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Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

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Автор книги: Leon Tolstoi



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–No, pero he prometido a mi belle soeurque la recogería allí —replicó Levin.

Se produjo un silencio. La madre y una de las hijas intercambiaron una mirada.

«Bueno, creo que ahora es el momento de irse», pensó Levin, poniéndose en pie.

Las señoras le estrecharon la mano y le rogaron que transmitiera a su mujer mille choses 170de su parte.

Mientras le sujetaba la pelliza, el portero le preguntó:

–¿Dónde se aloja el señor?

Y a continuación anotó la dirección en una libreta grande y bien encuadernada.

«Ni que decir tiene que todo esto me da igual, pero en cualquier caso es embarazoso y terriblemente estúpido», pensó Levin, consolándose con la idea de que todo el mundo hacía lo mismo. Y se dirigió a la reunión pública del Comité, donde tenía que recoger a su cuñada para volver juntos a casa.

En la reunión pública del Comité había mucha gente y casi toda la buena sociedad. Levin llegó a tiempo para oír el informe que, según decía todo el mundo, era muy interesante. Cuando terminó la lectura, se formaron diversos grupos. Levin se encontró con Sviazhski, que insistió en que acudiera esa misma tarde a una reunión de la Sociedad Agrícola en la que iba a leerse un documento muy importante, con Stepán Arkádevich, que acababa de llegar de las carreras, y con muchos otros conocidos. Levin expuso y escuchó diversos juicios sobre la reunión, sobre una comedia nueva y sobre un proceso. Al hablar de esa última cuestión, la fatiga mental que empezaba a experimentar le hizo cometer un error que luego lamentó más de una vez. Después de referirse a la condena que iba a imponerse a un extranjero que había sido juzgado en Rusia y de expresar el parecer de que sería injusto castigarlo con la expulsión del país, repitió una frase que había oído la víspera mientras charlaba con un conocido.

–Creo que expulsarlo sería como castigar a un lucio arrojándolo al agua —dijo Levin. Sólo más tarde se dio cuenta de que esa idea, que había soltado como si fuera suya, procedía de una fábula de Krilov 171, y que el conocido al que se la había oído la había leído en un artículo de periódico.

Después de llevar a Natalia a su casa, donde encontró a Kitty feliz y contenta, se dirigió al casino.

 

VII

Levin llegó justo a tiempo, pues en ese mismo momento entraban diversos socios e invitados. Hacía mucho tiempo que no ponía el pie en el casino, desde la época en que concluyó sus estudios universitarios, cuando vivía en Moscú y frecuentaba la alta sociedad. Guardaba un recuerdo bastante preciso del edificio y de los detalles externos de la decoración, pero se había olvidado por completo de la impresión que le causaba en aquellos tiempos. No obstante, en cuanto entró en el espacioso patio semicircular, se apeó del coche y se internó en el vestíbulo, donde un conserje con una banda al pecho salió a recibirle, le abrió la puerta sin hacer ruido y le saludó; en cuanto vio en la portería los chanclos y las pellizas de los socios, que habían comprendido que les costaba menos trabajo quitárselos abajo que subir con ellos; en cuanto oyó el misterioso tañido que anunciaba su llegada y contempló la estatua en el rellano, mientras subía por la alfombrada escalera de peldaños bajos, y vislumbraba en la puerta de arriba a un tercer portero que le resultaba familiar, ya mayor y con la librea del casino, que le abrió la puerta sin prisas pero sin excesiva demora, mientras lo examinaba, se sintió imbuido del viejo ambiente del casino, un ambiente de reposo, bienestar y decoro.

–Su sombrero, por favor —le dijo el portero. Levin, había olvidado la norma del casino de dejar el sombrero en la portería—. Hace tiempo que no le veíamos por aquí. El príncipe lo inscribió a usted ayer. Stepán Arkádevich no ha llegado todavía.

El portero no sólo conocía a Levin, sino que estaba al tanto de quiénes eran sus conocidos y familiares, y en un momento mencionó a todos sus allegados.

