimo en el Ministerio del que dependía el departamento en cuestión. Pero, aun en el caso de que Karenin no le hubiera encontrado esa colocación, Stiva Oblonski habría conseguido ese mismo empleo u otro similar por medio de los centenares de personas a los que podía recurrir —hermanos, hermanas, deudos, primos, tíos, tías—, con un sueldo de unos seis mil rublos al año, cantidad que necesitaba, pues sus asuntos iban de mal en peor, a pesar de la considerable fortuna de su mujer.

La mitad de los habitantes de Moscú y de San Petersburgo eran parientes o amigos de Stepán Arkádevich. Había nacido en medio de ese círculo de personas que han detentado y detentan el poder en el mundo. Una tercera parte de los personajes influyentes, hombres de edad, eran amigos de su padre y lo conocían desde la cuna; otra tercera parte lo tuteaba, y la parte restante estaba compuesta por conocidos suyos. En resumidas cuentas, los dispensadores de bienes terrenales en forma de empleos, arrendamientos, concesiones y demás eran amigos suyos y, por tanto, no podían desentenderse de él. Por tanto, no le costó muchos desvelos obtener un puesto ventajoso. Lo único que se le pedía es que no se mostrara desabrido, ni envidioso, ni iracundo, ni susceptible, defectos, en cualquier caso, ajenos a su bondad natural. Le habría parecido ridículo que no le hubieran concedido el puesto y el salario que necesitaba, tanto más cuanto que no estaba pidiendo nada extraordinario. Sólo quería lo que habían logrado otras personas de su edad, pues podía cumplir con su cometido igual que cualquier otro.

A Stepán Arkádevich le quería todo el mundo, no sólo por su carácter amable y su honradez intachable, sino también por su apostura y lozanía, sus ojos brillantes, sus cejas y cabellos negros, su tez blanca y mejillas sonrosadas; en suma, su aspecto causaba una impresión favorable y luminosa en las personas que lo conocían. «¡Ah! ¡Stiva! ¡Oblonski! ¡Ahí esta!», exclamaba casi siempre, con una alegre sonrisa, cualquiera que lo reconociese.

Y, aunque alguna vez la entrevista no dejaba un buen sabor de boca, su interlocutor lo acogía con igual alegría cuando volvía a verlo al día siguiente o al otro.

Después de desempeñar durante tres años su cargo directivo en ese departamento estatal de Moscú, Stepán Arkádevich se había granjeado no sólo el cariño de sus compañeros, tanto subordinados como superiores y demás personas que trataban con él, sino también su respeto. Las principales cualidades que le habían valido esa estima general en su lugar de trabajo eran, ante todo, una extremada indulgencia por sus semejantes, basada en la conciencia de sus propios defectos; en segundo lugar, un liberalismo sin tacha, no ese del que se hablaba en los periódicos, sino ese otro que se lleva en la sangre y que se manifiesta en el trato idéntico e igualitario a cualquier persona, independientemente de su posición y su cargo; y, por último, lo más importante: una indiferencia total por los asuntos de los que se ocupaba, algo que le permitía no entusiasmarse nunca y, en consecuencia, no cometer errores.

Al llegar a su lugar de trabajo, Stepán Arkádevich, acompañado por el respetuoso conserje, entró en su pequeño despacho con la cartera en la mano, se puso el uniforme y a continuación pasó a la sala principal. Los empleados y escribientes se pusieron en pie y le saludaron con respeto y alegría. Stepán Arkádevich se dirigió a su puesto con su premura habitual y se sentó, no sin antes haber estrechado la mano de sus colegas. Intercambió algunas bromas y comentarios, los que exigían las conveniencias, ni uno más, y se puso a trabajar. Nadie como él para encontrar el grado de libertad, sencillez y rigor administrativo necesario para crear un buen ambiente en el lugar de trabajo. Haciendo gala de ese aire jovial y respetuoso común a todos los que trataban con él, el secretario se acercó a Stepán Arkádevich con unos documentos en la mano y le dirigió la palabra en ese tono familiar y liberal que el propio Oblonski había introducido.

–Por fin han llegado los informes requeridos al consejo provincial de Penza. Aquí están. ¿No querrá usted...?

–¿Así que han llegado de una vez? —preguntó Stepán Arkádevich, poniendo un dedo sobre el papel—. Bueno, señores...

Y dio comienzo la sesión.

«Si supieran qué aspecto de niño culpable tenía hace media hora su presidente», pensaba, inclinando la cabeza con aire de importancia, mientras escuchaba el informe, y sus ojos sonrieron.

La sesión no debía interrumpirse hasta las dos, hora en que se hacía un receso para comer.

Pero aún no habían dado las dos cuando de pronto la gran puerta acristalada de la sala se abrió y entró alguien. Todos los miembros del Consejo, tanto los que se encontraban debajo del retrato del emperador como detrás del zertsalo, 7se volvieron hacia la puerta, muy contentos de tener un motivo de diversión, pero el ujier que custodiaba la entrada expulsó en el acto al intruso y cerró la puerta acristalada tras él.


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