Después de atravesar la primera sala, en la que había unos biombos, y la habitación de la derecha, donde se vendía fruta, Levin, adelantando a un anciano que andaba muy despacio, entró en el ruidoso comedor, atestado de gente.

Pasó a lo largo de las mesas, casi todas ocupadas, mirando a los presentes. Había gente de lo más diversa, viejos y jóvenes, algunos amigos suyos y otros a los que apenas conocía. No vio un solo semblante ceñudo o atribulado. Era como si hubieran dejado en la portería, junto con el sombrero, todas sus inquietudes y preocupaciones, como si se hubieran reunido para disfrutar sin prisas de los bienes materiales de la vida. Allí estaban Sviazhski, Scherbatski, Nevedovski, el viejo príncipe, Vronski y Serguéi Ivánovich.

–¡Ah! ¿Por qué llegas tan tarde? —preguntó el príncipe, sonriendo, al tiempo que le tendía la mano por encima del hombro—. ¿Qué tal está Kitty? —añadió, arreglándose la servilleta, que había remetido en el ojal del chaleco.

–Muy bien. Están comiendo en casa las tres juntas.

–¡Ah, Alinas y Nadinas! Bueno, aquí no tenemos sitio. Vete corriendo a esa mesa, queda una silla libre —dijo el viejo príncipe y, volviéndose, cogió con cuidado el plato de sopa de pescado que le ofrecía un camarero.

–¡Levin, aquí! —gritó a cierta distancia una voz bonachona. Era Turovtsin. Estaba sentado en compañía de un militar joven y a su lado había dos sillas reservadas. Levin se acercó de buena gana. Siempre le había caído simpático ese joven bondadoso y juerguista, entre otras cosas porque le recordaba la velada en que había pedido la mano de Kitty. Y ahora, después de esas conversaciones que requerían tanto esfuerzo intelectual, el aspecto campechano de Turovtsin se le antojó especialmente agradable—. Son para usted y para Oblonski. Llegará en seguida.

El militar de ojos alegres y risueños, sentado muy erguido en la silla, era Gaguin. Turovtsin se lo presentó.

–Oblonski siempre llega tarde.

–Ahí está.

–¿Acabas de llegar? —preguntó Oblonski, acercándose rápidamente a ellos—. ¿Qué tal? ¿Has tomado vodka? Pues entonces ven conmigo.

Levin se levantó y fue con él a la mesa grande, donde había diversas botellas de vodka y entremeses de toda clase. Se diría que entre las dos decenas de entremeses distintos no sería difícil encontrar algo de su gusto, pero Stepán Arkádevich pidió algo especial, que un criado de librea le trajo en seguida. Los dos amigos tomaron una copa y volvieron a la mesa.

Mientras aún estaban tomando la sopa de pescado, Gaguin pidió una botella de champán y ordenó al camarero que llenara las cuatro copas. Levin no lo rechazó y hasta encargó otra botella. Estaba hambriento, así que comió y bebió con gran placer, y con más placer aún participó en las alegres y sencillas conversaciones de sus compañeros de mesa. Gaguin, bajando la voz, contó la última anécdota de San Petersburgo, bastante indecente y estúpida, pero tan divertida que Levin estalló en estruendosas carcajadas, atrayendo la atención de los comensales de las mesas cercanas.

–Se parece a esa otra anécdota que termina así: «¡Eso es precisamente lo que no puedo soportar!». ¿La conoces? —preguntó Stepán Arkádevich—. ¡Ah, qué maravilla! Tráenos otra botella —ordenó al camarero y se puso a contar la anécdota en cuestión.

–De parte de Piotr Ilich Vinovski —le interrumpió un viejo criado, mientras depositaba delante de Levin y Oblonski dos finas copas de champán aún espumeante. Stepán Arkádevich cogió la copa y, después de intercambiar una mirada con un hombre calvo, de bigote rojizo, sentado en el otro extremo de la mesa, le saludó con la cabeza y le sonrió.

–¿Quién es? —preguntó Levin.

–Coincidiste con él una vez en mi casa, ¿no te acuerdas? Es un buen muchacho.

Levin hizo lo mismo que Stepán Arkádevich y cogió la copa.

La anécdota que contó Oblonski era también muy divertida. Levin refirió otra que también gustó mucho. Luego se pusieron a hablar de caballos, de las carreras que se iban a celebrar ese día y de la superioridad con que Atlasni, propiedad de Vronski, había ganado el primer premio. Levin ni siquiera reparaba en cómo pasaba el tiempo.

–¡Ah! ¡Ahí están! —dijo Stepán Arkádevich al final de la comida, inclinándose por encima del respaldo de la silla y tendiéndole la mano a Vronski, que venía acompañado de un coronel de la guardia muy alto. En el rostro de Vronski se reflejaba también esa alegre disposición de ánimo propia del casino. Se apoyó jovialmente en el hombro de Stepán Arkádevich y le dijo unas palabras al oído, mientras tendía la mano a Levin con la misma sonrisa.

–Me alegro mucho de verlo —dijo—. Lo estuve buscando después de las elecciones, pero me dijeron que ya se había marchado.

–Sí, me fui ese mismo día. Estábamos hablando de su caballo. Le felicito —dijo Levin—. Vaya manera de correr.

–¿También usted cría caballos?

–No, pero entiendo un poco, porque mi padre tenía varios.

–¿Dónde has comido? —le preguntó Stepán Arkádevich.

–En la segunda mesa, la que está detrás de las columnas.

–Le han felicitado —dijo el coronel alto—. Ha ganado el segundo premio imperial. ¡Ojalá tuviera yo con las cartas la misma suerte que tiene él con los caballos! Pero ¿para qué perder mi precioso tiempo? Será mejor que me vaya a la sala infernal 172—dijo el coronel, apartándose de la mesa.

–Es Yashvín —explicó Vronski a Turovtsin, sentándose en una silla que había quedado libre.

Después de vaciar la copa que le ofrecieron, pidió una botella. Ya fuera por la influencia del ambiente del casino o por el vino que había bebido, el caso es que Levin estuvo hablando con Vronski de las mejores razas de ganado y se alegró mucho de no sentir la menor hostilidad hacia ese hombre. Hasta le dijo, entre otras cosas, que su mujer le había mencionado su encuentro en casa de la princesa Maria Borísovna.

–¡Ah, la princesa Maria Borísovna es una encanto! —exclamó Stepán Arkádevich ycontó una anécdota sobre ella que hizo reír a todos. Vronski, en particular, se rio de tan buena gana que Levin se sintió completamente reconciliado con él—. Bueno, ¿hemos terminado ya? —añadió, poniéndose en pie y sonriendo—. ¡Vámonos!

 

VIII

Levin se levantó de la mesa, cruzó en compañía de Gaguin varias habitaciones de techo alto y, con la sensación de que movía con especial ligereza y regularidad los brazos mientras andaba, se dirigió a la sala de billar.

Allí se topó con su suegro.

–Entonces, ¿te gusta nuestro templo de la ociosidad? —le preguntó el viejo príncipe, cogiéndole del brazo—. Vamos a dar una vuelta.

–La verdad es que me apetecía echar un vistazo. Es un lugar muy interesante.

–Sí, entiendo que lo encuentres interesante. Pero mis intereses son distintos de los tuyos. Contemplas a estos ancianos —dijo, señalando a un socio cargado de espaldas y con el labio inferior prominente, que venía a su encuentro levantando apenas los pies, calzados en botas flexibles– y piensas que han nacido con esa pinta de gelatinosos. 173

–¿Cómo de gelatinosos?

–Ya veo que ni siquiera conoces esa palabra. Es un término que empleamos en el casino. Ya sabes, cuando se echa a rodar un huevo y rueda demasiado, al final acaba adquiriendo un aspecto gelatinoso. Así nos pasa a nosotros: de tanto venir al casino nos acabamos convirtiendo en unos gelatinosos. Ríete si quieres, pero las personas como yo empezamos a pensar en cuándo nos convertiremos en un gelatinoso. ¿Conoces al príncipe Chechenski? —preguntó, y Levin adivinó por su expresión que se disponía a contarle algo divertido.

–No, no lo conozco.

–¿Cómo es posible? Me refiero al famoso príncipe Chechenski. Bueno, da igual. El caso es que siempre está jugando al billar. Hace tres años no se había convertido todavía en una gelatina y se las daba de valiente. Hasta llamaba gelatinosos a los demás. Pero un día se presentó en el casino y nuestro portero... ¿Conoces a Vasili? Es ese gordo de ahí. Un bromista empedernido. Pues el príncipe Chechenski le preguntó: «¿Y qué, Vasili? ¿Quién ha venido? ¿Ha llegado ya algún gelatinoso?». Y el portero le respondió: «Es usted el tercero». ¡Como te lo cuento, amigo mío!

Hablando y saludando a los conocidos con los que se encontraban, el príncipe y Levin atravesaron todas las salas: la grande, donde ya se habían dispuesto las mesas de juego y los habituales apostaban pequeñas sumas; la sala de los sofás, lugar de encuentro de los jugadores de ajedrez, donde Serguéi Ivánovich estaba charlando con alguien; la sala de billar, en uno de cuyos rincones, cerca de un sofá, un alegre grupo de jóvenes, entre los que se encontraba Gaguin, bebían champán; hasta echaron un vistazo a la sala infernal, donde, alrededor de una mesa, a la que se había sentado ya Yashvín, numerosos jugadores hacían sus apuestas. Tratando de no hacer ruido, entraron en la oscura sala de lectura, donde, bajo lámparas con pantalla, un joven con cara de enfado hojeaba una revista tras otra y un general calvo estaba sumido en la lectura. Entraron también en una habitación a la que el príncipe llamó «de los sabios». En ella tres señores discutían acaloradamente sobre los últimos acontecimientos políticos.

–Príncipe, haga el favor de venir, ya está todo listo —dijo uno de sus compañeros de juego, que había ido a buscarlo.

Levin se sentó y se quedó escuchando. Pero, al recordar todas las conversaciones que había oído esa mañana, le embargó un mortal aburrimiento. Se levantó a toda prisa y fue en busca de Oblonski y Turovtsin, con quienes se sentía alegre.

Turovtsin estaba sentado en un sofá alto de la sala de billar con una copa en la mano. Stepán Arkádevich y Vronski hablaban en un rincón de la habitación, cerca de la puerta del fondo.

–No es que se aburra, pero esa situación indefinida e incierta... —oyó Levin, y quiso apartarse, pero Stepán Arkádevich lo llamó.

–¡Levin! —gritó, y éste se dio cuenta de que su amigo tenía los ojos húmedos, como siempre cuando bebía o se emocionaba. En esta ocasión era efecto de ambas cosas—. Levin, no te vayas —dijo, y le apretó con fuerza el brazo a la altura del codo, con la intención evidente de no soltarlo por nada del mundo—. Este es mi amigo más sincero y probablemente el mejor —le dijo a Vronski—. Y tú eres también para mí una persona muy querida y cercana. Estoy convencido de que seréis buenos amigos porque sois dos muchachos excelentes.

–Bueno, ya no nos queda más remedio que besarnos —dijo Vronski en tono de broma, tendiéndole la mano a Levin con expresión bonachona.

Levin se apresuró a estrechársela.

–Me alegro mucho, mucho —dijo.

–Camarero, una botella de champán —exclamó Stepán Arkádevich.

–Yo también me alegro mucho —dijo Vronski.

Pero, a pesar de los deseos de Stepán Arkádevich, a los que ninguno de los dos era ajeno, no tenían nada que decirse, y ambos se daban cuenta.

–¿Sabes que Levin no conoce a Anna? —preguntó Stepán Arkádevich a Vronski—. Quiero llevarlo sin falta a que la vea. ¡Vamos, Levin!

–¿De veras? —replicó Vronski—. Anna se alegrará mucho. Le acompañaría de buena gana —añadió—, pero me preocupa Yashvín y prefiero quedarme hasta que termine de jugar.

–¿No le van bien las cosas?

–No hace más que perder, y yo soy el único que puede pararle.

–¿Y qué le parece si echamos una partidita de billar? Levin, ¿te apetece jugar? ¡Estupendo! —dijo Stepán Arkádevich—. Coloca las bolas —ordenó al marcador.

–Están dispuestas desde hace tiempo —respondió éste, que ya había colocado las bolas en el triángulo y se entretenía lanzando la roja sobre el tapete.

–Bueno, empecemos.

Una vez terminada la partida, Vronski y Levin se sentaron a la mesa en que jugaba Gaguin, y Levin, siguiendo las indicaciones de Oblonski, se puso a apostar a los ases. Vronski tan pronto se sentaba a la mesa, rodeado de conocidos que no paraban de acercarse, como se dirigía a la sala infernal para comprobar cómo le iban las cosas a Yashvín. Después de la fatiga mental de la mañana, Levin se sentía agradablemente descansado. Le alegraba que hubieran cesado las hostilidades con Vronski y le embargaba una sensación de tranquilidad, bienestar y satisfacción.

Cuando acabó la partida, Stepán Arkádevich cogió a Levin del brazo.

–Bueno, entonces, ¿vamos a ver a Anna? ¿Ahora mismo? Está en casa. Hace tiempo que le prometí llevarte. ¿Qué tenías pensado hacer esta tarde?

–Nada especial. Le prometí a Sviazhski acudir a una reunión de la Sociedad Agrícola. Bueno, de acuerdo, te acompaño —dijo Levin.

–¡Estupendo! ¡Vamos! Vete a ver si ha llegado ya mi coche —dijo Stepán Arkádevich, dirigiéndose a un criado.

Levin se acercó a la mesa, pagó los cuarenta rublos que había apostado a los ases, abonó la cuenta del casino al viejo criado apoyado en el marco de la puerta, que de algún modo misterioso se había enterado de su importe y, agitando mucho los brazos, cruzó todas las salas en dirección a la salida.

 

IX

—¡El coche de Oblonski! —gritó el portero con su bronca voz de bajo.

El coche llegó a la entrada y los dos amigos se montaron.

Sólo al principio, mientras el carruaje atravesaba las puertas del casino, Levin siguió experimentando esa sensación de serenidad, satisfacción e irreprochable bienestar propia del casino. En cuanto enfilaron la calle y sintió el traqueteo del vehículo en el empedrado irregular, oyó los gritos iracundos de un cochero que venía en sentido contrario y vio a la mortecina luminosidad el cartel rojo de una taberna y de una tienducha, esa sensación se desvaneció. Se puso entonces a pensar en la decisión que había tomado y se preguntó si estaba haciendo bien yendo a casa de Anna. ¿Qué diría Kitty? Pero Stepán Arkádevich no le permitió perderse en cavilaciones y, como si hubiera adivinado las dudas que le acuciaban, trató de disiparlas.

–Cuánto me alegro de que la conozcas —dijo—. Como bien sabes, hacía mucho tiempo que Dolly lo deseaba. Lvov ha ido a verla y la visita de vez en cuando. Aunque es mi hermana —prosiguió—, me atrevo a decir que es una mujer excepcional. Ya lo verás. Pero su situación es muy penosa, sobre todo ahora.

–¿Por qué sobre todo ahora?

–Estamos tramitando el divorcio con su marido. En principio está de acuerdo. Pero han surgido dificultades relacionadas con el hijo. Y una cuestión que tendría que haberse arreglado hace mucho tiempo lleva alargándose ya tres meses. En cuanto consiga el divorcio, se casará con Vronski. Qué estúpida es esa antigua costumbre de dar vueltas cantando: «¡Regocíjate, Isaías!», 174en la que nadie cree y que tanto condiciona la felicidad de la gente —añadió Stepán Arkádevich—. Entonces su situación será tan definida como la tuya o la mía.

–¿Y en qué consisten esas dificultades? —preguntó Levin.

–¡Ah, es una historia larga y aburrida! ¡Todas estas cosas están tan poco claras en nuestro país! El caso es que Anna, mientras espera el divorcio, lleva viviendo tres meses en Moscú, donde todo el mundo los conoce. Pero no va a ninguna parte y no ve a ninguna mujer, excepto a Dolly, porque, como podrás comprender, no le gusta que la visiten por caridad. Hasta esa estúpida princesa Varvara ha dejado de ir, porque lo consideraba inconveniente. En suma, cualquier otra mujer habría sido incapaz de soportar esa situación. En cambio, ya verás qué bien ha organizado ella su vida, qué serena y digna se muestra. ¡A la izquierda, por el callejón, enfrente de la iglesia! —gritó Stepán Arkádevich, asomándose a la ventanilla– ¡Uf, qué calor! —dijo, abriéndose aún más la pelliza desabotonada, a pesar de que sólo estaban a doce grados.

–Pero deme una niña, así que supongo que estará bastante ocupada —dijo Levin.

–Por lo visto, te figuras que cualquier mujer no es más que una hembra, une couveuse 175—replicó Stepán Arkádevich—. Si está ocupada, tiene que ser con los hijos. No, supongo que la cría de la mejor manera, pero no suele hablar de ella. Su principal ocupación es la escritura. Ya veo que sonríes irónicamente, pero no deberías hacerlo. Está escribiendo un libro para niños, aunque nadie lo sabe. Pero a mí me lo ha leído, y he llevado el manuscrito a Vorkúiev... Ya sabes, el editor... Creo que también es escritor. Conoce el oficio y dice que es una obra notable. Pero no vayas a pensar que es una mujer escritora. Nada de eso. Ante todo es una mujer de gran corazón, ya lo verás. Ahora tiene con ella a una muchacha inglesa y se ocupa de una familia entera.

–Entonces, ¿se dedica de alguna manera a la filantropía?

–Todo lo ves por el lado malo. No se trata de filantropía, sino de grandeza de alma. Habían contratado (bueno, fue Vronski quien lo contrató) a un entrenador inglés que conocía su oficio al dedillo, pero que bebía como una cuba. Tanto bebía que llegó a un estado de delírium trémens y acabó abandonando a su familia. Anna los visitaba, los ayudaba, se interesaba por ellos, y ahora toda la familia depende de ella. Y no se limita a entregarles dinero con aire de suficiencia, sino que ella misma les da clases de ruso y los prepara para el instituto. En cuanto a la niña, se la ha llevado a vivir con ella. Ya la verás.

El coche entró en un patio, y Stepán Arkádevich llamó con fuerza a la campanilla de la entrada, donde había un trineo.

Sin preguntar al criado que abrió la puerta si había alguien en casa, Stepán Arkádevich entró en el vestíbulo. Levin le siguió, cada vez más inseguro de si había obrado bien.

Al contemplarse en un espejo, Levin se dio cuenta de que estaba muy colorado. Pero, seguro de no haberse emborrachado, subió por la escalera alfombrada en pos de su amigo. Al llegar al piso de arriba, Stepán Arkádevich le preguntó al criado, que le saludó como a un miembro de la familia, quién estaba con Anna Arkádevna, y el criado le respondió que el señor Vorkúiev.

–¿Dónde están?

–En el despacho.

Después de atravesar un pequeño comedor con paredes de madera oscura, Stepán Arkádevich y Levin, pisando por la blanda alfombra, entraron en el despacho, sumido en una especie de semipenumbra, pues sólo estaba alumbrado por una lámpara con una gran pantalla oscura. En la pared había un reflector que proyectaba su luz sobre un retrato de mujer de cuerpo entero, al que Levin no pudo por menos de prestar atención. Era el retrato de Anna realizado en Italia por Mijáilov. Mientras Stepán Arkádevich pasaba al otro lado de una espaldera y la voz de hombre que había estado hablando se calló, él estuvo mirando el retrato, que parecía sobresalir del marco bajo esa potente luz, incapaz de apartar los ojos. Hasta se olvidó de dónde estaba y, sin prestar atención a lo que decían, siguió contemplando ese retrato excepcional. No era una pintura, sino una encantadora mujer viva de negros cabellos rizados, hombros y brazos desnudos y labios sombreados de delicado vello, plegados en una leve sonrisa pensativa, que le miraba con expresión tierna y triunfal, llenándolo de turbación. Era demasiado bella para ser real: sólo por eso acababa uno convenciéndose de que no era una mujer de carne y hueso.

–Me alegro mucho —oyó de pronto a su lado.

Esa voz, que sin duda se dirigía a él, era la de esa misma mujer cuyo retrato había estado admirando. Anna salió a recibirle, desde el otro lado de la espaldera, y Levin vio en la semipenumbra del despacho a la mujer del retrato, con un vestido oscuro de un azul tornasolado, en una postura distinta y con una expresión diferente, pero con una belleza tan asombrosa como la que el pintor había captado en el retrato. Era menos deslumbrante en la realidad, pero a cambio estaba dotada de un atractivo del que el retrato carecía.

 

X

Se había levantado para recibirlo sin ocultar la alegría que le daba verlo. Y en la serenidad con que le tendió la mano pequeña y enérgica, le presentó a Vorkúiev y le señaló a una hermosa niña pelirroja que estaba allí sentada, ocupada de su labor, y a quien se refirió como su pupila, Levin reconoció las maneras familiares y agradables de una mujer de la alta sociedad, siempre mesurada y natural.

–Me alegro mucho, mucho —repitió, y estas sencillas palabras adquirieron en sus labios un sentido especial para Levin—.

Hablaba con soltura, sin apresurarse, mirando tan pronto a Levin como a su hermano. Levin se dio cuenta de que le había causado una buena impresión, y al punto se sintió aliviado, cómodo y relajado, como si la conociera desde la infancia.

–Iván Petróvich y yo hemos pasado al estudio de Alekséi precisamente porque queríamos fumar —dijo Anna, cuando Stepán Arkádevich le preguntó si podía fumar y, después de echar un vistazo a Levin, en lugar de preguntarle si fumaba, cogió una pitillera de carey y sacó un cigarrillo.

–¿Cómo estás de salud? —le preguntó su hermano.

–Bien. Son los nervios, como siempre.

–Extraordinario, ¿no es cierto? —dijo Stepán Arkádevich, advirtiendo que Levin seguía mirando el retrato.

–Es el mejor retrato que he visto en mi vida.

–Y el parecido es asombroso, ¿no es verdad? —intervino Vorkúiev.

Levin comparó el retrato con el original. Un resplandor particular iluminó el rostro de Anna en el momento en que sintió que aquel hombre la miraba. Levin se ruborizó y, para ocultar su turbación, quiso preguntarle si hacía mucho tiempo que había visto a Daria Aleksándrovna, pero en ese momento Anna dijo:

–Estaba hablando con Iván Petróvich de los últimos cuadros de Váschenkov. ¿Los ha visto usted?

–Sí —respondió Levin.

–Pero le he interrumpido. Perdóneme. Iba usted a decir algo...

Levin le preguntó si hacía mucho que había visto a Daria Aleksándrovna.

–Ayer estuvo aquí. Está muy enfadada por lo que le ha pasado a Grisha en el instituto. Por lo visto, el profesor de latín ha sido injusto con él.

–Sí, he visto los cuadros. Pero no me han gustado mucho —dijo Levin, volviendo a la conversación anterior.

Levin ya no hablaba con ese aire de entendido con que lo había hecho por la mañana. Concedía un significado especial a cada palabra de la conversación. Además, si hablar con ella era agradable, escucharla lo era aún más.

Anna no sólo hablaba con naturalidad y bastante buen sentido, sino también con cierta despreocupación, sin conceder ningún valor a sus propias ideas y dando una enorme importancia a las de su interlocutor.

La conversación se ocupó de las nuevas tendencias artísticas y de las ilustraciones para la Biblia de un artista francés. 176Vorkúiev acusó a ese artista de haber empleado un realismo rayano en la vulgaridad. Levin dijo que los franceses habían llevado el convencionalismo en el arte a un punto que ningún otro pueblo había alcanzado y que, por tanto, consideraban un mérito particular volver al realismo. En el simple hecho de no mentir veían ya un rasgo de poesía.

Ninguna idea inteligente había procurado nunca a Levin tanto placer. El rostro de Anna resplandeció en cuanto la apreció en su justo valor. Acto seguido se echó a reír.

–Me río como se ríe uno cuando ve un retrato muy logrado —dijo—. Lo que acaba usted de decir caracteriza a la perfección el arte francés actual, no sólo la pintura, sino también la literatura: Zola, Daudet. Aunque es posible que siempre haya sucedido lo mismo: la gente primero construye sus conceptionsa partir de figuras inventadas y convencionales; después, una vez agotadas todas las combinaisons, las figuras inventadas se vuelven aburridas. Entonces empiezan a concebir figuras más naturales y correctas.

–¡Tiene usted toda la razón! —exclamó Vorkúiev.

–¿Así que han estado ustedes en el casino? —preguntó Anna, dirigiéndose a su hermano.

«¡Sí, sí, es toda una mujer!», pensaba Levin, absorto en la contemplación de ese rostro bello y animado, que de pronto había cambiado por completo. Levin no oía lo que Anna decía, vuelta hacia su hermano, pero se quedó asombrado de la rapidez con que mudó su expresión. Ese rostro tan magníficamente sereno hasta entonces reflejó de pronto una extraña curiosidad, ira y orgullo. Pero eso sólo duró un instante. De pronto entornó los ojos, como si hubiera recordado algo.

–Bueno, en cualquier caso, esto no le interesa a nadie —dijo, y acto seguido se dirigió a la inglesa—: Please, order the tea in the drawing-room. 177

La muchacha se levantó y salió.

–Entonces, ¿aprobó el examen? —preguntó Stepán Arkádevich.

–Y con muy buena nota. Es una muchacha muy capaz y tiene un carácter muy dulce.

–Acabarás queriéndola más que a tus propios hijos.

–Así hablan los hombres. En el amor no hay más ni menos. Quiero a mi hija de una manera y a esta niña de otra.

–Le estaba diciendo a Anna Arkádevna —terció Vorkúiev– que si pusiera la centésima parte de la energía que emplea en esa inglesa en la tarea común de educar a los niños rusos, haría una labor mucho más útil y digna de elogio.

–Diga usted lo que quiera, pero no puedo hacerlo. El conde Alekséi Kiríllovich me animaba mucho a ocuparme de las escuelas del pueblo. —Al pronunciar las palabras «el conde Alekséi Kiríllovich» dirigió a Levin una mirada entre tímida e inquisitiva, a la que éste respondió involuntariamente con otra llena de respeto y aprobación—. Y fui varias veces. Eran unos niños encantadores, pero no podía dedicarme a esa tarea. Habla usted de energía. Pero la energía se basa en el amor. Y el amor no puede uno inventarlo ni sacarlo de donde no lo hay. El caso es que le he cogido cariño a esta niña sin yo misma saber por qué.

Y de nuevo se quedó mirando a Levin. Tanto su mirada como su sonrisa le decían que sólo hablaba para él, que valoraba su opinión y que sabía de antemano que se comprenderían.

–Lo entiendo perfectamente —repuso Levin—. En la escuela y, en general, en las instituciones de esa clase no se puede poner el corazón. Ésa es la razón, creo yo, por la que esas instituciones filantrópicas dan siempre tan poco resultado.

Anna guardó silencio y a continuación sonrió.

–Sí, sí —prosiguió—. No me siento capaz. Je n'ai pas le coeur assez large 178para poder volcar mi cariño en un orfanato de niñas sucias. Cela ne m'a jamais réussi. 179Hay muchas mujeres que se han labrado una position socialede esa manera. Y mucho más ahora —añadió con una expresión triste y confiada, dirigiéndose en principio a su hermano, aunque la verdad es que hablaba sólo para Levin—. Ahora que tanto necesito ocuparme de algo, no puedo hacerlo. —De pronto frunció el ceño (Levin comprendió que estaba enfadada por haber hablado de sí misma) y cambió de tema—. Me han dicho que es usted un mal ciudadano —le dijo a Levin– y he intentado defenderle lo mejor que he podido.


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